4. Cristina
Señor, esconda a su esposa y a sus hijas; señora, esconda a su marido y a sus hijos, que aquí viene el crapuloso calvo, el Almirante RR.
Ese jueves 20 de noviembre, los encabezados de El Tiempo sonaban como una sucesión de bromas y una serie de pistoletazos a la vez. Todos se preguntaban quién era el Almirante RR, ese personaje bisexual de los servicios de inteligencia nacionales que podía quebrarle la espina dorsal a cualquiera sin mostrar la mano y de quien, aunque se percibía en todas partes, nadie había visto sus facciones. Las mujeres y los hombres favorecidos por sus visitas nocturnas sólo acertaban a decir que entraba a las alcobas apagadas envuelto en una capa negra, y que le gustaban los cuerpos blancos entregados en sábanas negras.
A la hora del desayuno, Beatriz y yo desplegamos sobre la mesa el periódico. Delante del menú sangriento no sabíamos qué elegir primero, si la botana Jennifer Fernández, una niña de siete años asesinada por un secuestrador pederasta operando en un cerro de la Sierra de Guadalupe, identificada por su overol de mezclilla, sus calcetas rosas y su cabello teñido de rojo, ¿o escogeríamos entre siete sopas: las bandas que asaltaban en el Periférico, las que, en los embotellamientos de tránsito y a plena luz del día, se acercaban caminando a los coches atorados en los carriles centrales y daban cristalazos a los automovilistas, a los que amagaban con armas de fuego? ¿O nos deleitaríamos con el plato fuerte: la secuestradora Manuela Montoya, la que con la cara pintada de negro, el largo pelo suelto y los ojos rojos de rabia, como una Kali costeña, bailaba semidesnuda los viernes por la noche a ritmo de música tecno en la pista del Salón Malinche entre las cabezas de los decapitados del día, gritando: “¡Loco mi padre, loca mi madre, yo loca también, hijos de su puta madre!”?
“Los sicarios podrían ser policías judiciales o elementos de los servicios de inteligencia. Quien lo sabe no quiere decirlo. Miembros de un culto dedicado a asesinatos rituales operan bajo el lema de ahpuh-tzotzil, rey o señor murciélago”, dije.
“El Almirante RR o tiene el don de la ubicuidad o dispone de un gran número de asesinos a sueldo, porque parece estar en muchas partes a la vez”, dijo ella mientras mostraba la foto en la primera plana de El Tiempo. Un hombre vestido de negro, con sombrero y bastón negros, parado al borde de una torre de la Catedral Metropolitana, a semejanza del mamífero volador, daba la impresión de querer lanzarse al vacío.
En eso sonó el teléfono.
“¿Quién habla?”, preguntó María.
“¿Está Cristina?”, preguntó una voz de hombre.
“Aquí no vive ninguna Cristina”, la muchacha colgó.
Minutos después, el desconocido volvió a llamar preguntando:
“¿Está Cristina?”
“Aquí no hay ninguna Cristina.”
“¿Quién era?”, pregunté cuando colgó.
“El mismo hombre.”
Un minuto después sonó el teléfono de nuevo.
“Bueno”, contestó María.
“¿Está Cristina?”
“Ya le dije que aquí no vive ninguna Cristina”, ella colgó.
El mismo día, a diferentes horas, el hombre continuó llamando.
“¿Está Cristina?”, preguntaba.
“Ya no quiero contestar. Me da miedo su voz.”
Otra vez sonó el teléfono. Yo tomé la llamada.
“Hablo de la oficina del gobernador del estado de México, estamos actualizando nuestro directorio, quisiéramos hacerle unas preguntas: ¿Vive en la misma calle? ¿Tiene el mismo número de teléfono? ¿Es periodista? ¿Se sigue llamando Miguel Medina?”, la secretaria, imparable, soltó su chorro de preguntas.
“Señorita, yo estoy ocupado, hable otro día.”
Minutos después, sonó el teléfono.
María contestó.
“Hija de la chingada, ¿está Cristina? No me vayas a colgar porque te despellejo viva”, chilló la voz.
La muchacha colgó.
“Es ese hombre, me da miedo”.
“Si llama de nuevo lo oiré por la extensión de la recámara.”
Sonó el teléfono.
“Señor Miguel Medina, ¿asegura usted que el camión de carga no llevaba placas? Soy el jefe de prensa de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes.”
“Reitero lo que declaré esta mañana sobre el posible accidente del Periférico.”
“¿Manifestó usted que el vehículo tenía una razón social del estado de Zacatecas?”
“Sí.”
“¿Conoce el nombre del chofer?”
“No.”
“Señor, nuestra delegación en Zacatecas revisó los registros de automóviles y no encontró ninguno con esas características.”
“Pero si yo lo vi.”
“¿Lo filmó?”
“No.”
“Entonces no existe. Ningún vehículo con placas de Zacatecas se encuentra comisionado en la Ciudad de México. ¿No bebió unas copas de más con sus amigos periodistas?”
“¿Cómo sabe que estuve con periodistas?”
“Seguiremos investigando, le hablo cuando sepa algo”, se despidió.
Un minuto después sonó el teléfono. María descolgó.
“¿Cómo te llamas, hija de la chingada? No te hagas de la boca chiquita, vas a pasar la noche conmigo en un hotel.”
La muchacha colgó.
“Si me vuelves a colgar, puta pendeja, te voy a secuestrar, violar y matar.”
“No contesto ya, señor”, la muchacha vino a la recámara, asustada.
“¿Por qué este hostigamiento?”, preguntó Beatriz.
“Alguien quiere investigarnos.”
A lo largo del día el teléfono siguió sonando. A veces contestábamos, a veces no. Respondíamos, callábamos, tratábamos de oír un nombre, reconocer una voz, saber quién estaba haciendo las llamadas. Pero como a veces del otro lado sólo se escuchaba un largo silencio, empezamos a tener la impresión de que una oreja pegada al auricular buscaba captar los ruidos ambientales: ¿Cuántos hombres, mujeres, mozos y sirvientas había en casa? ¿Ladraba un perro? ¿Chillaba un niño? No cabía duda, con esas llamadas estaban entrando a nuestra intimidad.
“¿Está Cristina?”, el hombre volvió a preguntar.
“No.”
El hombre colgó.
El teléfono sonó.
“¿Está Cristina?”