32. La gata negra

“La noche huele a mujer. ¿Ha pensado que esa garra en celo es una Tongolele reencarnada?”, Mauro se frotó las manos, pues en el patio donde el hombre tigre daba sus paseos Sonia la gata negra venía a comer geranios y a retozar bajo el sol.

“Es Madonna”, dije.

“La persigue una cohorte de admiradores salvajes. Qué fiesta de orina, saliva y heces se darán hasta que salga el sol.”

“Por la sanchopanzona Sonia los gatos machos se lanzarán unos contra otros.”

“Vislumbre, nada más vislumbre”, Mauro oyó con atención los maullidos roncos, los arrumacos arrastrados, los ronroneos dolientes de la gata negra. “Esa gata domina a todos.”

En efecto, Sonia rodaba sobre su espalda, orinaba sobre las losetas, producía olores por secreciones glandulares, se alejaba de los campos de pluma y frotaba su cuerpo sobre el cuello de Lidia.

“Prefiero los gatos a la gente sencilla. No hay mayor misterio en el mundo que un minino”, ella, sentada en un banco verde, acariciaba a los recién nacidos. Con su traje escolar, sus trenzas atadas con moños azules que descendían sobre sus hombros como rizos de oro, parecía una niña.

“Oh, fiera apocalíptica”, me dije, al clavar Lidia los ojos en los míos con extraña intensidad. No sólo porque en ellos había desafío sensual, sino porque percibí a alguien que tenía la costumbre de seducir a los hombres con su infancia.

“Los gatos como los guaruras en un costal se arañan”, Mauro estaba fascinado por los machos que, disputando por Sonia, iban y venían por las paredes con el pelo erizado, el hocico abierto, los dientes mordientes, las uñas defensivas.

El escogido de la noche era Menelik, el gato negro de ojos verdes tan grandes que parecían salírsele de la cara.

“El elegido no puede consumar la boda”, dije, ya que ella, demorando el momento de la unión, aún lo rechazaba.

“¿Ha pensado en el uso eléctrico del gato? ¿En que los rayos de calor que emite podrían retransmitirse para beneficio de la industria eléctrica?”, balbuceó Mauro.

“¿Cómo se le ocurren esas cosas?”

“El gato se alimenta con rayos de calor que se convierten en desórdenes nerviosos que lo impulsan a saltar hacia delante. Cuando vemos temblores en su piel, espasmos en sus miembros y su tercer ojo caído, significa que está cargado de energía. En el Cisen realicé el estudio Posibilidades eléctricas del gato.”

Me quedé dudando. Él continuó:

“El miedo en el gato puede transformarse en energía. Cuando su corazón late a doscientas pulsaciones, sufre una descarga brutal de adrenalina y todos conocemos el efecto de la adrenalina sobre la actividad muscular. Una vez vi cómo la noche se iluminaba por los ojos fúlgidos de un gato. Vislumbre nada más: un millón de gatos asustados produciendo electricidad, alumbrando Mexico City.”

“La idea me parece horrible.”

“Irresistible. ¿No ha notado que cuando el gato teme por su vida se tiende en el suelo listo para saltar? ¿No se ha fijado que cuando se levanta con los dientes afilados, el pelo tieso, las pupilas dilatadas, el lomo arqueado, las orejas hacia atrás, todo esponjado, quiere dar la impresión de ser más grande de lo que es? Entonces bate el aire con la cola como un dragón, listo para producir energía.”

“¿Energía?”

“La fuerza electromotriz del gato debería medirse en kilovoltios. Vislumbre lo que los países del norte se ahorrarían en calefacción y la plata que los del sur ganarían exportándola.”

Como si pudiese oírlo, la gata negra se quedó suspensa. Pero, espantada por el timbre de su voz, se echó a correr.

Menelik la siguió por las terrazas y las paredes de las casas vecinas. Latigueó la cola entre las macetas. Emitió estertores desde detrás de un tanque de gas. Posicionado junto a una puerta, atraído por sus tetillas, sus meneos, sus garras arañando el suelo, su cabeza abajada y su trasero parado, la acometió ferozmente. Con fruición la mordió, hasta aquietarla.

La gata negra se echó a rodar.

Menelik lamió su miembro como si puliera un coral erecto.

La gata, extendida en el suelo, se hizo la muerta.

Menelik la hizo suya.

Menelik marcó su sumisión con una mordida en el cuello.

La cosa no terminó allí, el cortejo duró cuatro días. Hasta que Menelik, exhausto, escapó saltando sobre un muro.