SOUVENIR
Ocurrió un día antes de marcharnos. Además de las maletas con la ropa sucia, además de los zapatos incrustados con arena del Sahara, además de la memoria brumosa de la ciudad y fuera de las baratijas sin sentido, queríamos llevarnos un objeto que fuera un verdadero recuerdo de El Cairo, una imagen certera de su ambigua y escondida belleza. Al principio fue una búsqueda inútil por las callejuelas más trajinadas de Jan el-Jalili. Joyas caras y casi idénticas las unas a las otras, alfombras que cuando valían de verdad la pena eran inaccesibles, cajas incrustadas en madreperla que muchas veces no era madreperla sino un grisáceo plástico brillante. Nos resignamos a comprar unos lapislázulis bien tallados que servirían para un collar o una pulsera que podría completarse con oro blanco del Chocó, engastadas por algún orfebre de Mompox. Pero al salir de la joyería de los lapislázulis, por un puro capricho, decidimos hacerlo por la puerta de atrás. Ésta daba a una callejuela oscura y repleta de humo de shisha; el olor dulce, exquisito, del tabaco perfumado, competía con el aroma del karkadé y del café turco, con su fragancia añorada, mezcla de arábico y de cardamomo. Nos fuimos caminando detrás del humo, como siguen las luciérnagas la luz intermitente de un coqueteo distante, como siguen los machos las moléculas de feromonas de una hembra en celo, a kilómetros de distancia.
Había caído la noche completa, ya sin ningún vestigio de crepúsculo. Los comerciantes de esta calle estaban fríos y lánguidos, ensimismados más en el humo de sus narguiles que en las ventas a los turistas. La hora de hacer negocios ya había pasado. No nos miraban, nada nos ofrecían, estaban en un mundo propio, metidos dentro de sí mismos, absortos en las volutas del humo y en sus pensamientos. De repente un niño cogió a A de la mano y yo quería que se soltara pronto pues me imaginaba que ya volvíamos a caer en la trampa habitual, en los horrendos papiros falsos, las eternas pañoletas de algodón y poliéster, los tutankamones de latón y los cocodrilos contrahechos en un fingido alabastro de plástico. Algo hizo que A confiara en el niño, tal vez la confusión de su nombre. A estas alturas ya podía machacar algunas frases de árabe viajero y cuando el niño le preguntó: ismk eh? (¿Cómo te llamas?), A le contestó, «Ana», y el niño seguía preguntando una y otra vez, ismk eh?, ismk eh?, porque Ana, en árabe, quiere decir yo. Así que yo y mi otro yo, Ana (esa A que ha sido A hasta este momento), nos reíamos por la confusión y seguimos al niño. Éste se internaba por un laberinto sucio y hediondo, cada vez peor iluminado, pero nosotros nos repetíamos en breves frases lo que habíamos leído tantas veces en todos los libros, y lo que habíamos comprobado durante más de un mes en Egipto: que fuera del terrorismo de los extremistas musulmanes, El Cairo era una de las grandes capitales más seguras del mundo, quizá la metrópolis menos agresiva en términos de muerte. Mucho más segura que París, Madrid o Nueva York, en todo caso.
Dudamos más cuando al girar en una esquina el niño nos condujo por unas escaleras estrechas en las que se esparcía sin ánimos una macilenta luz rojiza. Nos figuramos un espectáculo de ese color, ya nos imaginábamos una mediocre y carísima danza del vientre preparada por una mediocre bailarina de los Balcanes, o por un travesti local disfrazado a propósito para turistas incautos. Cuando ya queríamos devolvernos, el niño desapareció y apareció un hombre joven y barbado, vestido con una impecable galabeya blanca, que nos dio la bienvenida en inglés y nos informó que el guedive, el señor, nos estaba esperando. Sí, quizá había una confusión y no éramos nosotros los invitados. Intentamos aclararlo pero el joven no quiso entendernos y siguió conduciéndonos hacia arriba. Al fin llegamos a una puerta que se abrió como por encanto y nos encontramos en una sala iluminada llena de inmensos colmillos de elefante, tallados y sin tallar.
Como el comercio de marfil está prohibido, esta era sin duda una tienda clandestina. Las tallas eran muy finas y había objetos antiguos, también de marfil, pero de entrada le explicamos al joven que nosotros no éramos apasionados por el ivory. En ese momento, por la misma puerta por la que entramos entró también el guedive, grande y majestuoso, y tras él un gordo inmenso, negro y barrigón, que cerró detrás de sí la puerta, con doble vuelta de llave, y se colgó la llave del cuello, como un collar. Nos sentíamos vagamente atrapados en una trampa sin sentido. El guedive se dirigió a nosotros en francés y se excusó por no saber hablar inglés. «Nosotros somos colombianos», le dijimos, y por un instante el hombre pareció sobresaltarse (la mirada perdida que parecía buscar una respuesta en las paredes), pero de inmediato o se contuvo o cambió de parecer. Siguió hablando en francés y nos preguntó si estábamos interesados en sus piezas de avoir. Antes de que pudiéramos contestar nos hizo servir unas bebidas calientes, una especie de té que no olía a té, y que A me previno en un susurro si no podría tener escopolamina. En Colombia no es infrecuente que te echen escopolamina en una bebida, para atracarte. La escopolamina confunde la mente, y de alguna manera quedas en las manos de los que te hablan. Bajo sus efectos toda historia es creíble (que te ganaste la lotería, que el bronce es oro, que el plástico o el hueso son marfil, que los pedazos de vidrio son diamantes). El guedive vigilaba que bebiéramos nuestro té, y cuando intentábamos abrir la boca, nos calmaba con un gesto de las manos y nos decía: «No, no, sin prisa, antes terminen». Tuvimos que tomarnos la bebida. Ojos clavados en nuestros labios, olor a polvo, ambiente cerrado herméticamente, negro inmenso de brazos cruzados y mirada altanera, con la llave colgando de su cuello.
No sentí ningún efecto extraño. Lo único que sentí fue una punzada de vergüenza y por salir del paso le dije que, aunque nuestra predilección no era el marfil sino los elefantes, podríamos estar interesados, y se las señalé, en algunas miniaturas. Unos boteros un poco menos pasados de kilos de lo habitual, y de tres o cuatro centímetros de alto, se exhibían en una repisa: eran pequeñas frutas de marfil: manzanas, peras, granadas, incluso un racimo de dátiles, formaban una abigarrada naturaleza muerta que de verdad evocaba las esculturas, más voluptuosas y grandes, de Botero. Blancas, brillantes, les pasaron por encima un sacudidor de plumas de avestruz, para despejarlas del polvo eterno de El Cairo y que pudiéramos verlas mejor. El bodegón diminuto, tenía algunas de sus frutas muy bien talladas, con esa sensualidad casi carnal que tiene el marfil pulido. Yo había calculado, también, que eran las piezas más baratas de la sala y que en último caso las podríamos comprar. No eran baratas e intenté escabullirme hacia unas piezas de ajedrez que resultaron más caras todavía. Las piezas negras del ajedrez, sin embargo, nos encaminaron por otro sendero: el del ébano. «Veo que aprecia el ébano», me dijo el guedive, que prefería hablar conmigo, con el hombre, y a A sólo de vez en cuando le dirigía una pequeña reverencia. Una esporádica y levemente lasciva inclinación del cuerpo, me parecía a mí. Nos trataba como si fuéramos millonarios europeos; preguntaba por el origen de nuestra familia, por el misterio de nuestra piel blanca (blanca para él, cuya tez era algo más oscura que nuestra piel mestiza; le decíamos que en Colombia veníamos en todos los colores del espectro). Más tarde volvía a insistir: que si era verdad que éramos colombianos, que si seguro, que para él los colombianos tenían el color del Tino Asprilla (el futbolista), que yo por qué hablaba francés, que si éramos hijos de conquistadores. Todo se lo explicábamos, hasta donde podía yo, que hablo casi tan poco francés como árabe. Y pensaba en nuestro bolsillo, tan colombiano ese sí, y ya podía prever su terrible decepción cuando al final le dijéramos que no, que nada de miniaturas ni de piezas, y que del elefante lo único que podríamos comprar sería, si tuviera, los pelos de la cola que, enroscados, se venden como pulseras.
Nos llevaron al cuarto contiguo. Si en el anterior todo parecía blanco, salvo las fichas negras del ajedrez, todo en este otro ambiente era negro. Era el cuarto del ébano. El negro gordo e inmenso dijo algo en árabe que nos tradujeron: que eso se hacía en su pueblo, muy al sur de Egipto, más al sur de Sudán, en una región que no supieron identificar ni en inglés ni en francés, pero que sonaba a algo así como al-Kuristiya. Los objetos de ébano estaban diseminados sin orden ni concierto, cubiertos por polvo y arena, y al lado de máscaras horrendas y de muñecos con cabeza negra que parecían diseñados para ritos de vudú, se veían cajas fabricadas con arte, algunos muebles dignos, y unas cuantas esculturas con ese interés más etnográfico que artístico, de esas que se pueden ver en muchas tiendas de objetos africanos en Estados Unidos y en Europa. Un África artesanal con fuerza, mucha fuerza, pero bastante burda. Máscaras llamativas, figuras estilizadas, pero nada, en realidad, que nos gustara especialmente o que nos pareciera distinto a lo que podría verse en cualquier tienda africana de Occidente.
A fue la primera en verla. Entreverada con piezas sin valor, entre abandonada y escondida en un rincón del cuarto. Me la señaló con un dedo y con un breve susurro en antioqueño: «¡Mirá, mirá eso!». Nos estaba mirando, arrogante, con la mirada turbia por el polvo. Desviamos los ojos para no delatar nuestro interés. Los antioqueños tenemos sangre de comerciantes levantinos y sabemos que la primera regla en una compra es mirar para otro lado. Era una pieza única. Era una escultura impecable, labrada a la perfección en el corazón de un árbol de ébano que tenía que ser muy viejo pues la cara y el torso eran de tamaño casi natural. Fingimos interés en una figura parecida, parecida en la idea, pero tosca en la factura y vacía de alma. La otra Venus, en cambio, la triste Mona Lisa negra, estaba viva, casi respiraba y nos seguía mirando sin parpadear. Viva y quieta, casi como una momia resucitada. El precio de la otra escultura (la tosca réplica de nuestra perfecta virgen negra) era excesivo, más de dos mil dólares, pero conseguimos que la rebajaran hasta setecientos. Era una cifra escandalosa para nuestro presupuesto, pero la chispa de la ambición ya se había encendido. Volvimos al cuarto del marfil, sin mostrar todavía que la habíamos visto, que ya la habíamos visto, la única, la elegida, la mejor obra de arte con que nos habíamos cruzado en el Egipto moderno. Entre murmullos de rapidísimo antioqueño cerrado, nos dijimos que para comprar la Mona Lisa tendríamos que cometer también el delito de algún marfil inútil. Había un huevo de marfil tallado que alguna tía podría apreciar. Carísimo, pero otra vez logramos negociarlo por menos de la mitad. En el delirio por conseguir lo que queríamos, pusimos tres frutas de los boteros diminutos. Juntaron la escultura mala y a sus pies pusieron el huevo, la granada, la pera y los dátiles. Me mostré nuevamente interesado en las piezas de ajedrez, compré de inmediato cinco pulseras de pelo de elefante, para los niños, dije, y el guedive me las regaló con un gesto de desdén: no era pertinente pasar con tanta brusquedad de lo más caro hasta lo más barato.
Deambulando por la habitación de marfil sentíamos el imán que nos llamaba desde el otro cuarto. Volvieron a encender la luz del ébano y mientras A fingía un embeleso salvaje en una máscara contrahecha yo la tomé entre mis manos y con una ternura de años sin que nadie la cogiera le acaricié la cabeza con la mano. Debajo del eterno polvo de El Cairo, tenía el pelo trenzado, en un tejido perfecto. Pesaba mucho, muchísimo, casi como un cuerpo muerto. El negro se había quedado en el cuarto de marfil, y yo le pregunté al guedive por el precio de ese cadáver que resucitaba entre mis manos. Dijo un poco más del precio inicial de la escultura mala, una ridiculez para esta pieza, pero si no pedíamos descuento podría sospechar. La puse otra vez en su sitio casi con desprecio. El guedive bajó quinientos dólares, y A, con voz temblorosa, dijo la primera frase en francés que le oído en mi vida. Ça va bien! El guedive profanó con sus manos nuestra Mona Lisa y la sacó del cuarto sin siquiera mirarla a los ojos. Estoy seguro de que, si la hubiera mirado aunque sólo fuera una brevísima fracción de segundo, se habría arrepentido.
Cuando el negro vio salir al guedive con la escultura de nuestra triste Mona Lisa entre las manos, lanzó una alarmada exclamación en árabe, se acercó a la escultura y la cogió con la misma devoción con que yo la había estado cargando. Hablaba en árabe, sin parar, como exaltado, y lo que decía parecía poner de mal humor al guedive, que le contestaba de mala manera. El negro parecía triste; después desesperado; después se resignó y habló en un tono muy distinto. Siguió un diálogo sin palabras comprensibles para nosotros, en el que no sabíamos lo que estaba pasando, algo grave en todo caso. El guedive le entregó la escultura, y el negro, abrazándose a ella como un náufrago a una tabla, se dirigió a la puerta, se quitó el collar, abrió con la llave, y se fue con la Venus, con la obra maestra, con nuestra Mona Lisa triste cuyo precio ya habíamos fijado.
El guedive nos miró con una expresión hosca. Se veía que hubiera querido deshacer el negocio, pero que todo su honor de comerciante serio se perdería si rompiera su palabra. «Les dije mil novecientos y, aunque ya no quisiera, se la tengo que vender. Es una pieza especial, la más especial, Mangogul me lo acaba de decir. ¿La señora es experta?» Dijimos que no con la cabeza. «Entonces escojan otra», dijo él, «la que quieran, por mil». Volvimos a negar con la cabeza. «¿Cómo van a pagar?» Le dijimos que con tarjeta de crédito, por supuesto, nadie carga con tanto dinero en efectivo. El guedive vio una escapatoria. Negó con la cabeza: «Imposible». Yo llevaba todos los dólares en el cinturón, pero la cuenta se acercaba a los tres mil, y yo sabía que tenía entre dos mil quinientos y dos mil ochocientos, nada más. También sabía que si pedía el más mínimo descuento, daría pie para deshacer todo el negocio. «En dólares», dije, y el guedive tuvo que asentir. Me abrí la cremallera de los pantalones y saqué la ridícula alforja de tela cosida por mi tía abuela. Tenía dos mil setecientos cincuenta dólares. El guedive los contó y mientras los contaba A y yo reunimos todas las libras egipcias que cargábamos; alcanzaban apenas para los ciento cincuenta dólares que faltaban. El guedive contó también las libras y se rindió a la evidencia. Hizo, sin embargo, un último intento: obligó al empleado a revisar todos los dólares, billete por billete, como esperando encontrar alguno falso. Estaban buenos y estábamos pagando lo pactado, ya no tenía disculpa para no vendernos.
Ordenó al joven, que no había vuelto a hablar, que empacara las cosas. El joven se puso a envolver la mala escultura con parsimonia. El guedive resoplaba. Al fin dio un bufido, abrió la puerta y gritó algo por el hueco de la escalera. Unos pasos pesados se acercaron poco después. En las manos del negro venía la escultura. No la reconocimos. Aunque parecía incluso más hermosa que antes, en un primer momento pensamos que nos la había cambiado por una de piedra. No. A temblaba y dijo que el té la había puesto nerviosa. La había limpiado y venía perfecta, reluciente, desafiante, conmovedora, piedra de madera, objeto sacro, diosa altiva. El negro, sin mirarnos, la puso en el mostrador. «C’est la dernière sculpture faite par son père —dijo el guedive. Elle représente sa soeur, qui était enceinte, et qui est morte en couche». El padre de Mangogul la había tallado con pasión y con dolor por la hija perdida. Mangogul había tenido que entregarla con todo el lote de mercancías, pero siempre la ocultaba en un rincón, envuelta en polvo para que nadie se antojara de ella. Esto nos explicó el guedive, con un tono sincero y compungido a la vez.
A y yo nos miramos. La codicia de poseer a la Virgen Negra adormecía nuestra conciencia. Lo único que sentíamos, imperioso, era el deseo de tenerla, pasando por encima de cualquier sentimiento. Era una especie de robo si nos lleváramos la Mona Lisa triste, pero nosotros sentíamos que la habíamos comprado, que nos habían hecho una oferta, ellos, y que nosotros habíamos aceptado el negocio. Le dije al guedive: «Si usted no le vendió o no le regaló esa escultura a su asistente, no veo por qué tendríamos que hacerlo nosotros, que no lo conocemos, que ni siquiera estamos seguros de que su historia sea cierta». Fui cruel. El guedive se ofendió y nos pidió que nos marcháramos de una vez por todas. Enfurecido, también le ordenó al negro que se fuera. Este salió, gigante humilde, con la cabeza agachada. Sentíamos un malestar que no nos confesábamos, A y yo, o que estaba todavía adormecido por la euforia de la buena compra. Por un lado nos jalaba la codicia y por el otro la compasión. No lo pensamos más, dominados por la ambición de poseer la mejor pieza del mercado de El Cairo. El joven empacó la Mona Lisa en el mismo papel blanco de los otros objetos. Metimos todo en dos bolsas de lona. Salimos tan cabizbajos como Mangogul, y yo sentí que las piernas me temblaban. A estaba pálida, muy pálida, como en un claroscuro de colores que en mi cabeza se enfrentaba al negro profundo de nuestra Mona Lisa negra. Nos sentíamos peor que ladrones, nos sentíamos como cazadores occidentales después de exterminar a uno de los últimos tigres de Bengala. Pero sentíamos también el entusiasmo de haber podido cazar esa gran bestia.
En la puerta, al pie de la estrecha escalera por la que habíamos subido con el niño, estaba Mangogul, como una estatua viva, de pie, con los brazos cruzados, inmenso y serio. Si hubiera querido, habría podido destrozarnos con sus brazos de gigante. Sentimos miedo, creímos que se iba a abalanzar sobre nosotros. No dijo ni una palabra y nos miró pasar, con los ojos abiertos, vidriosos, pero mansos. A tuvo un impulso inmediato: empezar a correr. Y yo la seguí, sudando, por entre los laberintos incomprensibles de ese sector del Jalili. Al salir a una de las calles principales, dejamos de correr y caminamos hacia los taxis. A los pocos minutos llegamos a una avenida mejor iluminada. Al frente de la mezquita de al-Husayn paramos un taxi y subimos a él sin hablar. Nos habíamos gastado todo lo que teníamos (todos los ahorros, la reserva que teníamos para pasar unos días en Madrid y comprar un carro al volver a Colombia), pero ya no sentíamos el gusto inicial por poseer ese objeto que nos había enloquecido y ya empezaba a pesarnos como una maldición. Era muy tarde cuando llegamos al hotel y metimos los paquetes con desgana en la maleta. Esas monstruosidades servirían para algún regalo. Desempacamos las dos esculturas, la mediocre y la perfecta, y las pusimos juntas, encima del escritorio. Nos acostamos por última vez en nuestro hotel Cosmopolitan.
Apagamos la luz. No podíamos dormir: la Mona Lisa negra nos miraba con un hondo, con un tristísimo reproche, aunque no la viéramos: quería volver al mercado, a su legítimo dueño. El avión hacia Madrid salía al día siguiente, hacia las once de la mañana. No hablábamos, A y yo, pero yo sabía que ella tampoco dormía. Lo sabía en el movimiento rítmico de su pie, en su respiración que aún no se había sosegado. La Virgen negra nos miraba, indignada. Su furia se percibía como la de un animal salvaje que hubiera sido enjaulado. En la madrugada, hartos de oírnos dar vueltas y suspiros en la cama, empezamos a hablar. No podíamos llevárnosla, no podíamos, había que devolvérsela a su único propietario auténtico, Mangogul, pero no podíamos tampoco perder la plata. Teníamos que encontrarlos, hacer la devolución, y que nos dieran los dólares.
Resolvimos levantarnos al amanecer, regresar lo más temprano posible a Jan el-Jalili para buscar la tienda y devolver la escultura, esa pieza increíble que aunque habíamos pagado no era nuestra, no sentíamos como nuestra. Era un robo, una astucia, otro saqueo de lo mejor de África que quería volar a otro sitio. Jan el-Jalili, por la mañana, no era nada. Como todo en El Cairo, el mercado se levantaba despacio, y a las siete, cuando llegamos, apenas sí empezaba a haber algún movimiento. Además, no dábamos con el callejón que nos había llevado hasta esa escalera. Con la Mona Lisa en la bolsa de lona, logramos encontrar la tienda de los lapislázulis, pero estaba cerrada, así que dar con la salida de su puerta trasera en un difícil ejercicio de cálculo, pues en el bazar las manzanas no obedecen a una cuadrícula discernible. Vagamos como perros perdidos durante más de una hora, hasta que al fin dimos con el pie de la escalera. Subimos silenciosos y tocamos a la puerta. Abrió Mangogul y nos miró asombrado. Estaba solo. Le dijimos que queríamos devolverle la escultura. Por señas, mostrándosela, se lo hicimos saber, pues él no hablaba inglés ni francés. Le hicimos entender que queríamos también que nos devolviera el dinero. La caja estaba cerrada, pero Mangogul, entusiasmado, la forzó con un alicate. Abrió el cajón. Allí estaban todavía nuestros dólares: nos entregó mil novecientos. Después nos abrazó a cada uno, y nos acompañó de nuevo hasta el taxi. Antes de dejarnos, nos besó con ternura e hizo un extraño gesto de agradecimiento con las manos.
Fuimos a toda velocidad por las maletas. Llegamos al aeropuerto casi a las diez. Afortunadamente el vuelo tenía un retraso de una hora. Entregamos nuestro equipaje lleno de baratijas y tonterías, sin el único souvenir que hubiéramos querido tener. La otra escultura de ébano, la mediocre, ahora está en nuestra casa, vaga reminiscencia, torpe caricatura o mal remedo de la maravilla. En cuanto a la auténtica Mona Lisa negra, algún día, cuando Mangogul muera, ojalá sea exhibida en algún museo de Egipto. Es una pieza única, perfecta, inolvidable. Volver a verla algún día es uno de los motivos que tenemos para volver a El Cairo. Es una deuda con nuestros ojos y con la memoria.
Antes de abordar el avión, el sarcófago de EgyptAir, me toco el corazón para comprobar que el pasaporte siga allí, en el bolsillo de la camisa. Toco algo más: la tarjeta para llamar por teléfono. ¿Cómo gastarla? Vuelvo a acordarme de Hamed Abu Ahmed, a quien nunca pude ver. Voy al teléfono público y lo llamo.
—Hoy mismo pensaba llamarte —me dice en un tono alegre, más amistoso que nunca. Después propone, enfático—: «Veámonos mañana bajo la estatua de nuestro gran colega, Mustafá Kamil.
—¡Claro, qué buena idea! A las once, si te parece bien», le digo yo con un entusiasmo casi real.
—Sí, muy bien. Entonces así quedamos, a las once y a la sombra de Mustafá Kamil.
Cuelgo. Llaman nuestro vuelo por los altoparlantes; casi al mismo tiempo suenan los mikrofun que llaman a la oración del mediodía. Los empleados y guardianes sacan sus alfombritas de rezo al tiempo que A me coge de la mano y caminamos por el pasillo hasta el bus. Me subo al avión sin remordimiento. En la vida hay un montón de llamadas y de citas que no cumpliremos nunca.
El viejo DC-10 se eleva sin muchas vibraciones. Desde la ventanilla veo el delta del Nilo, y luego el gran desierto, mientras nos acercamos al Mediterráneo. Otra huida de Egipto, y como es por el aire, las aguas del mar no tendrán que abrirse a nuestro paso. Trato de decidir en qué momento se termina un viaje y de qué forma se termina un libro. Si el viaje empieza antes de partir, quizá también termine antes de que nos vayamos. Hay unos días antes en los que uno ya se ha despedido, y sólo el cuerpo sigue ahí. Los libros también se acaban antes de la última página. Es algo que se siente, queda una inercia de escritura que ya no cuenta, un impulso final que se va agotando letra a letra. Pensando en esto, mientras veo la playa que divide la tierra del mar, casi sin darme cuenta, se me cierran los ojos y me quedo dormido. Ya no recuerdo cuándo ni dónde me volví a despertar.