EMBRIAGUEZ ORIENTAL

El vino de Egipto no es malo; al menos es muchísimo mejor que el colombiano. La cerveza es de calidad intermedia, como la de mi país. Hacen ron de caña, también, pero es mejor el nuestro y el de las Antillas. En general, sin embargo, no se presta la religión musulmana para desarrollar la cultura del alcohol. También en esto el hilo de la tradición con el pasado egipcio se ha roto casi por completo. En la tumba de Kamosis (de la XVIII dinastía), pueden verse pintadas alegres escenas del vino y de la vendimia. Los antiguos egipcios cultivaban la vid y fabricaban muchos tipos de vinos, de distintos sabores y gradaciones, que envasaban en ánforas de cerámica y mezclaban con miel. En la tumba de Tutankamón y en muchas otras tumbas se han hallado ánforas de vino, marcadas y selladas con el sigilo del rey, y con inscripciones que indican el año de producción y qué tan bueno es el vino: Dos veces bueno, tres veces bueno, cinco veces bueno (hasta ocho).

Se celebraba, por los días en que el Nilo empezaba a inundar los campos, una fiesta de la embriaguez, dedicada a la diosa Hathor (cornuda diosa del vino y también del amor), a la cual se le ofrecían libaciones. Esta diosa Hathor era tan magnánima que, según se cuenta en algunos papiros, cuando los muertos llegan a las regiones del más allá, cansados por el largo viaje, ella calma su sed dándoles de beber vino en su propio pecho. Se afirma que el Paraíso se parece a ese momento en que los muertos resucitan para ser amamantados por la diosa Hathor.

El vino era precioso (por lo bueno y escaso) y larga su producción. Por eso para el pueblo había abundante cerveza, que en cada casa se producía, a partir de panes de cebada y agua, y que mezclada con dátiles era una de las bebidas más comunes. La prohibición, cada vez más radical, por parte de la religión, de todo tipo de bebida alcohólica, hace ver con muy malos ojos a los bebedores, incluso leves. Durante algunos años en Egipto hubo una amplia tolerancia por los que bebían un poco; esta tolerancia se pierde cada día más. Los trabajadores que vuelven de Arabia Saudita, numerosos, después de pasar allí unos años en los que ahorran para toda la vida, regresan también con la convicción de que es el vino (y no la relativa diferencia en la riqueza del subsuelo) lo que ha hecho que Egipto sea menos rico que sus vecinos del sur.

Una tarde viene a visitarnos Aisha al hotel. Nos encuentra leyendo y tomando vino blanco. Le ofrecemos una copa. Ella nos mira asustada: «Es un pecado muy grave», dice. Al rato, tal vez contagiada por nuestra alegría, se decide a tomarse una copa, pero me dice, señalando el cielo: «Alá va a apuntar este pecado en tu libro de cuentas, no en el mío». Yo le aseguro que así será, y ella termina su copa en dos tragos, feliz, y pide otra que será apuntada en el libro de A, y otra más que le será cobrada a C (aunque ya no esté aquí), y una última que hará todavía más grueso mi libro, que ya es un mamotreto más grueso que la Biblia y el Corán juntos, pero no lleno de versículos ni de suras, sino de pecados. Pasamos felices y al caer la tarde Aisha nos abraza, complacida, liberada, alegre. Su pecho se estrecha contra mi pecho, y en la embriaguez le digo: «Hathor, Hathor». Ella se ríe. También para los antiguos egipcios el vino estaba asociado con la felicidad. Cita Edda Bresciani las palabras de un papiro panteísta: «Dios hizo que los hombres conocieran los remedios para aliviar las enfermedades, y que supieran del vino para aliviar la tristeza».

En dos de las obras más populares de la literatura de Oriente, Los Rubayatas y Las mil y una noches, el vino aparece una y otra vez. Hasta no hace muchos años las ceremonias de matrimonio en El Cairo se celebraban con vino (hoy esta costumbre solamente subsiste entre las clases más altas y occidentalizadas). Eso hace más incomprensible la prevención antialcohólica que hoy se manifiesta siempre con más fuerza en Egipto. Cuenta Max Rodenbeck que en 1985 la policía hizo un allanamiento en una librería cercana a la Universidad de al-Azhar. Se llevaron de allí dos mil volúmenes ilustrados de un libro que una corte consideró que «violaba la leyes de la decencia y minaba la moralidad de la sociedad egipcia pues invitaba a los jóvenes a la depravación y a la corrupción». El libro resultó ser Las mil y una noches, y la corte de apelaciones desmontó los cargos. Más difícil aún debe tener la vida Omar Kayyam, gran poeta persa, y musulmán algo impío, que una vez escribió:

 

Una copa llena de dorado vino

junto al calor del suave regazo,

en un rincón de la sierra,

oyendo el murmullo de un arroyo,

todo eso prefiero al Paraíso

prometido a los mortales.

¡Amigo! No oigas a ninguno de esos,

doctos o ignorantes, que predican,

con sus vanas palabras,

el odio entre los hombres,

ofreciendo las delicias del cielo

o amenazando con las brasas del infierno.

¡Basta ya de tanta insensatez!

¿Podrían ellos presentar a alguien

con las maletas listas

y el viaje marcado para el infierno,

o a alguien recién llegado

de una excursión al cielo?

 

Hay algo que añadir: esta torpe cruzada antialcohólica del islam es idéntica, en su idiotez, a la cruzada contra las drogas que ha emprendido y que se mantiene en Occidente. El absurdo de las políticas puritanas de Oriente nos hace ver lo absurdo de las idénticas políticas puritanas de Occidente.