ALGARABÍA

Son las once de la noche. Hemos atravesado, sin verlos ni sentirlos, el desierto y el mar. Antes los viajeros acometían las olas en frágiles veleros y superaban el desierto en caravanas amenazadas por los nómadas. Nosotros llegamos sin ninguna aventura y ningún riesgo (salvo los riesgos mentales de un ridículo pánico) al corazón mismo de Egipto, el último destino de este viaje. La magia del vuelo hace realidad el cuento de Aladino: se le pide al espíritu de la lámpara maravillosa que nos transporte a la ciudad de las mezquitas y los alminares, y antes de poderlo siquiera pensar bien, ya estamos ahí. Como estamos en territorio musulmán, puedo exhibir sin temores a mis dos esposas. Tomo sus pasaportes y cojo a cada una por un brazo. Mientras hacemos la fila, C nos cuenta que ha conocido a una española que coordina cursos de danza del vientre en El Cairo. Lo lamenta, pero algunos días no podrá salir con nosotros a hacer turismo: ya se matriculó ella también y nadie podrá disuadirla de no seguir las clases.

Todos los aeropuertos se parecen. Todos los funcionarios que revisan los pasaportes se parecen. Todas las desconfianzas se parecen. También son parecidas las aduanas a las que nos someten. Lo que cambia es, tal vez, el tipo de contrabando que cada sitio pide, exige, teme. No lleves leña para el monte, se dice en mi ciudad. Por eso nadie lleva marihuana a Colombia, ni computadores a Estados Unidos, ni quesos a Francia, ni vinos a Italia, ni toros a España. Pero sí cocaína a todos estos sitios menos el primero. ¿Qué traerán a El Cairo? De inmediato también lo descubrimos. La nueva amiga de C, la española, acompañante de un grupo como de diez muchachas que vienen a hacer un curso intensivo de danza del vientre, es obligada a abrir la maleta. No trae velos ni lentejuelas ni encajes, tampoco marihuana o cocaína: su maleta está llena hasta los bordes de teléfonos celulares. Se arma un gran alboroto. Miro con rabia a C, y le doy un codazo para que se mueva.

Mientras nos alejamos, de las gargantas de los policías surge eso que en castellano se describe con una palabra de origen árabe que se ha vuelto denigrante: algarabía. El idioma árabe, en español, es una algarabía. Sólo la ignorancia y el prejuicio antiislámico hacen que esa lengua bellísima haya llegado a ser, en nuestros oídos torpes e inexpertos, un sinónimo de ruido. Sé que durante un mes me acompañarán, como una música de fondo que no entiendo, esas jotas recias, esas eles insistentes y el abierto predominio de una vocal: la a. En Colombia, para imitar el sonido de la lengua árabe, decimos una frase a toda velocidad, dos veces: «Bajalajaulajaime, baja-la-jaula-jaime». Más o menos algo así oigo que nos dice un policía de aduana, cuando nos detiene. Los egipcios notaron que C miraba a la española con compasión, y por eso también C tendrá que abrir el equipaje. C no trae teléfonos celulares, pero sí trae muestras abundantes de sus dos obsesiones: el cuidado de la piel y el ejercicio físico. Los agentes niegan con la cabeza, incrédulos, al ver la cantidad de cremas, cremitas, lociones, ungüentos, cosméticos, pomadas, hidratantes, bases. ¿Piensa venderlas aquí?, preguntan. Les demostramos que todas están abiertas, usadas, y ese detalle nos salva. Lo que no pueden creer es que C haya traído un aparato. C les explica (y sólo en ese momento también nosotros nos enteramos) que esos tubos negros forman un trapecio que se arma para hacer ejercicios abdominales. C está dispuesta a hacerles una demostración allí, en público, de abdominales, pero por suerte no nos la exigen y nos dejan salir. Antes, el funcionario toma entre sus manos el pasaporte de C. Luego saca la lengua y babea una y otra vez una pequeña estampilla; la pega en una hoja del pasaporte, pero está tan mojada de saliva que toda la hoja del pasaporte de C queda arrugada para siempre, como un húmedo recuerdo ondulado e indeleble. No sabemos qué decisión habrán tomado con los teléfonos móviles de la danzarina, que se queda atrás. No sabemos si como símbolo de perdón le habrán babeado también a fondo alguna hoja de su pasaporte, o como símbolo de culpa le habrán pegado con babas una estampilla de deportación. Salimos. Un momento después, la algarabía de la aduana es reemplazada por la algarabía de los maleteros y taxistas. El Cairo, al fin; sí, al fin y de verdad estamos en El Cairo.