CAFÉS
En Colombia, más que cafés, lo que tenemos son cantinas, sitios donde se empina el codo hasta doblar la lengua, sitios de embrutecimiento donde es imposible que los oídos tengan cómo escamparse de la música a todo volumen: vallenatos, rancheras, tangos, porros, merengues estridentes. En Madrid hay bares de copas y de tapas, infinitos, donde no hay otra música que la mejor: las voces recias de los contertulios que no paran de hablar. En El Cairo, como en Viena, uno sale a los cafés. Algunos conservan todo su encanto, un encanto que soporta incluso la invasión de los turistas, pero los más frecuentes son los cafés populares, sólo para egipcios, sencillos, tranquilos y de machos, y donde venden sólo café, té, karkadé, y te preparan por pedido pipas de agua. Los hay en cada manzana, viven brumosos por el humo del tabaco, y los calienta un agradable aroma de brasas de carbón. En general consisten en unas pocas mesas con patas de hierro o de madera y plano de mármol. No sirven alcohol ni ponen música, y ambas cosas contribuyen al ambiente sosegado, casi melancólico. En las pipas de agua se quema lentamente, bajo las brasas que te cambian con gran eficiencia los camareros, rubias mezclas de excelente tabaco con frutas y con otros aromas. El aire hediondo de la contaminación y del polvo de El Cairo, se transforma de repente, en los cafés, en un verdadero deleite para la nariz. Uno pide una shisha, que es el nombre del narguile de tabaco en Egipto, y quizá un café turco con olor a cardamomo, o un té con menta, o un karkadé. A partir de ahí sólo viene la calma y la conversación.
En los más populares, de nombres que no importan porque son casi idénticos y los hay por todas las calles y por todos los barrios de El Cairo, cuando estoy solo, me atienden con gusto y se esfuerzan por entenderme y por hacerse entender. En cambio cuando entro y me siento con mi par de esposas (o con una sola de ellas si la otra se ha extraviado en recodos o recuerdos), el camarero y los clientes se mosquean, como si yo estuviera violando un contrato firmado, una norma escrita con sangre en el pasado de la especie. En realidad, es una obligación tácita, que a los egipcios ni siquiera les gusta reconocer del todo. No insistimos en esta irrupción que sólo los molesta, y nos sentamos juntos, solamente, en los sitios donde están acostumbrados a esa curiosa especie, las mujeres. Algunas tardes y noches hago el experimento de ir solo, sin ellas, y pienso que unos y otros descansamos: yo de ellas, y ellas de mí. Es mala, la segregación de los sexos, pero en todas las culturas se practica a ratos. En Madrid hay bares para sólo mujeres en los que fui peor tratado que mis esposas en El Cairo, en los cafés sólo para hombres.
Si uno se guarece dentro del recinto, por lo general, no te asaltan los vendedores. En los cafés tampoco sientes que te quieren engañar. Son baratísimos, casi regalados, y nadie te acosa para que dejes libre la mesa. Han sido y siguen siendo los mejores sitios de la ciudad, donde antes se sentaban los narradores de historias y contaban pedazos de Las mil y una noches, o hazañas del profeta, o fechorías y victorias de los sultanes de El Cairo, o la carnicería de los mamelucos, o las historias de matones y héroes de barrio, que luego Mahfuz recogería en algunos de sus libros. Esta tradición de cuenteros ya se ha perdido. Pero no la de conversar y discutir. Se habla mucho (quizá porque no están) de mujeres. Un día me cuentan la conclusión a la que han llegado después de mucho debatirlo entre ellos: «Los árabes preferimos las gracias que atraen, los ojos que agasajan, la sonrisa que anima. No las lánguidas ambigüedades de las idealizadas doncellas de Occidente». Yo no les doy razón, pero tampoco les discuto; pienso para mí que nuestras doncellas son cada día menos lánguidas. Cuando se cansan de hablar, entonces sacan los tableros de backgamon o las fichas de dominó. Juegan rapidísimo, con una concentración y una habilidad pasmosa. Se los ve siempre de buen humor, pierdan o ganen, porque no juegan plata y es sólo un ejercicio de la mente y la imaginación. Se distraen, se olvidan, se divierten.
Ya sé que es odioso que a estos cafés casi nunca entren las mujeres, que haya contra ellas una prohibición muda (que las transgresoras pagarán con desprecio), pero hoy simpatizo con mis compañeros de café en El Cairo. Me enseñaron a jugar backgamon, me dieron dos o tres trucos para mejorar en dominó, conversaron conmigo como si se tratara de un viejo conocido, y también me explicaron que los hombres, si hay mujeres, empezamos a competir. La concordia se rompe, piensan ellos, si una mujer en edad de merecer se mezcla con los varones. La camaradería se convierte en una sórdida competencia que termina en discordia o en riña; porque ella debe ver cuál de todos es el mejor, el macho que domina la manada, para quedarse con él, para escogerlo (el hombre propone y la mujer dispone) y entonces todos los machos buscan sobresalir. Una justificación parecida (aunque más explícita y burda) nos daban los curas del colegio confesional donde estudié, y donde por supuesto no dejaban tampoco que ninguna mujer entrara. No acepto ninguna de las dos, ni creo del todo en esta explicación biológica de mis amigos de El Cairo, pero las doy por buenas por un rato, mientras termino esta shisha, este café, y esta larga partida de ajedrez, que pierdo, por supuesto.
Antes del ajedrez, las mujeres. Después del ajedrez, como siempre, mis nuevos amigos quieren que hablemos de teología. Suponen que soy cristiano, y entonces me explican el punto de vista de uno de sus filósofos más agudos, que decía así: «Los cristianos son unos insensatos que piensan que el uno es tres y que tres son uno; que uno de los tres es el Padre, el otro el Hijo, y el tercero el Espíritu; que el Padre es el Hijo y que no es el Hijo; que un hombre es Dios y que no es Dios; que el Mesías es Dios enteramente, y que sin embargo, no es el mismo Dios; que el que ha existido de toda la eternidad ha sido parido. Creen además que el Creador, el mismo Dios completo, ha sido azotado, crucificado y muerto; en fin, lo más grave, ¡que el Universo ha estado privado durante tres días de Aquel que lo gobierna!». Les digo que nada puedo rebatir contra la perfecta lógica de su filósofo musulmán. Se sorprenden de que les dé la razón tan rápido. Luego se ríen satisfechos, aunque no están seguros de si les doy la razón de verdad o si es que simplemente no quiero discutir. Sí, les doy la razón, y tampoco quiero discutir, pues podría citarles absurdos parecidos de su monoteísta único Dios, y también de su profeta.
Mi café predilecto es uno que puede ser, como los colegios modernos de mi tierra, mixto: el Riche. Es el café más abierto, quizá el menos auténtico, el más contaminado de influencias foráneas (lo que no siempre es una desventaja), pero es mi preferido. A la hora del almuerzo uno se puede tomar una exquisita sopa de lentejas con pan ácimo. El dueño es grande y digno, aspira sin cesar cigarrillos que aferra entre sus dedos manchados de nicotina, y conserva la distancia y el buen gusto de sus antepasados que abrieron el café con la idea de un ambiente libertario en la cabeza. En las paredes hay fotos de hombres de letras que yo no reconozco, pero sus caras me caen bien. Los camareros, tal vez, son demasiado lentos, pero no vine en busca de eficiencia puritana. Por la noche es posible tomarse una buena cerveza de Egipto, o un aceptable vino blanco del delta del Nilo, y no te miran mal, al contrario, aunque los ojos se te salgan algo de las órbitas y la lengua se te suelte en mal inglés. Además, gracias al Riche, conocí al lado el callejón de los milagros donde más amigos egipcios, hombres y mujeres, pudimos hacer.
Al lado del café Riche, por el callejón que empieza a uno de sus costados, al aire libre, se ha improvisado uno de los cafés más concurridos de la ciudad. Como el Riche es demasiado caro para los locales, los cairotas se sientan en este otro espacio a conversar, a fumar y a tomar té. Alrededor están los pocos sitios que todos necesitamos: el barbero, el más barato y el más preciso del mundo; una pequeña tienda de alimentos donde te venden pan, yogur y frutas; también una oficina para entrar a internet, porque en los días que corren es necesario consultar de prisa lo que pasa en otras partes, y porque no hay otra manera ya de enviar artículos a los periódicos ni de recibir noticias de la familia o los amigos. Pero afuera todo recupera su aire anticuado, su ritmo lento, su dejarse ir. Uno grita «¡Negro!», porque así se llama el camarero, y Negro viene y te atiende cuando puede. En este café, además, hay algunas mujeres rebeldes, sin velo, que conversan de tú a tú con los varones. Será difícil que se casen, nos dicen los machistas, porque los hombres de aquí las aman pero las temen, a estas mujeres que no se resignan a su rol subordinado. Qué importa que no se casen, pienso yo, si por un momento, por unos años, son el deleite del mundo. No se notan riñas ni competencia desleal entre los hombres, a pesar de las mujeres, y quizá aquí aprendan muchos de sus conciudadanos que ya no es la hora de devolver a las mujeres al velo y al recinto cerrado del harén (que no es un hotel y patio de deleites, sino un cuarto apartado de la casa).
Hay otro café, en general invadido por nosotros los turistas, pero que conserva todo su antiguo encanto. Si no es el que prefiero, sin duda es el más seductor, el de más gusto, el de mayor encanto. Dominado por espejos gigantes a la entrada, ovales, el marco de madera, con mesitas que se aglomeran unas tras otras, adentro y afuera, está el café Fishawi, en todo el corazón de Jan el-Jalili. Allí hay incluso una salita reservada para asuntos más íntimos, y por el frente pasa toda la fauna del mundo, la forastera y la local. Lo mejor del Fishawi es el efecto claroscuro de su luz: la neblinosa penumbra de adentro frente a los rayos perpendiculares de afuera, si es de día, o la tenue iluminación humeante de la noche, con la única música de las palabras que conversan en árabe y en muchos otros idiomas. Es esa penumbra, en general, de los cafés de El Cairo, la que confirma su encanto: para conversar no ayuda la luz excesiva, que hace apretar los párpados y fijarse demasiado en las líneas de las facciones, en los puntos de la nariz, en los pelitos olvidados en desorden. En todo caso, si el Fishawi está lleno, como muchas veces pasa, mientras la noche cae y algunos turistas temerosos se alejan al fin, es posible tomar té o café por los alrededores, en cafés no menos buenos, aunque con menos encanto de arquitectura y de decoración. El sitio, nos dicen, ya no es lo que era, ni cuando era guarida de ladrones ni cuando era antro secreto de poetas. Pero nada en Egipto es ya lo que era. Podría decirse que este lugar de la tierra lleva cinco mil años en decadencia, y aún no ha terminado de decaer. Así mismo el Fishawi, quizá ya no sea lo que era, pero sigue siendo lo que es, y vale la pena estar ahí, horas, viendo pasar la gente, y sintiendo entre el humo de la shisha cómo se pasa la vida.
¿Por qué hablará uno siempre de sus sitios y de sus cafés predilectos? ¿No estaría bien hablar, también, de los cafés que detesta? Un café detestable encontré en El Cairo, el Groppi, al cual entré por recomendaciones de guías viejas y nuevas. Se supone que fue un sitio maravilloso, y quizá entre los restos del desastre esto se pueda adivinar: tuvo un pasado, como puede haber tenido ideas y memoria alguien que haya sufrido un derrame cerebral. En su decadencia, ha llegado a ser lo contrario de lo que era; ya no es ameno, es odioso. Ahora te atienden, si te atienden, unos abúlicos bueyes displicentes, unas señoritas ensimismadas en su pañoleta, y te cobran un ojo de la cara por un pésimo té de bolsita industrial, por un agua rancia, por unos dulces mal hechos. Está en la plaza de Talaat-Harb y no se merece ni el sitio, ni la fama, ni el nombre, ni nada. No merecería ni siquiera mencionarlo, no debería estar aquí, en el desperdicio de un párrafo. Lo hago para que otros incautos no cometan el error de ilusionarse con su antiguo renombre. Si algún día, al fin, logro fijar una cita con ese amigo de amigos, Hamed Abu Ahmed, voy a decirle que nos veamos allí, en el Groppi, para castigar su espíritu esquivo con un sitio repelente.