MUJERES

A veces, en mis noches de insomnio, pienso en otras mujeres, como si A y C no fueran suficientes y para estar contento me hicieran falta muchas otras letras del abecedario. Me desvelo pensando en ellas, con ensueños eróticos, a veces, pero casi siempre con pesadillas de culpa. Entonces les escribo mentalmente unas cartas larguísimas que al otro día les transcribo por e-mail. Todos los días vamos al mismo café-internet a la vuelta del Riche. A diferencia de los cafés normales de El Cairo, donde venden café pero no ponen música, aquí nos agobian con canciones: otra triste demostración, fuera del internet (demostración alegre), de que se han occidentalizado, aunque la música que pongan sea árabe. Allí A ha conseguido una amiga, Aisha, y mientras yo les escribo largas pastorales a mis íncubos nocturnos, A se dedica a oírle los problemas a Aisha. Entre ellas se ha venido creando una especie de solidaridad. Hablan en inglés, y casi siempre de lo mismo: el novio de Aisha, Mohammed, estudiante de la Universidad al-Azhar que regresó a Irak, no ha llamado nunca desde que se fue, hace ocho meses. Están comprometidos, pero Aisha no sabe si el novio no llama por las dificultades de comunicación que hay en su país, o porque se ha arrepentido y su silencio ha roto el compromiso. Discuten el asunto una y otra vez, basadas en indicios.

También A les escribe «emilios» a sus enamorados, arrepentidos o no; el último que tiene es un profesor de Boston, judío de pelo largo, inteligente y hermoso (dice ella), un alumno de Chomsky pero menos radical en política y más claro en lingüística y en neurociencias. Es el psicólogo más sensato que existe, dice A, mientras le copia poemas de Borges a la luna. Yo no puedo ofenderme, porque mientras tanto les escribo mis poemas en prosa a los fantasmas del abecedario, para que me perdonen tanta ausencia, y les prometo que les llevaré pulseras de plata, cartuchos de oro con sus nombres escritos en jeroglíficos, trapos de seda y de lino, velos, babuchas, gorros nubios, perfumes. Mientras yo les escribo, A conversa y se ríe con Aisha. Ella termina rápido sus cartas para el bostoniano, porque los profesores no pueden perder tiempo con triviales ensueños. En cambio C se lanza a hazañas epistolares mucho más complicadas. Tiene un enredo con un amigo que la ama y le manda cada día un memorial de agravios. Está furioso con ella, ante todo por este viaje que se vino a hacer conmigo, y también porque ella lo quiere dejar. Entre los tres escribimos diariamente nuestra telenovela epistolar. Mis amigas lejanas me contestan con fríos párrafos de monosílabos, o con ironías del tipo «que disfrutes con A». O bien «que goces mucho con C». Es muy difícil la poligamia en Occidente. A veces quedo exhausto.

No sueño solamente con las otras mujeres dejadas atrás. Quisiera conocer alguna de aquí. Por tratar de entender y de entenderme, me pongo a indagar sobre la tan famosa «sensualidad de Oriente». Pregunto, miro, hablo, averiguo. Al cabo de varias semanas de búsqueda infructuosa puedo decirlo sin rodeos: casi todo es mentira. Si debo dar el testimonio de mi propia experiencia, si debo relatar lo que me contaron los amigos que fuimos consiguiendo con los días (Aisha, Selim, Taleb, Fakkri, Fátima), el ambiente de El Cairo, comparado con Madrid o Medellín, me parece más frígido que erótico. O mejor, porque frígido es una palabra odiosa y no comprobada: es un ambiente más vigilado y más lleno de prohibiciones para las mujeres y de tabúes para los hombres.

No rijosos ni arrechos, no coquetas ni seductoras, más bien lo contrario me parecieron los y las cairotas: castos, recatados, remisos. No dudo, por supuesto, que también los egipcios hagan el amor, con todo el furor y la eficacia necesarios, y un millón de nuevos ciudadanos por año (toda una catástrofe demográfica) así lo certifica. Pero el sexo se practica, sobre todo, en el sagrado recinto del matrimonio, y en el territorio bendito de lo permitido más que en el de la transgresión. Estamos muy lejos de lo que escribió Heródoto en sus notas sobre Egipto: «Aquí no sólo el clima es diferente al del resto del mundo, y los ríos distintos a cualquier otro río, sino que también la gente, en la mayoría de sus costumbres y maneras, es exactamente lo contrario de las prácticas comunes de la humanidad. Las mujeres se encargan del mercado y del comercio, mientras los hombres permanecen en casa y se ocupan del telar. Así mismo, las mujeres llevan sus cargas al hombro, mientras que los varones las llevan sobre sus cabezas. Una mujer no puede nunca ser sacerdote, y ni siquiera puede representar a las diosas, sino que los hombres los representan a ambos; los hijos no están obligados a mantener a sus padres en la vejez, y en cambio las mujeres lo tienen que hacer quieran o no». Si es cierto lo que dice Heródoto, de estas costumbres lo único que queda es que las mujeres de hoy en Egipto tampoco predican en los templos. Como en todo el mundo, el oficio sacerdotal sigue siendo un monopolio viril.

No puedo ni quiero hablar de los egipcios muy ricos ni de los muy pobres, que en todas las sociedades del mundo son clases apartadas, clases solitarias que no se rigen exactamente por las normas promedio de la propia cultura. La élite económica de El Cairo, occidentalizada, liberal, que bebe whisky y tiene apartamentos en París y Nueva York, no es un grupo representativo. Y tampoco lo son los más miserables, que no saben ni siquiera firmar y cuya vida consiste en procurarse lo mínimo para mantenerse; esos dos extremos quedan por fuera de mi viaje. No pude conocerlos, no tuve acceso a ellos, bien fuera por antipatía o por casi insalvables dificultades culturales. Pero en el promedio de los que conocí, oficinistas, estudiantes de universidad, dueños de café, empleados públicos, mi impresión fue, ante todo, la de una cierta sobriedad en las costumbres sexuales, unida a una gran discriminación contra las mujeres. Los hombres egipcios del promedio siguen convencidos de que la vida y la realidad son un asunto de hombres y para hombres. Y que las mujeres deben mantener un papel subordinado.

Más del sesenta por ciento de las mujeres egipcias son analfabetas, y a un porcentaje similar, sobre todo en el campo, se les practica todavía la escisión del clítoris, o peor todavía, la infibulación de la vagina (les cosen los labios con hilo o con argollas, para garantizar la fidelidad), que es más grave y dolorosa. Las hemorragias y las infecciones son frecuentes. Más que con la vellosa seducción del centro de su cuerpo, muchas mujeres árabes, entonces, seducen con un orificio ciego, cosido en el momento del alumbramiento, el ombligo, foco de atención del baile árabe más célebre, la danza del vientre, que C quiso aprender.

Visitamos los locales nocturnos de la avenida de las pirámides. La danza del vientre es aquí un espectáculo más bien decadente. C nos cuenta que las egipcias reservan sus mejores números para el espacio doméstico; cuando hizo su curso, los mejores bailes los vio dentro de una casa de familia. Allí las esposas les bailan a sus maridos, y, si él lo permite, a otros invitados o, mejor, invitadas. Los espectáculos públicos son para los turistas, de Occidente o de los países árabes más ricos, pero parecen postizos. El Estado prohíbe y regula toda desnudez, y no hay velos que caigan. Todo lo que se ve es ese ombligo, capullo recogido en el nudo de una pequeña espiral. Pero en estos últimos años, por todas las ciudades de Occidente, las jovencitas muestran el ombligo, así que su poder de seducción ya ha sido atenuado en nosotros por esa habituación hija de la costumbre. La mejor bailarina de danza del vientre la vimos en un barco-restaurante de esos que atracan a la orilla del Nilo. Pero no era ni siquiera una mujer: era un travesti. Buscamos algo más auténtico en la danza religiosa tradicional.

Aisha nos aconseja que vayamos a la danza sufí. Como mis guías dicen que en Egipto «todo te lo cobran, hasta una invitación a la casa», voy preparado para pagar. Acostumbrado a que te cobren incluso si sólo te indican una dirección por la calle, o si te acompañan (sin que lo hayas pedido) por un tramo de la kasbah, me espero una cuenta salada por asistir a esta danza. Y sin embargo la danza sufí en al-Ghoury, una madrasa de El Cairo medieval, es completamente gratis, no aceptan ni siquiera una propina al final del espectáculo. Yo había leído sobre las danzas norteafricanas en el libro de Edith Wharton, In Morocco, donde cuenta de su viaje a principios del siglo XX por esta región. Todo ha cambiado mucho. En Moulay Idris, Wharton asistió a una danza de los Hamadcha, y su relato es impresionante. Al principio ella cuenta lo mismo que yo veo en la danza sufí: «En el centro, una criatura con aspecto inspirado gira alrededor de su propio eje, gira y gira y sus rizos se elevan en serpentinas desde su cráneo; los músculos de los cachetes se mueven con convulsiones. Alrededor de él otros bailarines se mecen y dan vueltas formando un círculo, y lanzan largos gritos mientras tocan el ritmo y la estridencia de la música». Lo que sigue contando Wharton es lo que yo me espero que pase, en breve. Ella se da cuenta de que de las cabezas de algunos danzarines empieza a caer una goma roja que empapa las piernas y las piedras con su materia viscosa. De repente se da cuenta de que es sangre. Ellos mismos se cortan, cuando «ven la luz» y la ceremonia de la danza se convierte en una especie de sacrificio. Los demás lanzan aullidos de lobos y los niños se contorsionan haciendo la mímica enloquecida del marabut que ha entrado en éxtasis.

En la danza sufí el bailarín no deja de girar sobre sí mismo. Hace una especie de triste striptease con unas faldas enormes y coloreadas, que manchan el aire con un giro agradable. Pero fuera del éxtasis que se adivina, o más bien la borrachera que se le ve por las muchas vueltas (gira sobre sí mismo una media hora), no se llega a ningún extremo. Creo que en el fondo lo agradezco; agradezco que el baile ya no sea nada tan serio y tan sangriento, como agradecería que a los toros de las corridas ya no los torturaran ni mataran. Lo agradezco, pero entiendo que lo que queda de las danzas antiguas es una mera pantomima, y que el toreo sin sangre sería, sí, más civilizado, pero perdería la mitad de su bárbaro encanto. Ya los bailes rituales no son más que remedos edulcorados de lo que fueron. Otra imagen del tal Oriente salvaje se disuelve en humo. La palabra «sufí», tan cargada de místicas alegorías, los nexos de su poesía mística con la mejor poesía de España, las resonancias llenas de ecos de sus derviches y faquires, vienen a dar solamente en las vueltas de una danza sin mujeres.

El baile sin mujeres, la calle llena de mujeres con la cabeza cubierta, con el cuerpo tapado con sotanas largas hasta el suelo, todo este desfile de monjas gordas, me deja una sensación de profunda infelicidad. Casi nunca se ve una mujer sola caminando por El Cairo, siempre van con alguien más: un niño, una amiga, el esposo, el hermano. Y muy cubiertas. Cuánta falta haría, aquí, que la más famosa cantante de todo el mundo árabe, la egipcia Um Kalsum, volviera a cantar: «Quitémonos el velo, hermanas, somos la fuerza productiva de nuestras sociedades, podemos llevar desnuda y muy en alto nuestra cabeza». O también: «Devuélveme mi libertad, suéltame las manos, desátame», como dice otra de sus canciones. Um Kalsum fue la gran figura liberadora para muchas mujeres árabes; empezó su carrera recitando versos del Corán, sólo porque tenía buena voz. Era una niña campesina del delta del Nilo, y sus padres la obligaban a vestirse de hombre, de beduino, en sus primeras presentaciones públicas. Primero se despojó de su vestido de hombre, luego del velo y le cantó al nuevo Egipto y a la independencia. Las mujeres de El Cairo hoy, cubiertas de pies a cabeza otra vez, son de nuevo la imagen de la dependencia.

Comprendo entonces que lo contrario, el buen genio que nos deja un paseo por el centro de Medellín, es en buena medida el resultado que deja la alegría de mirar a las mujeres. Mujeres que se pasean, se muestran, se dejan mirar, como en una promesa que quizá no se cumpla. Todo lo que los puritanos critican de Occidente, la altanería de sus mujeres en minifalda, la arrogancia de sus pechos forrados y su pelo suelto, el desafío de su maquillaje, la coquetería de su moda traslúcida, todo eso que está quizá en la frontera de la vulgaridad, es también, a ratos, la felicidad. Lo que yo venía a buscar en Oriente es tan sólo un recuerdo, una añoranza de Occidente, o un invento de los viajeros. Yo venía a buscar, aquí, entre otras cosas, la sensualidad de Oriente, y con lo que me topo es con la idea de un soneto de Quevedo: «Buscas en Roma a Roma, ¡oh, peregrino!/ y en Roma misma a Roma no la hallas, /cadáver son las que ostentó murallas/ y tumba de sí propio el Aventino… […] Sólo el Tibre quedó, cuya corriente…». Así es también aquí: sólo el Nilo quedó: «Huyó lo que era firme, y solamente / lo fugitivo permanece y dura». Si quiero hallar la sensualidad de Oriente, estoy obligado a volver a Medellín. Y a Medellín vuelvo cuando miro a A, cuando miro a C, y cuando repaso el rosario del abecedario.

En Egipto, desde los años setenta, las mujeres no han hecho otra cosa que volver a cubrirse. Si en las décadas de los cincuenta y sesenta era difícil encontrar una mujer que usara pañoleta en El Cairo (como puede verse por las fotos de la época), ya lo difícil, en el 2000, es ver lo contrario, y más aún, se ven cada vez más mujeres vestidas con «el uniforme de la fe». Según la escritora Heba Saleh ha habido en Egipto una involución desde que la feminista egipcia Hoda Shaarawi se quitó el velo públicamente en 1923, y desde que esa liberación se afianzó en las décadas siguientes.

Hay algo sin duda paradójico: el día de la boda, como los egipcios no pueden evitar seguir en esto la moda occidental del atuendo, las mujeres se despojan del velo (en Occidente es probablemente el único día en que las mujeres lo usan), y en el día que más vírgenes y menos miradas deberían ser, muestran el pelo. Les hago notar esto en sus fotos de matrimonio, pero son impermeables al comentario y fingen no entenderme, o de veras no me entienden. Que se quiten el velo cuando más se lo deberían poner es algo que no registran como curioso.

Ahora hay un regreso del velo e inclusive de atuendos más rigurosos, en sintonía con la ley ortodoxa. Heba Saleh hace una clasificación del atuendo femenino en El Cairo: primero están las que solamente usan una pañoleta sobre la cabeza, anudada en el cuello, para cubrirse el pelo y la nuca: son las muhagabat, es decir las que llevan esta prenda, el higab. Estas son por lo general mujeres que trabajan en la burocracia estatal, y que se ponen la pañoleta para que los hombres no las molesten ni las critiquen por la calle. La pañoleta puede ser interpretada como una defensa de su libertad de trabajo y movimiento. Sobra decir que las faldas son largas al menos hasta la mitad de la pantorrilla. Vienen luego las que usan el verdadero «uniforme de la fe»: las munagabat, cuyas túnicas oscuras o negras las tapan de arriba abajo, y cuyo velo les cubre el rostro por completo. Es posible calcular el porcentaje de fundamentalistas por estos rigurosos atuendos islámicos, que más que una moda son una declaración de fe. Llevan guantes (no debe verse ni un centímetro de piel), el velo llega hasta la cintura y los ojos se asoman solamente por una angosta ranura. A veces el velo cubre todo el rostro y ellas pueden mirar sólo a través de la gasa. Para comer en el restaurante, se levantan el velo con una mano y con la otra empujan la cuchara, en un movimiento que tiene la rapidez de un latigazo. Suelen ir acompañadas de sus maridos, cuyo atuendo es también un mensaje: galabeya blanca, cabeza afeitada, barba crecida. Taleb, otro de los conocidos que hicimos en el café del callejón, dice que quizá ese velo completo lo usan solamente las mujeres más hermosas, para que los hombres no las persigan. Como todo lo que queda oscuro, velado, no visto, esta es una teoría que no se puede demostrar: antes habría que verlas.

Nuestras amigas (que sólo usan, si mucho, el velo de la cabeza) rechazan todo lo que ese atuendo significa: permisos del marido para moverse, trabajo en la casa, sumisión, ablación del clítoris al principio de la adolescencia… Esta operación, conocida internacionalmente por su sigla en inglés (FGM, female genital mutilation), como ya dije, sigue siendo practicada en Egipto y apenas hace unos cuatro años el sheik de al-Azhar declaró públicamente que esta práctica no era necesaria para considerarse un buen musulmán. En los pueblos de Egipto, pero también en muchas partes de El Cairo se sigue pensando que la FGM es una práctica recomendable para que las niñas lleguen a ser buenas esposas, fieles, recatadas y poco ardientes, como requiere la etiqueta de alcoba recetada por algunos varones. Para uno de nuestros guías esta operación es tan inofensiva como la circuncisión masculina, y absolutamente necesaria para que no se desboquen los instintos de la mujer.

A mediados del siglo XIX, un viajero inglés que pasó un mes en El Cairo no vio jamás el rostro de una mujer. Ni siquiera una que mirara desde una ventana. Sí sentía, a veces, que desde detrás de las celosías le escupían, y se oían desde lejos risas de mujeres. Veo en varias casas y palacios antiguos de El Cairo las famosas mashrabiyas, o celosías, las tupidas rejas de madera que se ponían en las ventanas de los aposentos de las mujeres. Desde éstas ellas podían mirar y ver hacia fuera, sin ser vistas. Nadie las ve mirando. En general las mashrabiyas dan a un patio interior, o a la sala de la casa donde se reúnen a fumar o a conversar los varones, pero en ocasiones también dan a la calle.

Las mujeres musulmanas de la clase alta no salían nunca (sólo para el matrimonio o para el cementerio); salían sus siervas o sus esclavas, a hacer las compras, pero ellas nunca. La vida familiar transcurre toda dentro de las paredes de la casa. Las mujeres lo ocultan todo, pero muy en particular el rostro. Algo que dice Flaubert se aplica para algunas mujeres de las castas inferiores de hace dos siglos: «Todas las mujeres van con el velo, con ornamentos bajo la nariz, que cuelgan y se mecen como cascabeles del cabezal de un caballo. En compensación, aunque la cara no se ve, se les ve todo el pecho. Cambiando de país, el pudor cambia de sitio…».

Ya no es así. Los únicos pechos que veo descubiertos están en los museos de El Cairo, tanto en los de arte antiguo como en los de arte contemporáneo. Esas pinturas fascinantes de Oriente, estilo Delacroix, con la pasmosa sensualidad de sus mujeres, esa maravilla con la que soñamos en Occidente, es una herencia del siglo XIX, y nos llegó pareja con la egiptología, que es hija de Napoleón y su brevísima conquista de Egipto. El harén, la poligamia, las trescientas sesenta y cinco concubinas (una para cada día) que en los relatos orientalizantes se les atribuían a muchos emires, visires y jefes mamelucos, han poblado de fantasías nuestra imaginación. El harén, en realidad, tenía un rostro mucho más piadoso, menos mundano y muchísimo más casto. Las habitaciones de las mujeres solían acoger a las viejas tías, a las suegras solas, a las hermanas feas y solteronas, a las mujeres con algún defecto. No eran una especie de prostíbulo privado; eran, sobre todo, un asilo, unos cuartos de caridad.

Claro que hubo también pachás que disfrutaron a sus anchas de la obligatoria sumisión femenina, y tuvieron esposas y concubinas hasta más no poder. En Occidente esta imagen, entreverada con la fascinación erótica de las palabras de Sherezade, pobló para nosotros el Oriente de gratas resonancias machistas. Ah, poder tener, como los musulmanes eminentes, una mujer distinta cada día. Al fin y al cabo el mismísimo profeta se casó varias veces; y nuestros antepasados semitas, en la Biblia, tenían esposa, pero también concubinas. Tener un montón de mujeres encerradas en un hermoso palacio, como trofeos vivos de una cacería, entre baños de azulejos, aguas termales y árboles florecidos de naranjo, cuidadas por un eunuco inocuo, y todas para nosotros, es un antiguo sueño de machos primitivos. Un sueño que todavía puebla nuestros sueños.

La realidad era otra, por supuesto, y ahora es más otra que nunca. La poligamia casi no se practica, y el harén no es otra cosa que cierta segregación en las casas, en el metro y en las mezquitas, toda destinada a que las mujeres no vayan a sufrir ningún tipo de acoso sexual que ofenda su pudor. La segregación está diseñada para prevenir el sexo, no para exacerbarlo, como creemos en Occidente. Toda la sensualidad de Oriente reside en nuestra imaginación, en nuestro imaginario. La prostitución es un oficio tan poco practicado en Egipto, que para satisfacer el sueño de los turistas y para no mandarlos a casa muy decepcionados, con todos sus apetitos insatisfechos, en los nuevos hoteles que surgen como colmenas a orillas del mar Rojo, les traen putas importadas de los Balcanes, donde las economías deprimidas y los vientos de guerra producen mucha más desesperación que la pobreza egipcia, y donde las costumbres occidentalizadas les dan a esas conciencias menos temores de maldición eterna.

Lo que al parecer sí produce la segregación de los sexos, y cierta escasez de mujeres que hay aquí (Egipto es uno de los pocos países del mundo donde la población masculina es más numerosa que la femenina, quizá porque a las niñas las descuidan mucho en los primeros años, con lo que su mortalidad es más alta), es que los varones viven con un apetito voraz, dispuesto a derramarse en cualquier parte, en algo que se mueva, hombre o mujer que sea. De ahí que muchos homosexuales de Occidente pinten a algunos países el islam como los templos de la libertad y de la tolerancia sexual.

No es que aquí la cultura, o alguna rara mutación genética, produzca más homosexuales que en otras partes. Quizá lo que pasa es que, como aquí no queda fácil casarse (pues la dote consiste, al menos, en tener un albergue decente para la pareja, y la escasez de vivienda es dramática en El Cairo, donde se vive hasta en un grupos de ocho o diez personas en un solo cuarto) y los hombres viven todo el tiempo entre ellos, como en un seminario católico, entonces ciertas prácticas homosexuales y cierta iniciación al sexo con personas del mismo género sea bastante corriente. La homosexualidad es vista con desprecio en Egipto, pero en particular su forma pasiva es la más denigrante. Si un hombre sodomiza a otro importa poco, pues cualquier orificio es bueno para saciar un apetito difícil de apagar con un cuerpo femenino. Aceptar la sodomía paciente, en cambio, es señal de gran bajeza personal y moral.

Los hombres en Egipto no temen ser muy cariñosos unos con otros. Sus saludos (a diferencia del saludo frío y distante que dirigen a las mujeres, casi sin mirarlas ni tocarlas) suelen ser cálidos, muy cálidos, y, para los promedios occidentales, demasiado largos. Se toman de la mano (no se dan ese apretón marcial y breve que nosotros usamos), se besan larga y sonoramente en la mejilla o en el cuello, se abrazan un buen rato, y siguen con las manos juntas hasta que no terminan una larga serie de plácemes, cumplidos y preguntas. Pero esta ternura está permitida, precisamente, porque está desprovista de cualquier connotación sexual. Y el saludo a las mujeres es breve, seco y distante, precisamente, porque cualquier intercambio con una mujer (incluso sólo el de mirarla directamente a los ojos) puede ser entendido como un preámbulo sexual.

Conversar a solas con una mujer que no sea la propia esposa, o que no sea una familiar muy cercana (hermana, madre, tía), está muy mal visto. Si un hombre se presenta a la casa de un amigo y éste no está, la esposa, sin abrir la puerta, informa que «no hay nadie» en casa. No se le abre la puerta a un extraño, y a un amigo menos. A las mujeres, en público, las preguntas se les dirigen de una manera indirecta, haciéndolas pasar por los oídos y la lengua de su marido, para que nadie vaya a interpretarlas como un interés personal. Fuera de algunas personas de la clase alta, prácticamente se desconoce la amistad entre hombres y mujeres sin nexo de parentesco.

Para el turista heterosexual que quisiera tener experiencias eróticas con las veladas beldades del Oriente, las que aparecen en los libros, el camino se presenta cuesta arriba. Hasta las danzarinas del vientre, cuando parecen más dispuestas a pasar a algo que vaya más allá del espectáculo público, resulta que a la postre no son egipcias, sino, como ya dije, de los Balcanes. Las mujeres egipcias están vigiladas y guardadas en sus casas con un celo religioso, y por lo que puede percibir un turista vagabundo sin muchos atractivos (y acompañado además por su pareja de esposas), no parece muy fácil sumergirse en una alegre relación casual no remunerada, en el vientre acogedor de una mujer de estas partes. De eso hablan muchos libros que, más que de Oriente, hablan de una idea de Oriente que, para mí, no existe. En cuanto a la prostitución, hay muchísima más en Colombia, en Cuba, en Italia o en Holanda.

Dos sueños nuestros, el sueño del viaje y el sueño del harén (la mujer multiplicada), sueños tan orientales como occidentales, sueños masculinos de aventura, riesgo y transformación son también, quizá, una condena de la fantasía o una catástrofe de la imaginación. Así, al menos, lo entendía el guardián eunuco de un harén persa que, una vez, conversando con su amo, se lo expuso de la siguiente forma:

 

–¿Y cómo sabes que yo sufro de deseo? –le preguntó el soberano a Patominos, el jefe de los eunucos.

–Me he permitido adivinarlo.

–¿Y qué es lo que deseo?

–Esto es algo sobre lo que tendría que reflexionar largamente –dijo el eunuco, y asumió la actitud de quien se hunde en reflexiones. Luego añadió:

–Señor, vuestro deseo está dirigido hacia países exóticos: los países de Europa, por ejemplo.

–¿Un largo viaje?

–¡Un corto viaje, señor! Los viajes breves son más agradables que los largos. Los viajes largos hacen daño.

–¿Y en qué dirección?

–Señor –dijo el eunuco–, hay en Europa países de todo tipo. Todo depende de lo que se busque en esos países.

–¿Y qué crees tú que debería buscar allí, Patominos?

–Señor –dijo el eunuco–, un miserable como yo soy no sabe qué podría buscar un gran soberano.

–Patominos –dijo el señor–, tú bien sabes que llevo varias semanas sin tocar una sola mujer.

–Lo sé, señor –respondió Patominos.

–¿Y tú crees, Patominos, que esto sea sano?

–Señor –dijo el eunuco enderezándose un poco desde su posición de reverencia–, debo decir que los hombres de mi condición no son expertos en estos asuntos.

–Sois envidiables.

–Sí –respondió el eunuco enderezando por completo su figura corpulenta–, yo les tengo lástima, de todo corazón, al resto de los hombres.

–¿Por qué nos tienes lástima, Patominos? –preguntó el soberano.

–Por muchos motivos –respondió el eunuco–, pero sobre todo porque los hombres están sometidos a la ley del cambio. Que es una ley engañosa, porque el cambio no existe.

–Pretendes decirme que yo, entonces, por estar en busca de este cambio, ¿debería hacer un viaje a algún sitio?

–Sí, señor –respondió Patominos–, para que os convenzáis de que no hay cambio.

–¿Y bastaría esto para calmar mi sufrimiento?

–¡No la convicción, oh señor, sino las experiencias que son necesarias para llegar a esta convicción!

–¿Cómo has llegado a tener esta sabiduría, Patominos?

–Por el hecho de que soy castrado, señor –dijo Patominos, que volvió a inclinarse en señal de reverencia.

 

Los orientales viajan a Occidente para experimentar por un rato la vida de perdición de los cristianos (su alcoholismo, su promiscuidad), y la para ellos excesiva libertad de sus mujeres. Los occidentales venimos a Oriente con un oscuro sueño: que allí, detrás de los velos, estén escondidos los más hondos secretos de la seducción de los cuerpos. Siempre parece más rojo, más maduro, más dulce, el fruto del cercado ajeno. La realidad nos enseña que vivimos embelesados en nuestras fantasías; los hechos nos golpean y nos descubren que el ensueño se convierte en una catástrofe de la imaginación. Todavía dudo, con una última esperanza: ¿será posible que Hamed Abu Ahmed conozca sitios escondidos en los que las delicias femeninas se nos ofrezcan con una cara más amable, con una experiencia única, inédita, insospechada? Al fin y al cabo, por perseguir ese sueño engañoso, fue en Egipto donde Flaubert se pescó esa sífilis que lo atormentaría por el resto de sus días. Hamed Abu Ahmed tiene fama de conocer las entrañas de esta ciudad enorme, y hace ya mucho tiempo que no lo llamo. Vuelvo a intentarlo. Contesta su mujer. Con una voz más distante que nunca me anuncia que en su casa no hay nadie, nadie, nadie.