ÉRASE UNA PIRÁMIDE DE EGIPTO

Egipto no es Egipto. O mejor, de Egipto sólo quedan huellas de lo que fue. Lo que hoy se llama Egipto nada tiene que ver con el Egipto de los libros, el Egipto buscado y soñado por Occidente desde la invasión de Napoleón en 1798 o desde el anuncio de Jean-François Champollion, en septiembre de 1822, de que había conseguido descifrar los jeroglíficos, esa escritura que permaneció muda y sorda por más de mil quinientos años, desde que los cristianos se tomaron el país durante el derrumbe del Imperio romano, y todas las demás religiones, empezando por los restos de la faraónica, fueron prohibidas o arrasadas. La caridad cristiana ha tumbado más templos y borrado más mitos y ritos que todas las demás religiones juntas (supuestamente más bárbaras). Escombros en México, escombros en Guatemala, escombros en Colombia y Perú, escombros en Norteamérica, escombros en Egipto, eso han dejado las hordas cristianas (asesinas de dioses, a nombre de otro Dios supuestamente menos furibundo) al entrar en contacto con otras religiones.

El Egipto de hoy no tiene nada que ver con ese mundo antiguo, ni con la egiptomanía que durante dos siglos se ha vivido en Occidente. Egipto, aunque nos neguemos a admitirlo, tampoco es ese otro país de ensoñación inventado desde la traducción de Burton de Las mil y una noches en 1885 (un libro que nunca había sido impreso ni en Egipto ni en ningún país árabe). Ya no es ese país, más de la fantasía que de la realidad, en el que nacieron las artes y el calendario, donde se fabricaron los dioses heredados por los griegos, en donde ocurrieron los milagros de Moisés, las profecías de José y los maltratos a los judíos, manantial de la escritura, la historia, la poesía, las matemáticas y las religiones. Tampoco es el Oriente soñado y en buena parte inventado por Occidente, todo perfumes, sensualidad, erotismo y buenas narraciones. El Egipto de hoy es un mundo distinto al de los libros y al de la imaginación. Lo que pasa es que las cosas, aunque conserven el nombre, van cambiando de esencia. Egipto es Misr, para los árabes, y Mizraim para sus primos semitas, los judíos, y ambos nombres se refieren tanto al país completo como a su capital, El Cairo. El otro nombre de Egipto, quizá el más bonito y el más certero (el único que en parte permanece en los hechos), es Tierra Negra, Kemet, que es como un puño alzado de vida contra el desierto, la Tierra Roja del dios Seth.

El Egipto moderno tiene tanto que ver con el Egipto antiguo como la España de hoy con la civilización que pintó las cuevas de Altamira o la Colombia actual con la cultura que hizo las tumbas de Tierradentro. Con el pasado faraónico hay una fractura neta: social, cultural, probablemente étnica. Otra cosa es que los gobernantes y los políticos traten de apropiarse de ese pasado glorioso para barnizar su actual carencia de gloria. También Mussolini se inspiraba en los romanos del Imperio cuando invadió (sin éxito) Abisinia, y nunca faltan en los discursos de los políticos peruanos y mexicanos las alusiones a Atahualpa o a la grandeza de las pirámides de Teotihuacán, como si Fujimori o el PRI tuvieran algo que ver con aquello. Cuando los españoles se sienten escasos de filósofos y de hombres de Estado, echan mano de Séneca y de Adriano. En fin, todos nos parecemos, confundimos la cultura con el territorio, cuando en realidad lo que pasa es que en un mismo territorio se suceden muy distintas culturas, extraordinarias, pérfidas o deleznables. Un país no es sólo una geografía, y lo único que comparten los egipcios modernos con los antiguos es el curso del Nilo (con leves variaciones) y la fertilidad del delta y de la franja de riego a lado y lado de su curso.

Lo más fascinante de Egipto es su pasado, su inmenso pasado en el que se produjeron algunos de los monumentos más asombrosos y de las obras de arte más perfectas que ha sido capaz de realizar la humanidad. Quizá los favoreció una coerción de la geografía: fueron sedentarios por obligación, porque si se movían demasiado encontraban la estéril arena del desierto. Y no fueron invadidos ni exterminados por el mismo motivo: la barrera de arena del desierto mantenía los enemigos a distancia. Pero para hablar de ese Egipto profundo, lejano y misterioso (con más preguntas que respuestas), para hablar del Egipto de las piedras, hay que estudiar años, quizá la vida entera, y no voy a convertirme en egiptólogo de un día para otro. Escribo sobre El Cairo, no sobre los antiguos egipcios, y lo único que debo registrar es la coincidencia de que casi exactamente en este mismo espacio florecieron dos importantes capitales faraónicas. La más antigua es Menfis, veinticuatro kilómetros al sur de El Cairo, y la otra, Heliópolis, treinta y un kilómetros al norte. Heliópolis, que fue ciudad originaria de los faraones de la V dinastía, y cuyo dios tutelar era Ra, es hoy un barrio moderno, de suburbios de clase media alta, e incluye el aeropuerto más importante del país, pero pocos o ningún resto de su antigua grandeza. En el centro y en algunas zonas residenciales, El Cairo es de verdad una ciudad moderna. Pero en el resto parece más bien una polvorienta sucesión de pueblos, de villorrios rurales atrasados, sin los más elementales servicios públicos, con un aire entre pueblerino y campesino, como si apenas ayer los fellahin hubieran llegado de alguna aldea en el delta.

Volviendo a Menfis, ésta no es más que un potrero salpicado de casitas pobres. Pero si se excavan algunos metros, seis o siete por debajo del nivel del suelo actual, todavía se encuentran vestigios de una de las más antiguas capitales del mundo (fue la primera del Egipto unificado, fundada, se dice, por Menes, tres mil cien años antes de Cristo, aunque es más probable que fuera algunos siglos después), pero en este momento sus rasgos más visibles son las grandiosas estatuas rescatadas de sus ruinas. La más impresionante es el colosal Ramsés II, de más de diez metros de alto, con su sonrisa encantada, que debería estar de pie pero que ahora contemplamos tendida. Era él quien presidía la entrada al templo de Ptah, en la antigua Menfis, y es esa combinación de consonantes, la P y la T, del dios Ptah, precisamente, la que le da a Egipto, su nombre. Fue un bautizo griego, al parecer a partir del nombre más antiguo de Menfis, que era TikuPtáh (la casa de Ptah), de donde pasó al griego Aigyptos, y de ahí a casi todas las lenguas modernas. Hay que tomar estos datos con cautela; buena parte de la etimología, ya se sabe, tiene un diez por ciento de sonido, otro diez por ciento de sentido, y un ochenta por ciento de imaginación.

También cerca de El Cairo están las pirámides de Gizeh. El Cairo no quedaba ahí, pero ahora está. Para ir a las pirámides, los viajeros del siglo XIX y de los anteriores, debían acometer una larga excursión en burro o en camello. Antes de que existieran los actuales puentes sobre el Nilo, debían embarcarse y hacer un trasbordo, difícil en los meses de las inundaciones. Felices ellos, porque ahora las pirámides están en El Cairo, o mejor dicho, El Cairo englobó las pirámides, se las tragó y las está asfixiando. El efecto no las favorece porque ya es imposible acercarse a ellas. O uno se acerca, claro, pero no nota que se está acercando, pues lo hace a través de avenidas y edificios que las tapan.

Las pirámides ya no se ven desde lejos. En el microbús que nos lleva hasta allí, nos las topamos de buenas a primeras, sin anestesia. La primera vista genera una gran confusión mental. Aparecen de repente, como una violación visual. Y además pasa lo que te pasa ahora con todo: gracias a la televisión y al cine, las cosas han perdido buena parte de su carga de sorpresa. Todo tiene un aire déjà-vu. Como cuando en un acuario ves por primera vez un inmenso tiburón blanco: ya lo habías visto, con igual nitidez, en los documentales de Discovery. Como cuando en un zoológico o en un safari te muestran al león: era más nítido y se veía desde más cerca en Animal Planet. La televisión ha despojado al mundo de parte de su magia. Lo virtual le ha quitado a lo real pedazos considerables de su encanto. Y en este caso, además del robo a la sorpresa que nos hace la pantalla, está el robo al espacio que nos hace el crecimiento demográfico de la metrópoli más populosa del islam. A causa de un crecimiento urbano desmedido, canceroso, las antiguas, maravillosas pirámides están acogotadas por casas, por urbanizaciones y edificios, por calles y mezquitas, por la mezquindad de los nuevos cementerios, al lado de la majestuosidad de los antiguos.

Además, cómo sentir exaltación, si te persiguen los vendedores de papiros falsos, si te asaltan con reproducciones de pirámides en plástico, si ya ni siquiera puedes intentar trepar por entre las piedras hasta la cima, como hizo Mark Twain o como no hizo (pero porque no quiso: los reyes les tienen horror a las caídas, es decir al ridículo) Napoleón. En fin, uno se siente en la obligación de decir las consabidas frases de asombro y maravilla, pero al principio es imposible sacar a las pirámides de su odioso contexto: fritangas, edificios horrendos y sin terminar, Pizza Hut, Kentucky Fried Chicken, vendedores de embelecos, y un áspero y unívoco olor a mierda. Mientras esquivamos a los que (disfrazados de árabes, de beduinos, disfrazados de pobres más pobres que los pobres) te ofrecen una foto con ellos a cambio de una propina, vemos a una pareja de turistas franceses que recogen «un trozo de pirámide». Twain se burlaba ya de sus compañeros de viaje norteamericanos que, armados de cincel y martillo, se llevaban también un trocito de piedra de pirámide, o un dedo del pie de Ramsés, o algo así. Durante siglos el saqueo ha consistido en eso, en pequeñas mutilaciones. Y lo mismo pasa con el muro de Berlín (en todo el mundo se venden trozos del muro de Berlín), o con la muralla china, o con las estatuas de Stalin, o con los pedazos de la cruz (que si los juntaran bastarían para hacer un bosque, sentenció Voltaire) de Cristo. También en Medellín tuvimos nuestra santa reliquia; como en nuestro campo de aviación pereció el más famoso cantante de tangos de la historia, Carlos Gardel, durante decenios se vendieron en Medellín fragmentos de su guitarra chamuscada; tantos, que bastarían para armar todos los instrumentos de diez orquestas de cuerdas. En El Cairo existe también esa manía del souvenir, de la reliquia, de la mutilación inútil, aunque teóricamente todo está prohibido. No queremos llevarnos un trozo de pirámide (falso, pues no es otra cosa que un guijarro cercano), queremos verlas sin ruido, sin la ciudad que la invade, sin cazadores de souvenirs ni buscadores de propinas.

Para lavar esa primera decepción, hay que volver, muy temprano por la mañana, con otro espíritu y por otra carretera (la que viene de Imbaba deja ver las pirámides desde lejos, en otra perspectiva, con toda la majestad que los libros transmitían). Hay que despejar los sentidos, limpiar como con un artificio fotográfico todo el ruido visual o auditivo que las envuelve, y así, finalmente, vuelves a ver las pirámides como si fueras un niño, un viajero inadvertido de antes del cine y la televisión. Entonces, al fin, se puede entrar en sintonía con su maravilla.

La soledad y el desierto, el silencio, son lo que mejor predispone a entender el inmenso monumento que son las pirámides. Piedras inmensas, con una forma perfecta, en cuya base un dios hace la siesta. Es necesario sentir recogimiento para oír su respiración pausada y que nadie lo despierte de su sueño temporal entre la eternidad que sigue y la que lo precede. Pero más que frente a Keops y Kefrén, esto se percibe con más intensidad, ahora, en las pirámides de Saqqara, y más aún las de Dashur, a treinta y cinco kilómetros de El Cairo. En Dashur, hace apenas un año, se reabrió al público la pirámide roja, que, al igual que la romboidal, fue obra del padre de Keops, el faraón Snefru, fundador de la IV dinastía, quien murió en el 2551 a.C. Pocos turistas incluyen Dashur en su viaje, pues en general las agencias de viajes se contentan con Gizeh y Saqqara. Por eso es posible entrar en completa soledad a la pirámide roja. El túnel desciende con una fuerte inclinación y el viajero solitario siente que está metiéndose en la tierra, donde un monstruo inocente y silencioso palpita. Hondo, cada vez más hondo, hacia esos abismos que visitaban los viajeros de los mitos cuando entraban en el Hades. Atrás queda el cuadrado de luz intensa de la entrada; al frente, la penumbra. Cuando se llega a la sala central y los ojos se acostumbran a la falta de luz, otra pirámide, de aire, se abre ante los ojos, hacia arriba. La bóveda del techo termina en un ángulo lejano. Estando ahí, en la mitad de esa magnífica tumba vacía (en su última apertura no se encontró sarcófago alguno: el dios no fue robado, está más hondo) recuerdo las palabras de Andrés Holguín: «Algún día todo esto se desplomará». Y como él, me apresuro a salir, para no darle al azar demasiada ocasión de que el derrumbe definitivo me encuentre allí adentro. Las pirámides son un albergue para la larga siesta de los faraones, pero los modernos no nos quisiéramos morir, ni aunque nos esperara por tumba una pirámide.

«Es asombroso pensar lo poco que se sabría sin tumbas. Si la creencia en la supervivencia de los muertos no hubiera servido más que para dejarnos esta herencia, ya estaría justificada, claro que sólo para la posteridad muy tardía, como nosotros, y no para sus constructores». Este brevísimo ensayo de Canetti (sus aforismos eran eso: ensayos breves), se aplica perfectamente a las pirámides, y a Egipto. Qué poco sabríamos de aquella estupenda civilización si sólo hubieran sido un poco más razonables, más escépticos, y si hubieran dudado de la supervivencia de sus muertos, de la importancia que tenían las tumbas de sus faraones. Gracias a esa bellísima ilusión fantástica conocemos sus costumbres, su secreto alfabeto, sus pinturas perfectas, su escultura inigualable. No importa que uno crea en fantasías: es en la creación de esa fantasía donde reside la grandeza de los seres humanos. En nuestra ilusión ingenua damos lo mejor de nosotros.

En esta visita a Dashur compruebo la diferencia de talante entre mis dos mujeres. La una, C, es arrojada, casi temeraria. Por eso permanece en el socavón más de una hora, extasiada en la fantasía de ser ella una momia enterrada, o una ladrona de tesoros, o qué sé yo. Su piel se eriza con las ideas y los comentarios que se le vienen a la cabeza; trepa sin miedo por unas maltrechas escaleras que llevan a otra sala aún más alejada. A, en cambio, no ve la hora de salir y se devuelve aun antes que yo, con una mezcla de vértigo invertido y también de claustrofobia. Siente tanto como C, o más, pero no lo soporta y se asusta. Afuera la encuentro comiendo serena con los guardias (ella prefiere la realidad a la imaginación) y hablando con ellos por señas. C, en cambio, se demora tanto, que cuando sale ya llevamos un rato temiendo por ella. En el taxi de Ashraf que nos lleva de regreso al hotel, C se adormece sobre mi hombro, y mi cabeza se apoya en su cabeza. Me aparto un instante para olerle el pelo, que huele a fresco, y mientras tanto mi mano izquierda acaricia los muslos de A que esconden su firmeza tras unos bluyines gastados por el tiempo. Tal vez todos los hombres, pienso, tenemos dos mujeres, una a la mano y otra en la cabeza. Decir que lo mismo les pasa a las mujeres no es opinión ni tarea que me competa. Todos vivimos en dos partes, como los antiguos egipcios, por un lado en la tierra, en la realidad concreta que pesa y es de piedra, y por otro lado en nuestra fantasía, en los deseos de algo imposible, que no sabemos nombrar y que quizá no existe. Pero sobrevivimos gracias a esa ilusión: que algo más nos espere, que no todo sea lo inmediato, que más allá haya siempre una promesa, una vida distinta, otra parte, otra cosa, algo que no se sabe. Eso pienso, al menos, entre mis dos mujeres, después de visitar las más maravillosas tumbas de la tierra.