LA OBSESIÓN DE LA MUERTE
Heródoto escribió, en el año 440 a.C., después de su viaje a Heliópolis, Menfis y Tebas, que los egipcios «son excesivamente religiosos, mucho más que cualquier otra raza de hombres». Han variado las costumbres y también las religiones, pero los cairotas siguen siendo muy piadosos. Esta piedad se nota en la vida diaria, pero como en todas partes, se manifiesta con más claridad en el trato con la muerte y con los muertos.
Los musulmanes se apresuran a enterrar sus muertos, si es posible el mismo día de su deceso, siempre y cuando sea antes del ocaso; quizá su origen en el clima tórrido del desierto los lleve a este afán, para evitar la dura experiencia de la pronta descomposición de los cadáveres de los seres queridos. Los griegos clásicos cremaban a sus muertos, como todavía lo hacen en China y en la India y como cada vez más se hace en Occidente. Los egipcios, en cambio, convivían cuarenta días con sus muertos más ilustres (los mismos días en que la estrella Sirio desaparecía de las noches egipcias, para luego reaparecer como un resucitado) y en ese mes largo los médicos-sacerdotes se encargaban del delicado proceso de la momificación.
El cerebro era extraído con agujas a través de la nariz, después de disolverlo con ácidos; casi todas las vísceras se sacaban del tórax del difunto después de practicar una incisión en el abdomen. Lo extraído, es decir el hígado, el bazo, los pulmones y los intestinos, se embalsamaba también y se depositaba en los cuatro vasos canopes, cada uno protegido por un genio tutelar con cabeza antropomorfa (el que protegía el hígado), o zoomorfa (el babuino para el bazo, el perro para los pulmones y el halcón para los intestinos). Estos despojos se depositaban al lado del sarcófago del difunto. El corazón, en cambio, se dejaba en el pecho del muerto, y allí permanecería hasta que fuera procesado, interrogado y pesado por Osiris y los cuarenta y dos jueces del tribunal de ultratumba. Para pesar el corazón se ponía a un lado de la balanza la pluma de la diosa de la verdad, Maat, y al otro lado el órgano del difunto. Un corazón de piedra no pasaba la prueba; los duros de corazón no resucitarían sino que volverían a la tierra bajo forma de animales inmundos, no sin antes haber sido devorados por el terrible monstruo de cabeza de cocodrilo, cuerpo de hipopótamo y garras de león.
Si bien no era fácil superar el juicio del más allá, los muertos contaban con la ayuda de numerosos uschebtis entrenados para responder con astucia a todas las preguntas de Osiris y de Toth. Estas figuritas eran enterradas con el difunto, y con el paso de los siglos fueron cada vez más numerosas. A estos ayudantes se unían también diversos amuletos, como el escarabeo que se disponía sobre el corazón, y también plegarias infalibles que hacían imposible la condena. Una de las partes del Libro de los muertos (que es donde nos enteramos de todas estas prácticas con los difuntos) enseña el rezo para que nunca nos traicione el corazón: «Decir: Oh corazón mío de parte de mi padre, corazón mío de parte de mi madre, oh corazón de mis transformaciones en la vida. No te levantes contra mí como testigo, no me acuses en el tribunal, no hables en mi contra en presencia del encargado de la balanza. Tú eres mi Ka (potencia vital), que está en mi cuerpo, el Khnum que vuelve sanos mis miembros». Fórmulas como ésta se enterraban entre las vendas de la momia, sobre el pecho, en el sitio correspondiente al corazón, como una especie de memorándum, muleta de la memoria para la otra vida. Más vale, ante el juicio de los dioses, que el corazón aprenda a mentir un poco.
Algunos viajeros medievales pensaban que las pirámides de Gizeh eran los bíblicos graneros de José, edificios donde se almacenaron las magníficas cosechas de los buenos años de las vacas gordas y que se fueron vaciando en los años siguientes, los de la carestía. Pasaron siglos hasta que fueran redescubiertas como lo que eran: tumbas reales, y muchísimo más antiguas que el mismo relato del intérprete de sueños.
«La egipcia —dice Andrés Holguín en sus Notas egipcias— es una civilización obsesionada por la muerte, y esa obsesión —de la cual nace su caótica religión— conduce a los egipcios a la momificación y a la esperanza». Las personas, más que por sexo, color, edad, lugar de nacimiento, podrían clasificarse mejor según lo que piensan sobre este asunto problemático: la muerte, y lo que sucede después. Y si esto puede hacerse con las personas, también es fundamental para entender las culturas y los pueblos. La actitud ante la muerte es definida por tres creencias distintas: ¿Hay algo después de la muerte o uno se muere definitivamente? ¿Hay algo antes del nacimiento, o nacemos por primera y única vez? La doctrina de la reencarnación cree en un más allá antes del nacimiento, en una especie de supervivencia hacia atrás que se proyecta también hacia delante. La creencia en una vida después de la vida, en una supervivencia post mórtem del cuerpo o del espíritu o de ambos, es parte fundamental de la doctrina de las tres grandes religiones monoteístas que subsisten (la de Akenatón desapareció): judaísmo, cristianismo, islam. Hay una idea más escasa, pero también constante desde la antigüedad, defendida con fuerza al menos desde Epicuro, y luego retomada en el gran libro de Lucrecio, Sobre la Naturaleza de las cosas: que los seres humanos nos morimos definitivamente; que hay tanta supervivencia de nuestras almas como la hay de las almas de un mosquito o un microbio, y más aún, como lo dijo una vez Conrad Lorenz, que nuestra alma no sólo no es inmortal, sino que es mucho más mortal que el cuerpo. Estas creencias o no creencias en los asuntos del alma, y en los asuntos del cuerpo y del alma después de la muerte, son la muralla fundamental que divide a Oriente de Occidente. Los dioses, las religiones, nacen en Oriente, y en Occidente se mueren. «Occidente es el sitio donde Dios se muere», dijo una vez Alberto Savinio. La pasión de Egipto por la posteridad, su exacerbado ritual de la muerte, su detallado Libro de los muertos que indica todo aquello que sucederá con nuestros cuerpos y nuestras almas en ese hipotético más allá, es quizá la más antigua y la más atestiguada de la historia: los grandes monumentos de la antigüedad egipcia son monumentos a la muerte, sepulcros, tumbas, mastabas, inmensas pirámides para albergar un solo cadáver excelente, momia incorrupta que desafía la podredumbre terrestre. El juicio culminante es el peso del corazón; cuánto pesa un corazón, para definir si fuimos justos o injustos, y si por eso nos merecemos o no la vida eterna. Esa idea transmigraría, más que las almas, a las religiones sucesivas.
Sin embargo, también en el antiguo Egipto podemos encontrar vestigios de una especie de epicureísmo ante litteram. No la negación de una vida del más allá, pero sí la manifestación de una duda, la sospecha de que tal vez después de muertos no haya nada, y que lo único seguro es esta vida. Un carpe diem egipcio. Eso se desprende, al menos, de un antiguo poema lírico del Reino Medio, «El canto del arpista en la tumba del rey Antef»:
Las generaciones perecen y se van,
otras ocupan su lugar, desde el tiempo de los antepasados:
los reyes que un día existieron reposan en sus pirámides.
Nobles y gentes ilustres están sepultados en sus tumbas.
Construyeron casas cuyo lugar ya no se encuentra.
¿Qué ha sido de ellos?
He oído sentencias de Imhotep y de Hergedef
que se citan como proverbios y duran más que todo lo demás.
¿Dónde están sus moradas? Los muros se cayeron,
ya no están aquí, es como si nunca hubieran existido,
nadie viene de allá a decirnos qué ha sido de ellos,
para decirnos qué necesitan y sosegar nuestro corazón
hasta que lleguemos a ese lugar adonde ellos se fueron.
Tranquiliza tu corazón. Que te sea útil el olvido:
¡sigue tu corazón, mientras vives!
Ponte mirra sobre la frente, vístete con lino fino.
Aumenta tu felicidad, sin que desmaye tu corazón.
Sigue a tu corazón y haz sólo lo que sea bueno para ti,
cumple tu destino sobre la tierra.
Que tu corazón no se afane,
hasta el día que se eleve el lamento funerario por ti.
Pero no oye las lamentaciones aquel que tiene el corazón cansado.
Los llantos no salvan a nadie de la tumba.
Piénsalo bien, hazte el día dichoso, y no te canses de él.
¿Ves? Nadie se lleva sus bienes consigo.
¿Ves? No ha vuelto ninguno de los que se han ido.
Parece ser que para los egipcios más antiguos no todos los hombres son inmortales: lo son unos cuantos, empezando por el faraón y sus más altos sacerdotes y dignatarios. Muy pocos pueden permitirse el ritual y los requisitos de la supervivencia ultraterrena, muy pocos llegan a ser Osiris, el dios de la resurrección. Al más allá se accede gracias a la riqueza y al conocimiento de fórmulas, interrogatorios, alimentos, regalos y embalsamamientos. Los campesinos y los siervos, las clases inferiores, no podían aspirar a la inmortalidad (como en los países cristianos de hoy se niega esta posibilidad, por ejemplo, a los terneros o a los perros) y de alguna manera estaban por debajo incluso de algunos animales sagrados que eran momificados y que sobrevivían a la muerte. Con el pasar de los siglos, también algunos miembros de las clases inferiores empezaron a aspirar también a la inmortalidad, y así lo atestigua el incremento de las inscripciones en los sarcófagos más humildes, y el multiplicarse de los libros de instrucciones para el más allá, o Textos de los sarcófagos, bien sea inscritos sobre la madera, o dibujados en rollos de papiro escritos e ilustrados. El concepto, que luego sería adoptado por hebreos, cristianos y musulmanes, de que la supervivencia en la otra vida dependía de las buenas acciones en ésta, fue un desarrollo de la antigua religión egipcia. Y también la democratización de la eternidad, que con el tiempo llegó a abarcar a todos los hombres.
Algunas de las mezquitas y de los monumentos más sobresalientes de El Cairo son tumbas. Sepulcros y templos de aquellos que las edificaron en vida para gloria de Alá y para que acogieran sus cuerpos el día de la muerte. Pero quizá lo más interesante es que en El Cairo de hoy algunos de los barrios más populosos y extensos son barrios de los muertos. Me explico: desde hace siglos crecieron en lo que eran los extramuros de El Cairo, en una explanada arenosa que se extiende hasta los primeros declives de las montañas de El-Moqattam, extensos cementerios de fieles musulmanes, en los que la palabra necrópolis recobra su precisión etimológica. Allí, dependiendo del prestigio y de la capacidad económica del muerto, fueron surgiendo pequeñas tumbas, o tumbas mucho mayores (con amplias habitaciones para el muerto, además de la casa aledaña en la que se podían quedar los deudos algunas veces al año, para acompañar con su cuerpo vivo y con sus rezos a los cuerpos yacentes de sus muertos), e incluso madrasas, mezquitas y conventos (generalmente tumbas de califas o, más precisamente, de sultanes mamelucos) algunas de ellas de extraordinaria calidad arquitectónica y artística (como el mausoleo de Qaitbey, el de Esh-Shafii o la madrasa de Barquq, de 1401).
Desde un principio era normal que algunas personas vivieran en estos amplios cementerios, en particular los guardianes de las tumbas, que se alojaban en los aposentos que se construían al lado del mausoleo, o encima del mausoleo de cada familia importante. Pero a finales de la década de los sesenta, con la inmensa carencia de vivienda de una ciudad con un ritmo insostenible de crecimiento demográfico, la masa de pobres y de nuevos inmigrantes invadió poco a poco el antiguo cementerio. Se fueron apoderando de las casas anexas a las tumbas, construyeron tugurios o casuchas maltrechas (fabricadas con ladrillos de barro apelmazado) apoyadas al mármol de las capillas. Pasaron por encima del miedo y la devoción a los muertos, y por encima de las dificultades que significaba un sitio sin agua, ni electricidad ni ningún tipo de servicios públicos, con fuegos fatuos e infaustas pestilencias. Hoy en día en esta «ciudad de los muertos» viven cientos de miles de ciudadanos y ante el fait accompli, el Estado ha tenido que resignarse y empezar a dotar al asentamiento subnormal de algunos servicios mínimos.
No nos aconsejaban visitar solos esta Ciudad de los Muertos, pues se narran episodios de maltrato a los extraños, o improbables atracos y agresiones por parte de los vivos que cohabitan con los muertos. Pero sabemos que El Cairo, pese a la multitud y pese a la miseria, es una de las ciudades más seguras del planeta. Por eso una tarde, al fin, con la guía de Ashraf, nos adentramos en el cementerio. No lo pueblan fantasmas sino niños que juegan fútbol por entre las tumbas. Al lado de una cripta semiabandonada, surge un café donde se fuma shisha. Un zapatero cose apoyando su taburete en una especie de lápida. Al caminar por las callejuelas polvorientas se delinean en contraluz algunas cúpulas y minaretes, pero lo que más nos llama la atención (o lo que más nos perturba) es el olor. Influidos por la información de lo que es, o era, el sitio, creemos respirar olor a mortecina, a cadáver descompuesto. En realidad lo que aspiramos es la fetidez de las aguas servidas que no tienen alcantarillas suficientes para llevarlas a las cloacas municipales. Los niños hacen saltar el balón por encima de acequias oscuras, y por allí transitan animales, motos, taxis, bicicletas. Un joven pasa llevando sobre su cabeza una bandeja inmensa de panes recién horneados y a ambos los persigue una nube de moscas. Las tumbas son respetadas, al menos en cuanto a la estructura que uno intuye que alberga el cuerpo, pero todo lo demás ha sido tomado por la turba de los desesperados sin albergue.
A camina a mi lado, circunspecta, mientras Ashraf saluda a algunos transeúntes. Nos encaminamos hacia el mausoleo de Qaitbey, al parecer una de las obras más significativas del arte árabe del siglo XV. Al llegar a la placita que enmarca el edificio, se nos informa que está cerrado por restauración. Volvemos caminando por una calle diferente, otra hilera de tumbas, otra hilera de casas. Ashraf nos cuenta que al final del Ramadán el barrio está mucho más lleno, pues fuera de los muertos, y de los vivos que han invadido el sitio, vienen también parientes a visitar las tumbas de los antepasados muertos. A veces también ellos se quedan a dormir. Mientras salimos, despacio, recordamos lo que también empieza a pasar en algunos cementerios de nuestra ciudad. En Medellín, en el cementerio viejo, el de San Pedro, en tiempos del apogeo de la mafia se impuso una costumbre de acompañar a los muertos con música perpetua. Se encargaba a algunas personas de mantener siempre vivas, así como las flores, las canciones preferidas en vida por el difunto. Eso le da a San Pedro un aire de cantina de pueblo. Pero también pasa algo en los cementerios nuevos, como el de Campos de Paz, que más bien parecen parques o jardines, apenas con pequeñas lápidas alineadas sobre el césped. Como el espacio verde es cada vez más escaso en la ciudad, muchas personas de los barrios populares, los domingos, se van al cementerio a hacer paseos de olla, es decir picnics, y los niños juguetean por entre las tumbas como en el parque de diversiones que no tienen. ¿Llegará el día en que la crisis de vivienda produzca también la invasión de nuestros cementerios? Es tal el número de los desplazados del campo colombiano, que podríamos llegar también a esto.
Tal vez lo más inexplicable de El Cairo, incluso aquí, en la Ciudad de los Muertos, sea que en este caos, en la basura y la mugre que te asaltan en cada esquina alejada de las vías preparadas para la circulación de los turistas, sus habitantes conserven un carácter tan dulce, tan expansivo, tan alegre y amable. Esto mismo lo notaba Kavafis en un poema donde celebra la incomprensible, la indoblegable alegría de los egipcios:
El sol abrasa
nuestro reseco Egipto
con su amargo, rencoroso dardo,
nuestro sediento Egipto.
Pero hay otro Egipto
que en sus alegres mercados
desprecia la tiranía del sol
y con júbilo vende y compra adornos, bebidas,
olvidándose de su maldición.
Los cairotas parecen vivir de muy buen genio, como si nada de lo que para nosotros es agobio, calor, desasosiego, polución, a ellos los tocara. No los afecta, viven, saludan, sonríen, juegan. Como si guardaran dentro de sí algún secreto, un inmutable gen de felicidad, impermeable a los asaltos de la realidad. Las pelotas de fútbol saltando y rebotando entre las tumbas, son la mejor imagen de este triunfo de la alegría en el espacio destinado a la muerte. Sólo un hombre malgeniado de verdad he conocido en este viaje: el hosco y esquivo Hamed Abu Ahmed, a quien vuelvo a llamar después de nuestro día de cementerio. Está más lúgubre que nunca, y me contesta con rabia que no sea insistente; que algún día, ya dirá él cuándo, nos veremos. Ya casi me divierte esta conversación mía, telefónica, esporádica, con un fantasma.