Entonces ya cuando regresamos me pidió miles de disculpas y me regañó, me reprendió por mi voluble temperamento… Vieja, te portaste muy, pero muy pendeja, deveras, estuviste de lo más pendeja. No sé por qué ando contigo si hay muchas mujeres que me ofrecen dinero. A ver ¿dónde está el reloj?… Porque decía que le tenía que regalar un reloj para agradecer que anduviera conmigo… Entonces me decía ¿ya estás juntando para el reloj?… Y regresamos. Total, esa vez no probó el ácido…
Pero fíjate que el guapo guapo sí. Y no recuerdo si el efecto le duró treinta y seis horas o cuarenta y ocho. Pero esa noche salió y se paró enfrente del Ángel de la Independencia y estuvo allí durante horas y horas… Y no sabía qué había sido lo más sensacional, tú. Si las luces de los coches como joyas o mandarinas, o el lento desgarramiento del amanecer, o la columna que se hacía grandota, se hinchaba y elevaba en una orgullosa erección, o los pájaros que tronaban en las palmeras de la calle Florencia, o las ventanas hirientes del hotel María Isabel, o las grandes ideas de los ¿cómo se llaman? De los semáforos. Las grandes ideas… ¿Te imaginas?
(«Ay mi más mimo mío / mi bisvidita te ando / sí toda / así / te tato y topo tumbo y te arpo / y libo y libo tu halo…»).