Prólogo
Cuarenta años de Gazapo
A principios de los años sesenta Vicente Leñero ganó el premio Biblioteca Breve con Los albañiles, y en muchos sentidos preludió lo que vendría después: la publicación, casi simultánea, de dos libros antitéticos pero complementarios, revolucionarios y fundacionales de la novela en México: Gazapo, de Gustavo Sainz, y Faraheuf o La crónica de un instante, de Salvador Elizondo, ambas editadas por la Serie del Volador de Joaquín Mortiz en 1965.
Hasta donde sé (pero si la riego ahí está el plumil corrector de Sainz), aunque Gazapo se publicó en ese año en realidad había sido terminada antes; se llamaba Conejo extraordinario, pero ese nombre se cayó cuando apareció Corre, Conejo, de John Updike, y entonces Saint-Sainz salió con el raro y afortunado título Gazapo, conejo joven, pero también «taimado, embustero»; en todo caso el joven de la barbita llevó su agazapada novela a Joaquín Mortiz, donde la aceptaron. Pero en aquella época, más que ahora, los editores solían tomarse todo el tiempo del mundo y los libros aparecían a los dos, tres o cuatro años de la contratación. Así ocurrió con Gazapo y Farabeuf, por lo que, al menos una vez, si no es que más, Gustavo sensatamente aprovechó esa lentitud caprichosa para hacer cambios y correcciones, y lo que apareció en 1965 ya no fue el manuscrito original. Yo mismo tengo una de las versiones de Conejo extraordinario, con collages de Gustavo en la portada. La dedicatoria, típica de Sainz Fiction, es de letra muy limpia que abre veredas de rumbos sinuosos a lo largo de la página y que puede continuar en las siguientes.
La novela de Sainz tuvo un éxito instantáneo y hasta la fecha sus ventas son muy buenas. Está bien vigente. Pero entonces era algo distinto en todos sentidos. La portada con la foto de la conejita difuminada por una pantalla abría el mundo adolescente, durísimo, muchas veces cruel; un túnel oscuro y larguísimo que se hace fácil por la vitalidad e inconsciencia que a esa edad se derrama, y por los amigos, apoyo decisivo en el proceso de crecimiento de Menelao. Este muchacho sale desdramatizadamente de la casa, o más bien hacinado departamento, del padre, un taxista desdibujado, donde se quedan las tías, una evangélica y otra católica, la abuela senil y las espiadas a la linda Gisela al bañarse. Menelao se va a vivir al departamento polvoriento de su mamá, quien se va a Cuernavaca porque le debe a medio mundo. Ése es el escenario fonqui de la seducción sin prisas de Gisela, «historia de amor» y eje de la novela.
Como sublíneas están los intentos de seducción de Vulbo a Nácar, una chava que nadie ve y sólo existe a través de lo que él cuenta; y la relación, mucho menos desarrollada, de Mauricio y Bikina. Qué nombrecito. Esto subraya la importancia del amor en el proceso de crecimiento e independencia, pues la pareja ahora proporciona el apoyo emocional que daban los padres, además de que erotiza toda la novela a través de los accidentes de la conquista de Vulbo y de la paciencia amorosa de Menelao, quien quisiera eternizar cada instante. A Vulbo le encantaría cogerse a Nácar lo más pronto posible, pero Menelao no tiene ninguna prisa en poseer a Gisela.
Lo que ocurre siempre es muy relativo. A veces, rashomonianamente, es una versión que después alguien cuenta de otra manera; o se trata de grabaciones o diarios hechos por Menelao, Gisela o alguno de los metiches personajes; si no, es una narración de cuarta o quíntuple generación, pues alguien cuenta lo que contó otro a quien se lo transmitió uno que lo oyó de un testigo presencial pero distraído y lejano de los acontecimientos. Las cosas ocurrieron así o quizá no. Quizá ni siquiera tuvieron lugar y son puras fantasías muy elaboradas. Gazapo encuentra un raro equilibrio entre lo real y lo imaginario. El tiempo se desarticula, va y vuelve, se repite, pierde linealidad, tiende a lo circular, concéntrico, al eterno retorno, y difumina los bordes de la realidad y la ficción. Esta relatividad crea el espacio mítico, el no-tiempo, el del rito de iniciación que se repite inexorable, consciente o no, de hecho casi siempre inconscientemente en todo joven de esa edad, en cualquier parte del mundo y de cualquier época. En Gazapo se crea una atmósfera de eternización del momento, como en Farabeuf pero de una manera muy distinta; por eso el libro termina diciendo: «De esa época conservo algunas fotografías».
Además de la estructura nolineal y de la relatividad de lo narrado, el lenguaje es gran protagonista. Gus Sainete es experto en el habla coloquial, precisamente porque no la evade sino que la maneja con precisión y la vuelve intensa materia literaria. La narración, cool, contenida, es rica en detalles; de todo se narra lo indispensable, pero con una veracidad llena de «sabor». Abundan los cortes abruptos, las elipsis y la ambigüedad; pero cuando es necesario, Sanx Sainz se detiene y se toma todo el tiempo del mundo.
Por otra parte, los nombres son muy divertidos, como Tricardio, Madhastra, Mochatea o Menelao-Menelado-Melenas-Melachupas-Melameas. Y Bikina. O Vulbo, nombre increíble, transgresor y retador, pero cuya originalidad lo hace aceptable, como Sarro en Obsesivos días circulares. Sarro. Carajo. Son parte de los detalles que enriquecen, como la riqueza de albures, muchos buenísimos, Medallas el Hojalatero, ¿sabes remar?, pues vete remando a la chingada, el Pelón me preguntó que cuándo vas a darle sus Ovaciones y su mascada, ¿sabes remar?, pues remámame los huevos, huele a pedo, no, a cosaco, es más largo que un entierro, yo soy el que entierra la vela.
Todo esto crea la credibilidad, naturalidad y autenticidad del relato, cuya estructuración y las infinitas versiones matizan todo continuamente; parece algo sencillo pero no lo es para nada. A esa capacidad e, inventiva de ordenar con precisión los materiales se añade un estilo que fusiona economía y contención, fluidez y amenidad, rigor y soltura. Sainz no es copista o taquígrafo de «lo real»; al contrario, transmuta el habla en una inteligente y provocativa expresión literaria. La escritura, limpia, económica, pulcramente vigilada, busca y obtiene el lenguaje justo, y así a la vez da humor, ironía y diversión en grande. Es compleja, elaborada, artística, y a la vez accesible, auténtica, disfrutable.
Con el tiempo, esta novela, como pilón o bonus track, ahora reconstruye espléndidamente la ciudad de México de fines de los cincuenta y principios de los sesenta y en ese sentido es hermana de Ensayo de un crimen, de Rodolfo Usigli, que rescata a la capital en los años cuarenta. Además, Gazapo fue parte del raro fenómeno de una narración de la juventud desde la juventud misma, con la correspondiente autenticidad, cambios de temas, lenguaje, tono, situaciones y concepción de la literatura misma. Fue una novela generacional que expandió el núcleo de lectores en beneficio de la cultura en México. Sainz Friction, bastante consciente de lo que hacía, planteaba sus puntos de vista firme o incluso belicosamente. Desacralizó a la cultura, la actualizó y la hizo más ágil e inteligente. Conocía el medio y sabía cómo darle empujoncitos a su novela, así es que nunca rehuyó ninguna forma de promoción o de publicitación al margen de los tradicionales mecanismos del Establishment. Todo eso convirtió a Gazapo en un fenómeno especial, muy importante en el inicio de «la nueva sensibilidad». En 1968 la juventud tuvo tal peso en la vida nacional que Revueltas abjuró del dogma del proletariado como vanguardia de la revolución. Esa vez, como en Francia, Checoslovaquia o Estados Unidos, los jóvenes fueron «la descubierta» de una creciente insatisfacción universal y de un llamado a la humanización.
Como decía Fereydoun Hoveyda, las cuarentenas son críticas, puntos decisivos, pero en sus cuarenta años Gazapo sigue entera, viva, tierna y divertida, desafiante y cordial, estimulante y reflexiva; se ubica —y documenta— en los tiempos del desarrollismo, del sueño mexicano de «todo es posible en la paz», el de «de esa época conservo algunas fotografías». Pero sigue siendo esencial el tema del paso de un joven que se separa del núcleo familiar para vivir por sí mismo, frecuentemente con la ayuda del mito del amor; es lo eterno, arquetípico, clásico. Gazapo, además de recrear, fijar y relativizar con énfasis el tiempo, reinventa el mito del ritual de iniciación a la madurez desde dentro, en medio de su condición sagrada y su cotidianidad, lúdica y dionisiacamente como en Eleusis, con humor, ingenio, inteligencia, malicia y pequeños toques de perversidad. Y mexicanidad. En Gazapo el fin de la adolescencia es impecable, terrible y divertido. No dudo que esta novela se siga leyendo. Es un auténtico clásico de la literatura mexicana.
JOSÉ AGUSTÍN
Texto leído en la celebración de los 40 años de Gazapo en la Feria del Libro del Gobierno del Distrito Federal, 2005