Texto garrapateado
Texto garrapateado en las últimas páginas de un cuaderno de papel milimétrico, y grabado después:
El dedo índice de la mano derecha de Menelao oprime el botón que frena la grabadora y lo suelta rápidamente. Después la desconecta.
—¡Menelao! Nelao, nelao, nelao —se oye su nombre amplificado muchas veces por el cubo de la escalera—. Menelao… Ven sólo un momento. ¡Menelao! Nelao —otra vez.
Sube la escalera y llega a la recámara.
—¿Qué quieres? —grita en el quicio de la puerta.
—No te enojes —ruega su abuelita, reflejada en la pantalla del televisor apagado, en el espejo del ropero y luego en la ventana. En ésta varias veces, porque ahí se reúnen todos los reflejos.
—Bueno —dice Menelao a regañadientes—. ¿Qué se te ofrece?
—Nada, hijito. Quería saber si todavía estabas aquí. No dejes de avisarme cuando te vayas, ¿eh?… Me avisas, para que esté tranquila. Cierras bien la puerta de la calle. No vayas a dejarla abierta.
—¡Nooo! —gruñe furioso Menelao y se acerca a la anciana—. ¡Bueno, ya me voy! ¿Oíste?
(Ella se queja de un dolor que no la deja ni de día ni de noche, de que no puede lavar trastes ni lavar su ropa ni hacer la comida, de un cálculo en la vejiga y de las reumas y de algo agrio que se le clava en el hígado, y de que va a estar sentada allí hasta el fin de los tiempos, escupiendo y quejándose).
O no contesta: llora. Entonces Menelao se acerca, saca de una de las bolsas de su pantalón un pañuelo de papel y le seca las lágrimas de los ojos azules, desperdiciados ojos.
—Ya, ya —dice—. ¿No quieres que ponga la televisión?
—¿Quién la apaga después? Tú ya te vas. Tu papá no está. Deberías quedarte, hijo. Ya te quedaste ayer…
—¿Quieres que la encienda o no? —le pregunta al reflejo en la ventana—. Luego la apagas. Ves la película.
—Como quieras.
Él rodea la alta cama con respaldo de hierro y enciende la televisión. No suelta el dial hasta que llega el rumor del sonido y la imagen se normaliza. Ajusta la intensidad de luz.
—La voy a dejar aquí —advierte. Señala con vaguedad la pantalla del aparato—. Ahora está este programa pero después vienen el teatro y la película.
—¡No!… ¡Quítame de ahí a ese viejo tan feo!
—Ya va a terminarse; faltan diez minutos y después vienen el teatro y la película. En el otro canal está la pelea.
—Mejor apágala.
—Está bien.
—Qué bueno que quitaste a ese viejo tan feo —dice ella, complacida y escupe hacia una bacinica.
—Yo me voy, ¿eh? Cerraré la puerta bien y todo. Vengo mañana.
—¿Cuándo vas a venir?
—Mañana. Te lo estoy diciendo.
—¿De veras, hijo? No dejes de venir. ¿No ves que estoy sola? ¿No te remuerde la conciencia?
—Mañana vengo, te lo estoy dice y dice.
Menelao abandona la habitación. Baja las escaleras acomodándose el cuello de la camisa. En el recibidor guarda el cable de la grabadora y la cierra. Encima pone varios discos y revistas, y apaga todas las luces, menos una, muy débil, junto a la ventana.
—¡Menelao! —llama la abuela.
No hace caso. Baja con la grabadora abrazada y cierra la puerta de la casa. Camina por Gabriel Mancera hasta José María Rico y luego, tambaleándose, hasta avenida Universidad. En una caseta habla por teléfono al departamento.
—¿Quiénes están? —pregunta—. No, no. Si quieren puedo alcanzarlos en el teatro. Antes tengo que ir al departamento a dejar unas cosas. Déjame las llaves con el portero. ¿Por quién pregunto? ¿Vicky? ¡Ah, Bikina! Claro que la conozco y ella a mí. Sí, está bien. Los alcanzo en el teatro. Chao.
—Tomé el taxi del papá de Gisela —le cuenta Menelao a Mauricio, en la recámara del departamento—. Afortunadamente no lo traía él, sino su ayudante. De cualquier modo tuve que inventar una larga historia. Si algún día me ven con Gisela por Artículo 123, no quiero que se vayan a imaginar nada malo.
—Ya ha de estar el baño —interrumpe Mauricio.
Menelao se vuelve para verlo: Mauricio se cubre con las sábanas.
—Sí —dice Menelao. Bosteza—. Tengo que ir a la escuela.
Se levanta y camina hasta salir de la recámara.
—¡No apagues el bóiler! —grita Mauricio.
—¿Tu nieve de qué la quieres? —pregunta Menelao y cierra la puerta del baño.
(—Aún no sabía —le dice a Gisela, más tarde— que Mauricio iba a grabar en la última cinta virgen que me quedaba. Te habla a ti, lo hizo por ti, no puedes negarlo).
—Fíjate bien, Gisela —dice Mauricio, en la grabación—. Primero: Menelao fue al teatro. Segundo: Esperó mucho tiempo y cuando salieron las primeras bailarinas por la puerta de artistas, a Patricia Galindo San Román, una de las mejores, le preguntó por B. Ella le dijo que no tardaría en salir, que la vio terminando de vestirse. Tercero: Menelao esperó y B. salió en pantalones y enfundada en un abrigo que la tapaba por completo; maquillada con exageración, como es común en todas las coristas. Creo que dijo:
—Viejito, perdóname. No puedo salir hoy contigo.
—¿Cómo? —gritó Menelao, señalando su reloj pulsera—. Y yo esperándote aquí todo este tiempo…
Y ella:
—No te enojes, viejito.
O si no:
—Sin ofenderse, viejito. Simplemente, no quedé de salir hoy contigo…
—Lo que me dijiste ayer —dijo Menelao—, indicaba con claridad lo contrario.
—Ayer ni siquiera te vi. Te equivocaste de corista. Chao.
—¡No seas payasa! —gritó Menelao.
—No te enojes, viejito. No seas tonto. Mi hermano está entre el público; me hizo una seña para que lo esperara. Ya no tarda en pasar por mí, si no, con todo gusto saldría contigo, me hubiera gustado mucho, pero este compromiso lo contraje con anterioridad, en serio, viejito… —Y agregó—: Qué te parece si salimos mañana, ¿sí? Me invitas a cenar, vienes por mí. Después hacemos lo que quieras.
—Déjalo plantado —propuso Menelao.
O si no:
—Eres una mentirosa de marca. Voy a esperarlo junto contigo y si no viene nos vamos, ¿no?
—Allí viene —dijo ella, señalándome con la mano. Esto puedes comprobarlo con facilidad. B. se lo contó a Fidel: ella y Menelao estaban junto a la puerta de artistas y me vieron. Llegué muy contento: fingí no conocer a Menelao.
Ella dijo:
—Mi hermano —sin señalar a nadie—. Un amigo…
—Mucho gusto —respondió Menelao, sin darme la mano y malhumorado por la pantomima.
—Oye —le dije a B.—, no se parece nada a ti, ¿verdad? Pero nada.
—¡El hermano eres tú! —me dijo Menelao—. ¡No seas idiota!
Parecía realmente enojado.
Abracé a B., enredándola en mi bufanda.
—¡Qué brutos son! —gritaba ella—. ¡Qué payasos!
Decidimos todo con un volado.
—Águila —pedí yo, y gané.
Menelao se alejó rumbo a Santa María la Redonda, o San Juan de Letrán, o Juan Ruiz de Alarcón, o Aquiles Serdán, o como se llame esa horrenda calle.
Comencé a caminar con Bikina. Bueno, ni modo, la B. quiere decir eso.
—¿Se enojó?
—Vivo en su casa —le dije—. Siempre hacemos chistes, pero a veces no les entiende. Los toma en serio y se molesta, como ahorita. A lo mejor se fue enojado. Me preocupa, no creas.
—¡Que se vaya al carajo! —gritó ella, casi automáticamente.
—Si no quiere, no —lo salvé—. Es como ir a misa.
—Llévame a Sanborns… ¿No, viejito? Me siento desquiciante, glamorosa y muy nice.
Aquí en el departamento, después lo supe, Menelao se puso a leer un periódico y se durmió, sin cargos de conciencia.
Yo me negaba a ir a Sanborns.
—¡Ah! ¿Te da miedo andar conmigo? —decía ella—. Te da vergüenza, ¿no? Pero sabes que si ando así es por mi trabajo, ¿no? ¿Crees que de puro gusto? Debías ver cómo me maquillo en las mañanas, de qué manera, con qué discreción…
Íbamos en un coche de alquiler rumbo a Noche y Día. La última vez que fuimos a Sanborns tardaron hora y media en servirnos y la gente nos miraba por el exagerado maquillaje de B.
—¡Te hago un escándalo, te digo! —gritaba ella con acento cubano—. Aquí en Reforma, no me importa. ¡Te hago un escándalo, niño! En tiempo de guapachá, al seis por ocho… —reía.
Al final fuimos a Sanborns y nos encontramos con trescientas gentes, incluso Jacobo, Vulbo, Fidel y Balmori. Ya era muy tarde y cenamos cosas ligeras; yo, enchiladas suizas; B., sopa especial de pollo. Pidió café, pero le dije que el café podíamos tomarlo en otra parte, por ejemplo aquí, en el departamento; ella aceptó.
—¿Le contaste a Menelao —le pregunté— que hacías strip-tease en Tijuana y que tienes una hijita de dos años?
—¿Yo? —interrogó con un chillido.
—No mientas —dije—. Balmori es testigo.
—Jodan a su madre. ¡Qué infelices! —protestó, golpeando la mesa con los puños—. ¿Dónde está? Dímelo. Te juro que lo mato.
—¡No seas ridícula!
—Está bien —aceptó, muy tranquila—. Se los dije, es mentira. ¡También él dijo que tenía veinte años y que ya había hecho el servicio militar! Le pedí su credencial y me la prestó. Vi su número de cuenta universitario y deducí que había nacido el mismo año que yo.
—Deduje —corregí.
—¡De hule, si quieres! Ni se las olió cuando se la pedí.
—¿Y tú cuántos años tienes? Rápido, ¿en qué año naciste?
—¿Yo? Chiquitito, te armo un escándalo en tiempo de guapachá, al seis por ocho…
—¿Cuarenta y ocho?
Me tiró un manotazo. Después, nos salimos sin pagar, aunque dejamos una propina de cinco pesos. Caminamos por Donato Guerra. Ella gritaba:
—De haberlo sabido… ¡Hoy me invitaron a salir veinte cuates con coche! Dieciocho, por lo bajo. ¡Miren con quién fui a salir!
Pidió explicaciones sobre el lugar a donde íbamos.
—¿Es una casa o un departamento? —preguntó.
—Un departamento. Allí vivo con el cuate este, Melachupas.
—¿Cómo dijiste? Es un nombre árabe, ¿no? —Y sin esperar respuesta, preguntó—: ¿De dónde son ustedes? —ella es de Matanzas y habla con un acento raro que pronto se contagia.
—De aquí, del Distrito.
—¿Y sus familias?
—También. La mía vive en Nonoalco-Tlatelolco y la de Menelao en la Colonia del Valle. Bueno, por el momento su mami vive en Cuernavaca.
—¡Ah, entonces es una leonera!
—Bueno, también. Sólo que ahí vivimos. Es la casa de la mamá de Melomeas, pero ella se fue a vivir a Cuernavaca porque tiene muchas deudas, y parece que no regresará nunca. El departamento está jodidísimo porque nadie lo cuida. Nunca hemos hecho la limpieza.
—No seas grosero.
—¿Qué tiene de malo decir limpieza?
—Dijiste jodidísimo, viejito, no te hagas.
Llegamos y ella corrió hasta la recámara para comprobar si Menelao estaba dormido. Roncaba con la boca abierta y había dejado una lámpara encendida y un periódico tirado al lado de la cama. B. se quitó el abrigo.
—Voy a donde el rey va solo y sin caballo —dijo.
Puse Inolvidables, de Lucho Gatica y Arturo Castro en el tocadiscos y gradué suavemente el volumen. Para crear atmósfera encendí velas y apagué la luz eléctrica. Traté de espiarla, pero no había encendido la luz del baño. Oí el ruido de un cierre relámpago y me alejé. Abrió la puerta.
—¿Qué pasó aquí? —dijo. Salió de una oscuridad a otra.
—Nada, vamos a hacer café. Se fue la luz.
—¿Y el disco?
—Es un aparato portátil, funciona con transistores —mentí.
—Mira esto —dijo. Se mojó tres dedos con saliva y apretó la llama de una vela.
—¡Bravo! —aplaudí.
Apagamos todas las velas.
—Mejor —le dije, aunque había un olor a cera repugnante—. Vamos a bailar.
Y comenzamos a bailar, aunque el disco carece de ritmo y no es bailable. De pronto, ella me apretó, se juntó mucho a mí y sentí sus pechos enormes, sin la coraza del brasier. Imagínate, lo había dejado en el baño o no lo traía; una desfachatez. Yo le acariciaba los cabellos duros de spray y los dos transpirábamos.
Cantaba Lucho Gatica y yo besaba el cuello de B., febriscitante.
—Vas a llenarte de maquillaje, viejito —me decía B.
Sin soltar su mano, exageradamente sudorosa, llena de anillos y pulseras, caminé hasta la recámara. Aun allí llegaba el olor de la cera.
—¿Cómo? ¿Estás enferma?
Menelao debió oírme, porque se movió.
—Quita tu mano de allí, viejito.
Menelao trató de incorporarse, o quiso; nosotros caímos sobre la cama con una gran carcajada de mujer, porque B. recordó que yo sabía, bueno, Gisela, no tienes por qué enterarte de los pormenores.
Pero esto es lo interesante: Menelao se levantó desnudo como estaba y se arrojó contra mí. B. le hizo cosquillas y lo dominamos fácilmente, lo obligamos a que se pusiera la piyama. B. comenzó a desnudarse; tiene la espalda llena de pecas.
Menelao se levantó de nuevo y dijo que si queríamos, se iba. Le dije que no, que no quería hacer nada con B., por lo menos esa noche, que siguiera durmiendo. Traté de ver la cara de B., en la oscuridad. No estaba donde la suponía. Pasó a mi lado, derribándome sobre la cama. Iba con su ropa en las manos, los senos al aire, como proas de navios.
Y yo sin poder seguirla, Gisela, porque Vulbo, Jacobo, Fidel y Balmori debían estar en Sanborns esperando la hora propicia para ir a la ex casa de Menelao, junto a tu casa, y yo tenía que cuidarlo, quedarme junto a él para que no fuera a ocurrírsele salir del departamento.
Tú soñabas, Gisela, despertaste dentro del sueño y te viste arriba, durmiendo.
O quizás dabas vueltas en la cama, inquieta, pensando en las dificultades que te causan las creencias de tus tías. Si le rezas a Dios, la evangelista se enoja. Si le rezas a Jehová, tu tía Mochatea no te permite salir en toda una semana y te niega tu postre predilecto.
Por favor, escucha otra vez esta grabación.