Del diario de Menelao:
Vulbo salió del café de chinos y fue a casa de Nácar. La madre lo recibió de mala gana. Le dijo que el novio de su hija tenía veinticuatro años y era cadete del Colegio Militar y profesor de cultura física. «¿Un atleta?». «Sí». Nácar llegó. «¿No te invitó a comer tu novio?», le preguntó su madre. «No». «Yo las invito», dijo Vulbo, y salieron a la calle. Él, a través de los lentes oscuros veía siniestro el cielo que sólo estaba gris de nubes de tormenta. Nácar le dijo: «Terminé con él». «¿Por qué?». «Me notó muy rara y como quise regresar temprano, sospechó algo. Me dijo: Tú vas a ver a alguien. No, le dije. Yo negaba con la cabeza. Mientes, tú vas a ver a alguien. No, le volví a decir. Me acompañó hasta la esquina y me preguntó: ¿A qué hora te hablo mañana? A ninguna hora. ¿Entonces? No quiero verte más. Chao. ¿En serio? Sí. Adiós».
Nácar apretaba el brazo de Vulbo. «¡Mi novio!», dijo. Lo soltó. Un tipo de uniforme, lleno de botones dorados, se acercó a ellos y siguió de frente, como si no los hubiera visto, a pesar de los llamados de Nácar y su madre. Parecía sordo. No vaciló ni dio un solo paso atrás. Nácar y su madre desistieron. «Nunca me había visto con nadie», confesó Nácar. Su madre advirtió con un temblor en la voz: «Allí está de nuevo». El tipo se acercó a ellos, indecisos en la esquina de Adolfo Prieto y Félix Cuevas. «¡Usted puede estar tranquilo!», le gritó a Vulbo. Blandía su resplandeciente sable dorado cerca de la cara asustada de Nácar: «¡Cómo te atreviste, desgraciada!». O una cosa así. «Apenas te dejé en tu casa, saliste con el primero que llegó. ¿Qué quieres con ése?». Se refería a Vulbo. «¿Esto?». Se agarró el sexo sobre el pantalón. «Esto ya lo tuviste conmigo. ¿Quieres más? ¿No tuviste suficiente?». Y dirigiéndose a Vulbo, rasgando el aire con su sable desenvainado: «¡Usted lárguese de aquí! No tiene la culpa de nada. Y si la tuviera le reventaba ahora mismo la cara. Lo degollaba. ¡Esto no es para usted! ¡Largo, dije! Váyase a la chingada».
Lo que sigue es confuso.
Vulbo (había perdido definitivamente su color natural) se retiró hasta una prudente distancia. Vio cómo el dramita atraía a una decena de personas. Las calles se le hicieron misteriosas y el edificio del Multifamiliar le pareció de pronto oscuro. Del grupo se levantaban dos voces, una horrorizada y otra enfurecida; sonaban a la vez. La gente se movía, levantaba un murmullo curioso, alegre y asustado. Vulbo reflexionaba (parece): un golpe lo dejaría ciego porque traía puestos los anteojos oscuros de Fidel. Podían romperse y no eran suyos. Una herida profunda con el sable y hubiera muerto, por una muchacha a la que ni siquiera quería. El tipo seguía vociferando. Vulbo veía todo a veinte metros.
Vio al hombre rubio que rasgó los galones del cadete y le quitó el sable. Todo esto como entre brumas y durante un momento espantoso. Nunca iban a rasgarse esos galones. Comenzaban a romperse y se alargaban interminables, irremediablemente, y luego todo se quedaba suspendido en un espacio duro, fotografiado, en el cual nada sucedía o todo sucedía trastocado con siglos en lugar de segundos, y silencio en lugar de ruidos. Y en medio de aquella bruma horrible Vulbo se llenó de valor y palpó en la bolsa de sus pantalones el juego de espuelas robadas en el Museo del Chopo y las tenía en la mano pero el cadete ya saltaba sobre un tren Mixcoac Tetepilco, y el hombre rubio que lo perseguía frenaba su carrera, disminuía el número de pasos por minuto hasta detenerse. El tren se empequeñecía cuando más avanzaba en dirección al supermercado. «Esto es ayuda americana —se dijo Vulbo, con rencor— y no otra cosa».
Después, con Nácar y la madre-menopáusica, fue a un restaurante bar. Las sillas eran angostas e incómodas. No querían comer, no quisieron y pidieron cubas con sabor a agua sucia.
—Vulbo —empezó la madre—. Cuido mucho a Nácar, pero por lo visto no lo suficiente. La cuido más que si fuera señorita.
—Pero…
—La cuido más que si fuera señorita. La cuido más que si fuera señorita.
Y Vulbo:
—Pero es que…
Y la madre:
—Sí, Vulbo. En los pueblos las mujeres se casan muy jóvenes. Somos de Chipilo, ¿sabes? Yo me casé a los doce años; Nácar, a los catorce. Tuvo un hijo y enviudó a los dieciséis. El niño vive con sus padrinos.
Vulbo se quedó inmóvil, reprochándose la ingenuidad de besarla, de no pensar siquiera en acostarse con ella. Dio un gran trago de su vaso. Los ojos de Nácar tenían esa expresión de profundidad ridícula, indescriptiblemente obscena que Vulbo apenas ahora comprendía. Terminó con su cuba.
—Tuvo un hijo y enviudó a los dieciséis. El niño vive con sus padrinos. La cuido más que si fuera señorita.
Salieron y tomaron un taxi. Y tengo razones para suponer que durante el camino no hablaron de nada.
Cuando llegaron caía un aguacero torrencial.
Nácar y Vulbo corrieron a guarecerse bajo un quicio mientras la madre pagaba el coche. No se reunió con ellos. Corrió con torpeza hasta la puerta de su casa y les gritó que se quedaran allí hasta que terminara la lluvia.
—Al fin solos —dijo ella.
—Quiero saber una cosa —dijo Vulbo, como si lanzara una estocada.
—¿Qué?
—¿Te acostabas con tu novio?
—No.
—¿Eras su amante?
—No.
—Quiero que me digas la verdad.
—Es la verdad.
—¿Te acostabas con él o no?
—No.
—Él te lo gritó en la calle y tú me juraste que ni siquiera lo habías besado y nunca me dijiste nada de que habías estado casada ni de tu esposo muerto ni de tu bebé y te dejabas besar como niña de la Colonia del Valle y carajo resulta que te acostabas con tu novio y todo.
La sacudió de los hombros.
—¿Te acostabas con él o no?
—Sí.
—¿Es la verdad?
—Sí.
—¿Era tu amante?
—Sí.
Vulbo sintió el efecto de la cuba: un pequeño mareo. Nácar tenía el cabello mojado y un hilo de agua le corría románticamente por la cara. Se repegó un poco a la pared. La lluvia alcanzaba a salpicarla. Él tembló, nada más de pensar en las piernas y en las caderas de ella. Nos contó que se besaron y abrazaron. Nácar le dijo que lo adoraba como a nadie y él no respondió, o dijo que también la quería y comenzó a manosearla.
De pronto, ella corrió bajo la lluvia hasta su casa. Dejó a Vulbo allí, con el dorso de la mano derecha sobre la boca, resintiendo la mordida imprevista, condescendiendo a un juego en el que se podrían hacer miles de trampas y decir miles de mentiras, inquieto.
Por la noche, en la fiesta de Fidel, no contamos nada. Bueno, Fidel estaba cerca de nosotros y Vulbo dijo que había besado a Nácar por primera vez; inventó algunas cosas. Mauricio cortejó a Nita y a Mónica. Yo repasé junto a la mamá de Fidel la historia del gato siamés con la navaja clavada entre los ojos; dejé atrás la salida nocturna de Balmori, Vulbo y Jacobo, el asalto frustrado a mi casa; el cuerpo semidesnudo de Gisela, tatuado con diez nombres; los pleitos con Tricardio. Pero de mi abuelita no dije una palabra. Nada.
—Entonces, ¿qué hicieron con el coche? —preguntó la madre de Fidel.
—Lo dejamos en un lugar para que lo lavaran. Vulbo se vomitó. Lo traemos mudanza, digo, mañana. Nos regresamos de aventón. Nos trajo una mudanza.
Mauricio estaba en el centro preciso del salón, chupándole a Nita las orejas, al compás de Ray Coniff.
—¿Vacía?
—¿Qué cosa?
—La mudanza…
—No. Al principio íbamos sentados en un rollo de persianas. Mauricio nos contó que la vez que se murió su primo… —animé a la señora a acercarse. Continué—: Mauricio llegó al edificio donde vivía, muy noche. Y como no había nadie en su departamento subió a despertar a la sirvienta para que le dijera a dónde había ido su familia. Le dijo que a un velorio, en casa de una tía. Entonces se acostó con ella y todo.
Para evadirse, la madre de Fidel llamó a Vulbo:
—¿Y Mónica?
Él rondaba el balcón. Algo pasaba en la calle.
—Es una imbécil. Dice que tengo que tratarla varios meses para que baile apretada conmigo.
Intervine:
—Señora, ¿ya sabe que en Sanborns, para impresionar a Mónica, Vulbo analizó un sorbo de Peñafiel? Tomó un poquito, chasqueó la lengua y calculó… —le cedí la palabra a Vulbo.
—Hummm —volvió a decir, como en Sanborns—. Esto ha de tener cuarenta y tres partes por millón de sílice, tres de nitrato de sodio, catorce de cloruro de potasio, setenta y seis punto ochenta y cinco de sulfato de sodio, no, yo creo que un poco más de sulfato de sodio…
—Se sabe de memoria la fórmula que viene en las botellas —dije, y reí—. La dejó impresionadísima…
—¡Ah! —dijo la madre de Fidel, indiferente.
—Al mediodía, la mudanza iba por una calle de grava —aseguré—. «¿Se bajan o se quedan?», dijo un cargador acercándose a nosotros desde el fondo del camión, la barba y los cabellos crecidos, la cabeza amarrada con un paliacate mojado de sudor. Muchachitos, llamó, cuando iba junto a una pianola de utilería; se bajan, apoyándose en el buró encimado en una mesa de centro; o, saltando el sillón individual de cuero negro; se quedan, medio cuerpo oculto por dos reclinatorios, fragmentado por las cómodas de cajones clausurados, el globo terráqueo, la jabalina, la cabeza de toro disecada; ya vamos a llegar, el rostro cuadriculado por la sombra de las grecas de un biombo de metal. «Muchachitos, se bajan o se quedan, ya vamos a llegar», dijo, aproximadamente, antes de tropezar con una banca de iglesia.
—¿Por dónde iban?
—Por la glorieta de avenida Coyoacán, Chilpancingo y la avenida Insurgentes —respondió Vulbo.
—Íbamos sentados en una alfombra enrollada, viendo los coches que nos seguían, brillantes y estereotipados. El camión se detuvo y bajamos de un salto. El cargador reclamó las cervezas que le prometimos, agitaba los brazos en el aire. A señas le pedimos que nos perdonara, le explicamos que no teníamos dinero.
—Mauricio le mentó la madre —agregó Vulbo.
Pensé o dije:
—¿Es aquí donde rezando un Ave María queda una embarazada? No, señora, le dijo al sacristán. Es con un padre nuestro, pero no está ahorita. Ja, ja.
Vulbo no dejaba de hablar de Nácar, y la madre de Fidel seguía allí, junto a nosotros.
Yo repetía lo que Vulbo contaba, como si quisiera aprenderme sus parlamentos, fatigado, compasivo, delicado, amable y desdeñoso a un tiempo, gesticulante:
—Ella te dijo que saldría con su enamorado y tú le dijiste: «¿Piensas seguir con el cuate ese?». Respondió: «No sé cómo lo aguanto, es superceloso. Estoy segura de que tengo nada más la costumbre de verlo. No lo quiero». Tú dijiste: «Mira, Nácar, no quiero que por mi culpa termines con él, porque yo no te quiero ni nada así, no voy a enamorarme de ti ni a ser tu novio…». ¿Qué más? ¡Ah, sí! Sugeriste que podrían pasear y abrazarse y besarse o algo así.
—No —rectificó Vulbo, como si el asunto fuera en serio—. Le dije: «Si vas a terminar con él de todos modos, yo quiero besarte y pasear contigo». Ella me contestó, muy teatral: «Voy a terminar con él, te lo juro, mi amor…».
La madre de Fidel estaba cayéndose de sueño y a las nueve todos nos despedimos.
—Cuando salí de la fiesta de Fidel, me desmayé —le digo a Jacobo, por teléfono—. Me preocupaba lo que me habías contado: que mi padre había ido a tu tienda y había dicho que yo no volvería a pisar su casa, que sería «incapaz de sobrevivir» lejos de él. No sé si me desmayé por esto o por el pleito con Tricardio. En serio. Estábamos cenando en Sanborns de Lafragua, y al perder el sentido, metí la cara en un plato de sopa. Alcancé a decir: «Me siento débil. Sientoquetodosemenubla». Arnaldo me reclamaba lo de Gisela: «Todavía no te creo, pero si es cierto te rompo el hocico», decía. «Si Tricardio no pudo, yo sí». Entonces me desmayé y él debe haber creído que fingía para no tener que responder. Me increpó: «¿Eres hombre o qué?». Vulbo me mantenía erecto sobre la silla mientras Mauricio me quitaba la sopa de la cara con una servilleta. ¿Qué te parece?
—Bien —califica.
—¿Cómo bien?
—Sí —dice—. Entonces, ¿nos vemos mañana en la escuela? ¿Vas a ir?
—Sí.
Se despide. Al llegar al departamento estaba sonando el teléfono y era él. Enciendo la grabadora y pongo una cinta.
—Gisela camina sin estilo —comienza el aparato.
Suena el teléfono otra vez y corro a la recámara. Es Arnaldo. La grabadora sigue:
—Puede leer el nombre de una calle a cuarenta pasos de distancia. Le gusta verse, acariciar el pan antes de comerlo, ensayar diferentes peinados y pasos de baile. Usa las faldas arriba de las rodillas.
Ahora está en una fiesta y yo, por haberme creado fama de liberal moderno, tuve que darle permiso de que fuera; lo cual no deja de causarme cierta inquietud y cierto miedo, que sólo se alivian con un abrazo de mujer o el calor de otro cuerpo junto al de uno.
Me contó lo de Tricardio, que la había visto bañarse. La escuché con tranquilidad. Salimos de la peluquería y fuimos a la escuela de inglés. Y ya en la calle Génova, mientras los muchachos nos alcanzaban (Arnaldo, Vulbo, Mauricio, Jacobo y Balmori), nos detuvimos frente a un escaparate. Gisela me dijo sorpresivamente lo de la fiesta: en la tenue luz del cristal se estremecieron nuestras figuras.
Recordé una escena de una película francesa donde el muchacho y la muchacha (o un muchacho y una muchacha) se detienen a mirar un aparador. Quiero decir que íbamos los dos y que ahora, de lejos, puedo pensar cómo nos veíamos.
Son casi las once de la noche y acabo de tomar un Bromural, único calmante de celos que conozco.
Escribo en máquina y al mismo tiempo grabo, un poco inconexamente.
Cualquier cosa, no importa qué, después de haberme paseado por toda la casa; tan sólo crear palabras de izquierda a derecha y hablar para que ella me oiga cuando pase bajo mi ventana, al regresar de la fiesta; sepa que estoy escribiendo en mi Remington y se pregunte: «¿Por qué estará allí?». Como si me importara un pito lo que ella haga.
Óscar, hermano perdido;
Gisela, seis de enero;
hipermenorrea, sálvame;
Ellery Queen, ruega por mí;
Pedregal de San Ángel, ruega por mí;
Juárez, ruega por mí;
Agustín Yáñez, intercede por mí;
Jesusita en Chihuahua, ruega por mí;
Ana Bertha Lepe, abrázame;
Cuernavaca,
en este momento oigo un auto llegar bajo mi ventana y apenas oigo el ruiop jk ñ un auto y me pongo a escribir cualquier cosa no importa cuál tan sólo hacer ruido con la máquina para que tú me oigas y digas allí estaba mi conejito mientras yo me pregunto si te enseñaré esto mañana si te diré mi enorme tontería de estarte amando como un idiota aunque idiota no es la palabra justa ni precisa gisela piel de gato amada tierna de manos húmedas llegando en auto a las once y cuarentaitantos de la noche te divertirías me extrañarías realmente quien sabe apenas y me duelen los golpes de tricardio y pierdo la hoja de mi lectura con ellery queen y el misterio de las naranjas chinas tan amargas mientras oigo brahms la primera sonata en fa menor segundo movimiento mis lágrimas mojadas lágrimas sobre las teclas ven gisela que te estoy esperando cálida amada gisela te muerdo + te odio + te orino + te beso & te muerdo.
—Estuve un rato con Gisela —le digo a Arnaldo, en el teléfono—. Te mandó saludar. Me contó un chiste formidable. ¿Sabes en qué se diferencia un piano de un excusado? «No», le respondí, para que dijera el chiste. ¿Ya te lo sabes?
—No —dice Arnaldo.
—Entonces nunca te voy a invitar a mi casa. Ja, ja. Yo también reí, como tú ahorita. Nos despatarramos de risa. Luego fuimos al supermercado y compramos tres sobres de seviche y un paquete de malvaviscos. Me robé un cuento de La Pequeña Lulú. Gisela rio y me dijo que iría al infierno. Le dije que mejor, que el cielo estaba lleno de solteronas insípidas y de señores aburridos; que en el infierno está toda la gente interesante: artistas, perversas mujeres semidesnudas, políticos, delincuentes, magos, pintores, bellas adolescentes muertas sin confesión…
—¿Entraste a su casa?
—No. Regresamos en un tranvía y la dejé en la esquina de Amores y Parroquia. Ella no quiso que fuera a su casa. Nos despedimos. Me pidió un sobrecito de seviche y se lo di. Es supergolosa. En el mercado se tomó un helado y anduvo probando toda clase de quesos y frutas pequeñas que mordía y volvía a dejar en su sitio.
—Caray —dice Arnaldo.
Mi voz sigue en la grabadora:
Despierto porque oigo a mis padres discutir. Sobresaltado, las manos crispadas sobre las cobijas, espero que irrumpan en la habitación donde yo no debería estar: mi padre delante de Madhastra, su cara descompuesta por la agitación.
El cuarto está lleno de luz. Son casi las doce del día y ya no se oye nada. Aguanto el aire en los pulmones; afuera no hay más ruido que el rumor del viento que agita la ropa y las antenas de televisión en la azotea de la angosta vecindad.
Me levanto y compruebo que mis padres no están. Sus voces flotaban en el aire. Ahora, la casa me parece llena de fantasmas.
Veo a la tía de Gisela caminando encorvada por el pasillo de los departamentos, afuera. Está muy jorobada. Se me antoja decirle: ¿Se le perdió algo, señora? ¿Puedo ayudarla en algo? Me visto sin dejar de verla. Aparece Gisela. Corre para alcanzar a su tía que desaparece bajo mi ventana.
Bajo las escaleras a gran velocidad. Mi abuelita grita, pero no hago caso. Camino de prisa hasta la esquina. Me siento en la banqueta: va saliendo la tía Mochatea. Gisela trae un velo en la mano, alcanza a su tía, pasan frente a mí. Con tacones no sabe caminar. Trae tacones. Hago adiós con la mano…
Más tarde vuelvo a encontrarla. Me asomo a la calle y la veo. Va a la esquina a comprar algo.
—¿Me acompañas? —dice.
No quiero.
—Cuéntame, ¿cómo estuvo lo del pleito? ¿Con quién te peleaste?
No contesto.
Me sorprende con un beso en la mejilla, antes de correr hacia la tienda. Veo sus piernas que corren, sus maravillosas pantorrillas que corren, brillantes de sudor.
—¡No la aguanto! ¡La odio! Puedo dejar de ser su novio en cualquier momento… —Fidel me escucha pacientemente por teléfono.
—Ella lo va a sentir más que tú —dice—. Tú tienes a Bikina.
—Todavía no.
Regreso aquí. No se me ocurre más que buscar de comer. Me duele un poco la cabeza. No hay nada, ni una pinche migaja. Si me detengo en la recámara de mi abuelita, ella se queja, grita. Quiere que le lave los pies.
—¿Cómo te pudiste ir con tanta facilidad de la casa? —dice.
A las tres de la tarde salgo a llamar por teléfono otra vez. No localizo a ninguno de mis amigos, pero al salir de la caseta encuentro a Gisela.
—Vi que venías para acá y quise alcanzarte —dice.
—¿Qué hora es?
—¿Y tu reloj?
—¡Ah, sí! Perdón… —digo, pegándome en la muñeca del reloj—. Está un poco atrasado. ¿Como qué hora será?
—Deben ser como las tres o las tres y media. ¿A quién le hablaste?
—A nadie en particular. Llamé a todos mis amigos pero no estaban.
—¿A todos?
—Bueno, a algunos.
—Ayer, cuando regresé de la fiesta estabas escribiendo, ¿verdad?
—Sí.
—¿Por qué te quedaste a dormir aquí? ¿No tuviste miedo de que volvieran tus papás? ¿Quién se quedó en el departamento?
—Mauricio.
Llegamos a la vecindad. Afuera están sus tías, doña Eválida con todo y silla. Las dos tienen cara de garabato.
—Vamos a la tienda —les decimos.
Hago una señal con la mano para advertir que no tardamos. Ellas sonríen.
—Sí —dice la tía católica.
—¿Qué nos van a traer? —dice la tía evangelista.
Doña Mochatea la regaña. Tomo a Gisela de la mano.
—¿Qué vamos a traer?
—Nada —le digo—. Sólo era un pretexto para no estar con ellas, para poder hablar a solas… —Y después de un largo silencio, propio para recapacitar, mientras caminamos—: No puedo remediarlo, estoy molesto. De repente me dan ganas de pegarte…
Se asusta y me quedo en silencio. En la tienda comemos tortas y a Gisela le compro un chocolate.
Le digo otra vez, dramático:
—¡Tengo ganas de pegarte!
—Pégame —dice ella, con tranquilidad, la barra de chocolate en la mano izquierda, como una prolongación de su boca.
—¡No seas payasa! ¿Cómo es posible que vieras a Tricardio así, y que él te viera así? Por la tarde yo me peleo y tú te largas a una fiesta y yo me la paso en casa, adolorido.
—Tú también ibas a ir a una fiesta. Con Fidel.
—¡Pero no fui!
—Ésa no es mi culpa.
Se acerca y me agarra de la mano. Ninguno de los dos habla. Empiezo a caminar más aprisa. La rechazo. Ella duda un momento y después se apresura para alcanzarme.
—Tengo ganas de golpearte, de cachetearte. Somos diferentes a los demás y tú te portas como cualquiera.
—No hables así. Pégame si quieres, pero no hables así.
—Y la señorita bailando mientras el imbécil de su novio se cura los moretones frente a un espejo.
—Pégame, te digo.
—Curándome los moretones, resentido. ¿Cómo puedes bañarte así? Con la ventana abierta y a la vista de todo el mundo, cuando frente a mí te la pasas jalándote la falda.
—Ya cállate.
Se para en puntas de pie y me besa. La vuelvo a rechazar, pero sonrío.
—Y después de esto, ¿qué? Esperar que se te ocurra pasear desnuda por tu casa para que Tricardio te vea, como pasó en diciembre. A mí me corresponde poner la otra mejilla. Y después otros tres o cuatro meses, y la otra mejilla. ¡Hasta que se me acaben todas las mejillas!
—Nada más tienes dos —titubea.
—Entonces se acabarán pronto.
Furioso, pero sin ánimo de pegarle, alzo del suelo una gran piedra artificial, de cemento endurecido, y la arrojo cerca de sus pies. Estamos en la construcción de las O’Reilly. Gisela se asusta tanto que llora. Me acerco, la abrazo y seco sus lágrimas con un extremo de mi camisa.
—No llores. No era en serio mi disgusto. —}Explico, o una cosa así. Caminamos hasta la esquina sin hablar, procurando que sus tías no nos descubran. Nos besamos y abrazamos largo rato bajo los árboles de la calle Rodríguez Saro. Traigo la camisa fuera del pantalón. Tomo sus manos y las pongo sobre mi piel, las guío por el estómago y por la espalda. Pasa chirriando una bicicleta, pero el conductor no se vuelve para vernos. Suelto las manos de Gisela. Ella las retira.
—¿Por qué, por qué, por qué me besas aquí? —dice—. ¿Por qué quieres besarme?
Hablo con frases de una cursilería intolerable. Me impide descubrirle el pecho. Me enojo en apariencia. Me quedo serio y quieto. Quiere acariciarme. Detengo su mano. Sigo serio. Se desabrocha con lentitud tres botones del suéter.
Creo que digo:
—No, conejita, de veras, no importa. —Se los abrocho muy despacio y le acaricio los senos sin querer. Se molesta.
Casi es de noche cuando regresamos a la vecindad. Caminamos abrazados. No pierdo de vista su boquita que insistentemente repite:
—I love you, I love you.
—I love you —corean con burla los niños de la vecindad cuando vamos por el pasillo—. I love you.
Están en la azotea, asomados, y silban y ríen a carcajadas.
Corremos.
—¡Qué horrible! —dice Gisela—. ¡Qué horrible! Horrible.
Nos detenemos en la puerta de su casa. Me excitan el color de sus mejillas y su respiración agitada. Voy a besarla y me rechaza: la tía católica abre la puerta.
Apago la grabadora. Voy a la recámara y termino de desvestirme sentado en un sillón. Arrojo la ropa hacia cualquier sitio. Enciendo la luz del tocador. Trato de leer:
Dicen que un religioso hobiera de un rico homne una vaca con leche que le diera; e en levándola a su posada, siguióle un ladrón por gela furtar, e fizo compañía en un camino con el diablo que andaba en forma de homne.
Pierdo el sentido de lo que leo. Suelto el libro, inclino la cabeza sobre el pecho.
—¡Buenas! —grita Mauricio, desde la sala. Se quita el saco o la chamarra o la corbata o el suéter y los acomoda en una silla del comedor.
—¿Qué hora es? —pregunto, desperezándome.
—Las dos —dice Mauricio. Entra en la recámara—. ¿Qué pasó? —pregunta—. ¿Por qué no fuiste al teatro?
—Sí fui, lo que pasa es que no pude entrar —explico. Me cubro con las cobijas de la inmensa cama matrimonial y apago la luz de la lámpara.
—¿Qué pasó? —pregunta Mauricio. Se quita los pantalones—. ¿Qué hiciste al mediodía?
—Estuve con Gisela —le digo—. Primero aquí. Parece que su papá estuvo tocando. Después fuimos a casa de Vulbo.
—¿Conociste a Nácar?
—No. Vulbo estuvo tocando su guitarra. Pling, pling, pling. Nos contó que ella dijo: «Me tienes loca, mi amor, me matas». «Estaba aquí —nos dijo—, así, sobre la cama. Trataba de desvestirla y ella se volvía a vestir. Le quité el portabustos, la besaba, la obligaba a tocarme, ella volvía a vestirse y el forcejeo nos excitaba». Gisela decía que sí y apretaba sus largas piernas. Luego nos dormimos, ella y yo, porque Vulbo empezó una de sus tediosas disertaciones sobre Nácar.
—¿Tienes las manos limpias?
—¡Pendejete! Estuvimos jugando a por arriba y por abajo. Atiéndeme… cantó Vulbo. «Por arriba», empezó Gisela. Quiero decirte algo «por abajo» que quizás no esperes «por arriba» doloroso tal vez «por abajo»… Y nos ahogábamos de risa. Después la llevé hasta la esquina de su casa.
—¡Ah! Nos encontramos a un amigo de Tricardio. Y lo saludamos y todo.
—¿De veras?
—Sí, Melenas. Me cae de madre.
—¿Qué les dijo?
—Nada. Lo vimos y lo saludamos. Se mosqueó bastante.
—Oye… —murmuro, después de una pausa—. Estee… ¿Qué te iba a decir? —y cerrando los ojos—: ¿Ya sabes que el papá de Gisela tiene un amigo que se llama Medallas y es hojalatero? Medallas el hojalatero… —sigo, sonriendo sin abrir los ojos y ya medio dormido—. Es un albur de primera.
Oigo ruido de agua en el excusado: Mauricio no está en la recámara. Busco una nueva posición bajo las cobijas y me cubro la cara con la almohada.