Parece que el timbre del teléfono despierta a Menelao. Suena el timbre del teléfono a las seis de la mañana y lo despierta. El timbre llama por tercera vez antes de que descuelgue.
—¿Conejo? —se oye del otro lado de la línea.
—¿Qué pasa? —Menelao mete el auricular bajo las cobijas y se cubre por completo.
—¿Qué pasa? —pregunta Mauricio—. Tengo mucho sueño —se enreda en la almohada que divide la cama.
—Ya no soy tu novia —escucha Menelao en el teléfono.
—¿Qué?
—No me dejan andar contigo… —debe hablar demasiado cerca de la bocina, en la caseta de la avenida Universidad y José María Rico; Gisela en una caja de cristal, sobre la acera; cualquiera puede verla con el teléfono en la mano. Dice—: No quiero ser tu novia.
—¿Por qué?
—Vino mi padre y me pegó. Dijo que había deshonrado a la familia y que no me había dado a respetar. Me hubiera matado si no pierde el sentido por lo borracho que venía.
—¿Te pegó, conejita?
—¿No oyes? Ahorita ya no está, si no quién sabe qué hubiera pasado.
—¿Tus tías qué dijeron?
—No me hablan.
—Tengo que verte. ¿Puedes venir?
—No sé.
—¿Cómo que no sabes?
—Ya te dije que me prohibieron andar contigo.
—¿Y qué? Una cosa es lo que te dicen y otra lo que tú quieres hacer. ¿Ya no quieres verme?
—No.
—Conejita, no seas tonta. Te espero en el Museo de Higiene, frente a la Cámara de Diputados.
—No sé si pueda ir. ¿Cómo a qué hora?
—Voy a estar allí a eso de las doce. Si no vas, es que no me quieres.
—¿Por qué no en la escuela?
—Me acosté muy tarde. No voy a ir.
—¿Qué hiciste?
—Luego te cuento. Te espero allí, ¿me entiendes?
—Sí. Adiós.
—¿Me mandas un beso?
—¿Por teléfono? —habla muy cerca de la bocina, se alcanza a oír su respiración.
—Sí. Mándame un besito.
—No quiero. Ya cuelga.
—Si estás enojada cuelga tú primero, conejita.
—Adiós.
El clic y después el sonido de la línea ocupada. Menelao se baja de la cama.
—¿A dónde vas?
—Ya no tengo sueño… —dice. Enciende el bóiler y pasea por la sala envuelto en una cobija. Más tarde, lee frente a la grabadora, con la voz especial que usa para leer:
—Vulbo me cuenta que estuvieron en Sanborns de Lafragua hasta las tres de la mañana. Llegaron a las diez de la noche y en todo ese tiempo Fidel no se quitó sus lentes oscuros; Balmori no terminó de tomarse el jugo de frutas que pidió al llegar y Jacobo, por su parte, no cesó de mirar un vaso vacío. A veces lo hacía girar sujetándolo con la mano derecha del borde superior y después lo dejaba inmóvil: se ponía a tamborilear con los dedos sobre la mesa.
—Yo repasé los temas de costumbre —me dice Vulbo, por teléfono—. El pleito con Tricardio; el choque con el auto modelo 39; la aventura en el lupanar; Lupita Torres Diente; el gato muerto con la navaja de Mauricio clavada entre los ojos, ¿me entiendes?
—Sí; a esa hora yo estaba dormido —explico.
Ahora son las nueve de la mañana y Mauricio maneja con habilidad, por Insurgentes, el auto del padre de Fidel. Menelao lleva la cabeza fuera de la ventanilla.
Dan vuelta en la glorieta de Chilpancingo. Los libros que van en el asiento posterior se caen al piso.
—«¿Por qué no quieres ser mi novia?», le dije. «Vino mi papá y me pegó. Dijo que había deshonrado a la familia y que no me había dado a respetar. Me hubiera matado si no pierde el sentido de tan borracho que venía». «Te espero allí a eso de las doce», le dije. «Si no vas, es que no me quieres». ¿Qué te parece?
Ningún semáforo los detiene en la avenida Coyoacán. Llegan a Félix Cuevas, dan vuelta a la derecha, frente al Centro Urbano Presidente Alemán, y otra vez a la derecha, en Adolfo Prieto. Moderan la velocidad. Se detienen frente a unas casas, todas iguales.
Muchos niños juegan en la calle y pronto rodean el auto.
Mauricio toca la bocina varias veces.
—¿Van a ir a la escuela? —pregunta uno de los niños. Se sube a la salpicadera y después al cofre.
—¿Qué pasó? —dice Vulbo. Trae puestos los anteojos de Fidel y un peine en la mano—. ¡Bájate, Genio! O te acuso con tu mamá… —Apenas sube al coche, continúa peinándose—. ¿A dónde vamos?
—Hacia mi casa, ¿no? —dice Menelao—. Vamos a pasar por enfrente, a ver si está Gisela.
Mauricio arranca el auto sin dificultad.
—¡Hijos! —dice Vulbo—. Ayer estuve todo el día con Nácar.
—Fíjate que a mí me habló Gisela hoy en la mañana. Me dijo que le pegaron, que su papá descubrió nuestro business y no la deja ser mi novia. Voy a verla a las doce.
—Nácar es la personificación del sexo —dice Vulbo, ignorando el parlamento de Menelao—. Es una muchacha de piernas increíbles, y está viviendo conmigo en un estado hipnótico creado auténticamente con la mirada.
—¡No te la jales! —dice Mauricio.
—En serio. Basta citar este ejemplo: la mamá de Nácar, al vernos conversar, se acercó y me dijo: «Vulbo, ¿tú quieres a mi hija como amiga o para enamorarla?». «Para enamorarla», contesté. «¡Pero cómo! ¿No te dije que ya está comprometida? No puedo permitir que la veas en ese plan…». «Usted me preguntó una cosa y yo le contesté la verdad, señora». «Sí, pero mi hija quiere a su novio y, como ya te dije, se va a casar». «Su hija no se va a casar, señora», y volviéndome hacia Nácar: «¿Te vas a casar con él?». Ella negó con un movimiento de cabeza. «Pero ¿por qué quieres enamorar a mi hija habiendo tantas muchachas sin problemas?». «Porque me gusta y yo le gusto». Y hablándole a Nácar al oído: «Bésame». La miré fijamente a los ojos. Ni siquiera parpadeó, la hipnoticé, no había nada ni nadie fuera de nosotros, ella y yo. Ni mamá, ni paisaje. Nada, aparte de nuestro deseo y nuestros labios, frescos, nunca húmedos. Se acercó y me besó.
—¡Mira! Allí va Madhastra —dice Mauricio y señala, sin soltar el volante, a un taxi que va en el otro carril de la avenida.
—¡Apúrate! —se entusiasma Menelao—. A ver si podemos sacar algo, ahora que traemos el coche. ¡Ándale, güey!
Mauricio se dirige a Gabriel Mancera.
—La llave la tiene Jacobo —dice.
—No. La tengo yo. Quien sabe cuál llave me quitó.
—A lo mejor nos dijo una mentira.
—¡Y no te la pudiste coger! —irrumpe Mauricio, silabeando muy fuerte.
—No puedo platicarles todo. Ayer en la noche, por ejemplo, Nácar me llamó desde su ventana y me pidió que bajara. Sus padres dormían y estuvo conmigo en la puerta de su casa hasta las dos y media. Fue una sesión chingoncísima.
—¿Los anteojos te los prestó Fidel?
—Sí. Pero anoche no los traía puestos.
—¿Le agarraste el que te conté? —pregunta Menelao.
—No, pero es divina. Fíjate que un día salí a comprar jabón y una escoba y ella se quedó en la casa, porque estaba ayudándome a arreglar todo. Cuando regresé me dijo que se había acostado en mi cama y había sentido el calor y el olor de mi cuerpo y había estado abrazando mis almohadas. ¡Imagínense!
—Aquí párate, por favor.
—Cuídate. Más vale que te encomiendes al cura Melchor Izzo.
Menelao desciende y abre su casa con rapidez.
—No sé por qué —dice más tarde, cuando van rumbo a Chapultepec—, se me impuso en ese momento una imagen de teatro: varias bailarinas esperando el final de un número de fonomímica. Una viendo hacia las diablas, su cuello mórbido, su portabustos sin ocultar nada. Subí dieciséis escalones hasta el primer descanso y dieciocho hasta el siguiente. Crucé frente a la recámara de mi abuela (con la puerta entreabierta), frente a la de mis padres (con la puerta abierta), y llegué hasta mi cuarto (clausurado), al final del pasillo. Vi hacia las diablas, sólo para quedar deslumbrado, cerrar los ojos en el momento en que gritaron las coristas y saltaron a escena con estrépito. Probé en la cerradura varias llaves: no sirvieron. Di vueltas a la perilla sin poder abrir. Es curioso, ¿no? Pensaba todo ese tiempo en una italiana de piernas increíbles que vi actuar desde bambalinas.
—¡Menelao! —gritó mi abuelita—. ¡Melao! ¡Nelao!
Corrí hasta su cuarto y empujé la puerta que rechina. Faltaba luz. No habían levantado la persiana ni corrido las cortinas.
—¿Sabías que estaba aquí? ¿O de vez en cuando gritas de esa manera?
Ella me agarró las manos y me vio con ojos suplicantes.
—Menelao, Nelao, Menelao de mi vida —sollozó, sentada en su sillón. Olía muy mal.
—¿Por qué no abriste la ventana? —le pregunté.
—No me dejes sola. Cuando estabas aquí todo era distinto.
La misma perorata de siempre y yo de cabrón, pensando en otras cosas: nalgas por todas partes, senos por todas partes, bocas pintadas, muslos blancos detrás de las mallas de rombos delicados.
Traté de soltarme y le dije:
—Cálmate. Pueden llegar.
—No me dejes. No te vayas, por favor.
—No puedo estar aquí, entiende.
Las piernas y la cintura en movimiento de la italiana estuvieron cerca, muy cerca de mí, sobre todo cuando ella pasó enfrente, cuando el telón cayó y se oyeron los aplausos; volvió a pasar junto a mí. La vi caminar hacia el escenario y levantar, al inclinarse, sus blandas, redondas nalgas de mujer, y regresar: me aparté para que pasara, sudorosa, al frente de una estela de olores perfumados. Yo creo que fue la soledad, ¿no? Antes, cuando se iban mis padres, me asaltaban unos deseos locos de masturbarme.
Ella me detenía, lloriqueaba. Gritaba muy cerca de mi cara, arrojándome su aliento fétido, oloroso a comidas mal trituradas durante años y años. Oh, my Goodness! No me soltaba y con trabajos sobrehumanos logré zafar mi mano izquierda, que chocó contra la cabecera de la cama. Intenté desasir la otra mano y jalé con fuerza: ella no me soltaba, al contrario, aprovechó el impulso y se levantó del sillón. Un instante terrorífico, ¿no? Y yo me acordé de una voz de mujer: «¿Tú crees que la vida es disipación?». Se ponía las manos en la cintura y movía las caderas. Y de un hombre con un periódico bajo el brazo, iluminado por un reflector rojo, de modo que se veía completamente rojo, acercándose a nosotros, saliendo del área del reflector y agitando muchas veces el periódico frente a mí, mientras ella corría hacia los vestidores.
—No, no, no. ¡No me vayas a tirar! No, no, ten cuidado, por favor.
Caminábamos hacia la puerta, yo remolcándola. No podía soltarme, le torcía los dedos, creo que hasta la pateaba. No podía. Era algo irreal, lo sé, una escena profanatoria a plena luz del día, en una penumbra prefabricada. La voz decía: «¿Tú crees que la vida es disipación?». Yo la había invitado a cenar. No conseguí separarme de las manos arrugadas y viejas.
En el espejo del ropero se reflejaba parte del piso de la habitación: la bacinica bajo la cama, el cómodo, una caja de cartón amarrada con un cordel, un cuadro con la estampa de san Martín Caballero, roto en varios pedazos.
—Por favor, hijo. No me vayas a tirar. Espérate. No, no, no.
El sudor de sus manos hacía resbalar mi brazo. Me agarré de la puerta y comencé a jalar. ¡Huí por la escalera! Ella gritó, desesperada.
—¿Qué pasó? —los rostros asombrados de ustedes, en la calle.
—Quiere salirse conmigo —dije.
Y nuestras voces apresuradas: ¿Quién? Mi abuelita, quiere que me quede. ¿Qué hacemos? Cierra y vámonos, ¿no? Dejaste abierto. Está loca. Tú dices si la llevamos a dar una vuelta, ja, ja. No podemos hacer nada. No la amuelen. Quiere salirse contigo, ¿no? En serio, me desespera verla así. Vamos a llevarla a dar una vuelta y luego la traemos. No es posible, no ha salido a la calle durante años. Qué escándalo hace, ¿eh?
Una pareja se detuvo a mirar la casa.
—¡Abuelita! —grité. Estaba en el primer descanso de la escalera, una montaña de arrugas y trapos viejos, confusa de lágrimas y mocos—. ¿Cómo te bajaste?
Traté de levantarla. Subí, angustiado. Me vieron desde la calle, ¿no es cierto? La pareja se asomaba por la puerta y ustedes subieron y me ayudaron. ¿Qué raro, no? Aún en ese momento yo veía entre bambalinas la cintura y las piernas de la italiana que cantaba: dime cuándo tú vendrás, dime cuándo, cuándo, cuándo…
—Es una locura, señora, por favor.
—Calma.
No quería subir. ¡Qué friega! ¿No?
—Menelao de mi vida —se quejaba.
Llegamos hasta la calle a tropezones. Nosotros tratábamos de subirla, pero ella pesa mucho y nos condujo, nos obligó a bajarla. El policía de los laboratorios se unió a la pareja.
—Ya, ya —decía Mauricio.
Después, cerramos la puerta de la casa.
—Cálmese, señora.
Vi a la tía católica y la saludé sin obtener respuesta. Vieja sangrona. Se sumó al grupo de curiosos, junto con la señora González Ramírez. Mi abuela no dejaba de llorar y nos empujó hasta el coche y nos obligó a subirla. Alguien estaba tirado de risa.
—Tu vestido está roto —le dije.
—¿Qué quieres que haga, hijo? No tengo más.
—Sube esa pierna, ésa, no, primero ésa.
Y luego ya estábamos todos arriba. ¡Qué chinga! El policía pegó en la portezuela con su marro y se despidió inclinando un poco la cabeza. Mauricio encendió el motor y antes de arrancar aceleró varias veces. La pareja continuó su camino hacia el Sanatorio San José. La tía de Gisela se quedó allí, con su amiga.
—¿Qué dirá Madhastra? —pregunta Vulbo.
—A mí me da miedo tu papá —dice Mauricio.
—¡Bah! —dice la anciana—. ¿Para qué me querían allí?
Pronto ve los edificios con admiración, la ropa de la gente: explica que es su primera salida en muchos años, que en 1940 le dio una embolia cerebral. Solloza y escupe; reza; se queja de sus ojos que apenas ven, de las reumas, de sus dientes podridos y negros y de ese maldito dolor que no la deja ni de día ni de noche.
Menelao le acaricia la cabeza llena de canas y luego le da un pañuelo de papel.
—Yo te recuerdo siempre inválida —dice.
A las diez de la mañana recogen un boleto del embarcadero de Chapultepec. Han logrado bajar a la abuela hasta la orilla del muelle y el lanchero les señala una de las embarcaciones más grandes.
—De nada sirve que la ayudemos a caminar —dice Mauricio—, si se cae nos lleva. Pesa por lo menos ciento cincuenta kilos.
—¿Qué te pasa? No creo que tanto.
—Parece que el agua tiene como nata, ¿verdad?
—La canoa no va a poder con la viejita —dice el lanchero.
—Se los dije —lloriquea ella—, me agité demasiado y para nada. Llévenme a sentar, por favor.
—Suba el pie, señora —dice Vulbo—. Agarren bien la lancha, que no se aleje del muelle.
—¿Se hunde?
—Las lanchas de aquí no se hunden —asegura Menelao.
—¿Y si me hundo?
—No tema, señora. Lo que pasa es que no tiene confianza.
—Levante ese pie, más. Más.
—No puedo.
—¿No puede?
—Manténgalo allí, ¿ve?
La embarcación cede cuando la anciana logra poner un pie sobre ella. Se aleja bamboleando y Vulbo cae al agua, agitando los brazos. Se oye una carcajada.
—¡Carajo! —grita Vulbo. Menelao deja a su abuelita recargada en Mauricio y extiende un remo para que Vulbo se detenga y pueda regresar a la orilla.
—Es casi lodo —dice Vulbo, cuando toma el remo.
—Ave María Purísima —dice la anciana.
Vulbo escurre agua por todas partes. Palpa sus anteojos, se los quita y los revisa. Sacude la cabeza.
Menelao ayuda a su abuelita a retirarse de la orilla.
—Si me caigo no hay quien me saque —alega la anciana—. Dile que se quite la camisa, hijo.
—Que te quites la camisa.
—¿Y qué me pongo?
—Dile que nada, hijo, pero que si no lo hace le va a dar pulmonía. Más sabe el diablo por diablo que por diablo.
—Por viejo que por diablo —corrige Mauricio.
Terminan llevando a la anciana a un prado no muy lejos del lago. Extienden sobre el pasto la camisa de Vulbo y sus calcetines mojados.
—¿Quieres jugo de naranja o un pan?
—Lo que quieras, hijo. Son muy buenos conmigo.
—Pareces asustada. ¿De qué tienes miedo?
—De nada, hijo. Lo que quieran traerme y anden vayan a remar.
—¡Espérenme! Voy a dejar los zapatos —dice Vulbo.
Más tarde abordan la canoa.
—¿Qué? ¿No sabes remar, imbécil?
—Si no te gusta, rema tú —grita Menelao.
Tardan en salir del embarcadero. Los impulsa una lancha donde van tres mujeres. Silban, gritan, se arrojan agua con los remos.
—¿Es muy hondo aquí?
—Dragan a cada rato, pero no creo que sea muy hondo.
—Qué bueno que no se te cayeron los anteojos, ¿eh? ¿Qué le hubieras dicho a Fidel?
—No sé. A cada rato estoy a punto de romperlos.
—¡Alcánzalas, buey!
—Si no te gusta, rema tú.
—Para allá no.
—Vamos cerca de donde está mi abuelita.
Agitan las manos, saludándola.
—Es muy lejos.
Es posible verlos desde el puente: discuten; Vulbo sin camisa, Menelao con el suéter de estambre amarrado a la cintura y Mauricio sin dejar de fumar. En apariencia se dejan llevar por la corriente.
Menelao rema. A veces contempla sus brazos en tensión, los remos maltratados: ve desde el extremo que tocan sus manos apretadas, hasta el final, en forma de pala; cómo se sumergen en el agua, las ondas que hacen, la estela que producen hasta el momento de emerger. Gustoso, repite la operación varias veces y se quita el sudor de la frente.
—Qué raro estuvo lo de Tricardio, ¿no? —dice Mauricio.
—¡Hijos! —dice Vulbo—. Lo cuentas a cada rato.
—Es como de sueño, ¿no? —Mauricio gesticula—. Llegamos a donde estaba el vendedor de fruta parecidísimo a Thompson Pumarejo Oliveira. Alguien dijo: «Caray, cómo se parece ese tipo a Pumarejo Oliveira, ¿verdad?». Y Tricardio dijo: «No». Y, ante todos, el tipo dejó de parecerse en ese momento.
—Como que cambió de personalidad —agrega Vulbo—. «Es como de sueño, ¿no?» —remeda a Mauricio.
Cruzan un túnel que desemboca en otra parte del lago, una zona más grande, y Mauricio se incorpora para impulsar la canoa apoyándose en las vigas del techo… Menelao sube los remos. Vulbo separa la popa de los barandales metálicos que hacen un corredor bajo el puente. Guarda la distancia con el brazo, aparta la embarcación cuando babor o estribor van a chocar… Menelao se recarga en la proa.
—A las once y media nos vamos —dice—, para que me alcance el tiempo de llegar con Gisela, ¿eh?
—¿Quedaste de verla?
—Sí. Me habló en la mañana y me dijo que no quería ser mi novia. Su papá le pegó o algo así. Nos citamos en el Museo de Higiene. Estoy medio ciscado. ¡Qué fresco hace aquí adentro! ¿No?
—¿Y tu abuelita?
—La llevamos al centro. Recogemos a Gisela y luego vamos a dejarlas a la Colonia del Valle. Qué raro estuvo lo de la casa, ¿no? Acordarme de bailarinas en un momento así, y todo eso, ¿verdad?
—Sí. El pedo va a ser que tu papá ya esté en la casa.
—No quiero ni pensarlo.
El túnel vibra al paso de algún vehículo pesado que en ese momento cruza por arriba.
—¿Le contaste lo de Balmori? —le pregunta Vulbo a Mauricio.
—No. Fíjate Melenas que… Bueno, ya sabes que la mamá de Balmori no se acuesta hasta que llegan todos sus hijos, siempre los espera, ¿no? Y ayer anduvimos con Balmori hasta muy tarde.
—Me toca remar —dice Vulbo, cuando salen del túnel.
—¿Sabes remar?
—Sí.
—Vete remando a la chingada —grita Menelao—. Ja, ja.
—Fuimos a dejar a Balmori hasta su casa —sigue Mauricio—; estaba muy asustado y Vulbo entró con él. Los demás nos quedamos afuera.
—¿Cuáles demás? —Menelao se levanta haciendo equilibrio y cambia de lugar.
—Jacobo, Arnaldo y yo, luego te cuento. Bueno, ya adentro, Balmori se quitó el saco y se lo prestó a Vulbo, que se quitó los anteojos negros de Fidel. La mamá oyó la puerta y se puso a gritar: «¡Antonio! ¡Antonio!». Y Balmori dijo: «Ya voy, mamá»; pero fue Vulbo el que entró a la recámara, ves que son más o menos de la misma estatura. No había ninguna luz encendida. La señora se medio levantó y estaba dispuesta a comenzar su regaño, ja, ja, pero empezó a decir: «¿Quién es? ¿Qué hace usted? ¿Quién es? ¿Quién es usted?». Y creo que comenzó a gritar. Entonces Vulbo salió rapidísimo de la recámara y le dio el saco a Balmori, que entró. «¿No me reconoces, mamá?». Imagínate la cara de ella. El hermano llegó muy alarmado: «¿Qué te pasa, mamá?». «Nada, no me reconocía —dijo Balmori—, no sé qué le pasa…». Imagínate a la madre viendo el rostro del hijo, pensando cómo pudo ver otro rostro. Balmori allí: «¿Qué te pasa, mamá? ¿Qué te pasa?». Vulbo salió de la casa sin hacer ruido y nos alcanzó a media calle, botado de la risa.
—Vamos a volverla loca —interrumpe Vulbo.
Mauricio estornuda.
—¡Salud! —dice Vulbo, regocijado—. Piensa en la cara que puso cuando iba a regañarme y vio que no era su hijo…
—Rema hacia allá, no te hagas pendejo.
—No te alejes mucho —dice Menelao—, a las doce tengo que estar en el Museo de Higiene. Ya les dije, ¿no? —se recuesta en lo que puede ser, o de hecho es, la proa, y deja colgar los brazos en los lados de la embarcación, metiendo los dedos en el agua.
—¡Qué cabrón! —dice Mauricio—. Citar allí a tu novia —enciende un cigarro.
—Antes no me dejaban entrar a la sección de enfermedades venéreas… Ahora sí. Me iba al timón donde sabes cuántos años te quedan de vida, o al tablero donde, apretando botones, adivinas cuál muñeco tiene tuberculosis. Nada más se enciende un foquito, no hay premios ni nada.
—¿Qué hay en la sección de enfermedades vernéreas?
—Venéreas —rectifica Mauricio.
—Al entrar está una vieja horrible que te pide tu credencial para ver tu edad, luego hay puras fotos iluminadas. Primero ves el desarrollo del embarazo en diferentes animales, y luego en una mujer; cómo está el feto a los cuatro meses, y a los siete meses y así, ¿no? Luego hay fotografías de las etapas que sufren diversas enfermedades: miembros, úteros purulentos, caras gangrenadas, anos y así. Hay un plano donde se ve a un tipo casado ir con una prostituta; luego va con su esposa y la contagia. También hay una balanza y dice lo que debe pesar el niño según su edad y la ropa que debe usar. Es muy interesante, sobre todo si vas con tu novia.
—¡Qué maldito eres!
—Hay que venir a remar todos los días. —Mauricio impulsa la canoa con un pujido.
—Yo prefiero nadar.
—Yo ligar chamacas.
—Ya nadaste. Ja, ja.
—¿Y si te hubieras caído al agua, en mi lugar?
—Me ahogaba —dice Menelao, convencido.
—¿En serio no sabes nadar?
—No.
—Vamos a tirarlo —dice Mauricio, suelta los remos y se levanta tambaleando.
—¡No! En serio. ¡No!
—Se prohíbe el paso a la isla —lee Vulbo—. Miren.
—¿Qué les parece si exploramos? —dice Mauricio, vuelve a sentarse y arroja la colilla del cigarro contra un cisne.
—A lo mejor nos encontramos a alguien cogiendo.
—Nos pueden multar.
—¡Qué brutal debe ser encontrar una isla como ésa, después de muchos días en alta mar! —dice Vulbo.
—Sí —dice Menelao, en tono de burla. Y dirigiéndose a Mauricio—: Déjame remar otra vez, ¿no?
Cuando regresan al prado donde reposa la abuelita, la ropa ya está seca.
—Voy por el importe —dice Menelao. Recoge el vaso del jugo de naranja y se va.
—¿La despertamos?
—No. Déjala así.
Vulbo se pone los calcetines de una manera complicada: jala del resorte hasta que el calcetín, primero envuelto, termina desenvolviéndose y cubre un veinte por ciento de la pierna.
—Está muy pálida —dice Mauricio.
—¿Quién?
—Ella.
—Hay que llamar a Menelao.
—¿Te atreves?
—No. —Vulbo sacude su camisa antes de ponérsela—. Vamos a dejar que él solo se dé cuenta.
—¿Qué pasa? —Menelao trae una rama de árbol en la mano.
—Ahorita venimos. Despierta a tu abuelita para irnos, ¿no? Regresamos en un momento…
De una sola ojeada, Menelao testimonia: la anciana es un cuerpo gigantesco lleno de arrugas y cerrados los ojos llenos de arrugas y abiertos los dedos de las manos y el pasto brotando entre ellos y las manos parecen cáscaras de papa y el cuello de guajolote y el vestido alzado hasta las rodillas las medias de lana sucias deshilachadas en varias partes de las zapatillas de paño y las piernas rígidas entreabiertas con el vestido alzado y el pasto circunvalándolas brotando entre ellas y la cabeza desmayada ladeada sobre el hombro los ojos cerrados llenos de arrugas el cuerpo sobre el pasto y una de las manos sobre el pasto dejando brotar el pasto entre los dedos.
Mauricio quiere avisar a la policía. Menelao, al principio, hablar con su padre; rompe la vara en varios pedazos.
El aroma que llega del lago los atonta.
—¿Quién iba a saber en ese momento lo que nos esperaba? —pregunta Vulbo, más tarde, en una exhibición de gimnasia de aparatos, en la Ciudad Universitaria.