O Menelao frente a la grabadora:
A las doce del día estoy en varias partes al mismo tiempo. Una es Chapultepec; otra, el cuarto de baño del departamento en Artículo 123; otra, la calle Donceles: observo las caras de mujer en actitud de horror, esculpidas en las puertas de madera del Museo de Higiene.
Gisela llega tarde, con los ojos y la boca pintados. Hay una breve discusión. Me molesta que se pinte y la regaño. Dice que sus tías no la dejan andar conmigo, que le he faltado al respeto y quien sabe qué más.
De mala gana entramos al lobby del museo. Resulta que no se exhibe nada. Ya no hay museo. Alguien nos dice que lo cerraron hace mucho, que pasemos, que en su lugar abrieron ese taller: abarca con las manos el salón lleno de restiradores y libreros.
Bostezo frente al espejo del lavabo, con la rasuradora eléctrica zumbándome en las manos, cerca de la cara. Pienso que voy con Gisela por el Correo Central, yo en silencio y ella diciéndome que no es mi novia y que no puede verme nunca más.
También se queja porque no me encontró en su casa el lunes por la tarde, al volver de la escuela. Le explico que sus tías discutían y me salí; lo de Tricardio, el nuevo pleito, que afortunadamente llegaron los muchachos. Pero no me hace caso y sigue gruñendo, provocativa.
Estamos frente al Palacio de Bellas Artes y vemos con asombro a las mujeres esculpidas en mármol blanco, los enormes senos descubiertos, las túnicas duras que las cubren. Descubrimos varias cabezas de perro, destruidas, en el dintel de una puerta muy alta.
—Como están no parecen de perro —le digo a Gisela—. Tú pareces más, porque mueves la cola.
Se ofende. Le digo que es perrito y dice que no.
A veces no hablo. Ella tampoco.
Mueve las caderas al caminar.
Cerca del departamento la sorprendo y lamo su nariz. Le digo que es un perro porque los perros tienen mojada la nariz. Se molesta, pero sonríe. Prefiere que la llame conejita. Y le digo que es perro porque tiene la lengua mojada igual que los perros.
—No es cierto —dice.
—¿No es cierto qué?
—No soy perro ni tengo una lengua mojada. Para que aprendas, tengo dos y los perros no tienen dos.
—A ver…
—Una —dice, y saca la lengua y la mete rápidamente—, y dos —dice, y vuelve a sacar la lengua y a meterla.
Reímos. La tomo de la mano cuando llegamos al edificio.
—En serio, no quiero que te pintes —le digo. Vamos subiendo la escalera—. Se te pega el polvo y luego tu boca sabe horrible y no me gusta que sepa así.
—¿Qué te pasa? Todas las mujeres se pintan.
Entramos al departamento.
—¡No me digas perrito!
Ni me doy cuenta si le digo perrito. La llevo a la recámara contra su voluntad (parece), y una vez allí trato de besarla. Le jalo los cabellos para obligarla a ofrecer la boca, de pie, junto a la cama en desorden. Me rasguña, clava sus uñas en mi cuello y desgarra. Le suelto la cabeza, le doy un manotazo en la cara. ¡Paf! La mejilla golpeada comienza a sonrojarse.
¿Y si el cuadro no fuera la recámara, el espejo pintarrajeado, las cortinas llenas de polvo que cubren la ventana? ¿Si en lugar de aquí estuviéramos en un jardín botánico? ¿Si colgara suspendido justamente sobre nuestras cabezas un móvil de Calper o Calder (un gordo), meciéndose con suavidad, girando? O los dos en el cuarto de un hotel azotado por el huracán: Gisela y yo moviéndonos vertiginosos en la copia de una película muda. Trato de besarla. Ella está apoyada en una pared de escenografía. Los muebles caen al suelo, las contraventanas se arquean. Me acerco y me rasguña. Le jalo los cabellos, le pego en la cara. Un supuesto ¡paf! (La acción se interrumpe: aparece en la pantalla un letrero en caracteres itálicos: My darling. Vuelve la acción). El viento circula por el cuarto que se deshace. Vuelan hojas de papel confundidas con las carpetas bordadas que adornaban los muebles. Acerco mi boca a la suya. Muerdo-sus-labios-con-delicada-lujuria. Etcétera.
Nos besamos. También caemos sobre la cama en desorden y me besa la cara por todas partes. Restregamos nuestras mejillas, la beso y lamo su boca por adentro, me absorbe.
Tocan en la puerta. Nos quedamos quietos por un momento.
Vuelven a tocar. Me aparto delicadamente de ella.
—¿Qué pasa? —pregunta.
—Nada. No tardo —murmuro, incorporándome.
—¿Puedo hablar por teléfono? Mientras…
—Sí. Voy a ver quién es.
Camino hasta la puerta y trato de ver por el ojo de la cerradura. Tocan otra vez y me asusto. He saltado hacia atrás.
—¡Abran! —dice una voz.
Regreso a la recámara. Gisela habla por teléfono con alguno de sus estúpidos amigos.
—¿Quién era? —dice.
—No sé.
Accidentalmente veo mi cara en el espejo que dice EUropA. Tengo por todas partes bocas y rayas de ojos. ¡Me imagino la cara que hubiera hecho el tipo que toca si abro con la camisa así y la cara así!
—Suéltame —pide Gisela—. No, a ti no —le dice a la bocina del teléfono—, le digo a otra persona.
Es a mí, que le acariciaba las piernas.
Voy al baño y me despinto. Cuando regreso, ella camina hacia mí.
—¿Quién era? —dice, por un lado de la boca.
—No sé.
Trato de besarla pero tiene un alfiler sujeto entre los dientes.
—¡No seas idiota! —regaño—. Te lo puedes tragar.
—No me digas —habla sin soltarlo—. A ver… Bésame ahora.
—En serio. Es muy peligroso.
—¿A que no me puedes besar?
Trato de hacerlo y me rasguña el labio superior. Le aprieto las narices, le deshago el peinado.
—Puedes hacer que me lo trague —dice, en un estertor.
Sonrío. No hablo hasta que la sonrisa ocupa un ocho por ciento de mi cara. O hablo mucho tiempo sin advertirlo, hasta que me interrumpe.
—Es natural —dice—. Vulbo siempre actúa así.
Hablo otra vez. Con palabras la distraigo y quiero llegar hasta su boca, quitarle el alfiler y besarla.
—Soñé que Vulbo me acompañaba a pasar por ti —le digo.
—¿Cuándo?
—Hoy, después de que me hablaste. Íbamos en el coche del padre de Fidel y cuando llegamos ya estabas lista.
—¿Mis tías me habían dado permiso de salir?
—Sí. Doña Mochatea hasta dinero. Mi abuelita había bajado los dos pisos de mi casa y abrió la puerta cuando salimos de la vecindad. Vulbo y yo corrimos hacia ella.
—¡Ay, sí!
—En serio. Tratamos de meterla en la casa, de subirla a su cuarto, pero pesaba tanto que resultó imposible. Nos obligó a ir hacia el coche. Tú abriste la portezuela. Total: nos forzó a subirla, lo hicimos y ya íbamos los cuatro rumbo a Chapultepec.
—¿Cuándo?
—Una tarde —le digo. Veo su boca. Ya no tengo ganas de besarla—. Hay mucha gente en el bosque. Los que vamos hada la fuente de las ranas lo hacemos a unos cuantos kilómetros por hora, nueve o diez, pero de hecho estamos detenidos desde hace varios minutos. El otro carril de la avenida está completamente vacío. De pronto, por allí pasan autos; sus ocupantes ven con atención los coches de nuestra hilera.
—Andan ligando —dice Gisela, y ríe.
—Bueno, tú conoces bien Chapultepec.
—¿Y luego?
—Tú y yo discutimos: porque una de tus tías te prohíbe salir conmigo y pretende encerrarte todo el día en el cuarto de baño de Natasha; porque el viernes fuiste a una fiesta; porque te bañabas y abriste la ventana, y Tricardio te vio desnuda.
—¿Tu abuelita qué hace? —Gisela intenta desviar la conversación.
—No se mete, pero en el fondo no quiere que discutamos. Tú estás enfurecida. Llega un momento en que pierdes la paciencia, bajas del coche y te alejas corriendo hacia la fuente de las ranas. Grito. Mi abuelita me impide bajar y trata de seguirte. Sale agarrándose de los coches, le cuesta trabajo caminar. Vulbo baja también. No puedo dejar el coche solo. Me siento al volante, como si supiera manejar.
—Cómo eres…
—¿Por qué? Estoy en el coche y no veo a ninguno de los tres. Pero sé, o adivino, que tú pasas entre dos coches y mi abuelita te persigue. Vulbo, a su vez, la persigue a ella. Los altoparlantes de la Casa del Lago transmiten música clásica. Mi abuelita llega hasta los dos coches, pasa entre ellos apoyándose en las defensas, un poco en la cajuela del de adelante, que avanza. Ella pierde el equilibrio, cae y se rompe la cabeza en el pavimento.
Gisela grita.
—Varios conductores dejan sus autos y rodean el cuerpo. —Hablo cada vez más aprisa—. Nadie llora. Sólo se oye el rumor de las hojas de los árboles al moverlas el viento, y por un instante, los ruidos que hacen las portezuelas al abrirse y cerrarse en lugares distintos, sin ritmo. Se acerca un agente de tránsito. Avanza con dificultad entre la rala lluvia de hojas secas, provocada por las corrientes de aire. Alguien recomienda que no se alejen del cadáver; quiere salir en las fotografías que publicarán los periódicos.
—Eso es de una película —dice Gisela.
—Tú corres desesperada por el bosque. No sabes lo que sucedió y te anima el olor, el color, la frescura del follaje, del viento, de los árboles, de las crujientes hojas pisoteadas, el cielo gris, el ruido y el silencio del bosque. Vulbo se detiene a unos pasos del accidente. Alza la vista y ve un taxi desocupado que se acerca por el otro lado de la avenida. Lo detiene con una señal y corre a alcanzarlo. «A la Colonia del Valle», pide, cuando sube y el chofer baja la bandera del taxímetro. «A Félix Cuevas esquina con Adolfo Prieto». «¿Qué pasó allí?», pregunta el chofer. «Quien sabe», dice Vulbo.
—¿Y tú?
—Estoy sentado al volante del Buick 39 y no sé manejar. Imagínate. Oigo el rumor de las voces por encima de la música eyaculada por las bocinas de la Casa del Lago. Pienso en ti con rencor. Algunos autos comienzan a desbaratar la hilera. Tocan la bocina. Tengo que avanzar para que avancen los demás. Veo el resplandor de un relámpago y segundos después oigo el ruido. Busco a Vulbo, a ti, a mi abuelita. No puedo dejar el coche abandonado y no los veo. Comienza a llover.
—Vulgo siempre actúa así —dice Gisela, e inicia una historia que prueba su afirmación. Habla con los dientes apretados y acerca su rostro al mío, provocándome, pero no logra hacerlo.
—Entonces desperté —digo—. Iban a lincharme.
—A ti ¿por qué?
—No sé. Estás muy despeinada.
—Sí —dice—. Tengo que irme. Nada más me peino y nos vamos.
Se quita el alfiler de la boca y lo deja en el tocador.
—Apúrate —digo. Me levanto de la cama. Voy a la sala mientras ella se encierra en el baño.
Se oyen voces junto a la puerta.
Me acerco y trato de oír por la cerradura. Al principio no entiendo.
—Comprenda, tengo que esperarlos. Si están adentro, como dice el señor, le juro que los mato.
—Creo que vi entrar al muchacho. Uno alto. Es todo lo que digo.
No logro entender una de las voces.
—Y si no, por lo menos tiene que llegar el Melachupas ése. Tiene que aclararme muchas cosas. Ya veremos si no…
Gisela dice:
—¿Qué haces? ¿Por qué no pones un disco? ¿Qué es lo que pasa?
Camino de puntas hasta el cuarto de baño y le pido que calle.
—Todavía no se va el cobrador. Tenemos que esperar…
Después regreso a la puerta.
—No me muevo de aquí —dice una de las voces.
—Le apuesto que el muchacho está adentro. Lo que quiera.
—Cálmese —dice otra voz. Parece la de Vulbo—. Los invito al café de chinos. A usted también.
—No, yo no puedo, joven. Vayan ustedes.
—¿Qué pasa? —pregunta Gisela.
Me sobresalto. No esperaba oír nada de este lado de la puerta.
—¡Cállate! —le digo con un dedo sobre los labios.
Caminamos hasta el comedor. Murmura:
—¿Por qué no pones la grabadora cerca de la puerta y después oímos lo que dicen?
Acepto la idea y llevamos el aparato hasta la cocina. Dejamos el micrófono con toda su intensidad de registro, graduamos la luz verde que controla graves y agudos y nos es imposible contener una risita cuando comienza a girar la cinta. Vamos aprisa a la recámara, para poder reírnos libremente.
—¿Y si no se van pronto?
—Cuando pusimos la grabadora ya se iban —le digo.
Ella ordena sobre la cama varios estuches de preservativos.
—¿Qué son? —pregunta—. ¿Jugamos? —me explica algo que no entiendo. Una especie de Damas, pero con ocho piezas y una sola casilla ilimitada, que esta vez es la cama.
Arrojamos las cobijas al suelo: se levanta una nube de polvo. Toso. Gisela ya no está. Muevo los brazos, camino por todo el cuarto. Están los preservativos sobre la cama, pero ella no.
La encuentro en la sala: escucha detrás de la puerta.
—Se han ido —dice en voz alta, y desconecta la grabadora.
—¿Cómo sabes?
—Los oí caminar por el pasillo rumbo al elevador. Uno era Vulbo y estaba mi papá.
—Sí. Vamos a oír lo que se grabó.
—Tengo miedo, ya es muy tarde para mí.
—No podemos salir. Pueden estar abajo. —Tengo la grabadora apoyada sobre la estufa.
—Como quieras… —comenta ella.
—Por favor levanta el micrófono.
—Sí. ¿Vamos a la recámara?
—Sí.
Rápidamente arreglamos todo y cuando la cinta comienza a correr y se oyen voces, pregunto:
—¿Quién es? —refiriéndome a uno que pregunta.
—¡Vulbo! —dice Gisela y aplaude—. El otro es mi papá y el otro no sé.
Vulbo intenta distraer al padre de Gisela con historias, como yo hago con ella, y luego interrogándolo. Después insiste en que bajen al café de chinos.
—El otro es el tipo que maneja el ascensor, ¿no?
—¿Quién?
—La voz que no quiere ir al café de chinos.
—Creo que sí —digo.
Ella escribe con un bolígrafo sobre una hoja impresa.
—De veras no puedo ir, patroncitos —dice la voz en la grabadora y se aleja, confundida con el ruido de tres pares de pasos; creemos oírlos. Destacan las pisadas del papá de Gisela, que usa botas con punteras de acero. Hacen eco cuando van por la mitad del pasillo. Hay un ruido imposible de identificar y la voz de Gisela, grabada y deformada por lo alto del volumen—. Se han ido —dice.
Le pregunto:
—¿Qué escribes? —apago la grabadora y tomo la hoja de papel que me ofrece. Es una forma de carta poder, llenada con letra manuscrita.
Por la ídem otorgo al Sr. J. K. Menelao poder amplio cumplido y bastante para que a mi nombre y representación arregle durante mi ausencia todos los asuntos relacionados con el disgusto de mi padre provocado por chismes de los Srs. Arnaldo y Balmori. También todos los asuntos de mis tías. Dejo a la completa responsabilidad del Sr. J. K. Menelao todo asunto o negocio que exista o surja con relación a dichos regaños y asimismo para que conteste las demandas y reconvenciones que se entablen en mi contra, oponga excepciones dilatorias y perentorias, rinda toda clase de pruebas, reconozca firmas y documentos, redarguya de falsos a los que se presenten por la contraria, presente testigos, vea protestar a los de la contraria y los repregunte y tache, articule y absuelva posiciones.
Sonrío. Ella espera mi sonrisa.
—Bueno, conejita —le digo—, voy a salir. Si afuera no hay nadie te hablo por teléfono. Si no hablo en un tiempo prudencial te vas. Tus tías te creen casi todo. Dices que te invitó una amiga a comer o que se te perdió el dinero de los pasajes. Nos vemos en la escuela de inglés. Yo voy allí pase lo que pase. Me esperas.
—Sí.
—Entonces, si no te hablo pronto, te vas.
—No puedo esperarte mucho. Ya es muy tarde.
—¿Qué propones? —me arreglo la camisa—. ¿Qué quieres hacer?
—Nada. Lo que tú quieras.
Tomo su carita con las manos y la beso en la boca. La abrazo. Inesperadamente paso la mano entre sus piernas y la beso y, al mismo tiempo, acaricio uno de sus senos rígidos por el portabustos, duro y suave a un tiempo, y la muerdo y paso la mano por su vientre, arriba del vestido y la abrazo.
—Ya —dice. Jadea un poco.
Para que haya pecado es necesario que concurran en él tres circunstancias, a saber: advertencia, consentimiento y libertad. Y en efecto, para que haya pecado es necesario que el entendimiento advierta y entienda el pensamiento la obra o palabra pecaminosa: de aquí la necesidad de la advertencia. Es necesario también que la voluntad ame y consienta la acción: de aquí el consentimiento. Finalmente es necesario que el alma tenga el libre ejercicio de sus facultades para que una acción pueda ser imputada pecado.
—Me voy. No le abras a nadie —digo. Sacudo la cabeza. Un loco, un niño, un durmiente, mientras no gocen del uso expedito de sus sentidos y facultades morales, carecen de libertad. Debe, sin embargo, advertirse que cuando se ha perdido voluntariamente esa libertad por causa de algún exceso, verbigracia, la embriaguez, se debe manifestar así al confesor para que juzgue.
Caminamos hasta la puerta de salida.
—Si suena el teléfono levantas la bocina sin hablar hasta que oigas «conejita» tres veces. Entonces contestas.
—Como quieras —dice.
Quito los seguros de la puerta y abro. El penitente debe manifestar. Gisela ofrece sus labios y la desprecio. Estoy en el pasillo desierto. El penitente debe manifestar además al confesor sus inclinaciones, buenas o malas, sus costumbres viciosas y las dudas espirituales que turben su alma, pidiendo su parecer y medios de dirección.
No hay nadie en la escalera, y en la calle no alcanzo a distinguir al padre de Gisela, ni a Vulbo. A cada momento creo ver a la tía Mochatea. Oigo claramente su voz plañidera.
Cruzo a la acera de enfrente. Casi me atropella un tranvía.
Gano la banqueta y veo al padre de Gisela en el café de chinos, su mirada llena de odio. Hay mucha gente en la calle, es como para ponerse neurótico. El cuerpo completo del padre de Gisela que empuja la mesa. Corro hacia San Juan de Letrán; parece que gano mucha distancia, entre nubes de polvo pisoteado y de cuenta-anécdotas. Llego hasta la tortería de mi madre, en Gante. La señora Torres Diente está detrás del mostrador.
—¿Qué milagro? ¿A qué se debe, jovencito? ¿Por dónde salió el sol?
—¿Cómo está usted? —respondo, muy agitado—. ¿Puedo subir al baño?
Me mira con atención, muy asustada.
—¿Qué tienes? ¿Te pasa algo?
—No. ¿Puedo subir?
—Sube. Arriba está Lupita. ¿Y tu mamá?
—En Cuernavaca. Parece que bien. No me tardo.
Arriba hay una terraza enorme cubierta por un techo de vidrios. Por un lado está rodeada de oficinas. También hay una fuente de piedra con una cabeza de león que debería arrojar agua por las fauces deshechas. Al fondo, un pasillo que desemboca en la bodega de una tienda y el departamento que era de mi madre. Me tiro sobre la cama. Oigo ruido de agua en el baño. Me preocupa no haberle dicho nada a la señora. Si preguntan por mí, como no sabe, dirá que estoy arriba y el padre de Gisela me matará. Otra vez hay ruido en el baño. Voy, abro, y encuentro a Lupita lavándose los dientes.
—¿Por qué abres sin tocar antes? —dice, con la boca llena de espuma.
Cierro la puerta. El león de la fuente de piedra tiene la nariz rota.
—¿Qué haces aquí? —pregunta Lupita. Viene arreglándose la falda.
—Nada. Vine a visitarlas.
—Estás muy pálido.
—Así soy.
—¿Te pasa algo?
—No. Nada.
Me recargo en la fuente, con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Aquí vivías cuando eras chico, ¿verdad?
—Sí. Aquí vivía cuando era chico.
—¿Naciste aquí?
—No. Allá, en la recámara.
—Ja, ja. No seas payaso. ¿Todo estaba igual?
—No.
—Me refiero al lugar, las oficinas, el techo de vidrio…
—Nunca estuvo tan sucio.
—¿Lo limpiabas tú?
Oigo pasos y me vuelvo hacia la escalera.
—Te buscan allí abajo —dice la señora Torres Diente, limpiándose las manos en el delantal lleno de grasa.
—¿Qué hiciste? —me pregunta Lupita—. Estás muy nervioso.
—¡Nada! —grito—. Nos vemos. Chao.
Camino hasta la escalera que lleva a la tortería seguido por la señora. Confesar las calumnias, las maldiciones dichas, oídas y no impedidas, las relaciones infamatorias, sean verdaderas o falsas: es necesario decir por qué motivos se han hecho, delante de cuántas personas, si son de consecuencias y perjudiciales; las mofas y menosprecios, los malos consejos, lisonjas y aplausos para las cosas malas, los falsos testimonios, declaración del secreto de las faltas de otros, las contumelias, represiones, palabras injuriosas, declaraciones, acciones, maldiciones. Me acaricio la cabeza, aplasto mis cabellos hacia adelante. Juicios temerarios, envidia, aborrecimiento, negligencia en restituir, en reparar las maledicencias, en reconciliarse.
—¿Es Vulbo? —pregunto.
La señora baja detrás de mí y no responde.