El domingo oí por tercera vez la cinta donde narro el último encuentro con mi padre; quiero decir: la visita que hice a su fábrica. Llevaba el diario de Gisela y el mío. Los leía comparándolos en un despacho mientras mi padre (un rostro y un cuerpo desmesurados, unas manos sucias de nicotina), enfrentado a su jefe (como a un espejo cóncavo), ordenaba unas facturas. La cinta dice que yo leía.

Y en el diario se lee:

Primeras horas de la mañana en compañía de gisela; estar, simplemente estar conversando en el parque, entre los árboles, junto al pasto recién nacido; estar como están los rostros que no sabemos ni podemos reconocer, una serpiente muerta por un pisotón, dibujos en la arena; no estar allí sino en otra parte, descubriendo con dibujos sobre el suelo de tierra el contorno, el tamaño y la forma de nuestros órganos; reconstruir, dibujar las partes secretas de nuestros cuerpos viendo las caras afuera de nosotros, pasando cerca de nosotros teñidas de ceniza de miércoles de ceniza, barnizadas de porcelana; caras color café con leche con una protuberancia de bolillo en vez de nariz, corcholatas de pepsicola como ojos; nuestras manos deteniendo una vara que sirve para dibujar en la arena.

—¿Qué lees? —dice mi padre.

—Nada. Unos apuntes…

—No desesperes, a las nueve nos vamos.

—Sí.

El jefe me ve como a un intruso. Yo vuelvo la vista a los cuadernos. Comparo los hechos de ese día con la inscripción de Gisela en su diario. Mientras yo hice una excelente prosa de nuestra estancia en el parque, ella se limitó a narrar el regreso a la casa, después del parque, y un pequeño incidente. Es una de sus últimas anotaciones.

El pasto era tan verde como los uniformes de los músicos de la Defensa Nacional que tocaban en sus instrumentos una marcha cualquiera nos levantamos y nos sacudimos el polvo

Ella escribe sin puntuación.

Caminamos y él pateó una lata de basura hasta bien cerca de la casa donde mi tía eválida dormía mientras mi tía mochatea estaba por llegar y la sirvienta se bañaba

M dice que no hay nada mejor ni más hermoso que una mujer desnuda y yo iba sólo a peinarme pero me desvestí para ver en el espejo qué tenía de hermoso y no me encontré nada pero nada de hermoso Después bajé por la escalera con una bata pero descalza a disculparme porque había tardado mucho (demasiado) pero en la sala no estaba él no había nadie en la sala Y entonces él llegó corriendo nervioso mientras la sirvienta natasha reía bajo la regadera tratando de ahogar su risa con algún trapo él traía las manos y la cara y la camisa mojados Se agachó como hindú Me dio un beso en la punta de los pies

—Ya vámonos —dice mi padre, golpeándome con la mano abierta sobre la rodilla. Cierro el cuaderno de Gisela. Mi padre le enseña un papel amarillo al patrón.

—¿Nada más tres cobros? —pregunta el tipo con la cara más odiosa del mundo—. No —dice. Y después de una pausa—: Mire, por favor haga los del agente que faltó, de pasada, ya que va a andar por toda la ciudad.

—Está bien.

Me levanto del asiento.

—Con su permiso —digo, muy atentamente, y extiendo la mano sobre el escritorio del patrón que no me ve o disimula; retiro el brazo y salgo detrás de mi padre.

—¿Cómo has estado? —bisbisea. Se pone el saco.

—Más o menos bien.

Un obrero abre las puertas de la fábrica. Mi padre sube al automóvil antes que yo y me abre la portezuela.

—¿Y Gisela?

—¿Qué?

—¿No se han enojado todavía? —parece que le gustaría una respuesta afirmativa, su pregunta tiene esa intención, pero respondo:

—No.

Dejamos atrás una nube de polvo y enfilamos por la avenida Río Churubusco. Mi padre explica qué cosas había en los lugares que atravesamos, cómo era todo antes de que se levantara allí el parque deportivo, aquí la fábrica de muebles.

Condensé nuestra conversación. El coche corría por una calle que cambiaba muchas veces de nombre.

a) Él salió un día de excursión y yo tuve un disgusto con Madhastra: quiso pegarme, lo intentó. Salí de la casa dando un portazo. Por la noche mi padre conoció una versión tergiversada, pero no se inquietó: yo no tenía a donde ir. Olvidaba a mi madre, que vivía sola en un departamento.

b) Madhastra siempre se las arregla para meterse en mis asuntos. Aun hoy, que no vivo en la casa, hace chismes y trata de perjudicarme con la familia de Gisela. Leía mi diario y tenía el descaro de subrayar las partes que le parecían interesantes. Revisaba mis bolsas todas las noches y no se perdía una sola de mis llamadas telefónicas.

—Para evitar eso quité el teléfono —dice mi padre—. Desde entonces estamos sin teléfono. Te consta.

c) Una noche, después de una discusión, amontoné mi ropa y otras cosas en la orilla de mi cama. Hice ver a mi padre que lo menos que podía hacer era llevarme en auto hasta el departamento de Artículo 123, porque llovía. Estábamos enojadísimos. Él bajó al garaje a discutir con Madhastra. Subió y dijo que no podía llevarme, que lo sentía mucho. «Ella te domina», le dije y traté de cargar todo, pero no pude. Abandoné la ropa. Mi abuelita lloraba. Madhastra subió el volumen de la televisión. Cuando salí, mi padre me siguió, ofreciéndome cinco pesos para que tomara un taxi. No los recibí, los rechacé del modo más grosero posible. Él se quedó en medio de la calle, desalentado. Tuve que descansar a cada rato: los paquetes eran incomodísimos y sólo llevaba dinero para un camión. Me caí cerca de la avenida Coyoacán. Había llovido y muchos libros se mojaron y algunos discos quedaron inservibles.

d) Mi madre me contaba cosas terribles de Madhastra. Hizo que ella y papá se divorciaran. Una tarde me enseñó un retrato de Madhastra dividido en tres partes, lleno de inscripciones y alfileres. Lo cortó alrededor con un cortaúñas y dijo un exorcismo. Descubrí que en lo íntimo quiero a Madhastra y derramé algunas lágrimas por ella.

Mi padre se aprovechó de la situación.

—Ella te quiere mucho, también llora por ti —murmuró—. ¿Por qué no vuelves a la casa?

Íbamos por Matías Romero, en Narvarte, y nos detuvimos una cuadra después de Tenayuca, en el asterisco que forman al cruzarse las avenidas Cuauhtémoc, Universidad y División del Norte.

—Mi madre ya no vive conmigo —expliqué—. Un día encontré un recado: se iba a Cuernavaca, huyendo de sus acreedores. Puedo ocupar su departamento hasta que regrese, a menos que el dueño desaloje el lugar. Entonces tendré que dejar los muebles en pago de rentas atrasadas.

Sin contestarme, mi padre bajó del coche y regresó después. Le dije:

—Lo peor es, de verdad no lo entiendo, cómo puedes ser amable conmigo, fuera de la casa, y tan grosero dentro. Cuando voy pones mala cara. Actúas para Madhastra, reconócelo. Has prometido hablarme por teléfono y siempre se te olvida, nunca te acuerdas. Una sola llamada en cuatro meses. ¿Te parece bien? No sé si un padre deba portarse así/

—Tengo que hacer un cobro allí en Carmona y Valle —dijo, interrumpiendo el reproche—. ¿Tienes hambre? Allí hay un restaurante, de pasada almorzamos.

Íbamos por la avenida Cuauhtémoc. Mi padre manejaba con dificultad. A veces se pasaba las manos por la cabeza calva. Me reprochaba. Le molesta que viva solo.

—¿Cómo saber si un día te pasa algo?

Verdaderamente recorrimos la ciudad.

Ahora trato de seguir con un lápiz rojo, sobre un plano del Distrito Federal, la ruta seguida por mi padre. Estábamos en Jamaica, después atravesamos Santa Anita, Los Reyes, Hermosillo, San Francisco. En la esquina de San Simón con la avenida México-Tulyehualco mi padre dijo:

—Tienes un deber adquirido. Te hablo de moral. Madhastra te cuidó, cuando eras chico, en tus enfermedades y te dio de comer y te compró cosas. No tienes derecho a ser así, a corresponder en esa forma. Debes respetarla.

—¡No le hice nada! —protesté. Y dije dos o tres cosas sobre lo mismo.

Ahora llevo el lápiz por San Nicolás y sigo por el Bulevard del Puerto Aéreo hasta Fray Servando, izquierda aquí, ¿cómo dice?, Francisco Morazán. Por allí íbamos en auto, rugiendo bajo el sol, persiguiéndonos con los otros coches. Con la línea de lápiz rojo llego hasta la esquina donde, en el mundo real, se supone yace la fábrica donde trabaja mi padre. Así, yace.

En la Guía Roji queda dibujado el esquema de una paloma de papel: se ven otras formas, pero principalmente una paloma de papel.

La cinta terminó y la grabadora comenzó a emitir un sonido persistente y parejo. Los carretes giraban y un extremo de la cinta, suelto, golpeó contra el botón del volumen, el del tono, contra la base que protege el mecanismo de reproducción y contra el indicador de metros recorridos.

Yo estaba en la cocina apagando el bóiler: se desvanecía el rugido del gas. Corrí y la frené. Mauricio gritó algo, amodorrado como estaba.

—¿Qué dices? —le pregunté. No quiso contestarme, se limitó a cambiar de posición.

Después de la comida en casa de Gisela, recuerdo que también ella tuvo que bañarse. El señor Medallas tomaba pulque en una botella de leche y decía a cada rato que me sentara. Le ayudé a la tía evangelista a llevar los trastes sucios a la cocina. A todos les costaba trabajo pronunciar Menelao y lo hacían despacio.

—¿Por qué no fue? —me preguntó el padre de Gisela entre sorbo y sorbo de pulque.

—El niñito parecía tlacuache —dijo su amigo. Reía y golpeaba el suelo con los pies.

—¡Mochatea, vieja fea! —regañó el padre de Gisela a la tía católica y rio—. ¡Córrale a lavar trastes! Je, je.

Me ofrecí al poco rato a ir a la cocina, esta vez por una botella de ron que estaba en el trinchador. Allí, cuando intentaba alcanzar la parte más alta del trastero, vi que Gisela abría la ventana del baño, enfrente, después de un pequeño patio. Alcancé a ver sus hombros desnudos y el suave torneado de su espalda. Doña Mochatea, inclinada, restregaba una cacerola de peltre.

—No tiemble —me dijo el señor Medallas cuando recibió la botella—. ¡Ah, caray!

—¡Ah, qué Menelado! —dijo el padre.

Regresé a la cocina, pero Gisela había terminado de peinarse y una blusa muy clara, transparente, cubría su espalda.

—Se le va a hacer el cuello de jirafa —me dijo la tía Mochatea.

Asustado, salí al patio a tirar un paquete de desperdicios. Junto a los tanques de gas alborotaban los tres pollitos blancos. Gisela cerró la ventana del baño.

Volví a la sala. Hablaban del bautizo al que habían ido durante la mañana.

—Es que los cristianos —decía doña Mochatea— creemos en la verdad y los evangelistas son pura faramalla, como mi hermana.

—¡Jaladas! —dijo el padre de Gisela y dio un gran trago.

Asimismo recuerdo un brindis que hizo el señor Medallas.

—Sampurratum verpa mea —recitó—, ipen pernaculam tua, cebote coyunda quítoles pecata mundi, cogitaciones pilastras meas, mamis bistuits, chíspulis aires malignus, juramentus ghimen, arrímote las bolas sin que te lastimen, amén… —y rio sin preocuparse de nosotros.

Más tarde, Gisela y yo íbamos en un camión Colonia del Valle rumbo al centro de la ciudad. Me contó lo del asalto, que Jacobo, Vulbo y Balmori fueron a su casa muy temprano y que su tía Eválida los invitó a desayunar.

Conduje la conversación hacia otros temas, por ejemplo, las advertencias que nos hicieron de niños contra el sexo, y la orillé a hablar de lo mismo, aunque callábamos cuando el camión se detenía ya que sin el ruido del motor nuestra conversación llegaba hasta los demás pasajeros.

Traté de hacerle comprender que es natural tener intereses y relaciones sexuales.

—Cada persona —le dije— es un coito llevado a feliz término por sus padres. O infeliz, quien sabe.

—¿Qué es coito?

Se preocupó por las cortinas metálicas que cercan el ancho pasillo del edificio de Artículo 123. No quiso tomar el ascensor y corrió para subir al primer piso. Traía una falda amplia que descubría sus piernas, en especial cuando estaba arriba de la escalera.

Le dije que esperara y no hiciese ruido.

—Puedes salir cuando quieras de aquí, la puerta no se puede cerrar por dentro, no te estoy encerrando.

Nos sentamos en uno de los sillones de la sala.

—Tengo miedo —susurró.

—Tú sabes que en los parques los policías pueden llamarnos la atención. Aquí podemos besarnos con tranquilidad y hablar. Tenemos muchas cosas de que platicar.

—¿Por ejemplo? —su voz tembló.

Me levanté y le ofrecí mis manos mientras le decía por tercera o cuarta vez que no hay nada como estar solos. Ella las tomó sin resistencia y se levantó. Caminamos hasta la recámara.

—¿Sabes? —le dije—, hoy en tu casa, cuando te bañabas, entré a la cocina y vi hacia el baño. Abriste la ventana. Supongo que lo mismo pasó el día de Tricardio, ¿no?

—¿Y qué viste?

—Vi tu espalda. Si me hubiera parado de puntas te habría visto todo.

—¿Qué todo?

—Estabas desnuda y abriste la ventana. ¿No basta?

—Lo único que no tenía era portabustos. Lo demás sí.

—¿Qué es lo demás? —mi voz comenzaba a ser insegura.

—Pues lo demás, no me digas que no sabes.

Estábamos frente al tocador. Ella evitaba mirarse en el espejo.

—Te quiero mucho —le dije. Hasta nosotros llegaba el ruido del tránsito—. Eres para mí un ajarito un ollito un ejito… —encimaba las palabras, nervioso.

—Me siento mal. Tengo miedo.

La jalé hacia mí y me acosté. Casi toqué sus senos en un movimiento en apariencia descuidado. Ella se hizo hacia atrás, con un murmullo de tela frotada contra vientre, senos y caderas. Se retiró sin levantarse por completo, lo suficiente para que no la alcanzara con el cuerpo pero sí con las manos. Transformó su rostro en una mueca horrible y luego se acostó boca arriba, yo diría que tratando de conservar una buena distancia; yo, sin dejar de hablar, de disipar sus temores, acerqué una de mis manos y, de improviso, la puse sobre sus senos. Se asustó, pero se quedó quieta, porque yo me quedé quieto, elogiándola y sin quitar la mano de allí.

—¿Te gusto más que otras muchachas?

—Claro que sí.

De las cortinas se filtraba un haz de luz y había una mancha luminosa sobre la cama. Gisela sonreía.

—Suéltame.

Se volvió hacia mí y la solté. El haz de luz le daba en el rostro: arrugaba las narices y entrecerraba los ojos.

Cubrí la luz con la mano y al mismo tiempo sentí que mi brazo se debilitaba. Abrió los ojos. Retiré la mano de la luz, me estremecí. Ella engarruñó el rostro. Reí y la besé, no muy bien.

—¿Algunas mujeres besan mejor que otras? —me preguntó, en el tono más sedante, correcto y decente del mundo.

—No sé. Supongo que sí —experimenté haber dicho algo grotescamente equivocado.

—¿Me puedes enseñar a besar? —se quitó de la línea de luz. Era intolerable. Sonrió, con esos dientes blancos que tiene.

—Me gustas mucho —dijo.

La besé otra vez, sin chiste.

—Pon un disco, ¿no? Luego me enseñas.

—¿Ya no tienes miedo?

—¿De qué?

—Cierra los ojos —propuse, con inseguridad—. Humedécete los labios. —Me pasé la lengua para que viera cómo—. Abres la boca y la mueves cuando te esté besando. Me absorbes y tratas de ofrecer la parte de atrás de tus labios, y con la punta de la lengua repasas mi boca, mi propia lengua…

Abrió la boca y comencé a besarla, succionando.

Se retiró.

—Pon un disco, ¿no? —Así estuvo, sin misterio, sin deseos, sin evasivas.

—Sí —dije, con un gruñido de posesión inminente a pesar de que ella no decía, ni hacía, ni parecía pensar nada al respecto.

En la sala me arreglé el sexo erecto bajo el pantalón y encendí el tocadiscos. Cuando empezaron a sonar los primeros acordes de Fantasía para un gentilhombre, entré en la recámara.

Gisela parecía dormida, con el rayo de sol sobre la cara.

—Perrito —le dije. Pensé que podía tomarlo como un insulto y dije un poco más alto—: Conejita. —No me contestó. Parecía dormida.

Me acerqué; me incliné para besarla. Apoyé una rodilla en la cama y abracé a Gisela, y el tambor metálico rechinó bajo el colchón. Ella abrió los labios calientes y nos besamos.

Al apartarnos, trató de evitar mis ojos.

—¿Es pecado? —preguntó.

—No.

Toqué sus rodillas y acaricié muy despacio, muy despacio, muy despacio, los muslos desnudos bajo la falda.

—Conejita —dije, titubeando—. Juguetito, pan.

Me detuvo. Dijo:

—No.

Simplemente, pero en un tono de advertencia.

—¿Por qué no?

—¿No qué?

—¿Por qué no puedo acariciarte las piernas?

—Porque no debe ser. Nada más, y ya.

—No debe ser… ¿qué?

—Lo que estás pensando.

—¿Qué estoy pensando?

—No sé.

—¿Entonces? ¿Cómo aseguras cosas que no sabes?

Me levanté y vi mi gesto en el espejo.

—¡Tú lo sabes! —gritó.

El disco iba en los Toques de la caballería de Nápoles y dejé de hablar para escuchar la melodía. Estiré mi mano hasta el vientre de Gisela. Se sobresaltó e impidió que la tocara.

—No debemos hacer esto. Si fueras católico lo sabrías. —Por primera vez la noté irritada.

—Soy católico —le dije—. Igual que Balmori y una de tus tías.

—¿Cómo puedes decir eso?

El sol había desaparecido y la habitación estaba iluminada por una leve penumbra.

—Nuestros besos —comencé en tono doctoral— son más agradables ahora que dentro de cinco años. Piensa, reflexiona.

—Pero/

—Son apasionados —no quería dejarla hablar—; después serán fríos, automáticos. Nuestra piel no será tan suave ni tan hermosa nuestra entrega ni el sabor de nuestra saliva ni el olor de nuestro sudor. Comprendo que es algo insólita nuestra relación/

—No entiendo. ¿Qué es insólita?

Extendí la mano para tocarla pero se levantó y se repegó a la pared, junto al buró del teléfono.

—Cuando no te entiendo me da miedo —dijo.

—Vas a llenarte de tierra.

Me levanté sin darle importancia al asunto y del tocador tomé un plumón para marcar ropa, mientras murmuraba la música del disco, imitando la melodía. Escribí unas palabras en el espejo. Ella me veía en silencio. Después preguntó:

—¿Qué haces?

—Nada. Bueno, escribo.

El plumón rechinaba. En el espejo terminé de escribir:

oPinión de EstE EspEjo

ErEs la más bonita dEl

munDo y algunaS partEs

dE

EUropA

Gisela se acercó.

—Menelao —dijo, sonriendo—, perdóname.

Bajó la cabeza y se acercó a mí, con los brazos abiertos.

—Perdóname. Te quiero mucho.

Nos abrazamos y besamos con la boca abierta, mucho muy abierta. Sus labios se movían y su lengua se movía dentro de mi boca. El disco terminó y la rechacé.

—Vámonos —dije.

—Pero/

Nos reflejábamos en el espejo. Cuatro adolescentes se abrazaban y rechazaban; los hombres salieron de la habitación; las mujeres se arreglaron el pelo; se quitaron varios pasadores; los acomodaron; se alisaron exactamente los mismos cabellos, una frente a otra; ellos regresaron. Después, los cuatro abandonaron la habitación.

Le hice ver que en cualquier momento pudo abrir la puerta de salida.

—¿Ves? Conmigo no corres peligro.

Todo el camino de regreso hacia la Colonia del Valle hablamos de temas sexuales, pero con menos miedo.