Las tías discuten en la recámara, arriba, y Menelao hojea un libro escolar de Gisela mientras ella regresa de la escuela de inglés. Entre las páginas encuentra una carta.
Conejo sabio:
Sabio conejo de inteligencia prodigiosa y muy culto:
Conejo trabajador y de mucho empeño que tiene una coneja que lo quiere mucho mucho mil veces mucho Que trabaja para su coneja que hace hermosas tareas para que ella saque diez y sea felicitada Conejo que todo el tiempo pasa educando a su coneja que desea que su coneja sea una damita sincera natural discreta también elegante que no haga tantos gestos que la hacen fea Que no se va con sus amigos por perder el tiempo con su coneja —termina de leer Menelao— que se pasa el día escribiendo o grabando cosas para agradar a su coneja.
Está sentado en un silla del comedor, con los brazos sobre la mesa. De vez en cuando levanta la cabeza del libro o de la carta y ve el trastero, los sillones, las paredes sucias de la cocina, la puerta de metal y vidrio especial-opaco-nido-de-abeja o tapiz-acanalado, la escalera que conduce a la recámara donde las tías discuten. Una de ellas dice, desesperada, casi en un estertor:
—Lo que pasa es que ustedes las evangelistas no entienden nada de nada.
Él dobla cuidadosamente la carta y la guarda en su agenda.
Abandona la casa despacio, quizás para ver a Gisela lo antes posible, cuando ella baje del camión y se sorprenda porque no esperaba encontrarlo allí. O cuando entre a la vecindad y él se esconda detrás del muro del departamento seis, y emita su famosa carcajada a lo Drácula y ella grite y diga:
—Me asustaste. No sabía que eras tú.
Pero Menelao no la ve esa tarde.
—Quería decirle que en la noche había una fiesta aquí —le explica Menelao a la madre de Fidel—, pero no pude. En la esquina estaban Tricardio y sus amigos.
—No sé, pero tú eres el único de los amigos de mi hijo con quien me gusta platicar. Es como estar con una persona grande.
—Y ¿qué cosa no sabe?
Cerca de ellos un grupo conversa empleando muchas palabras en inglés. Mauricio se apoya en el hombro de una de las muchachas recién incorporadas a la pandilla de cuenta-anécdotas. Ve hacia el salón.
—Esto degenera en clásica rayconiffeada —califica. Después adelgaza la voz. ¿Estudias o trabajas? No sé bailar muy bien. Conozco un solo paso e irremediablemente piso a la muchacha.
Decidida, Nita lo toma de la mano y los dos se encaminan hacia la orilla de la pista.
—Vamos a bailar también nosotros —le dice Vulbo a Mónica Ladino.
Un padrino de Fidel, compadre, además, de una señora supergorda que no deja de tomar ponches, cuenta cómo el padre de Fidel estudió con él y cómo quería ser ingeniero de minas, y cómo se casó con la madre de Fidel cuando no tenía ni un cabrón centavo en las bolsas, ni un peso de plata, redondo como un peso de plata.
—Hubieras regresado a la casa de Gisela y no hubieras pasado junto a ellos, ¿no? —sugiere la madre de Fidel.
Están junto al balcón que da al Paseo de la Reforma.
—Al fin que-que nosotros ya íbamos a llegar —dice Jacobo—. Quedamos de vernos allí a las seis en punto.
—Arnaldo y Balmori no tardan en venir —dice Menelao—. Fueron a casa de Balmori por un impermeable o algo así.
—Te hubieras regresado. Es lo que yo digo.
—Jugaban sin descubrirme y parecía que no se iban a quitar de allí en mucho tiempo —comienza Menelao—. Alguien decía ¡bit! o algo parecido y todos, el Negro, César, Tricardio y los gemelos se desabrochaban rápidamente las braguetas, se la sacaban y orinaban, aunque fuera unas cuantas gotas. Supongo que se arriesgaban a recibir un castigo si no lo hacían, pero no alcancé nunca a descifrarlo por la distancia y, por lo menos ante mí, no se cumplió, quizás porque todos orinaban al mismo tiempo o porque un brazo de piel morena se extendió y comenzó a llamarme. Fui. ¿Se imagina?… —Actúa la narración, imita voces y sonidos—. Tricardio usa botas con punteras de acero y un pañuelo en el cuello como Sandokan. Torcía la boca para hablar.
—¿Quiubo? Vienes sin tus amigos, ¿no?
—Van a venir al rato —le dije.
Uno de los gemelos se desabrochaba un cinturón de gruesa hebilla vaquera.
—Te voy a ma-dre-ar/
Alguien me empujó por la espalda y Tricardio me dio un golpe en la cara con la mano abierta. No sentí dolor, pero algo tibio nació en el sitio del golpe y cerró mis puños. ¿Por qué no? Eso fue. Y aparté con fuerza a uno de los gemelos para quedar frente a Tricardio. Oí un ¡déjenlo solo! seguido de un ¡entíbale, ñeris! y retrocedí, con los brazos pegados a las costillas, antes de lanzar el puño derecho hacia adelante, con todo el impulso de mi cuerpo. Vi a César detener al Negro con un solo gesto, y a uno de los gemelos caminar hacia mí con el cinturón enredado en la mano, suelto el extremo con la pesada hebilla de metal balanceándose.
En cámara lenta, para Tricardio ya no había otra realidad que el puño dirigido precisamente a su punto de equilibrio.
No bastaba levantarse (atacaba inclinado en ese instante) y recibir el golpe en los ojos o en el labio superior, que se reventaría. Tampoco tenía forma de evitarlo.
Pero el golpe ya se estrellaba en una de sus sienes, no importa cuál, y Tricardio se doblaba como un muñeco de plastilina, caía sobre el asfalto.
El cielo comenzaba a soltar una blanda lluvia y César dio un paso hacia adelante, con ánimo de descontarme, y en ese instante Tricardio dijo ¡bit!, ¡bit!, y el Negro, César y los gemelos retrocedieron llevándose las manos a las braguetas con un movimiento de ballet. No recuerdo. Reían. Tricardio no intentaba ni siquiera levantarse. Reía: pequeña y débil risa que nació después del segundo ¡bit!, y creció hasta convertirse en una gran-gran risa, con coros y etcétera.
De pronto, todos se echaron a correr, menos Tricardio, que seguía riéndose, en el suelo húmedo. Mauricio, Vulbo, Arnaldo, Jacobo y Balmori descendían de un coche, bruscamente detenido a media calle: el Buick 39 del papá de Fidel.
—¿Qué pasó? —preguntó Jacobo.
—Nada. —Ayudé a Tricardio a incorporarse.
—Cuidado, mano —le advirtieron—. Si quieres otra sopa de madrazos te la damos.
—Fue un pleito de chiste —dije. Me invadía una simpatía enorme por Tricardio. Me caía definitivamente bien.
—¿Y el del viernes?
—Eso ya pasó.
La lluvia arreciaba.
—¡Hijos, señores, me estoy mojando! Vamos al coche.
Induje a Tricardio a caminar junto a nosotros, con el pretexto de ayudarlo.
—¡Súbanse atrás! —ordenó Mauricio.
Arnaldo explicó de mala gana que él y Balmori se quedaban. No querían colaborar con nosotros.
—¿Van a ir a casa de Gisela? —preguntó Vulbo.
—No está —dije.
—Vamos a ir a casa de Balmori —dijo Arnaldo, malhumorado—, y luego a la fiesta de Fidel. Supongo que ustedes van a ir, ¿no?
—Sí —dijo Vulbo—. Adiós.
Tricardio quedó atrás, entre Jacobo y yo. Mauricio puso en marcha el motor. Los limpiadores quitaban la lluvia del parabrisas y permitían ver la calle desierta.
—Va-va-vamos a la carretera y allí lo ponemos nuevo.
—Calma, Jacobo —dijo Mauricio, paternal—. ¿No ves que está asustado?
—No te creas, mano —dijo Vulbo—, te subimos porque está lloviendo y es preferible no mojarse, ¿no crees?
Mauricio hizo arrancar el coche con violencia y en vez de estacionarse a un lado de la banqueta, como era de esperarse, adquirió una considerable velocidad y se lanzó por José María Rico rumbo a la calzada de Tlalpan.
—A propósito —dijo, sin volverse y de una manera natural—, tenemos que ir a ver a mi tía Josefina para que nos dé las cosas.
Manejaba muy inclinado sobre el volante.
—¿Cuál tía? —pregunté. Él no tiene ninguna tía.
—La que vive en la carretera de Puebla.
Vulbo comenzó a contar un chiste larguísimo y cuando terminó todos reímos, menos Tricardio. El escape del auto explotaba desordenadamente.
Cerca de Menelao, Mauricio, Mónica, Vulbo, Nita Gualito, Jacobo, la madre de Fidel y Lupita Torres Diente, un grupo conversa empleando muchas palabras en inglés. Mauricio se apoya en el hombro de Nita, junto al balcón. Se dicen algo en secreto. Él la toma de la mano y la lleva a la pista: comienzan a bailar My Reverie, concierto en ritmo de Ray Coniff. Jacobo se aleja con Lupita y con la madre de Fidel a recibir a unos invitados. Vulbo lleva a bailar a Mónica Ladino.
—Me dijo Mauricio que te peleaste —dice Fidel, acercándose a Menelao—. Realmente, debe sentirse feo que un cuate vea a nuestra chamaca desnuda… —Menelao no responde: se limita a mirar por el balcón el fragmento del Paseo de la Reforma que consigue abarcar sin mover mucho la cabeza—. Claro que te desahogaste peleando, me contó Mauricio, ¿no? ¿Y no tienes miedo de encontrártelo otra vez, cuando vayas solo?
—No.
—Ni lo digas —pide Fidel. Lo mira un rato y después de darle una ligera palmada en el hombro, dice—: Te voy a traer una cubita.
Menelao se queda solo. Hay poca gente en la calle y todos (o casi todos) llevan abrigos y paraguas. Los árboles apenas permiten adivinar el letrero del cine Paseo: La muchacha de los ojos de oro. En algunos sitios, afuera, la luz de los coches deja ver la tenue llovizna.
—Es una imbécil, Melenas —dice Vulbo. Llega hasta el balcón—. Es una de esas niñas a las que hay que tratar varios meses para poder apretarlas cuando bailas.
—¿Mónica?
—Sí.
—Mándala al demonio.
—Ya lo hice.
Fidel regresa con un vaso en la mano, lleno hasta el borde.
—¿Y Nácar? —pregunta Menelao.
—Es una chamaca a toda madre, Menelao; ya tendrás ocasión de conocerla. Ya hasta la besé.
—¡No me digas! ¿Cómo, a qué hora? —Acepta la bebida que le ofrece Fidel e incita a hablar a Vulbo.
—Cuando llamaste por teléfono ella estaba en la casa. Se iba en ese momento y me vio triste. «¿Por qué estás triste?», me preguntó. «No sé —dije. Y después, en susurro y muy cerca de ella—: Tal vez porque me siento solo y no tengo a nadie que me quiera». «Tus papás llegan en una semana», dijo sonriendo y guiñando los ojos. Le besé una mano y quiso morderme. Le dije: «Muérdeme si quieres». Y me mordió con ganas, mira nada más, todavía tengo marcados sus dientes y esto fue al mediodía.
—Vieja loca.
—En la madre —dice Fidel, sobresaltado.
—La jalé bruscamente de la cabeza y la besé. Me dijo que desde que me vio supo que se iba a enamorar de mí, pero que su novio no le había hecho nada y no era posible terminar con él así como así. Estábamos en la puerta de la casa y volví a besarla en la boca. Llegó su mamá. Estuvo a punto de sorprendernos. Dijo: «¿Cómo consiguió usted que Nácar lo ayudara en su casa? En la nuestra nunca quiere hacer nada». Respondí: «Es que Nácar me quiere mucho, señora», y volviéndome hacia ella: «¿Verdad que sí?». Nácar asintió con la cabeza. Su mamá dijo: «Le advierto que Nácar tiene novio y va a casarse con él». Yo, mirando los ojos de Nácar: «¿Te vas a casar?». Negó con la cabeza, la tengo hipnotizada. Su mamá estaba atónita. Entonces tomé la mano de Nácar y la besé, como si su mamá no estuviese allí.
—¿En serio? —pregunta Fidel.
—¿Y luego? —dice Menelao. Se lleva el vaso a los labios y sorbe.
—Ya no la vi. Comí con Mauricio y luego fuimos por todos y, al llegar a buscarte, te encontramos peleando. Dice Mauricio que estudió en un colegio de monjas y le enseñaron puras madres.
—Ya lo sé.
Termina el disco de Ray Coniff.
—¿Ya viste? —Menelao señala un edificio, las luces.
—Casi diario paso por aquí.
—¡Pinche ciudad! —dice Menelao, muy teatral—. ¡Qué fea es!
—Dos pleitos en esta semanita, ¿eh? —dice Jacobo, acercándose.
—Cuéntanos cómo fue el primero —dice Nita.
—El viernes… —comienza Menelao. Le estorba el vaso en la mano y lo deja sobre una silla. Todos lo rodean otra vez.
—Ya lo sabemos —dice Mauricio. Tiene los hombros mojados y huele demasiado a humedad.
—Hasta yo —agrega la madre de Fidel. Con una mano se acomoda el escote—. El viernes estaban en la peluquería, ¿no es así?
—Cada uno —decía Benjamín, mientras cortaba los cabellos de Menelao con una navaja King Cutter— tiene un lugar apartado el día que quiera. Voy a seleccionar entre toda mi clientela a cien personas con las cuales trabajaré, previa cita. Cada quien tendrá media hora reservada y la seguridad de que cuando llegue estará desocupado su lugar. Sobre cualquier clase de apuesta doy la garantía de cien cortes de pelo diferentes, según la última moda.
En eso llegó Gisela, y Menelao la saludó sorprendido (según Arnaldo), acostumbrado (según Balmori). Estaban todos los muchachos cerca de la entrada y Benjamín hizo girar el sillón para que Menelao no pudiera verlos y no se distrajera.
—Conejo, tengo que decirte algo muy importante. ¿Te espero? Tengo que ir a la escuela.
—Dime de una vez.
—Por favor no se mueva —le dijo Benjamín—, terminamos en un instante.
Ella inició la historia que ahora saben tantos. Menelao trataba de verla así, como se describía: su cuerpo desnudo bajo la toalla que lo secaba y por etapas lo descubría, sus ojos encontrando en el reflejo del mosaico otros ojos. Se volvió y tras el pretil de la azotea vio desaparecer los cabellos grasientos de Tricardio, los ojos amarillentos de Tricardio.
—No porque haya reconocido a Tricardio, sino porque sentí que sólo el hijo de una portera, ¿me entienden?, podía portarse así, esconderse para espiar desde la azotea de la angosta vecindad…
Bajo el tibio zumbido del secador, Menelao negó a Gisela por primera vez; a la pregunta de la manicurista Celia, que significaba ¿quién es?, respondió que su hermana, porque Gisela iba mal arreglada y se veía demasiado chica. Celia comentó que era bonita. Él dijo que no, que su voz era aguda, que ya no la aguantaba.
Benjamín aumentó la temperatura del secador.
Más tarde, todos salieron juntos.
Menelao se adelantó:
—Explícame ahora a mí —tomó a Gisela del brazo—, con toda calma, ¿cómo fue posible? ¿Cómo es que te bañas con la ventana abierta? ¿Por qué la abriste?
—Pero conejito/
—Sólo te pregunto por qué. Explícame.
La acompañaron a la escuela de inglés.
Y después fueron a casa de Tricardio, junto a la casa donde vivía Menelao, pero donde aún viven sus padres, junto a la casa de Gisela.
Luego el pleito que animó las voces en el aire saturado de gis de la Escuela Nacional Preparatoria, mujeres y hombres contestándose de una banca a otra:
—¿Menelao? ¿De una patada oportuna?
—No, en realidad fue el apoyo del grupo, la pandilla.
—Todos rodeamos la camioneta.
—Pero ¿él? ¿Cómo es posible que él?
—De sorpresa, sí, una patada de sorpresa, cuando el otro/
—Menelao abrió la camioneta. Tricardio estaba adentro y al salir recibió un trancazo brutal.
O la inútil conversación de los muchachos riquillos acostados junto a la alberca del Junior Club, diciendo:
—Un rodillazo, en el vientre.
—¡No seas pendejo! de faul…
—Le agarro una half-nelson de primera, con toma del brazo y patada en la quijada, ¿no?
—Creo que el cuate ese no pudo ni siquiera/
—La camioneta era del padre de Tricardio y/
—Un patadón, ¿eh?, por el odio, y luego creo que los puños cerrados sobre el encéfalo, un punto vital, ¿eh?, nada menos que el punto más vulnerable de la cabeza, ¿eh? Bueno, según creo.
O los muchachos alegando en el departamento de Artículo 123.
—Tricardio estaba completamente desprevenido. Quiero decirles que no sabía que se trataba de un pleito ni nada. No había razón para ello. Cuando salió de la camioneta…
—Di-di-digan lo que digan —aseguró Jacobo—, si no hemos ido nosotros hasta lo patean. Ellos eran cinco. A Crismear Melomeas ¿cómo lo dejarían, eh?
—Pero fue Menelao quien lo puso nuevecito, ¿no? Avanzamos hasta quedar a unos pasos de la camioneta donde estaban Tricardio y sus amigos. Menelao se adelantó y obligó a salir a Tricardio. Abrió la portezuela y lo retó.
—Siempre ha sido mañoso para eso —dice Arnaldo.
—Ya vámonos —dice Fidel.
—Cuando quieran. Ya saben que Menelao dijo que nos alcanzaba en el teatro.
—Nada más dejen que me acabe mi cafecito —dice Balmori.
—¡Saco!
Mauricio apaga la luz y Arnaldo grita como una mujer asustada.
—Ya vámonos —repite Fidel.
Vulbo abre la puerta.
—Digan lo que digan —insiste Jacobo cuando sale—, es-es mi opinión personal, ¿eh? Si no hemos ido hasta lo patean. Ellos eran cinco.
Balmori toma un último sorbo de café y se levanta de la silla. Sale junto con Mauricio, que lo toma del brazo.
—El pelón me preguntó que cuándo vas a darle sus Ovaciones y su mascada.
—Tú más callado —dice Balmori. Ya están afuera del edificio.
—Lo del coche quedó listo —dice Fidel. Se pone sus anteojos oscuros.
—Fuerte el sol, ¿eh?
—¿No sabes que el aire frío hace daño a la vista?
Hay mucha gente por la calle Marroquí.
—Huele a pedo —dice Jacobo.
—A cosaco —dice Vulbo.
—Hay más confusión que en un entierro.
—¿Ya se fijaron? —ríe Arnaldo—. Balmori compara todo con los entierros. Más triste que un entierro; más aburrido que un entierro; más largo que un entierro.
—¿Qué vela tienes en este entierro? —dice Balmori.
—Yo soy el que entierra la vela —dice Vulbo y ríe muy fuerte.
Caminan por la avenida Juárez.
—¿Se acuerdan del día que Jacobo vino al departamento a robarse las llaves de Menelao?
—¿Quieres decir de la noche?
—De la noche, es igual.
—Sí —dice Mauricio—. Fue una noche que Jacobo fue al departamento a robarse las llaves de Menelao.
—No seas mamón.
—Por cierto que cuando estaba adentro tocaron en la puerta y Jacobo se agachó para ver por debajo, y uno de los cuates que tocaban también se agachó. Los dos dieron un brinco gigantesco.
—Hubieras abierto y dicho que eras americano, o judío —dice Vulbo—. Y te sacabas un diccionario de la bolsa y buscabas las palabras. ¿Cobrrarr? What do you mean with cobrrarr?
—Tenías la luz encendida, por eso tocaron —dice Fidel.
—Bueno, a final de cuentas tenemos la llave y no pasó nada.
—Sí, pero qué esfuerzo…
Arnaldo se detiene en las pérgolas de la Librería de Cristal.
Balmori canta:
Pancha, Pancha Lápaz
Chacata para matán…
—¿Por qué no con «u»? —pregunta Mauricio—. Es más chistoso.
—Jacobo no podría. Ni siquiera puede pronunciar universidad.
—Niuversidad —dice Jacobo, adrede.
Balmori comienza y pronto los demás lo siguen:
Punchu, Punchu Lúpuz
Chucutu puru mutún…
Vulbo y Mauricio repasan todas las versiones: Penche, Penche Lépez; Pinchi Lípiz y Poncho Lópoz. Ríen.
Se arrojan piedras con los obreros que reparan las banquetas de la avenida Hidalgo, frente al Seguro Social.
Penche, Penche Lépez.
A Jacobo parece gustarle mucho esa versión.
Llegan al teatro. Hay mucha gente, se recargan sobre las mujeres. Fidel lee en voz alta la marquesina. No le hacen caso: lo han dejado solo, en lo que se acomoda sus anteojos.
—Menelao debe ir llegando al departamento —dice Analdo—. Imagínense cómo va a correr para alcanzarnos.
—Me imagino cómo va a correr para alcanzarnos —dice Mauricio.
El Negro, no muy lejos, está con varios amigos.
—¡Carajo! Hay más gente que en un entierro.
—Más largo que un entierro —repite Jacobo, para sí, y ríe.
—Es un albur buenísimo —comenta Vulbo.
Arnaldo, sin darse cuenta, queda frente al grupo del Negro. Se miran descuidadamente: Arnaldo con el suéter guinda de ojal sobre la camisa color naranja; se acomoda el cuello de la camisa.
Llega Mauricio.
—¿Se conocen? Te presento a un amigo —le dice al Negro y señala a Balmori, que tiende la mano.
Fidel también estrecha la mano del Negro.
En su turno, Vulbo anuncia con voz y ademanes de locutor:
—Dos colosos se saludan…
Mauricio señala a cada uno de sus amigos:
—Mi tía, mi abuelita, un primo mío que no conozco, un sobrino… —se ataca de risa.
Empujan, tratan de cachondear, le meten mano a las mujeres.
—¿Ustedes van arriba? —les pregunta un amigo del Negro.
—Pinche Negro —dice Balmori, Negro muy quedo.
Éste se detiene y lo ve.
—Tenemos fila doce —dice Jacobo.
—Pinche Lípez —recita Balmori, para disimular, mirando al techo— chiquete pire mitén…
—¿Ustedes van a gayola? —inquiere el Negro.
—¡No! —grita Vulbo, internándose entre la gente que avanza hacia las puertas con gran fuerza, principalmente a la central.