12

Por un instante pareció que iban a estrellarse directamente contra el costado de una enorme casa rodante. Entonces los manubrios se movieron solos y de pronto ambas bicicletas serpenteaban entre automóviles, acoplados y casas rodantes, zumbando por el camino a fantástica velocidad, levantando a su paso un viento tan rápido que Rolf apenas podía respirar.

Conductores frenéticos apretaron los frenos. Niños y madres se quedaron mirando con ojos dilatados cuando las dos bicicletas pasaron frente a ellos estruendosamente con la velocidad de aviones a reacción. Muchas veces Rolf cerró simplemente los ojos cuando corrían con precipitación entre automóviles, alrededor de camiones y —lo juraba— «por encima» de un autobús lleno de turistas venidos de Dayton, Ohio.

Baneen había resbalado del manubrio y aleteaba al viento, colgado de una mano y gritando como enloquecido.

—¡Auch! ¡Oh! ¡Cuánto… ¡uf!… hierro y acero! ¡Auch! ¡Protéjame la Gran Duendia… auch!

Tras ellos comenzaban a sonar las bocinas de los automóviles que iban dejando atrás, como un coro mecánico de enfurecidas máquinas. Vertiginosos pasaron frente a un puesto de control; el guardia que estaba de pie junto a su sedan gris dejó caer de la mano el micrófono de su radio mientras atónito miraba pasar con estruendo esas dos bicicletas casi supersónicas. Su acompañante levantó el micrófono y se puso a barbotar por él.

Traspusieron la entrada del Centro Espacial con tanta rapidez, que sus guardias fueron derribados por la ráfaga de viento. Luego se incorporaron precipitadamente y se pusieron a vociferar por sus micrófonos:

—Dos bicicletas… deben ir como a setecientos kilómetros por hora; ¡sí, sí, «bicicletas»! ¡No, no estoy insolado!

Allá en el Centro de Lanzamiento Tripulado, el padre de Rita meneaba la cabeza leyendo el informe que, mecanografiado a toda prisa, se le acababa de entregar. Guardias de vigilancia iban de un lado a otro del recinto donde él se encontraba; otros hombres y mujeres atendían radiorreceptores o utilizaban máquinas de escribir.

A medida que el señor Amaro leía el informe, sus ojos se dilataban.

—¿Setecientos kilómetros por hora? ¿Bicicletas? ¿Se están volviendo todos locos por allá?

Por uno de los altoparlantes radiales se oyó una voz alterada: —¡Los veo! Son dos chicos… las bicicletas van tan rápido que apenas se ve un borrón. ¡Y van derecho al EMV!

El señor Amaro arrugó en la mano la hoja escrita a máquina.

—Locura o no, ¡nadie va a entrar en el Edificio de Montaje de Vehículos sin pase! Vamos.

Entre tanto, Rolf y Rita seguían su vertiginosa marcha, encaminándose hacia la enorme mole del EMV donde se arman los cohetes antes de llevárselos a sus puestos de lanzamiento.

—¡Auch! ¡Oh! ¿No vamos a llegar nunca? —protestaba Baneen.

—¡Miren! —gritó Rita por sobre el aullar del viento—. ¡Se acercan coches de Vigilancia!

Rolf vio los blancos automóviles que iban velozmente hacia ellos desde ambos lados del EMV.

—¡No podemos ir por alrededor! —gritó—. ¡Tienen bloqueados ambos lados!

—¡Haz algo! —le gritó Rita a Baneen.

—Está bien… ¡aua! —exclamó el duende—. Suban derecho entonces… ¡uuy, auch! Todo el edificio está lleno de hierro, ¿verdad?

Arremetieron directamente hacia la recta pared sólida del EMV como si fuesen a estrellarse contra ella. Rolf cerró involuntariamente los ojos, y cuando se dio cuenta, las bicicletas corrían en línea recta pared «arriba», desafiando la gravedad y yendo tan rápido como antes.

Abajo, en la base del edificio, el señor Amaro abandonó su coche de un salto antes de que el conductor lo detuviera del todo. Luego echó la cabeza atrás con tal violencia que se le cayó la gorra reglamentaria.

—¡No puedo creerlo! —murmuró para sí—. Lo veo… ¡pero es imposible!

Ambas bicicletas fueron derecho hasta lo alto de la pared y desaparecieron sobre el borde del tejado.

—Es como estar en la cima de una montaña —gritó Rolf mientras saltaban al techo del EMV—. Apuesto a que este es el sitio más alto de toda Florida.

—Es lindo estar lejos de tantas bocinas y gente que grita —asintió Rita.

Pero no tuvieron más que un instante para disfrutar de la tranquilidad y del panorama. Con Baneen siempre quejándose a cada paso, se precipitaron en línea recta al borde opuesto del techo.

Rolf sintió que el estómago le daba un vuelco cuando su bicicleta y la de Rita abandonaban el techo a la carrera y hacía equilibrios sobre la pared posterior del EMV. Ambos descendieron por la pared deslizándose y tocándola solamente con las ruedas de atrás. Rolf bizqueó hacia abajo. Entre sus pies, que pedaleaban enloquecidos, y el suelo, no había nada más que decenas de metros de levísimo aire.

—¡No mires abajo! —gritó a Rita mientras las manos se le humedecían de pronto.

—¿Por qué no? —le contestó Rita, gritando a su vez—. ¡Es muy divertido! Vaya, ¡sí que es larga la bajada!

Rolf se concentró en impedir que le castañetearan los dientes.

Llegaron al suelo y volvieron a partir velozmente en el preciso instante en que dos automóviles de vigilancia aparecían por una esquina del edificio.

—Uuuf —dijo Baneen mientras recobraba su posición de sentado—. Al menos estamos lejos de ese antipático hierro por un momentito.

Rolf echó una mirada a su reloj pulsera. Faltaban dos minutos para el despegue.

Iban en línea recta hacia el enorme cohete y su soporte de lanzamiento, seguidos por cinco o seis automóviles blancos de vigilancia, mientras a lo lejos sonaban las sirenas. Pero entonces Rolf vio que entre ellos y el soporte de lanzamiento se interponían más vehículos, así como cientos de personas sentadas en los estrados de la prensa.

—¿Cómo vamos a eludirlos? —preguntó a Baneen.

—Pasaremos por encima —resopló el duende, que luego preguntó en tono más bajo y triste—: De paso, muchacho, ese soporte de lanzamiento y la torre alta y grande… están hechos de hierro, ¿verdad?

—De acero —fue la respuesta de Rolf.

Baneen hizo rodar los ojos hacia arriba y bajó las comisuras de la boca.

—En fin… ¡arriba y adelante!

Las bicicletas se elevaron en el aire para recorrer una corta distancia; luego saltaron de nuevo al suelo. Otro brinco, esta vez más largo, los llevó por encima de una hilera de vehículos estacionados. Baneen hacía muecas de sobresalto y se agitaba inquieto. Luego saltaron por sobre un alarmado grupo de fotógrafos que brincaron y gritaron y tropezaron con los trípodes, tan sorprendidos quedaron.

Así, rebotando, llegaron a los estrados de la prensa donde cronistas y fotógrafos observaban ávidamente los momentos finales de la cuenta regresiva. Se elevaron sobre los espectadores, que chillaron y se agacharon cuando las bicicletas pasaron a escasos centímetros de sus cabezas.

Bajaron en el tramo de terreno que separaba el estrado de observación y el canal acuático que corría entre el puesto de lanzamiento y el EMV.

—¡Agua! —gritó Baneen con voz queda—. ¡Duendia misericordiosa!

El canal medía unos sesenta metros de ancho y era hondo, como bien sabía Rolf. Y ellos se precipitaban hacia él tan rápido, que no podrían esquivarlo.

—¡Arriba y por encima! —gritó Baneen con voz que temblaba.

Ambas bicicletas se elevaron como planeadores y volaron sobre el canal. Baneen se tapó los ojos con una mano mientras gemía:

—Agua… ¡uuuh!

También Rolf cerró los ojos. No tenía inconvenientes en volar en avión, pero ¡en una bicicleta…!

Sintió que su bicicleta volvía a bajar, pero sobre algo que no era exactamente terreno sólido. Al abrir los ojos Rolf vio que subían por un cable pedaleando, con la bicicleta de Rita justo delante de él. Como acróbatas circenses subieron veloces por el empinado declive del cable.

Pese a tener la garganta oprimida, Rolf gritó a Rita, que iba delante:

—Este es el cable de escape… los astronautas lo usan para deslizarse desde la espacionave abajo si algo sale mal antes de que se encienda el cohete.

Rita se volvió a medias en su asiento para mirarlo por sobre el hombro.

—Ya sé. ¿No es divertido? —exclamó con amplia sonrisa.

«¡Divertido!». Rolf se sentía paralizado en su vertiginosa subida por el delgado cable, y ella pensaba que era divertido. «¡Tiene más fe que yo en la magia duende!».

Entre tanto, más de una docena de blancos automóviles de vigilancia se habían detenido con estruendo junto a la plataforma de lanzamiento.

Cinco o seis guardias se acercaron corriendo al coche del señor Amaro, quien bajó de un salto y empezó a gritarles:

—Bueno, ¿dónde están? ¿Los han visto?

—No, señor. ¡No los encontramos en ninguna parte!

Ninguno de los soldados miraba lo bastante alto como para ver las dos bicicletas que corrían veloces por el cable de escape. De todos modos, las bicicletas eran apenas un borrón, tan rápido iban.

—Pues distribúyanse —ordenó el señor Amaro—. Tienen que haberse infiltrado entre la muchedumbre por allí.

Uno de los guardias, de rostro sudoroso y preocupado, preguntó:

—Señor, ¿y si pedimos al Control de Misión que demore la cuenta final? Esos chicos pueden estar en cualquier parte…

—No —replicó el señor Amaro—, admito que tienen unas bicicletas de motor velocísimas, pero tendrían que poder volar para cruzar el canal y llegar a la zona misma de lanzamiento. Eso no es posible.

—Claro —admitió el otro guardia.

Arriba, arriba, y las dos bicicletas corrían mientras Baneen temblaba y gemía:

—Hierro y acero, hierro y acero. Ooooh…

Finalmente se detuvieron de golpe y Rolf vio que se encontraban ahora sobre la misma plataforma a la que él había ido la noche anterior por el ascensor. La espacionave se alzaba a un extremo de la plataforma, lisa y blanca. En cuanto a la cometa espacial, pendía de la superficie externa de la espacionave. Parecía diminuta y apenas visible… pero al mismo tiempo, Rolf pensó que parecía tan grande como un avión de pasajeros. Distinguió miles de duendes que se apretujaban dentro de la cometa, perdiendo y recobrando su visibilidad en un relámpago, como una serie de parpadeantes lamparitas navideñas.

En alguna parte un altoparlante anunciaba:

—Treinta segundos y contando… La torre de lanzamiento empieza ahora a apartarse del vehículo cohete y espacionave.

Y la torre iniciaba un lento, rechinante, ruidoso movimiento.

—¡Lugh, imponente mole de magia principesca! —clamó Baneen mientras brincaba sobre la plataforma de acero como si la cubrieran carbones encendidos—. Ven… ¡oooh! Pronto. ¡Hay grandes noticias!

—Veinte segundos y contando…

Lugh apareció en el borde de la cometa como si estuviera parado sobre un ala de esta.

—¿Qué hay ahora, embustero? ¿Te quedas con los humanos al fin y al cabo?

—Escucha… ¡auch!, pronto, mi querido Lugh. No hay necesidad de abandonar la Tierra. Absolutamente ninguna. ¡Para ninguno de nosotros!

Antes de que Lugh pudiera responder, empero, Rolf intervino:

—¿Dónde está Shep… Mister Sheperton?

—Diez segundos, nueve…

—¿El perro? —contestó Lugh con gesto ceñudo—. Pues intentó arrancar nuestra cometa del cohete. Yo lo refresqué. ¡Allá abajo!

Lugh señaló, dio la espalda y se acercó a la orilla de la plataforma. Al mirar abajo en la dirección indicada por el otro, Rolf vio a Mister Sheperton chapoteando débilmente en un gran charco de agua.

«¡Esa es el agua que alimenta los rociadores que refrescan el escape! —advirtió Rolf—. ¡Dentro de unos segundos las bombas atraerán a Shep hacia abajo y luego lo lanzarán derecho a los gases calientes del escape cuando el cohete despegue!».

—Nueve, ocho…

—¡Paren el lanzamiento! —gritó Rolf. Miró desesperadamente en su derredor. Lugh seguía dándole la espalda. Entonces un resplandor atrajo la mirada de Rolf. El Gran Sacacorchos de Duendia tomaba forma a su lado. Al mirarlo advirtió de pie junto a él a O’Rigami, La Damita y O’Kkane Baro, junto con otros duendes cuyos nombres desconocía. La voz de Baneen le susurró al oído:

—Sácalo, muchacho… enseguida. ¡Te ayudaremos!

Ya O’Rigami y los demás desaparecían en el brillo de la vaina del Gran Sacacorchos. Frenéticamente, Rolf lo asió y tiró. Hubo un momento en que no pasó nada y después, de pronto, el Gran Sacacorchos se deslizó fácilmente de su vaina y la brillante luz que despedía resplandeció en derredor. Lugh se volvió bruscamente.

—¡Detén el lanzamiento! —gritó Rolf, alzando en alto el Gran Sacacorchos y agitándolo hacia el príncipe de los duendes.

—Cinco… cuatro… —retumbaba el altoparlante. Lugh permanecía inmóvil, asombrado.

Rolf ya no podía seguir esperando que Lugh actuara. Arrojó a un lado el Sacacorchos y se lanzó en procura del gancho que pendía al final del cable de escape. En un abrir y cerrar de ojos se deslizaba enloquecidamente por el cable, pero esta vez hacia abajo, precipitándose hacia el suelo y el agua que bordeaba la plataforma de lanzamiento. Lo único que lo separaba de una caída de ciento cincuenta metros era el vigor de los dedos con que aferraba el gancho de la agarradera.

El altoparlante proseguía monótonamente:

—Dos… uno… cero…

Al tocar el suelo con los pies, Rolf corrió atropelladamente hacia la orilla del tanque y, sin vacilar un instante, se zambulló en él. Mister Sheperton seguía forcejeando en el agua como si alguna fuerza invisible le sujetara las patas…

—¡Shep, Shep… aquí estoy! ¡Te salvaré! —vociferó Rolf mientras nadaba hacia el can.

—Demasiado tarde… —gorgoteó débilmente Mister Sheperton, y su cabeza se hundió bajo la superficie del agua.

En el salón de Control de Lanzamiento —un sitio colmado de técnicos e ingenieros sentados ante una hilera tras otra de consolas de control—, el señor Gunnarson partió en dos un lapicero a bolilla y echó los pedazos al suelo, junto a su escritorio.

—¡No hubo ignición! ¡Los cohetes no despegaron!

Cinco o seis hombres se apiñaban a su alrededor.

—Debe ser el contador de despegue…

—O la carretilla principal.

—O una falla de la bomba.

Gunnarson quería golpear el escritorio con ambos puños. En cambio tragó saliva con fuerza y dijo con toda la calma posible:

—¿En las consolas aparece alguna luz anunciando desperfecto?

—No, son todas verdes.

Aspiró profundamente y continuó:

—Está bien. Ajusten el contador regresivo a la hora menos dos minutos y repitan el proceso. Quizá no sea más que una conexión floja. Díganles a los astronautas que repetimos el ciclo a la hora menos dos minutos… ¡y que estamos contando!

—¡Muy bien! —respondieron los demás y corrieron otra vez a sus consolas. El señor Amaro apareció junto a Gunnarson.

—Hubo no sé qué trastornos raros cerca de la plataforma… un par de chicos en motocicletas…

—¡Ahora no! —respondió el señor Gunnarson con brusquedad—. Tenemos un vehículo espacial cargado y listo para salir… ¡Es como una bomba a punto de estallar!

En un instante Rolf buceaba en busca de Shep, que se hundía; al instante siguiente estaba parado en plena Cañada del Duende, chorreando agua, con Shep al lado.

—Qué día…

Shep se sacudió lanzando una verdadera lluvia desde su empapada pelambre.

—¡Oye, espera, termina de una vez! —gritó Rolf mientras intentaba protegerse con las manos.

Se frotó los ojos para enjugárselos y sintió que el caliente sol de Florida lo secaba. Entonces el aire de la Cañada tembló y apareció Rita, sosteniendo las bicicletas de ambos y con aire algo sorprendido e inquieto.

—Rolf, ¡estás bien!

—Sí, claro… pero…

De pronto el aire, en derredor de ellos, se colmó de luciérnagas, miles de luces danzarinas que giraban en torno de sus cabezas y se posaban en tierra. Dondequiera que una de las centelleantes luces tocaba el suelo, se convertía en un duende. Y ahora los duendes reían y bailaban ágilmente, abrazándose y remolineando tomados del brazo. Baneen bailaba con La Damita; O’Rigami hacía piruetas con O’Kkane Baro.

Apareció Lugh… y no reía ni bailaba. Rolf jamás había visto tan ceñudo ni tan terrible al líder de los duendes. Al ver a su príncipe, los demás duendes cesaron de bailar y sus risas se extinguieron en el silencio.

—¡Ajá! —dijo Lugh mirando a Rolf desde abajo, aunque al mismo tiempo parecía alzarse sobre él como una montaña—. Así que quisiste utilizar un ardid de duende… ¿Trataste de burlar a Lugh el de la Larga Mano? Pues pronto comprobarás que apenas obtuviste un pequeño retraso… ¡y un largo tiempo de pesar para arrepentirte por haber interferido en nuestra partida! ¿Así que me reclamaste que detuviera el lanzamiento en virtud del Gran Deseo obtenido cuando extrajiste nuestro Sacacorchos de su vaina, no? Supongo que no vacilarás en extraer de nuevo el Sacacorchos, tan solo para mostrarme, cuando te esté mirando, que tú y solo tú tienes la fuerza necesaria…

—Yo…

—¡Oh, vamos, Lugh! —parloteó Baneen apareciendo junto a Rolf con O’Rigami y los demás—. Por cierto que es una hazaña terrible extraer de su sitio el Gran Sacacorchos. No le exigirás al muchacho que lo haga más de una vez, y la segunda enseguida de su primer poderoso esfuerzo. Cuánto mejor sería admitir nuestra derrota…

—¡SILENCIO! —bramó Lugh, y el silencio reinó en la Cañada—. MUCHACHO, ¡A VER CÓMO EXTRAES EL SACACORCHOS!

El Gran Sacacorchos, de nuevo en su vaina, se materializó frente a Rolf. Este, semiparalizado por la voz de Lugh, tendió las manos y lo aferró y tiró de él. Y entonces empezó a pasar una cosa extraña…

Ante los ojos de Rolf… ante el mismísimo Lugh… primero Baneen y después, uno por uno, O’Rigami, La Damita y O’Kkane Baro, junto con otros duendes desconocidos, empezaron a desaparecer en el resplandor y el brillo de la vaina… y el Sacacorchos volvió a quedar en la mano de Rolf.

Lugh miraba asombrado. Por un segundo movió las mandíbulas sin que saliera ningún sonido. Luego, incrédulo, habló.

—¿Qué… qué es esto? ¿UN MOTÍN?

Baneen y los demás reaparecieron.

—¡Ah, querido Lugh! —exclamó el duendecito—. Claro que por lo común jamás contrariaríamos tus deseos. Pero es que le tenemos afecto a este mundo, después de tantos miles de años, y…

—¡Silencio! —atronó Lugh—. ¿Qué clase de duendes son ustedes?

—¡Zomos los duendes buenoz! —gritó La Damita—. ¡Porque zomos buenos duendes luchamos pog quedagnos en la Tiega!

—¿LUCHAR? —bramó Lugh—. Pues todos ustedes saben que yo solo… —y sacudió un nudoso puño— me basto y sobro contra todos los demás juntos. Qué, ¿tendré que tomarlos a todos bajo el brazo y llevarlos de regreso a Duendia por la fuerza? Si es así, pues…

Y empezó a enrollarse las mangas.

—¡Espera! —gritó Rolf. Lugh se detuvo y lo miró—. Espera —repitió Rolf con voz más queda—. Esto es culpa mía, pero alguien tiene que decirte que estás equivocado…

—¡Silencio, humano! —gruñó Lugh en tono amenazador mientras seguía enrollándose las mangas.

—No me voy a callar —insistió Rolf—. Eres como era yo…

Lugh dejó de enrollarse las mangas y miró a Rolf con fijeza, atónito.

—¿Yo? —exclamó luego—. ¿Lugh el de la Larga Mano, como un mero jovenzuelo humano?

—Así es —contestó Rolf, ya decidido a decir lo que tenía que decir cualquiera que fuese la reacción de Lugh—. Siempre trataba de hacer que mis padres fuesen como yo quería que fuesen, pese a que ellos tenían otras responsabilidades. Y tú has estado tratando de convertir la Tierra en otra Duendia… En Duendia repetida, con la prueba del Gran Sacacorchos y alguien que sea rey y todo eso… y ahora que eso no ha dado resultado, vas a huir otra vez a Duendia y a Hamrod el Cruel. ¡Prefieres a Hamrod antes que admitir tu error! —Las orejas de Lugh giraron lentamente dos veces.

—¿Oigo lo que me parece oír? —murmuró—. ¿Un ser humano diciéndome semejante cosa a ?

—¡Es hora de que alguien te lo dijera! —gritó Rolf—. Ninguno de los otros duendes quiere volver a Hamrod. Han llegado a querer a la Tierra… ¡y tú también, aunque no quieras admitirlo! Si lo admitieses en tu fuero íntimo, accederías a colaborar con los humanos, aunque ninguno de ellos tuviera un alma lo bastante grande como para extraer el Gran Sacacorchos de su vaina sin ayuda, así como ningún duende puede hacerlo. ¿Puedes tú extraer solo el Gran Sacacorchos? ¡Es claro que no! Y entonces, ¿quién te ha dado atribución para decidir que todos los duendes de la Tierra deben regresar a Duendia?

Lugh comenzó a hincharse… su cuerpo real empezó a agrandarse hasta que pareció crecer el doble de su tamaño normal. En cuanto a su aura —esa gran marca que se cernía sobre él en todo momento— creció y creció hasta parecer tan grande como una montaña. Habló… y su voz fue tan profunda que semejaba venir de las entrañas de la Tierra y estremecer a la mismísima Cañada en derredor como un terremoto.

—¡RAYO! —dijo Lugh con esa espantosa voz.

De pronto el cielo se ennegreció de nubes sobre las cabezas de todos. Un trueno retumbó, como un eco de la voz de Lugh, y de las nubes brotó en dentada línea un rayo que fue apresado, todavía dentado y tan brillante que ninguno podía mirarlo, en la mano derecha de Lugh.

Este sopesó el rayo apuntándolo como una saeta hacia Rolf.

—¡MUCHACHO! —dijo—. ¡ADMITE QUE MIENTES!

Encogiéndose para evitar el brillo cegador del rayo que ardía en la mano de Lugh, Rolf sacudió empecinadamente la cabeza.

—¡No! —gritó—. ¡Tengo razón! ¡Eres tú quien se equivoca!

Por un momento reinó en la Cañada un terrible silencio. Lugh permaneció inmóvil. Después levantó el brazo.

De pronto el rayo que empuñaba como una saeta voló de su mano de regreso a las nubes. Estas, a su vez, se arrollaron y desaparecieron. La brillante luz del sol volvió a derramarse sobre todos ellos, y miles de gargantas de duendes soltaron un gran suspiro de alivio.

—¡Ah, por cierto, su señoría! —dijo la voz atiplada de Baneen—. ¿Acaso no dijiste tú mismo que si podías hallar un humano a quien le importara más otro ser que él mismo, concederías a ese humano el Gran Deseo? Y ¿no tenemos aquí a un muchacho que hoy lo arriesgó todo, incluida su propia vida, por la de su fiel perro… y en verdad, si un perro no es un ser, qué lo es?

Lugh clavó una fiera mirada en Baneen, luego en Rolf y por último en la distancia.

—¡Pronto, hijo! —susurró Baneen al oído de Rolf—. Di tu deseo… ¡ya!

—¡Deseo —dijo Rolf con rapidez— que en adelante los duendes colaboren con los humanos en limpiar el mundo y mantenerlo limpio y seguro!

—¡Ya ves, Lugh querido! —exclamó Baneen danzando frente al príncipe de los duendes—. Tú mismo oíste su deseo. Y bien ¿lo concedes?

Lugh miró ceñudo a Baneen y se volvió para hacer lo mismo con Rolf.

—¡Jrrrumf! —gruñó en lo profundo de su garganta—. «¡Rajumf!». JRU… umf… ¡está bien!

Dio media vuelta y se alejó a zancadas. En la Cañada, los duendes estallaron en locas aclamaciones.

Bruscamente el suelo tembló. El aire vibró como si el aliento de un gigante recorriera el mundo. Y a la distancia, mientras sobre la Cañada pasaba una onda tras otra de trueno, todos vieron que el cohete a Marte se elevaba más y más, trepando en línea recta al cielo azul sin nubes sobre una lengua de pura llama.

—Una glan ploeza técnica —oyó Rolf que decía O’Rigami.

El cohete a Marte se elevó más aún; disminuyó el rugido de sus potentes motores. Se convirtió en una mota distante, luego en una luminosa estrella que se movía con rapidez brillando en el cielo matinal. Después se alejó tanto que ya ninguno de ellos pudo verlo más.

Rolf sintió ganas de vitorear, pero todo era demasiado magnífico y arrollador para algo tan pequeño como una sola voz humana. Pero, en realidad, no importaba. Todos los duendes lo estaban vitoreando a él. Rita trataba de abrazarlo. Los duendes cercanos trataban de abrazarlo. Mister Sheperton, parado en las patas traseras, procuraba lamerle la cara. Todo era algo así como un maravilloso desorden.