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—¡Lugh! —aulló Baneen—. Grandullón, grandísimo…

Lugh giró hasta enfrentarse con el duende pequeño y, entonces, repentinamente, el tono de Baneen se dulcificó:

—… hombre sabio y prudente; eso eres tú. Por supuesto, te has dado cuenta de que el muchacho debe estar en condiciones de vernos y hablar con nosotros, ya que nos proporcionará el medio de ayudar a nuestro amigo O’Rigami, pobrecito; este es el momento en que él y nosotros precisamos auxilio.

Lugh, que parecía pronto a saltar sobre Baneen, se echó atrás, y golpeándose las patillas de la barba, frunció el ceño.

—Ajá —dijo pensativo—. O’Rigami, ¿de él se trata?

—El mismo; ¿qué otro podría ser? Ah, ya veo que lo has comprendido todo. Aquí estamos nosotros, con toda la bondad de los verdes corazones de Duendia…

Mister Sheperton resopló.

—Con toda la bondad de nuestros corazones, como decía —continuó suavemente Baneen—, dispuestos a ayudar a este muchacho en apuros. Lo más probable, ya sé que lo estás pensando, es que él desee hacernos un pequeñísimo favor a cambio, ¿no es cierto? Por supuesto, y eso no significará más que un mínimo esfuerzo para un muchacho despierto como él, a quien no estorbarán el acero frío ni todas esas cosas duras que ponen los hombres para quitarnos de en medio.

—Ah. Hmm… —Lugh se volvió hacia Rolf con el entrecejo aún fruncido.

—¡Vamos, Lugh! —gritó Baneen—. Seguramente tendrás una sonrisa para el jovencito, después de tu terrible aspecto de hace un momento.

—Una… sonrisa… —refunfuñó Lugh.

Hizo un esfuerzo para sonreír a Rolf, tan eficaz como si un bulldog intentara una sonrisa estúpida.

Mister Sheperton, por su parte, o bien se aclaraba la garganta o bien gruñía; era difícil decirlo.

—Cuidado con las promesas de los duendes —murmuró—. Si los troyanos hubiesen prestado atención a ese consejo, nunca le hubieran abierto las puertas a aquel caballo.

—Un momento —dijo Rolf, mientras sentándose cruzaba las piernas. Se sentía ahora con más coraje que unos pocos minutos antes. No por la sonrisa de Lugh —un tigre no se hubiese sentido mucho más bravo después de que Lugh le sonriera—, sino a causa de algo que había dicho Baneen y que aún tintineaba en sus oídos. Baneen había insinuado que había algo que él, Rolf, podía hacer, en tanto todos los otros duendes, con todo su mágico poder, no podían conseguir. Rolf quería saber, precisamente, qué era.

—Continúa, Baneen. Lo menos que puedo hacer es escuchar.

—Dijo la mosca a la araña —refunfuñó Mr. Sheperton.

—¡Vamos, vamos, que yo no soy ninguna araña! —protestó Baneen—. Apenas soy la pálida sombra de un duende, a lo sumo, aquí, lejos de las doradas arenas, lejos de las brisas ardientes de mi tierra natal, náufrago en costas extrañas. Y así estamos todos, pequeño Rolf. No lo dudes, todos los duendes en exilio en esta húmeda Tierra nos confiamos a tu misericordia. Solo tú, Rolf Gunnarson, cuyo nombre resonará en los anales de la historia de la humanidad y de la historia de los duendes (si tú lo quieres así), puedes cambiar el curso del destino de hombres y duendes y devolvernos sanos y salvos a nuestra Duendia.

Las orejas de Rolf enrojecieron indiscretamente. La grandilocuencia del hombrecito no era fácil de sobrellevar. No parecía burlarse deliberadamente de Rolf, pero este se había vuelto muy sensitivo ante lo que la gente dijese de él, durante el último par de años.

—Parece ser demasiado para que un extraño lo haga por ustedes, ¿no es así? —preguntó Rolf—. Después de todo, jamás oí hablar de vuestra Duendia. En realidad, vestidos como están y según cómo se presentan ustedes dos, más bien me parecen… ¿cómo era el nombre de ellos?… gnomos.

—Bueno, bueno, sin duda lo somos. Pero ¿qué hay con ello? —dijo Baneen—. ¿Qué significa un nombre? Seguro; si hay alguna gente que gusta llamarnos gnomos, no hay nada de malo en eso.

—¿Quieres decir que son realmente duendes, pero que se les llama gnomos? —inquirió Rolf—. Pero ¿por qué hablan ustedes con acento irlandés?

—Acento irlandés, ¡por supuesto! —gritó Baneen—. Bueno; es el acento natural y genuino de los duendes, el que se ha venido oyendo desde hace cientos de miles de años, antes de que Irlanda emergiera del mar. ¿Tenemos la culpa de que los irlandeses, populares por su oído sensible y musical, vinieran a elegir justamente nuestro acento? En realidad, no hay un acento irlandés… se trata del típico acento de duendes el que ustedes les han estado escuchando, y que es idéntico al nuestro.

—¡Qué historia increíble! —gruñó Mister Sheperton—. Rolf…

—Bueno no importa —dijo Rolf rápidamente, antes de que el perro comenzara de nuevo—. Baneen, hablabas de que necesitaban ayuda. ¿De qué se trata? ¿Qué puedo hacer por ustedes?

—Ah, tú puedes liberarnos de esta prisión terrenal —contestó Baneen—. Puedes ponernos en camino de retorno al hogar. Oh, ver nuestra hermosa Duendia una vez más antes de… antes de…

Se interrumpió y, aparentemente, no pudo continuar.

—¡Vaya con estos hipócritas descarados! —refunfuñó Mister Sheperton—. Rolf, no te dejes engañar ni tomar por tonto. Como todos los duendes, son inmortales. Esta puede pasar el próximo millón de años y aún volver a su Duendia, tan fresco como una margarita.

—¡Eso es; muy bien! —dijo Baneen, llorando ahora abiertamente y enjugándose las lágrimas con sus pobladas cejas—. Reprocharme ahora que sea inmortal. ¿Y eso significa que no puedo tener sentimientos?

—¿Has oído eso, Shep? —dijo Rolf conmovido.

—Cada vez que te dirijas a mí —replicó el perro con gran dignidad—, prefiero que uses mi verdadero nombre: Mister Sheperton.

Pero Rolf ya estaba diciendo:

—Sigue, Baneen. No hagas caso. ¿Qué puedo hacer por ustedes? Haré todo lo que sea razonable. ¿Necesitan algo en especial para retornar a Duendia?

—Bueno, mira —dijo Baneen repentinamente, con los ojos secos de nuevo—. Es apenas un puñadito de una cosita o algo así lo que necesitamos. En realidad, ni siquiera sé los nombres de esas cositas. Pero puedo llevarte hasta uno que sí sabe. Se trata del Gran Ingeniero para nuestro retorno a nuestra Duendia. Se llama O’Rigami.

—¿O’Rigami? —repitió Rolf. El sonido de ese nombre le era extrañamente familiar.

—Por supuesto; de él mismo se trata —dijo Baneen—. Está tan ocupado que no ha podido venir hasta aquí para conocerte. Pero, si me dejas, con apenas una pizca de hechizo puedo introducirte en la Cañada de los Duendes…

Los dedos de Baneen dibujaron unos pases mágicos en el aire. Mister Sheperton inició algo que podía ser el gruñido de una advertencia, pero fue detenido de inmediato.

Rolf se encontró envuelto en un resplandor pálidamente amarillo, como una bruma desvaída aunque luminosa, y elevado sobre la superficie por manos invisibles. Caminó, sin dirigir conscientemente sus pies aún más abajo de la senda donde había caído. La tierra parecía bajar y bajar; la brisa del cercano océano permanecía muda y quieta. Pero justo en los límites de esta visión cubierta por la bruma, Rolf podía distinguir zumbidos, murmullos, y ocasionalmente, alguna risita aguda y chillona.

Entonces la niebla pareció desvanecerse un tanto, y vio a sus pies a otro duende. Estaba sentado sobre la arena, con las piernas cruzadas y la cabeza sobre su tarea. Sus manos se movían rápidamente. Rolf se arrodilló para ver qué hacía el duende. Los pequeños deditos se movían con furiosa velocidad. Pero, por lo que vio Rolf, no había nada en las manecitas del duende. Nada en absoluto.

El duende miró hacia arriba y vio a Rolf observándolo. Bajó profundamente la cabeza.

—Ajá —murmuró.

Rolf parpadeó. Este duende era tan pequeño como Baneen, y aún más delgado. Llevaba una chaqueta blanca sobre su trajecito verde y eran sus dedos extraordinariamente largos, delicados y flexibles. Se mantenían en increíble movimiento. La niebla se disipaba todavía más, y Rolf pudo ver además del laborioso duendecillo, a docenas de otros que hormigueaban en torno de un objeto que parecía… no, no podía ser. Pero era. Una cometa. Una enorme cometa de papel.

Algo debía estar pasando con el sentido de la vista de Rolf, sobre todo en lo concerniente a la noción de tamaño. Los ojos y la mente de Rolf se hallaban empeñados en una discusión sobre cuán grande era realmente esa cometa. Ante sus ojos aparecía como una cometa común, de aquellas que Rolf mismo solía remontar en la playa. Pero su mente insistía en que tenía las dimensiones de un avión de chorro. Y, en verdad, habría allí lugar suficiente para cientos de duendes. Quizá miles. O más aún.

Sacudió la cabeza como para despejarse.

—Bienvenido a mi modesto centlo de montaje —dijo el duende de la chaqueta blanca.

—Eh… Ah… Hola —balbuceó Rolf—. ¿Eres duende tú también?

—¡Pol supuesto! Nacido y cliado en Duendia, cinco-punto-tres mil siglos atlás. Esto, en siglos telestles, pol supuesto. El año de Duendia es bastante difelente del vuestlo.

—Oh… sí. —Rolf se sentía algo aturdido—. Pero… es que… uf… parece que no hablas con el verdadero acento…

—«¡Hai!» —El duendecillo saltó sobre sus pies—. Mi humilde acento es el genuino acento de un duende tlatando de hablal tu idioma.

—Suena a japonés.

—¡De ninguna manela! La honolable gente japonesa adquilió este acento de los duendes que vivían entle ellos.

—Pero… —Rolf estaba completamente confundido—. Creí que todos los duendes hablaban con acento irlandés, y los irlandeses…

—Si me pelmites difelil…

Hubo un repentino estallido —tan fuerte como la detonación de un tapón de corcho en un arma de juguete— y Baneen apareció de improviso.

—¡Vamos, vamos, mi buen Rolf! No es momento para perder fastidiando con esas fruslerías de lenguaje y de tono. ¡Hay mucho que hacer!

Rolf pestañeó.

—Rolf Gunnarson —prosiguió Baneen, sin siquiera tomar aliento— te presento al Grandioso y Magnífico Ingeniero de toda la Duendia en el Exilio… O’Rigami.

O’Rigami siseó e hizo una reverencia.

Rolf se encontró haciendo él también una inclinación de cabeza, no obstante estar aún sentado sobre sus tobillos en la arena de la Cañada de los Duendes.

—En plenda de mi estimación —dijo gentilmente O’Rigami. Su mano aleteó fugazmente en el aire. Por apenas un asombroso instante, Rolf pudo haber jurado que la mano y el brazo a la que esta estaba unida, se había extendido sobre la arena donde los duendes trabajaban en la cometa, mucho más de un metro. Brazo y mano habían retornado a la normalidad, pero había ahora frente a él un pequeño cuadrado de papel.

El cuadrado de papel pareció desaparecer mientras los extraordinarios dedos de O’Rigami lo plegaban dándole la forma de un hermoso, diminuto cisne de papel con las alas extendidas. El duende lo depositó en la palma de su mano, y la miniatura de papel inmediatamente agitó las alas y emprendió vuelo. Flotó en un círculo alrededor de la cabeza de Rolf antes de aterrizar sobre su hombro con el más levísimo de los toques.

—Un lecueldo en honol a nuestlo encuentlo —dijo O’Rigami, haciendo otra reverencia.

—¡Es la cosa más extraordinaria que he visto! —dijo Rolf. Tomó de su hombro al cisne y lo puso sobre la palma de la mano. Pero aquel no podía volar otra vez; estaba simplemente sentado allí, encantador pero inmóvil—. ¿Cómo lo haces?

—He aquí una pregunta que llevaría mucho tiempo contestar —dijo Baneen, junto a él—. Pero se trata de un arte maravilloso, inigualable, sin lugar a dudas. Y así es.

O’Rigami levantó una mano con modestia.

—La simple aplicación de sólidas técnicas de constlucción —dijo— unida a las aplopiadas fólmulas mágicas.

—O’Rigami —dijo Baneen a Rolf—, está a cargo de la construcción de la nave que nos devolverá sanos y salvos a nuestra bien amada Duendia… con la ayuda de vuestro cohete, por supuesto.

Rolf volvió la vista hacia los afanosos duendecillos.

—Más bien parece una cometa…

—¡Y qué otra cosa podría ser, seguramente! —dijo Baneen—. Una de aquellas tremolantes, grandiosas viajeras del espacio, con las que la poderosa Duendia ha explorado los arcanos del universo, impulsadas por los soberbios vientos de la magia, libres en el espacio limpio de cualquiera asquerosa humedad. En esta cometa, en esta mismísima cometa, retornaremos a Duendia… esto, si todo marcha bien… sujetos a vuestro cohete.

Rolf tosió con aire circunspecto.

—Pero es demasiado grande… quiero decir —Rolf buscaba la manera de decirlo sin herir sus sentimientos—. No creo que algo de este tamaño pueda agregarse al cohete sin hacer alguna trampa… quiero decir, aun cuando la tripulación no la vea durante el lanzamiento.

—Pero, por supuesto, ellos no la verán —dijo Baneen con severidad—. Será invisible. En cuanto al tamaño, no hay tampoco problema. ¿No tenemos aquí a O’Rigami para plegarla de modo que no sea más grande que tu propia mano?

—¿Plegarla? —Rolf miraba de Baneen a O’Rigami, quien una vez más, diplomáticamente, siseó e inclinó la cabeza. De improviso, la mente de Rolf hizo la asociación que venía buscando desde el momento que oyera el nombre del otro duende—. ¿O’Rigami? ¡Es claro! «Origami»… ¡me doy cuenta que oí hablar de él en la escuela! Es el arte japonés del plegado de papel. Quiere decir que él aprendió ese modo tan hábil de plegar, que ahora él…

O’Rigami cerró los ojos y dio vuelta la cabeza.

—¡Vamos, vamos, vamos! —gritó Baneen, cada palabra más aguda aún que la anterior—. ¡Cuida tu lengua, muchacho, antes que te equivoques, insultes, y eches todo a perder! —exclamó—. ¿Te parece que un duende necesita aprender algo de los humanos, siendo que ustedes recién aparecieron hace cincuenta mil años, o algo así? ¿Sobre todo tratándose de O’Rigami, que cuenta con un respetable medio millón de años, o quizá más? Son los hombres quienes aprendieron de O’Rigami apenas una pizca de su nobilísimo arte, no lo dudes… y no al revés. ¿Acaso no se llamó a este arte con su nombre?

—Bueno, yo… —dijo Rolf en tono bajo.

—¿Acaso lleva un nombre humano? ¿Cuándo has oído algo parecido de las Islas del Japón? O’Rigami… así como suena, es puro nombre de duende, tal como Lugh o como Baneen.

—Ummm…

—¡Bah, bah, bah! ¡Por supuesto que no! —dijo Baneen—. Ni una palabra más sobre el tema. Seguramente, solo la soberbia humana podría atribuirse la iniciación de un arte como el de O’Rigami.

Baneen enganchó un dedo en el ojal inferior de la camisa de Rolf para llevarlo a un lado. El duende bajó la voz, casi susurrando al oído de Rolf.

—Al buen entendedor… tienes que cuidar la lengua, muchacho. No hay nada que nuestro Gran Ingeniero no pueda plegar si se lo propone. Si le llevas la contraria, no puedo decirte lo que haría. ¿Quieres ver Cabo Kennedy plegado como un florero? ¿O tú mismo como una estampilla postal?

Rolf abrió bien los ojos. Pero antes de que pudiese imaginar una respuesta, hubo un estremecimiento en el aire junto a Baneen, y la figura de un duende femenino apareció. Su rostro era atrevido, aunque triste. Vestía una túnica verde y vaporosa, y llevaba una banda negra en el brazo; tomó forma junto a ellos.

—Ah, conque eztaz aquí, Baneen —dijo ella con suave, melancólica voz—. Mientgaz te ezpego, la trizteza y la zoledad me abguman.

—Eh, eh… seguro, seguro —dijo Baneen. Ella tomó su brazo derecho entre los suyos, y se reclinó sobre él. Baneen parecía incómodo.

—Verás, he estado tan terriblemente ocupado aquí, intentando hallar el modo de dar ayuda a O’Rigami, junto con este humano, ¿sabes?

—Me doy cuenta —dijo la duendecilla, ahora sonriendo tristemente a Rolf—. Azí que tú eguez humano… Ezpego que no hayaz pegdido muchoz zeguez queguidoz dugante el Tegog…

—Se llama Rolf —dijo Baneen—. La Damita aquí presente, muchacho, es Condesa de nuestra hermosa Duendia. Naturalmente, la reciente Revolución ha despertado en su sangre verdiazul la más profunda compasión por aquellos infortunados de noble origen…

—Ah, pgofunda, pgofundízima —suspiró la Condesa—. En dieciziete ocazionez la hoja de la guillotina quedó atazcada graciaz a mis agtez mágicaz. De otga manega, yo también he zido útil. Pego ¿qué puede hazeg una sola pegzona? Zoy algo azí como la Pimpinela Ezcaglata, aquel noble inglez que…

—Bravo, bravo —murmuró tras ellos de modo áspero Shep, evidentemente conmovido en lo profundo.

—Ah, te conmueve el deztino de ezoz dezdichadoz, ¿no es ciegto, peguito? —preguntó La Damita, volviéndose hacia Shep. Rolf aprovechó la oportunidad para hablar en secreto a Baneen.

—¿Acaso se refiere a la Revolución Francesa? —preguntó el muchacho—. Yo creía que había ocurrido un par de siglos atrás.

—Así es —musitó Baneen, a tiempo que hacía aparecer un pañuelito verde con el que se secó la frente—. Sentimientos duendescos como los de la Condesa, una vez despiertos, no vuelven fácilmente a su cauce normal. Que esto sea una lección para ti, muchacho… bueno; debemos continuar, entonces…

—¡Ah, no, no, picarón! —dijo La Damita, tratando de asir con ambas manos a Baneen, que se desvanecía por completo—. Oh, ze ha ido. Pegdón. Monzieug Golf, pero debo encontgaglo.

Y a su turno, desapareció.

Rolf miró en derredor, pero no quedaban más que Shep y O’Rigami para darle explicaciones.

—¿Qué quieren los duendes que haga yo? —preguntó a O’Rigami.

—Ah, sí —respondió este con amplia sonrisa—. Necesitamos algunas piezas, tales como tlansistoles…

Sacó un casi invisible pedacito de papel de sus bolsillos. Pero el papel creció de modo extraño hasta trasformarse en una larga tira al tocar la mano de Rolf. Había en ella una lista de elementos manuscrita con toda claridad.

—Tlansistoles y algunos otlos componentes implescindibles —dijo O’Rigami—. Si fuelas tan amable como pala conseguílnoslos…

—Pero, un momento —objetó Rolf—. ¿Por qué no consiguen ustedes mismos estas cosas?

Baneen reapareció, esta vez solo, tras un débil estampido.

—Frío acero —dijo Baneen, simplemente—. Seguro; y los lugares donde se guardan están rodeados de acero por aquí, acero por allá. Es como si tuvieras que traer algo tremendamente necesario para ti, del mismo centro de un horno al rojo vivo.

—De acuerdo, entonces —dijo Rolf, que había quedado pensativo—. Pero ¿por qué debo traérselos yo?

—¡Eso, eso! —explotó Shep—. Cómo se les ocurre, ¡intentan utilizar al muchacho para sus canallescos fines! ¡Naturalmente, no es él quien será mandadero para un hato de duendes tunantes! Así se habla muchacho. ¡Díselo!

—No es lo que quise decir —dijo Rolf—. Lo que dije es que…

—Ah, bueno, lo que te preocupa es cuál es la forma que tendrá nuestra gratitud, ¿no es eso? —exclamó Baneen—. Ten por seguro, que no aceptaremos favor alguno sin dar algo a cambio. No, muchacho, no. Lo que te tenemos reservado es nada menos que el Gran Deseo; como lo oyes. El mismo e ilimitado deseo concedido al humano que sea lo bastante hábil para robar… ah, esto es, devolver el Gran Sacacorchos de Duendia, el símbolo de la verdadera realeza, si tal humano llegase a encontrarlo después de haberse perdido. Un solo deseo… lo que tu corazón anhele.

Hubo una insólita y silente explosión dentro del cerebro de Rolf. En un instante surgió la imagen de su padre y de una multitud mirándolo maravillados en el momento que él anunciaba que con un simple castañeteo de sus dedos limpiaría toda la contaminación del planeta; y él lo hacía. Pero Shep ya estaba rezongando tras el duende.

—¡No faltaba más! —resopló Shep—. Él rechaza este intento de soborno. No pensarán ustedes que un muchacho como este va a…

—Un momento, Shep —se apresuró a decir Rolf—. Baneen, ¿pueden ustedes salvar al mundo de la contaminación… quiero decir, limpiarlo de toda la contaminación y sanear para siempre el ambiente, si yo los ayudo?

—¡La promesa de este Baneen se cumplirá, no bien arribemos al momento en que nuestra cometa despegue sin tropiezos hacia nuestra bien amada Duendia!

—¿Me engañan mis oídos? —protestó Shep—. Rolf, muchacho, piensa bien antes de…

—¡Sin duda alguna! ¡Palabra del mismísimo Baneen! —gritó este rápidamente—. Oh, trato hecho, entonces, y que su recuerdo perdure cálidamente en nuestros corazones en los años venideros. Ahora, vete y consigue los transistores, o como quiera que se llamen, para mañana a la noche…

—¿Es este —clamaba Shep al cielo con acento trágico— el jovencito que he criado con toda clase de sacrificios de mi parte? El chico al que eduqué como si fuera mío…

—Ahora, Rolf, amigo mío —dijo deprisa Baneen—, ¿seguramente conocerás esa ferretería no más allá de diez cuadras de tu casa, que tiene transistores, y todos los elementos e instrumentos para radio, apilados como carbón en un depósito, dentro de sus muros?

—Oh —contestó Rolf—. Sí, claro. Pero… espera un momento. Esas cosas pueden costar mucho, y mi cuenta de ahorros…

—Rolf. Rolf —pitó Baneen—. ¿Crees que somos la clase de gente que se aprovecha de los ahorros de los amigos? ¡No, nunca! No saldrá de tus bolsillos un solo centavito para adquirir esos transistores. ¡Solamente tienes que estar esta noche alrededor de las diez frente a la ferretería, y haremos de modo que sea completamente simple para ti escurrirte dentro y obtener una y cada una de las cosas que necesitamos!