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Poco a poco, Rolf volvió en sí.

A través de los párpados aún cerrados, veía las cosas enrojecidas por el cálido resplandor del sol. Se apagó lentamente en su cabeza un zumbido, y en su lugar pudo oír dos voces que discutían. Una era profundamente grave y de acento puramente inglés. La otra, muy aguda, de tenor y bien irlandesa.

—… ¡so brutos! —resoplaba la voz profunda.

—Ah, ¡conque tú de nuevo! —replicó la vocecilla de acento irlandés—. ¿No sabes acaso que ahora nadie habla así? ¡En realidad, suenas exactamente igual al doctor Watson con Sherlock Holmes, hace más de cien años!

—¡Pues ustedes «son» unos brutos! —gruñó la otra voz—. ¡Hato de bribones! Además, ¿qué quieres decir con eso… hablar como hace cien años? Hablo como un caballero cabal, de buenos modales, de excelente educación, si se me permite decir…

—No es así —dijo con fastidio la vocecita irlandesa—, como no tengo la menor duda de que lo sabes bien. Es completamente artificiosa la manera de hablar que empleas, copiada de las últimas películas que viste en la televisión. ¡Puaj!

La voz grave volvió a gruñir, pero esta vez fue un verdadero gruñido.

—Vamos, vamos, no hay que precipitarse —chilló la vocecita irlandesa, que repentinamente pareció provenir de más alto—. En realidad, no quise ofenderlo, Mister Sheperton. De ningún modo.

Rolf entreabrió un párpado para ver qué ocurría. Y al instante prefirió no haberlo hecho.

Vio a Shep que con el labio enroscado y mostrando los dientes, miraba con fijeza hacia una mata. Flotando apenas sobre ella, suspendido en el aire, estaba un increíble hombrecito de no más de treinta centímetros de altura, con larguísimas orejas en punta y enormes cejas blancas, vestido con chaqueta verde de estiradas mangas y ajustados pantaloncitos que terminaban en pequeñas botas de punta aguda y corva.

Y era Shep el que hablaba ahora:

—¿Televisión? ¡Vaya con la impertinencia! Hablo así porque soy quien soy. ¿Que es un poco anticuado? ¡No hay ningún mal en eso!

—Por supuesto que no, Mister Sheperton. ¡Ninguno en absoluto! —dijo el hombrecito, aún flotando sobre la mata—. Tienes una encantadora manera de hablar, sin duda alguna; ya está todo dicho. Y si ahora hablan de igual modo en las películas de televisión, es seguramente porque están intentando lograr con precisión el estilo señorial, característico de un caballero como tú.

Shep se apartó de la mata. Su labio se desenroscó.

Rolf cerró nuevamente los ojos. No podía ser… aquello que él estaba viendo y escuchando. ¿Shep hablaba como un ser humano y un hombrecito verde le contestaba? Pero… debía haberse golpeado la cabeza contra una roca cuando cayó de la bicicleta. Entonces, las voces callaron. Seguramente, cuando abriera de nuevo los ojos, no vería más que al buenazo de Shep, gimoteando como cualquier vulgar perro, y tratando de lamerle la cara.

Pero…

—Dejémonos de tonterías, entonces —dijo la vocecita irlandesa, con total claridad—. Indudablemente, tenemos cosas mucho más importantes que discutir, ¿no es así?

Rolf abrió ambos ojos a la vez. El hombrecito flotaba sobre el suelo al pie de la mata. Shep se había sentado sobre sus patas traseras.

—¡Si te refieres al chico —dijo ásperamente Shep— no tenemos nada que discutir! Está bajo mi protección, ¿sabes? Y no lo compartiré con ningún bribón, con ninguna aparición, con ningún duende. Porque tú eres un duende, a pesar de tu trajecito verde y de tu verde pronunciación… Con respecto a mi modo de hablar, ¿qué tal el tuyo?

—Vamos, vamos, Mister Sheperton —dijo el duende, o quien fuera, con absoluta calma—. No desenterremos ahora viejos huesos para roer…

—¿Y por qué no? —refunfuñó Shep—. He pasado horas muy felices, ocupado en desenterrar.

—Solo quise decir que no necesitamos discutir cosas sin importancia —dijo el duende—. Es sobre el niño que debemos hablar. Un excelente muchacho…

—Naturalmente. Yo mismo lo eduqué —dijo Mister Sheperton.

—Eso está a la vista. No hay duda —dijo, apresurado, el duende—. Pero el caso es que el chico está en un apuro… eso no se puede negar.

—La vida no es un lecho de rosas —contestó duramente Mister Sheperton—. Hay que saber tomar lo bueno y lo malo.

—Seguro. Pero ¿por qué aceptar lo malo, si se puede tomar siempre lo bueno?

—¡Ayuda a templar el carácter, esa es la razón! —estalló Mister Sheperton—. Mira tú… como quieras que te llames…

—Baneen —dijo el duende.

—Mira, Baneen. Esto es cosa de seres humanos. ¡Saca de aquí tu narizota de duende entrometido! —continuó Mister Sheperton—. El chico ha pasado un verano difícil. Para empezar, todo su interés en los animales silvestres lo alejó de sus amigos. Luego, cuando nuevamente intentó ser sociable, apenas comenzadas las vacaciones, tuvo la mala suerte de fracturarse una pierna al saltar desde un trampolín. Estaba haciendo ostentación, es verdad, pero qué mal hay en eso…, y tuvo que pasar varias semanas enyesado. La mamá estaba ocupada con la hermanita pequeña. El papá, sumergido en su trabajo. Dejaron que el chico se las arreglara solo, justamente cuando comenzaba a meterse dentro de este asunto de la ecología y deseaba hacer algo de provecho en su vida… Muy bien. Él resolverá sus propios problemas de una manera u otra, y te agradeceré no interferir.

—¿Que «tú» me agradecerás? —chilló Baneen, brincando a unos pasos de la nariz de Shep, como bailando con sus botitas de punta curvada—. ¿Me lo agradecerás, entonces? Y si yo no debo interferir, ¿qué es lo que estás haciendo tú?

—Yo soy de la familia —gruñó Mister Sheperton—. Ahí está la gran diferencia.

—¿Ah, sí? ¿De veras? ¿Y eso te otorga derecho para impedir que el chico reciba toda la inmensa ayuda que le pueda dar?

En esto los ojitos de Rolf se abrieron totalmente.

—Cuando mucho, un toque, apenas un toquecito de magia de duende, y de inmediato él encontrará la solución a todos sus problemas, a todos sus sueños. Todo esto a cambio de una pizquita de ayuda, no una mano, sino apenas un meñiquito…

Mister Sheperton gruñó y se paró sobre sus cuatro patas. Baneen saltó hacia atrás un paso y comenzó a elevarse, alejándose de la tierra. Pero ambos quedaron congelados en sus respectivos sitios por una voz, intempestiva y amenazante:

—¡BANEEN!… ¿QUÉ HAS ESTADO HACIENDO HASTA AHORA, HOMBRECITO ESCURRIDIZO? —Otro duende surgió tras la mata—. ¿Qué pasa aquí? —inquirió—. ¿Y quién eres tú, perro?

—Sheperton. Mister Sheperton —respondió fríamente Shep.

Baneen echó una mirada sobre la tierra, y la rozó apenas con los pies.

—¡Ah, tú, querido Lugh! —dijo mientras conservaba un ojo vigilante sobre Shep—; Seguramente esta fiera me hubiese dado muerte cinco veces seguidas si no fuera por tus portentosos poderes, con los que has venido a rescatarme…

—¿Rescatarte? Eso depende de lo que hayas estado haciendo —prorrumpió el segundo duende—. Ahora bien, contéstame pronto o te pondré mediante un hechizo en un húmedo sótano por más de cinco mil años… ¡y tú sabes que puedo hacerlo! ¡Eso y cualquier otra cosa que me propusiese!

Rolf, que estaba tendido allí, mirando a los otros, creyó al pie de la letra todo lo que decía el recién llegado. Había algo totalmente convincente en aquel duende llamado Lugh, aunque al mismo tiempo resultara misterioso. Porque, de alguna extraña manera, Lugh aparecía como mucho más grande y terrible de lo que era en realidad.

Rolf le echó una mirada de soslayo, a la vez que se preguntaba si, después de todo, la caída de la bicicleta no había alterado su cerebro.

A simple vista. Lugh era un duende como Baneen. Bueno; no exactamente como Baneen Lugh era la mitad más alto, corpulento y ancho de hombros. Pero no era esto lo que lo hacía imponente. Y era imponente, sin duda alguna.

En cierto modo, si bien los ojos de Rolf insistían en que Lugh no medía más de medio metro, había algo en él que lo hacía diferente. Daba la impresión de estar hecho a la medida de un jugador profesional de fútbol: sólido, de recias mandíbulas, fuertes puños. Un temible oponente para cualquier ser que anduviese en dos o aun cuatro patas.

—¿Me oyes, hombrecito? —bramó ahora Lugh, blandiendo un puño bajo la nariz de Baneen—. ¡Habla, o irás abajo con hongos y escuerzos por más de cinco mil años!

—¡Vaya, pues! —dijo Baneen con voz temblorosa—. Tienes un carácter tremendo, realmente. Y yo que tan solo intento hacer algún bien, ya sea a hombre, a bestia o a duende, o a todos a la vez: ¡Ah, toda la incomprensión que he debido soportar la mayor parte de mi vida! ¡Los malentendidos de aquellos a quienes solo deseo hacer todo el bien que puedo!

—¡Habla! —ordenó Lugh con fiereza.

—¿Y qué estaba haciendo ahora, precisamente? —dijo Baneen con «rapidez»—. Como decía mi lengua, justo hace un momento, aquí estaba yo conversando con Mister Sheperton…

—¿Mister Sheperton? —Lugh pestañeó y volvió la mirada al perro—. ¡Ah, sí, Sheperton!

—¡Mister Sheperton! —gruñó Shep, amenazante.

—Bueno, bueno, que no haya un malentendido —dijo apresuradamente Baneen, interponiéndose entre el ovejero y Lugh—. Se trata, precisamente, de Mister Sheperton; así lo llamó la familia del muchacho cuando lo trajeron a la casa. Y era apenas un cachorrito, hace casi seis años.

Rolf parpadeó. Lentamente, desde lo más remoto de su memoria, surgió el recuerdo de aquel día cuando su padre trajera al perrito a su casa. Era verdad… el primer nombre que se les ocurrió para aquel cachorro lanudo de patitas torpes, que daba tropiezos sobre el piso de la cocina, había sido «Mister Sheperton». Ya entonces se veía un aire pomposo en ese cachorrito que se contoneaba, regordete. De ahí el nombre. Por supuesto, al abreviarlo, el original cayó en el olvido. Se le llamó «Shep».

—… y voy a presentarlos ahora —continuó Baneen—. He aquí a Lugh de la Larga Mano, Príncipe de todos los duendes en el exilio en este frío y húmedo planeta vuestro, no inferior a nadie, excepto Su Majestad Real, el Mismísimo Rey de Duendia… quiera que por mucho tiempo floten las nubes de polvo sobre su crepúsculo.

Baneen concluyó su breve discurso sonándose la nariz, visiblemente emocionado.

Mister Sheperton y Lugh tomaron en cuenta la presentación, gruñéndose toscamente el uno al otro.

—¡Príncipe soy, y a no olvidarlo! —dijo Lugh, agitando de nuevo su puño ante Baneen—. Si hay que hacer algún trato con los hombres, he de ser yo el encargado. ¿Entendido?

—Seguro, seguro —lo calmó Baneen—. ¿Cómo puedes pensar que yo pueda olvidar algo tan importante? Estaba tan solo preparando la cuestión para someterla a tu real consideración… no hay otra cosa. Porque, me dije a mí mismo, aquí hay un chico en apuros, y con apenas un toque de magia de duendes podemos remediarlos; hay un noble can a quien ayudar en el cuidado del niño…

—¿Ayudar? ¿Quién dijo que necesito ayuda? —protestó Mister Sheperton.

—Nadie, nadie; por supuesto. Era solo una manera de decir… —continuó Baneen—. Y acá estamos nosotros, exiliados de nuestro planeta natal, la hermosa, la bien amada, la reseca Duendia, en busca de un modo de retornar a sus encantadoras y polvorientas cuevas. Por qué no ponernos todos de acuerdo, pensé, y con el noble Lugh de la Larga Mano —el bien amado de Duendia, como solía él ser— urdir un plan, en la seguridad de que al final será la felicidad para todos.

—¡Al grano, oh Baneen! —rugió Lugh—. Mi paciencia se está acabando.

—No me queda más que una palabra por decir —contestó Baneen rápidamente—. Aquí estamos, perdidos desde hace miles de años en este húmedo planeta donde lo máximo que pueden elevarnos nuestros poderes mágicos es, a lo sumo, tres o cuatro metros en el aire. Y allá no más —Baneen señaló en dirección al LC-39—, hay un enorme y bellísimo cohete a punto de salir rumbo a Marte, planeta tan próximo, a Duendia; y he aquí un niño cuyo padre trabaja completamente dedicado a ese mismo cohete…

Un bramido de Lugh lo interrumpió. El duende miró a Rolf cuando fue mencionado por Baneen y —demasiado tarde—, Rolf se dio cuenta que estaba allí, apoyado sobre sus codos, los ojos bien abiertos.

—¡POR LA GRAN GEMA DE LA MISMÍSIMA DUENDIA! —rugió iracundo Lugh, mientras se aproximaba a Rolf a grandes zancadas. Parecía agigantarse a cada paso—. Has derramado sobre el muchacho polvo de Duendia, Baneen…, ¡y eso sin permiso de nadie, mucho menos de mí mismo! ¡Él ha estado aquí con los ojos bien abiertos todo el tiempo, viendo, escuchando y «entendiendo» todo lo que hemos hablado nosotros y el perro!