6
La topadora bramaba y traqueteaba como un demonio enfurecido con piel de acero amarillo. Claro que en vez de exhalar fuego lanzaba al claro cielo un sucio humo negro.
Arremetía bajando derecho a la Cañada de los Duendes, empujando por delante, con su enorme pala amenazante, un enorme montón de arena. Los duendes huían a todos lados entre gritos de terror y de ira. O’Rigami se enloquecía tratando de plegar su cometa antes de que las ruedas de la topadora la despedazaran. Baneen soplaba y resollaba y agitaba con violencia sus mágicas manos. La topadora ni siquiera redujo la velocidad, aunque el conductor estornudó una vez.
Rolf vio que la enorme máquina se le venía encima como una montaña móvil de arena que amenazara sepultarlo.
Mister Sheperton ladraba furiosamente. Baneen se elevó al aire revoloteando mientras chillaba:
—¡Es inútil, totalmente inútil! ¡Él no nos ve ni nos oye!
Y entonces tronó la voz de gigante de Lugh:
—EN NOMBRE DE LOS POLVORIENTOS CIELOS DE DUENDIA, ¿QUÉ ESTÁ PASANDO AQUÍ?
Antes de que nadie alcanzara a pronunciar una palabra más, Lugh alzó la mirada hacia la topadora que se acercaba. Sus cejas se unieron en un terrible ceño. Se le hincharon las mejillas y sus fosas nasales aletearon peligrosamente.
—¿Así que un feo y enorme monstruo mecánico? Pues ya veremos.
La topadora había llegado exactamente al borde de la Cañada, siempre empujando arena por delante. Parte de la arena se volcaba ya dentro de la Cañada y se derramaba encima de algunos duendes, que chillaban dispersándose en todas las direcciones. Las manos de O’Rigami volaban tan rápido que no se las podía seguir con la mirada, plegando la valiosa cometa. Rolf se erguía montado en su bicicleta, mientras Baneen flotaba más o menos a la altura de sus ojos y Mister Sheperton gruñía, tenso, a su lado.
Lugh adelanto la mandíbula y contempló airado a la máquina. Con los puños apoyados en las caderas de modo amenazador, se acercó a zancadas junto al monstruo atacante, con furia e ímpetu en cada uno de sus tiesos pasos de diez centímetros de largo.
—¿Qué piensa hacer? —se extrañó Rolf.
—No será… —empezó a decir Baneen, que luego se metió ambos puños en la boca mirando a Lugh con ojos desorbitados. Descendió velozmente y puso pie en el suelo arenoso…
Lugh tendió el brazo derecho, señalando a la amarilla topadora, su voz se tornó potente y terrible.
—¡QUE CAIGA SOBRE TU CABEZA LA GRANDE Y ATRONADORA MALDICIÓN DE DUENDIA!
Baneen se desvaneció.
Mister Sheperton resopló casi como si estornudara.
Rolf soltó un hipo.
Y la topadora se detuvo lentamente. Su bramido se convirtió en retumbo, después en chirrido. El tubo de escape, que soltaba humo, pareció estremecerse y después lanzó a veinte metros de altura una lámina de llama azul. Se cortaron ambas correas de la topadora y todas las ruedas se cayeron.
El conductor gritó algo descabellado y saltando de su asiento como si se le incendiasen los pantalones, se zambulló de cabeza en la arena. El motor de la topadora se disolvió en una enorme nube de humo. Los costados metálicos de la máquina se desplomaron, convirtiéndose en herrumbre al llegar al suelo. La máquina toda pareció desplomarse como un globo cuando pierde el aire.
En menos de un minuto nada quedaba, salvo un conductor asustadísimo y un revoltijo de maquinaria humeante y herrumbrada que desaparecía rápidamente en la arena.
Lugh asintió una sola vez con la cabeza, tal como un hombre cuando sabe que ha puesto fin a una tarea y lo ha hecho bien.
—Que esto sea una lección para todos ustedes —declaró con firmeza—, tanto duendes como hombres y animales. Lugh el de la Larga Mano no se deja maltratar.
Rolf no hacía más que mirar asombrado. Ya no quedaba nada de la topadora; apenas si una tenue columna de humo marcaba el sitio donde antes estaba. El conductor estaba sentado en la arena como quien no da crédito a nada de todo eso aunque lo hubiera presenciado. Rolf vio que era un hombre joven de pelo largo negro y tez bronceada por el sol. No cesaba de menear la cabeza, mirando con fijeza el lugar donde había estado la topadora.
Mientras Rolf observaba, Baneen se movió y se incorporó tambaleante, usando la pierna de Rolf para apoyarse.
—Ya temía yo que Lugh invocara la Gran Maldición. Es de extrañar que no nos haya sepultado a todos con su magia terrible.
Otro hombre se acercaba corriendo al conductor de la topadora. Era de más edad y le brillaba de sudor la negra piel donde la camisa abierta mostraba el pecho.
—Eh, Charlie, ¿para qué paraste? ¿Dónde está la topadora?
Charlie extendió un brazo tembloroso, señalando.
—Es… estaba aquí mismo… —balbuceó.
—¿Estaba? —repitió el negro mientras miraba con rapidez en derredor—. ¿Y ahora dónde está?
—Desapareció. Se disolvió. Se deshizo y se fue en herrumbre… así no más —respondió Charlie, tratando de castañetear los dedos sin conseguirlo.
El negro se agachó a recoger un diminuto fragmento de metal pintado de amarillo deshecho en herrumbre.
—¿Qué se herrumbró? —repitió con voz súbitamente aguda por la impresión—. Una topadora entera no se herrumbra de pronto.
—Pues esta lo hizo.
Charlie miró con fijeza a su compañero antes de extenderle los brazos y levantarlo de un tirón.
—Vamos, amigo. Estuviste demasiado tiempo al sol. Mejor salgamos de aquí antes de que pase el avión patrullero de los guardabosques.
Mientras los dos hombres se alejaban por la cuesta, Lugh vociferó dirigiéndose a los demás duendes:
—Bueno, ¿para qué se están allí parados con la boca abierta? Vuelvan todos al trabajo antes de que los convierta en hongos venenosos.
Por todos lados parecieron brotar de la arena duendes que empezaron a trajinar de un sitio a otro. O’Rigami se puso a desplegar otra vez su cometa con tanta calma como si nada lo hubiese incomodado.
Baneen elevó la voz:
—Lugh, mi principesco protector, tú no querrás que ese gran montón de arena quede allí, ¿verdad? .
—Bien dicho. Elimínalo, embustero. Y también las huellas de la bestia.
Baneen sonrió muy contento y bailó en pequeño círculo alrededor de sí mismo.
—Ah, sí, no los queremos tan cerca de nosotros otra vez, ¿o sí? Ni siquiera para tapar sus propias huellas.
Al levantar la vista, Rolf vio que el montón de arena se esfumaba y vibraba al calor del ardiente sol. Antes de que alcanzara a pestañear tres veces, la montañita había desaparecido por completo. Y con ella los rastros dejados por las correas de oruga de la topadora.
—¿No les extrañará que hayan desaparecido sus huellas? —inquirió Rolf.
—Oh, no, muchacho —repuso Baneen con animación—. Los hombres jamás cuestionan su buena suerte. Solo les extraña la mala suerte.
—Pero tal vez deberían dejar las huellas —insistió Rolf—. Así tendré algo para mostrar a las autoridades cuando informe de esto.
—¿Informar? ¿Informar, muchacho? Sin duda no hay nada que informar —se apresuró a contestar Baneen—. Esa máquina mortífera ya no es más que un montoncito de herrumbre y los villanos mismos se han ido. O en verdad quizá no fueran villanos para nada, sino un par de seres humanos venidos de la estación de guardabosques cercana para cumplir sus obligaciones, no más.
Mister Sheperton gruñó volviendo la cabeza de modo que él y Baneen quedaron cara a cara, casi tocándose.
—¿Puedo preguntar, entonces, por qué estaban tan ansiosos por alejarse antes de que llegara el próximo avión patrullero?
—Es cierto —admitió Rolf.
—Hummm. Sí que dijeron algo parecido, ¿verdad? —Baneen inclinó la cabeza a un lado como pensando—. ¡Esos bribones! Pensar que iban a echar arena dentro de nuestra Cañada, nuestro único y pequeño refugio en toda la faz de este vasto y líquido… Pero vamos, vamos, lo más sabio es dejar las cosas como están. Ya se han ido.
—Pero no pueden permitir que se salgan con la suya haciendo algo semejante aquí, en el corazón mismo del refugio de Vida Natural —dijo Rolf—. No tengo más remedio que denunciarlos. ¿Y si regresan?
—Oh, vamos, no van a regresar nunca jamás —repuso Baneen.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió Rolf.
—Pues me lo dice mi segunda visión duendesca. Por cierto que… —Baneen cerró los ojos y, pensativo, se tocó la nariz con la punta de un verde dedo.
—Veo esta Cañada… y la playa… mañana… y al día siguiente… —Abrió los ojos—. Ni señales de los pillos ni de otros de esos temibles monstruos mecánicos. Puedes tranquilizarte, muchacho, y no inquietarte más.
—¿Por qué te empeñas tanto en que no los denuncie? —quiso saber Rolf.
—Sí —rezongó Mister Sheperton—. A ver, contesta eso. No estás diciendo todo lo que sabes. Basta de embustes de duende, Baneen. ¿Quiénes son esos hombres y qué se traen entre manos?
—¿Y qué te hace pensar que lo sé? —preguntó a su vez Baneen.
—Sé que lo sabes —replicó el perro.
—¿Ah, sí?
—Pues sí.
—¡Jum! Estos ingleses con sus aires de superioridad…
Mister Sheperton lanzó un gruñido grave y amenazador. Baneen se apartó de él velozmente para ocultarse detrás de Rolf.
—En fin… no digo que sepa nada con certeza. Pero… bueno, sin duda no habrá ningún mal en mostrarles algo.
Baneen fue trotando hacia el borde opuesto de la Cañada, y Rolf lo siguió cruzando la cuesta por unos pequeños altozanos de arena rumbo a la playa.
Mientras caminaba junto a Rolf, Mister Sheperton gruñó:
—Ese bribonzuelo verde sabe mucho más de lo que nos ha dicho.
—Pero… —repuso Rolf entrecerrando los ojos para eludir el resplandor del deslumbrante sol que se reflejaba en la arena blanca—. Si realmente supiera qué pasa, ¿habría dejado que la topadora se acercara hasta casi sepultar la Cañada?
Mister Sheperton pareció menear la cabeza.
—Quién sabe lo que es capaz de hacer un duende… salvo que será malo para cualquier ser humano que esté cerca.
Rolf se volvió para mirar con fijeza a Baneen que iba muy cerca. El muchacho ya podía oír el siseante retumbar de la marejada y sentir en la cara la picante brisa marina. Empezó a subir corriendo hacia donde se encontraba Baneen; el duende se dio vuelta y se llevó a los labios un dedo; le hizo señas para que se agachara.
Reventando de curiosidad, Rolf se acercó reptando a lo alto de la duna. Así tendido atisbó entre la hierba. Mister Sheperton se echó a su lado, jadeando húmedamente en la oreja del muchacho.
A primera vista, la playa tenía un aspecto absolutamente común. Pero Rolf vio que alguien había cavado en ella un estrecho canal, y colocado sobre este una especie de puente. Cubría el puente una fina capa de arena. La marejada rompía a lo lejos, por lo menos cien metros delante del canal.
—Alguien erigió allá un rompeolas, como una barra de arena submarina —dijo Rolf.
—Sí —asintió Mister Sheperton—. Y un lugar donde traer una embarcación y ocultarla bajo ese puente de arena.
—Camuflaje.
El tableteo de un motor hizo que Rolf volviera la cabeza hacia la derecha. Una embarcación cruzaba el mar entre resuellos, encaminándose hacia el canal disimulado. Mientras los tres observaban, la embarcación llegó y de su cubierta bajaron dos marineros de aspecto sucio, con camisas harapientas y pantalones cortos, quienes la sujetaron bien a los postes que sostenían el puente.
—Ellos son los villanos que nos enviaron la bestia mecánica —murmuró Mister Sheperton—. Querían más arena para cubrir su puente y echar en su rompeolas.
En la cubierta apareció otro hombre. Era rollizo y de cara redonda. Vestía chaqueta azul y pantalones blancos, y hasta coronaba su cabeza con una airosa gorrita de capitán. Con voz chillona dio órdenes a los dos marineros, que ya estaban otra vez en la embarcación, sudando y forcejeando con unas pesadas cajas.
—Vamos, pronto —les chilló el capitán con desagradable voz aguda—. Quiero tener almacenados aquí todos los telescopios y binoculares, así podremos usar todo el espacio para llevar gente el día del lanzamiento. ¡Muévanse, muévanse!
—Eso es, entonces —comentó Mister Sheperton—. Ése es el que inquietaba a tu padre. Traerá turistas para que observen el lanzamiento desde aquí, desde la playa.
—Sin embargo, algo más debe haber —objetó Rolf—. No se tomarían tantas molestias por un cargamento de turistas dos o tres veces al año.
—¡Muy cierto! ¿Qué dices de eso tú, duende? —preguntó Mister Sheperton a Baneen.
—En fin —respondió Baneen, incómodo; la verdad es que el de gorra de marino trae de vez en cuando gente con armas para cazar y pescar.
Rolf sintió repentinas náuseas; mentalmente veía imágenes del pelícano pardo y los lechoncitos ensangrentados y masacrados.
—¡Pero esto es un Refugio! —exclamó con vehemencia—. ¡Es la única parte del ambiente natural que está desprotegida por aquí! ¿Y tú dices que no vas a denunciar a alguien así? .
—Es que nunca les hemos permitido hacer daño a las bestezuelas y avecitas —replicó Baneen con presteza—. Desde que estamos nosotros aquí, ninguno de sus cazadores ha logrado ni una sola presa…
—¡Lo mismo da! —declaró Rolf—. No me importa lo que hayan estado haciendo ustedes. Yo voy a denunciar a ese sujeto y su tripulación.
—¡No, muchacho, no puedes! —respondió Baneen—. Vamos, escúchame. No debemos tener policía y guardabosques y demás andando por toda la playa y pisoteando nuestra Cañada.
—Lo siento, pero esto es algo que debo hacer y basta —adujo Rolf.
—Pero me escucharás un momento antes de hacerlo, ¿verdad? —imploró Baneen—. Aguarda un solo segundo, Rolf, mientras yo traigo a alguien que pueda exponer nuestro desesperado alegato mejor que yo…
—No le prestes oído, hijo —gruñó Mister Sheperton.
—De todos modos, no veo cómo han logrado evitar que se los vea antes —dijo Rolf.
—Debe ser bastante fácil ver esa mancha de aceite y ese humo de barco desde un avión de guardabosques.
Y se volvió para mirar a Baneen con suspicacia.
—¡Vamos, vamos! —exclamó el duende—. Hemos utilizado en favor de ellos un levísimo toque de magia, claro está… apenas lo suficiente como para impedir que se los vea. Nada invisible, fíjate. Solo una pequeñísima distracción o dos para hacer que los patrulleros guardabosques miren a otro lado cuando vuelan sobre el ruido y la suciedad. Pero aguarden aquí un minuto…
Y desapareció con un leve estallido.
—No lo esperemos, Shep… quiero decir Mister Sheperton —propuso Rolf.
—¡De acuerdo! —rezongó Mister Sheperton—. Ya estoy harto de las mentiras y evasivas de ese tunante…
Con un nuevo estallido, Baneen regresó a la existencia, arrastrando consigo a otro duende… que también vestía de verde, es cierto, pero con una larga y triste capa azul verdosa sobre los hombros, larga cabellera negra colgando bajo el sombrero y un estuche de violín bajo el brazo.
—Rolf, permíteme… —resopló Baneen, sin aliento— presentar a este grandioso… músico duende… O’Kkane Baro.
El otro duende se quitó el sombrero y, barriendo el suelo con él, hizo una airosa reverencia. Su rostro era bien parecido, aunque mágico.
—¡Glorioso es conocerlos! —exclamó con voz sonora y grave—. ¡Glorioso! Si no se me estuviera rompiendo el corazón, bailaría de júbilo. Pero ¿quién baila en un mundo como este? ¡Díganmelo!
Y se sentó lúgubremente en la arena, dejando a un lado el estuche de violín. Rolf lo miraba pasmado.
—¡Chist! —le susurró al oído Mister Sheperton—. No te dejes engañar tampoco por este pillo. Es un duende gitano. ¿Sabes qué quiere decir «Hokkane Baro» en idioma romaní?
—Ah, sí que se está rompiendo de veras el corazón de nuestro pobre amigo —dijo Baneen, pesaroso—. Cuántos miles de años ha vivido ya con la única esperanza de volver a ver Duendia…
—¡Ah, Duendia, mi luz, mi bella! —exclamó O’Kkane Baro con voz resonante, tapándose los ojos con una mano—. No volver a verte jamás. ¡Jamás… jamás!
—Hokkane Baro significa —susurró Mister Sheperton con severidad— «el gran truco», un juego con el que ellos solían estafar a los campesinos crédulos.
Rolf asintió con la cabeza. No tenía dudas de que Mister Sheperton estaba en lo cierto. Pero la desdicha de O’Kkane Baro era tan convincente que Rolf empezó a sentir una punzada de remordimiento a pesar suyo.
—La verás —dijo el moreno duende—. No te preocupes.
—Ah, pero ¿la verá? —dijo Baneen—. Ahora que tú estás tan decidido a denunciar lo que has visto. Sin duda bastarán unos minutos después de que las autoridades vengan a merodear por aquí para que nuestra magia se arruine y nuestra última posibilidad de recobrar Duendia se pierda para siempre.
—Ah… —dijo O’Kkane Baro descubriéndose los ojos—. Pero ¿por qué llorar? —continuó, abriendo los brazos—. Riamos… ¡ja, ja, ja!
Rolf pensó que nunca en su vida había oído una risa tan triste.
—¡Sí, riamos! —exclamó O’Kkane Baro mientras se incorporaba—. ¡Riamos, bailemos, alegrémonos! ¡Música!
Y dio unas palmadas; al sonar estas, se abrió la tapa del estuche y de él salió un violín tamaño duende que subió volando al aire. Lo seguía un arco tamaño duende que se acomodó sobre las cuerdas.
—¡Toca, gitano! —ordenó O’Kkane Baro dando un pisotón en la arena. El violín comenzó a tocar una melodía alocada, emocionante—. Llora, gitano… —y el violín acometió de pronto unos gimientes acordes. Las lágrimas empezaron a correr por las mejillas de O’Kkane Baro—. Duendia… hermosa Duendia… nunca volveremos a verte… —sollozó.
La música era avasalladora. También Baneen lloraba. Por la nariz de Mister Sheperton también corrían lágrimas, y Rolf pestañeaba desesperadamente para contenerse de llorar como ellos.
—Esperen… —imploró Rolf—. Esperen…
—¿Para qué esperar? —gimoteó Baneen—. Todo ha terminado. Y tan solo porque alguien no pudo aguardar dos días para denunciar a unos bribones. ¡Ah, la raza toda de los duendes despojada de su última, última posibilidad! ¿No dije yo que cuidaríamos de que ningún animal o ave sufriera daño? Pero ¿acaso eso ablandó el duro corazón de alguien a quien no hace falta que mencione? No…
—¡Espera! —dijo Rolf, tragando saliva—. Está bien. Dos días. Puedo aguardar dos días… pero ¡paren ese violín!
—¡Ah, sí, detén al instrumento, O’Kkane Baro! —sollozó Baneen—. Tampoco yo puedo soportar casi ese dolor.
Llorando, O’Kkane Baro hizo un ademán al violín, que dejó de tocar y se introdujo de nuevo en el estuche, junto con el arco. En el silencio llegó a oídos de todos una voz aguda, la del capitán del barco.
—… ¡allí! Allí mismo, sobre aquel risco. ¡No se queden allí quietos, vayan a buscarlos! ¡Ya oyeron la música que salía de allí hasta hace apenas un segundo!
Incorporándose de un salto, Rolf se asomó sobre la cima de la duna. Los dos marineros a quienes habían visto, seguidos de cerca por el capitán del barco, venían hacia la duna. Cuando vieron a Rolf, todos prorrumpieron en gritos.
—¡Me descubrieron! —exclamó Rolf—, ¿y ahora qué haremos?
—Intenta un antiguo ardid de los duendes, muchacho —aconsejó a sus espaldas la voz de Baneen—. ¡Huye!