10

El lanzamiento estaba fijado para las diez de la mañana, Hora Diurna del Este. A las siete y media de esa mañana, cuando Rolf y Rita se encaminaban en sus bicicletas hacia el Refugio, con Mister Sheperton siguiéndolos de cerca, colmaban ya los caminos vehículos llenos de gente que había ido a observar el despegue del cohete a Marte.

En los ríos Indio y Banana había pequeñas embarcaciones ancladas con la misma finalidad. Y, a varios kilómetros de la costa, en las hondas aguas del océano, había incluso dos o tres grandes navíos con pasajeros que habían ido a ver el acontecimiento.

—Al menos los cazadores furtivos no podrán causar ningún problema —gritó Rolf a Rita mientras ambos pedaleaban—. Gracias a Baneen, el barco de ellos todavía está en reparaciones.

—Y ¿cómo vamos a entrar en el Refugio? —objetó Rita—. Habrá coches policiales y de vigilancia por todos lados… ya está totalmente rodeado.

Por un instante, Rolf no contestó. Estaba ocupado en acomodar el póster enrollado sobre el manubrio de su bicicleta. El póster era demasiado largo para ser llevado sin riesgo detrás.

—Baneen nos esperará a medio camino y nos ayudará a entrar —repuso por fin.

—¿Haciéndonos invisibles? —preguntó Rita.

Encogiéndose de hombros, Rolf contestó:

—No sé. La magia duende es muy extraña. A veces funciona muy bien, pero precisamente cuando más se la necesita…

Un automóvil sedan gris, con insignias oficiales al costado, salió de entre los demás vehículos y se les acercó al costado del camino. Rolf y Rita llevaron a un lado sus bicicletas. A Rolf le latía el corazón con violencia al recordar la noche anterior. «¿Me habrá reconocido el guardia, después de todo?». Pero el automóvil pasó de largo junto a ellos; los dos oficiales que iban adentro ni siquiera lo miraron.

Con un fuerte suspiro de alivio, Rolf comenzó de nuevo a pedalear.

—Oye —dijo Rita acercándosele— es una lástima que los duendes se vayan. Son bastante graciosos.

Rolf la miró pestañeando. Advirtió que venía pensando en algo desde hacía tiempo. No sabía con certeza cuándo se había empezado a inquietar al respecto. Posiblemente fuera poco después de lo sucedido con la topadora, allá en la Cañada, cuando tanto Lugh como Baneen admitieron que no les agradaban personas como el capitán de barco que había estado trayendo gente al Refugio ilegalmente, y contaminando el ambiente. No podía expresarlo en palabras, pero algo lo preocupaba con respecto a los duendes.

—Tienes razón —dijo a Rita—. No sé si es bueno que ellos se marchen…

—Mejor estaremos sin ellos —gruñó Mister Sheperton.

Rita seguía mostrándose alarmada cada vez que oía hablar a Mister Sheperton. Podía aceptar a los duendes, pero eso de que el perro hablara parecía sorprenderla siempre.

—A ver, escucha, Shep… digo, Mister Sheperton —dijo Rolf con irritación—. Sé que no siempre se puede confiar en que Baneen y los demás digan la verdad exacta, pero aun cuando no hayan estado en la Tierra millones de años o lo que sea, lo cierto es que hace mucho que andan por aquí: Quién sabe si no los necesitamos…

En ese momento pasaban junto a un automóvil que, con todas las ventanillas abiertas, avanzaba con suma lentitud entre los vehículos agolpados. Se oyó entonces la aguda vocecilla de un niño:

—Está hablándole a su perro, mamita. Mira, le está hablando a su perrito.

—Sí, querido —respondió la voz distraída de una mujer—. Qué amable de su parte.

—¿Necesitar a los duendes? —inquirió Rita mientras seguían andando por la colmada ruta—. Pero si no hacen más que causar problemas. Creí que ellos mismos lo admitían.

—Eso dice Baneen —admitió Rolf—. Pero me pregunto hasta que punto eso es puro alarde…

—¿Cómo arrojarse de un trampolín alto? —sugirió secamente Mister Sheperton.

—Viejo, ¿ya no sabes decir nada agradable? —exclamó Rolf con enojo.

—No se puede confiar en los duendes —insistió Mister Sheperton—. Los necesitamos como una pulga necesita insecticida. Mira un poco lo que te han hecho: casi te han convertido en ladrón y te hicieron introducirte en la plataforma de lanzamiento. Vaya, si te hubieran atrapado…

—Pues no me atraparon —contestó Rolf—. ¡Y no por la ayuda tuya!

Rita intentó cortar la discusión volviendo al tema inicial.

—Si necesitamos a los duendes, como tú dices, ellos deben saberlo, ya que tienen la capacidad de ver el futuro. ¿Por qué se van, entonces?

—Eso me gustaría averiguar —admitió Rolf—. El «verdadero» motivo de su partida. Tengo la sensación de que ya me lo han dicho, pero de un modo muy solapado, indirecto, a lo duende. Algunas cosas que dijeron Lugh y Baneen… No logro determinar exactamente qué es. Si supiera por qué se van en realidad, tal vez podría convencerlos.

—Convencer de algo a un duende —murmuró Mister Sheperton, junto a la bicicleta de Rolf—. Es como convencer a la Luna de que abandone el cielo. Son demasiado expertos en convencer a los demás, no es posible convencerlos a ellos. ¡Si quieres persuadir de algo a un duende, tienes que mostrarle pruebas que lo sean de veras!

Rolf se limitó a sacudir la cabeza, sintiéndose muy confuso.

—Ah, vaya, hemos llegado, y muy buenos días a todos —dijo la voz de Baneen.

Bajando la vista, Rolf vio al duende instalado de nuevo en el manubrio de su bicicleta. Esta vez notó que Baneen estaba sentado en el mango de plástico del manubrio, no sobre el acero mismo.

—No temas, hijo —le dijo Baneen con un guiño—. Ninguno de esos que pasan en sus humeantes coches puede verme ni oírme. Como tampoco pueden oír la quejosa voz de Mister Sheperton.

Shep le gruñó.

—¿Cuánto hace que estás allí? —preguntó Rolf.

Baneen se había dado vuelta para hacerles unas caras horribles a la gente que pasaba en sus vehículos. Meneaba las grandes orejas puntiagudas, cruzaba los ojos, se estiraba la boca con los verdes dedos y sacaba la lengua. Nadie advirtió para nada su presencia, pero varias personas empezaron a estornudar a su paso.

—¿Cuánto hace que nos escuchas? —quiso saber Rolf.

—Pues vine tan pronto como pude, aunque estoy sobrecargado de obligaciones en esta gloriosa mañana de nuestra partida —respondió Baneen—. Pero es cierto que acabo de llegar. ¿Por qué lo preguntas, muchacho?

—Quería saber, no más —contestó Rolf.

—¿Cómo vas a lograr que pasemos frente a las patrullas que impiden la entrada de gente en el Refugio? —inquirió Rita.

—Ah, eso sí que no es problema —repuso Baneen, sonriente—. Den la vuelta por aquí…

Sacaron las bicicletas a la saliente del camino, conduciéndolas a la arena apisonada. Mister Sheperton los siguió.

—Y una pizca de polvo duende… —Baneen arrojó con la mano algo invisible; el mundo pareció convertirse por un instante en una blanca niebla lechosa—. ¡Y ya está! —exclamó Baneen al despejarse la niebla.

En efecto, Rolf vio que se encontraban en la Cañada de los Duendes.

Pero las cosas eran distintas. Para empezar, no había correteos ni prisas. Pequeños atisbas y vistazos de duendes que andaban por allí, como de costumbre, pero que parecían moverse trabajosamente, como buceadores en el fondo del mar. Los vistazos que tuvo Rolf de sus caritas puntiagudas permitieron verlos con expresiones insólitamente serias y entristecidas.

Los únicos dos totalmente visibles eran O’Rigami —con aspecto tan impenetrable como siempre— y Lugh, que con gesto adusto contemplaba todo en general, más severamente aún que de costumbre.

Bajando de su bicicleta, Rolf entregó el póster a O’Rigami. Tan grande era el póster, que casi derribó al duende.

—Aaah, muchas glacias —dijo O’Rigami, trastabillando un poco bajo el peso del póster. Hizo una cortés reverencia; luego se volvió y dio un golpecito al póster, que flotó en el aire, se desenrolló y se desplegó pulcramente sobre el arenoso suelo de la Cañada—. Excelente —continuó O’Rigami—. No es plecisamente lo que necesitamos, pero se acelca bastante. ¡Tejedoles duendes, adelante y al centlo! —agregó dando palmadas.

Hubo una especie de correteo semivisible en derredor y encima del papel extendido. Mirando con fijeza la escena, Rolf comprobó que le recordaba lo que ve quien conduce entre la niebla; es como si se intuyera que hay algo cerca antes de verlo realmente.

Para cualquier ojo humano era imposible ver exactamente qué pasaba, pero Rolf creyó poder distinguir que algo más bien invisible era armado encima del póster, colocado con la imagen hacia arriba. Algo así como el temblor de ondas calóricas fluyó a través del póster, de una a la otra punta; luego, lentamente, se asentó y cesó.

—¡Excelente! —dijo O’Rigami a los laboriosos duendes, casi invisibles—. Ahola, agalal bien.

Evidentemente esta parte de la tarea requería gran esfuerzo, ya que una doble hilera de duendes se tornó visible en los bordes superior e inferior del póster. Con las lenguas apretadas entre sus dientes color lima, los pies bien separados y las mejillas hinchadas por el esfuerzo, asían fuertemente algo que estaba como veinte centímetros por encima del póster mismo.

—¿Listos? —preguntó O’Rigami.

Las figuritas semivisibles se afirmaron. De pronto uno de los que estaba en la punta inferior del póster perdió pie y cayó. Como fichas de dominó, cayó también toda la hilera que bordeaba la parte de abajo del póster.

—¡Cuidado! ¡Cuidado! —exclamó O’Rigami—. Agalen bien otla vez.

La hilera de la parte inferior del póster se formó de nuevo.

—Ahola —gritó O’Rigami—, tles veces, según cuente yo. ¿Listos? ¡Uno!

Ambas hileras de duendes semivisibles alzaron y bajaron los brazos. Algo brumoso —una lámina de bruma— se formó en derredor de ellos, sobre el póster a la altura donde ellos crispaban las manos.

—¡Dos! —gritó O’Rigami.

Todos volvieron a subir y bajar los brazos, acompañados por un coro de minúsculos gruñidos y jadeos. Rolf se dio cuenta súbitamente de que ellos estaban haciendo lo mismo que solían hacer él y sus amigos, en la playa, cuando sacudían la arena de una manta. Salvo que esta «manta» era una fina película de bruma y que en ella no había arena.

—«¡Tles!» —vociferó O’Rigami, saltando del suelo con las manos alzadas sobre la cabeza.

Los duendes que sujetaban quién sabe qué, lo sacudieron una vez más con fuerza y luego cayeron de espaldas, tornándose visibles tal como yacían, aparentemente, exhaustos. También se había hecho totalmente visible lo que antes sostenían: era como un fino velo azul de magnífica tela con trazos blancos. Bajó flotando y se posó exactamente encima del póster.

O’Rigami lanzó un suspiro de satisfacción mientras se adelantaba al borde mismo de aquel objeto semejante a un velo.

—Vaya, ¡si es un plano! —exclamó Rita.

En efecto: lo que había en el suelo, aunque parecía hecho de una seda exquisitamente bella, tenía todo el aspecto de un plano técnico muy complicado.

—Pol supuesto —dijo O’Rigami a Rita—. ¿Qué espelabas, una manta de playa?

—Pero ¿cómo pudieron obtener eso del póster? —preguntó Rolf mirando el plano con extrañeza.

—Vamos, vamos, muchacho —respondió bruscamente Baneen—. Es tan sencillo como encantar a una princesa. El póster fue hecho con diseños de la espacionave real, ¿no es cierto? Y como la espacionave a su vez fue construida sobre planos, ¿no quiere decir esto que la forma de los planos vivía en el diseño de la espacionave, y que la forma de la espacionave vivía en el diseño del póster? Lo semejante es igual, como solía decir uno de esos geómetras griegos. Claro que solo la habilidad de los duendes tejedores pudo extraer el diseño y hacerlo visible.

—Oh —dijo Rolf, a quien le zumbaba la cabeza.

Habría dicho más, pero O’Rigami acababa de sacar una bolsita con transistores y otros artículos que Rolf había obtenido en la ferretería.

—Y ahola —dijo el Gran Ingeniero—, aglegamos al plano los conectoles, colectamente magicados, con lo cual lo enelgizamos y…

Arrojó al aire el puñado de pequeños componentes electrónicos. Estos flotaron sobre el plano, descendieron a él y desaparecieron. Todos salvo un diminuto trozo de alambre, que se detuvo en una punta y correteó en círculos por el plano. O’Rigami lo señaló con un dedo, golpeó el suelo con un pie, el alambre dio un brinco, se precipitó a su posición adecuada y desapareció con un leve estampido.

—Conexión establecida —continuó O’Rigami—. Ahola adhelimos los planos activados a la espacionave humana y a la cometa espacial.

Dio una palmada. El plano desapareció, dejando tan solo el póster intacto. O’Rigami se volvió hacia Lugh y se inclinó.

—Listo pala subil —anunció.

Lugh tenía peor gesto que nunca. La expresión de su rostro habría detenido a un elefante de gran tamaño en plena embestida. Lo único que tenía de bueno era que no parecía dirigirse a nadie en particular.

—Listo, ¿no? —gruñó Lugh—. Muy bien pues, ¿qué esperan todos ustedes? ¡Subamos a bordo y sacudamos de nuestras botas de duendes la basura y el asfalto de este malhadado mundo!

Hubo como una inquieta ondulación en el aire de la Cañada y de pronto los duendes se tornaron visibles, cientos de ellos, miles de ellos, todos con aire descontento.

—¿Qué están esperando? —bramó Lugh—. ¿Acaso no les dimos su oportunidad hace casi dos mil años? ¡SUBAN!

Y como luces diminutas que se apagaron en derredor de Rolf, Mister Sheperton y Rita, las hordas de duendes comenzaron a desaparecer, dejando a la Cañada vacía con una extraña y dolorosa soledad que Rolf pudo sentir concretamente. Era una sensación como nunca había imaginado antes. De pronto las últimas palabras pronunciadas por Lugh cobraron sentido para él y entendió por qué los duendes abandonaban realmente la Tierra, y por qué le correspondía a él detenerlos.

—¡Esperen! —exclamó.

Pero ya se habían ido todos los duendes de la Cañada, salvo Lugh, O’Rigami y Baneen. Mientras Rolf gritaba, O’Rigami hizo una cortés reverencia a los dos seres humanos y al perro, y desapareció. Lugh lo hizo casi en el mismo instante y Baneen se volvió trasparente, parpadeando como la llama de una vela que se está por apagar.