7

Rolf echó una veloz mirada a los dos robustos marineros que trepaban la duna en pos de él. Luego echó a correr bajando por el lado opuesto de la duna, pero la arena suelta le impedía ir más rápido.

Mirando por sobre el hombro vio que los marineros habían llegado a lo alto de la elevación y no les faltaba mucho para alcanzarlo. Y ganaban terreno con rapidez.

Baneen iba de un lado a otro, corriendo excitado en círculos y agitando las manos indefenso.

¿Y Mister Sheperton?

Rolf oyó que el perro ladraba furiosamente tal como ladraba a los automóviles que pasaban demasiado rápido por la calle donde ellos vivían. Al volverse un poco, Rolf vio que Mister Sheperton arremetía contra los dos marineros mostrando los dientes, que tenían un aspecto feroz aunque su cabeza pareciera un estropajo enredado.

Los marineros retrocedieron un instante. Mister Sheperton los sorprendió, tal vez hasta los asustó. Después uno de ellos extrajo de su cinturón algo largo y amenazante. Rolf no logró distinguir si era un cuchillo o una porra.

—¡Shep… no!

Pero Mister Sheperton no retrocedía. Mientras Rolf estuviera en peligro y él consciente, el perro atacaría a los marineros.

—¡Baneen… haz algo!

De pronto la boca abierta de Mister Sheperton empezó a lanzar espuma. Su ladrido comenzó a sonar más bien como gárgaras.

Al marinero que empuñaba el palo o lo que fuera se le abrieron muy redondos los ojos.

—¡Un perro rabioso! —vociferó, y girando sobre sí mismo echó a correr hacia el reparo de la embarcación. Su amigo lo acompañó.

Mister, Sheperton corrió tras ellos, lanzándoles mordiscos a los talones, hasta que ellos llegaron a lo alto de la duna. Entonces se detuvo y les ladró varias veces más. Rolf entendió lo que decía Mister Sheperton:

—¡Y no vuelvan más! ¡Tunantes! ¡Cobardes!

Convencido de que todo estaba como era debido, Mister Sheperton bajó trotando por la colina de arena para reunirse con Rolf y Baneen. Solo entonces advirtió Rolf que si el perro realmente lanzaba espuma por la boca, quería decir que estaba gravemente enfermo.

—Shep… ¿estás…?

—No sé cuántas veces habrá que decirte que me llamo Mister Sheperton —respondió el perro, un poco irritado y sin aliento—. Y tú, Baneen, si te parece, hazme el favor de sacar esta ridícula crema de afeitar que me pusiste en la cara. Tiene gusto a lima agria. Aj.

—Ah, con un héroe tan magnífico como tú, Mister Sheperton, casi no fue necesario que yo hiciera nada —repuso Baneen. Luego agitó los dedos y la espuma se secó instantáneamente, convirtiéndose en copos cristalinos que fueron arrastrados por el viento.

Y de pronto Rolf se echó de rodillas y abrazó al viejo perro hirsuto.

—Shep, Shep… creí que estabas enfermo.

Esta vez Mister Sheperton no corrigió al muchacho. Se quedó sentado dejando que Rolf lo abrazara. Hasta movió la cola una o dos veces. Por fin dijo con tono algo turbado:

—Bueno, jrump… Supongo que será mejor alejarse de aquí antes de que esos pillos cobren valor para volver.

De regreso a la Cañada, Baneen no cesó de hablar sobre la cometa espacial de O’Rigami y lo maravilloso que sería retornar a Duendia.

—Y lo más maravilloso de todo —continuó el duende mientras danzaba ágilmente en la arena— es que tú mismo estarás a cargo total del lanzamiento del gran y poderoso cohete. El hombre más importante de todos, ese serás tú, Rolf amigo mío. Jem… una vez que hayas unido la cometa al cohete correctamente, por supuesto.

Rolf asintió con la cabeza. Pero interiormente se preguntaba cómo podría llegar al cohete de su padre y unir la cometa, aun cuando O’Rigami la hiciera invisible. La magia de los duendes no iba a bastar para esa tarea.

A medida que los tres se acercaban a la Cañada, Mister Sheperton permanecía extrañamente callado. Rolf veía duendes que correteaban de un lado a otro, ocupados en mil trabajos inadivinables. Lugh se erguía en el medio como de costumbre, en un pequeño montículo de arena, señalando aquí, gritando allá, con la diminuta cara de bulldog enrojecida de tanto poner mal gesto, erizados los pelos de la barbilla.

Rolf levantó su bicicleta y se despidió de Baneen. Bailoteando muy contento, el duende le recordó:

—No vayas a olvidarte de mañana. Mañana O’Rigami tendrá terminada la magnífica cometa, y mañana por la noche tú estarás ayudando a juntarla correctamente al cohete. ¡Ah, Duendia, país de mi juventud! Pronto estaremos gozando otra vez de tus polvorientos placeres.

—Claro —replicó Rolf mientras subía a la bicicleta—. Mañana.

Pedaleando subió y se alejó de la Cañada de los Duendes y llegó otra vez al camino que conducía a la carretera. Pero cuando pensaba en los hombres del barco y en su propia promesa de no denunciarlos, notaba en su interior una desagradable sensación de vacío.

El padre de Rolf tampoco volvió a casa a cenar esa noche. Tras ayudar a su madre a limpiar la cocina, Rolf salió a dar un paseo. El sol estaba bajo al sudoeste, la brisa traía ya un poco de la frescura del anochecer.

Mister Sheperton se le acercó despacio, pero Rolf le dijo:

—No, Shep. Quédate. Quiero pensar, no discutir.

El perro murmuró algo sobre llamar a los demás por su nombre correcto, mientras regresaba a la casa trotando muy tieso.

Rolf salió a la angosta acera que lindaba con el jardín y echó a andar lentamente calle abajo.

—¿Hasta dónde me estoy metiendo en esto? —susurró para sí—. Parece tan descabellado. Para empezar, ¿y si algo sale mal cuando esté ayudando a los duendes y me atrapan?

En esa parte de la ciudad había un solo árbol digno de treparse: un recio y viejo roble que había estado creciendo quizá cincuenta años antes de que se construyeran las casas y se instalaran las calles. Por milagro había eludido a topadoras y constructores, probablemente porque parecía demasiado grande y sólido para ser derribado con facilidad.

Ese árbol estaba casualmente junto a la vieja casa de dos pisos de los Amaro, cerca de la ventana de Rita. Rolf vaciló en la oscuridad, al pie del árbol, recordando cuántas veces había trepado hasta allá para hablar en secreto con ella, mucho antes, cuando ambos eran realmente chicos. Pero ahora necesitaba hablar otra vez con ella y el árbol parecía tan trepable como siempre.

Ascendió con facilidad, pero comprobó que había crecido demasiado para reptar sobre la rama que prácticamente rozaba la ventana de ella. Y la ventana estaba cerrada, porque en la casa se había instalado aire acondicionado poco tiempo antes.

«No puedo utilizar nuestra antigua señal», recordando el modo en que él silbaba, igual que un pájaro. «¿Cómo puedo llamarla?».

Mientras él se acurrucaba sobre la rama grande, junto al tronco del árbol, Rita abrió la ventana y dijo por sobre el hombro:

—Bueno, mamá. Ya abrí la ventana. Avísame cuando vuelva a funcionar el acondicionador de aire y la volveré a cerrar.

Rolf creyó oír a Baneen riendo por lo bajo entre las sombras del árbol.

—¡Oye, Rita! —susurró.

Ella retrocedió un poco, sorprendida.

—¿Rolf? ¿Qué haces allí?

—Quería hablar contigo.

Ella sonrió y a Rolf le gustó más eso que la luz de la luna.

—Como solíamos hacerlo —repuso ella—. Aguarda un minuto.

Desapareció un momento adentro y luego, reptando, salió a la repisa de la ventana.

—Oye, no… esa rama no puede sostener…

Pero Rita ya tenía sobre la rama una pierna enfundada en blue-jeans.

—No soy tan pesada como tú.

«Ni tan cautelosa», pensó Rolf. Pero ella trepó a la rama. Esta se inclinó y osciló bajo su peso, pero Rita avanzó con toda calma hasta quedar sentada junto a Rolf, sana y salva.

—Hace muchísimo tiempo que no hacemos esto —dijo muy contenta.

—Sí —respondió Rolf. Era divertido. Casi lo retrotraía dos años atrás, antes de que empezara a ir solo al Refugio.

Con más seriedad, Rita dijo:

—Empezaba a pensar que ya no te gustaba más. En los últimos tiempos has estado tan alejado. Lamento haber dicho que eras raro.

Rolf había olvidado eso.

—Oh, no importa.

—Lo cierto es que has estado obrando de manera extraña. ¿Me entiendes?

—Puede que sí…

Rolf no sabía por dónde empezar, cómo decírselo. Por un momento permanecieron simplemente allí, con los pies descalzos colgando al fresco aire del anochecer.

—Rita… —dijo luego Rolf—. Escucha. Hay eh… algo para lo cual necesito tu ayuda.

—Claro, Rolf. ¿De qué se trata?

—Tu padre sigue estando en el turno de la noche, ¿verdad?

—Sí —repuso ella, y agregó con orgullo—. Ha sido ascendido a sargento. Ahora tiene a sus órdenes todo un turno de guardias.

—Pero aún trabaja en la misma plataforma de lanzamiento, ¿no?

—Sí…

Vacilando un momento más, Rolf decidió finalmente largarse:

—Mira. Necesito acercarme al cohete. Llegar a la plataforma superior de la torre de verificación. Mañana por la noche.

—¿Mañana por la noche? —repitió Rita, escandalizada. La oscuridad impedía distinguir la expresión de su rostro—. Pero ¡es la noche anterior al lanzamiento! A nadie se le permite…

Con lentitud y tanto cuidado como pudo, Rolf explicó a Rita lo de los duendes y que estos querían utilizar el cohete a Marte para que los ayudara a regresar a Duendia.

Explicaba muy serio lo de O’Rigami y la cometa espacial cuando Rita se echó a reír. Al mirarla extrañado la vio reír con tal fuerza que él tuvo que tender una mano para evitar que se cayera de la rama. Le subían y bajaban los hombros y se tapaba la boca con la mano para no hacer tanto ruido, porque si no los sorprenderían sus padres. «¡Mmmpff, mmppfff!», se le oía hacer detrás de la mano.

—Oye, no es gracioso —dijo Rolf.

—Oh, Rolf —dijo ella con voz ahogada—. Cuando quieres burlarte de alguien sí que eres capaz de hacerlo…

Y comenzó a reír de nuevo por lo bajo.

—No es broma, mi encantadora doncella.

Era la voz de Baneen que provenía de detrás de la oreja de Rolf.

Volviendo levemente la cabeza, Rolf vio que el duende estaba posado sobre su hombro. Cosa extraña, él no sentía peso alguno sobre el hombro. Después, mirando de nuevo a Rita, advirtió que los ojos se le habían abierto muchísimo. Su risa se había interrumpido. Tenía la boca abierta y no pestañeaba.

—Concédeme el gran placer de ser presentado a esta encantadora damita —continuó Baneen…

Siempre sujetando a Rita por un brazo, Rolf anunció:

—Este es Baneen… uno de los duendes. Baneen, esta es Rita Amaro.

—Encantado, por cierto —dijo Baneen y se quitó la gorrita verde al hacer a la muchacha una larga y amplia reverencia.

Rita recuperó la voz.

—¡Eres… eres real!

—Tan real como tus bellos ojos pardos, Rita niña mía. Y tan alegre como tu hermosa risa. Pero todos los duendes de este vasto y monótono mundo estarían más tristes que el croar de un sapo de pantano si no fuera por este excelente y valeroso muchacho.

—Oh, Baneen, vamos —protestó Rolf.

—¿Quieren… quieren realmente que Rolf junte esa… esa cometa con… con el cohete a Marte?

—¡Exacto! —le sonrió Baneen—. ¡Qué jovencita más lista! Sí que has entendido enseguida, preciosa.

—Yo estaré a cargo de la cuenta regresiva final —agregó Rolf—. Tendré que demorar el lanzamiento seis minutos a partir de la hora programada para el despegue. ¿No es así, Baneen?

—Eso calcula O’Rigami… aunque francamente no tengo cabeza para los números y no sé con certeza si seis minutos son la cifra exacta. Pero ¿qué importa si son seis minutos o sesenta? Ese cohete no saldrá hasta que tú lo digas, Rolf, amigo mío.

Rita se mostró consternada.

—Rolf, ¡podrías desbaratar el lanzamiento entero!

—Oh, no —le aseguró Baneen—. Tan solo un pequeñísimo retraso y un leve desvío. Ningún problema en absoluto.

Ella sacudió la cabeza diciendo:

—Esto podría ser realmente grave.

—Lo haré —dijo Rolf con voz queda.

Estuvo a punto de hablarle del Gran Deseo que le habían prometido los duendes. Entonces recordó que ella siempre había admirado al padre de él… a quien, era obvio, no le interesaba la ecología.

—Te digo que no hay nada que temer —repitió Baneen—. Vaya, con la magia de los duendes en acción podríamos hacer que se durmieran durante quince días todos los del centro de lanzamiento… ah, pero no queremos hacer eso, pese a estar desesperados.

—Tienen que salir de nuestro planeta y volver a Duendia —dijo Rolf—. Y yo los ayudaré.

—No comprendo por qué…

—Pues muchacha, te diré, se trata de Lugh… qué zoquete corpulento y fanfarrón. Un duende de pésimo carácter. Pésimo carácter —se estremeció Baneen—. Es un príncipe duende, sabes. Pero nuestro rey, Hamrod el Cruel, siempre se estaba burlando de Lugh. Le encantaba ver al grande y robusto Lugh de la Larga Mano ponerse rojo de frustración y cólera. Por eso Lugh robó el Gran Sacacorchos de Duendia, se tomó a sí mismo y a todo su séquito… todos nosotros… y en un solo gran esfuerzo mágico nos trajo a todos a la Tierra hace ya miles de años.

Rolf y Rita escuchaban fascinados.

—Y bien, una vez a salvo aquí en este espantoso planeta aguachento, Lugh descubrió dos cosas. Una, que había por aquí muchos humanos torpes para ser pasto de «sus» bromas. Lugh ya no estaba a merced de Hamrod; ahora él tenía humanos a la suya. Se dio vuelta la situación, por así decirlo. Pero la segunda cosa que descubrió fue que aquí en este acuoso lugar, la magia de los duendes es lastimosamente débil… les diré que el agua arruina la magia… de modo que nuestras artes llegan a ser meras travesuras. Resultan aguadas.

—¿Cómo lo de eliminar una topadora? —preguntó Rolf.

—Sí, la Gran Maldición. Lastimosa, ¿verdad? Pues en la segura y polvorienta Duendia, cuando se invoca la Gran Maldición, estallan cuarenta cometas y las estrellas bailan durante un mes. Pero aquí… —la voz de Baneen bajó hasta convertirse en un melancólico susurro— pues, casi no podemos hacer otra cosa que pequeñas travesuras. Detener relojes, hacer que las máquinas anden mal, cosas parecidas. Ni siquiera la gran magia de Lugh puede levantarnos a todos al mismo tiempo del suelo más de tres metros. Por eso necesitamos ese potente cohete de ustedes para que nos ayude a regresar a Duendia.

Rita inquirió:

—Pero ¿por qué quiere Lugh volver a Duendia si el rey de ustedes es tan antipático con él?

—Ah, ese es el meollo de todo —repuso Baneen mientras se frotaba con la ceja la comisura de un ojo—. Qué muchacha lista eres, Rita. Mira, es que bajo todo ese mal genio y esa fanfarronería de Lugh late un corazón de oro de las hadas. Sabe qué desdichados hemos sido todos los duendes aquí, en la vieja Tierra empapada, y está dispuesto a sacrificarse para salvarnos a todos. Dudo que podamos durar otros pocos cientos de años más aquí en la Tierra, con tanta agua en derredor. Lo dudo intensamente, que sí.

—Yo no sé… —dijo Rita, indecisa.

—Ah, pero yo sí sé lo que hará Lugh si no consigue ayuda humana para nuestro retorno a Duendia —continuó Baneen con voz estremecida—. Será terrible. Utilizará hasta la última pizca de magia de los duendes para hacerles lo más desgraciada posible la vida a ustedes, los humanos. Cuántas veces le oí murmurar —y la voz de Baneen cobró algo de la honda aspereza que tenía la de Lugh—: «Si no podemos usar ese cohete para volver a Duendia, los humanos jamás llegarán a usarlo para llegar a Marte».

Le tocó a Rolf el turno de escandalizarse.

—¡Eso no me lo dijiste! Quieres decir que si no los ayudamos…

—Lugh impedirá que el cohete parta —terminó Baneen en su lugar—. Y él sí que tiene poder para hacerlo. Ese gran cohete se quedará allí criando musgo antes de que Lugh lo deje ir.