11
—¡Baneen, espera! —volvió a gritar desesperadamente Rolf.
Por un segundo pareció que Baneen se hubiera ido casi. Después se tornó sólido de nuevo.
—Perdóname, muchacho —dijo con suavidad—, pero no puedo esperar. Ya es tiempo de que nos vayamos todos, y me esperan a bordo de la cometa espacial. Adiós…
Una sola lágrima le corrió por el costado de la nariz. Levantó una mano en señal de saludo y empezó a desvanecerse otra vez.
—Un minuto… por favor. Baneen… ¡solo un minuto! —gritó Rolf—. ¡Escucha! ¡Ya sé por qué se van! ¡Pero no hace falta que lo hagan!
—Adiós… —cantó tristemente Baneen. Mientras se volvía cada vez más indistinto, dijo:
—Un largo adiós a la Tierra. —Cambió bruscamente de tono y, casi sonriendo, agregó—: Y Rolf, hijo mío, lamento haberte engañado para que nos ayudaras. Era nuestro único modo de partir, ya sabes.
—Eso no tiene importancia —insistió Rolf—. Lo que importa es que… ¡sé por qué se van! ¡Y no es necesario que lo hagan!
—Ah, sí. Lástima que… ¿que sabes «qué»? —exclamó Baneen, recobrando a medias su sólida visibilidad.
Rolf apenas podía mantenerse quieto; Rita, lo miraba con asombro. Mister Sheperton, sentado en el suelo, mascullaba algo.
—¡Te digo que sé por qué se marchan ustedes, los duendes! —repitió desesperadamente Rolf—. ¡Y no es necesario! Vuelve, Baneen. ¡Escúchame aunque sea un minuto!
Baneen volvió a brillar con luz mortecina, se desvaneció casi por completo y luego se volvió cada vez más sólido hasta que de nuevo lo tuvieron delante, tan real como ellos mismos.
—Oye, hijo, es inútil tratar de engañar a un duende. Por cierto que sabemos todas las tretas desde que tus antepasados se pintaban de azul y se ocultaban en cuevas.
—¡No es una treta! —insistió Rolf—. Realmente sé por qué vuelven a Duendia. Me lo habría imaginado antes, pero tú no cesabas de repetirme que la Tierra no les gustaba nada y que Duendia era muy bella. Pero en realidad a todos ustedes les gusta la Tierra, ¿verdad?
—Ah, ¿qué importa ya? En menos de un minuto estaremos todos a bordo de la cometa espacial y listos para la partida. Mira…
Baneen señaló con un minúsculo dedo verde. La bruma de la Cañada parecía estar disolviéndose. Bueno; no disolviéndose exactamente, sino contrayéndose, apretujándose en una bola de lechosa blancura que se empequeñecía cada vez más ante la mirada de Rolf y los demás.
—¿Ves? —continuó Baneen—. El portal mágico se cierra. Tengo que trasponerlo antes de que se contraiga del todo y yo quede aquí varado mientras mis hermanos y hermanas vuelan de regreso a Duendia.
Y avanzó de costado hacia la esfera blanca que se contraía.
Rolf lo aferró por el flaco brazo diciendo:
—Si tanto odiaban la Tierra, ¿por qué no se marcharon siglos atrás?
Baneen se mostró evidentemente incómodo.
—Pues como ya te dije, hijo, hay una humedad que impide que nuestra magia nos eleve sino a poca distancia sobre el suelo. Éramos totalmente impotentes hasta que a ustedes, los humanos, se les ocurrió construir cohetes espaciales…
La esfera blanca lechosa tenía ya el tamaño de una gran pelota de playa.
—¿Ustedes los duendes nada tuvieron que ver con que inventáramos los cohetes? —inquirió Rolf.
—Pues bien —repuso Baneen, retorciéndose para zafarse de Rolf—, quizá dimos a la idea un empujoncito de vez en cuando. Con lo del señor Da Vinci, y esos amigos chinos, y más tarde el señor Goddard…
La esfera tenía el tamaño de una pelota de basket. Baneen tironeaba procurando apartarse de Rolf.
—Espera —dijo este—. Escúchame. Todo fue obra de Lugh, ¿verdad? A todos ustedes había llegado a gustarles esto, pero Lugh no quería tener nada que ver con los seres humanos a menos que fuesen perfectos, ¿cierto? Trató de hacer que los seres humanos se atuvieran a una prueba en la que ni siquiera los duendes podían triunfar en esta época. Y cuando no pudieron hacerlo, decidió llevarlos a todos ustedes de regreso a Duendia… pero ahora ninguno de ustedes quiere realmente ir. Todos ustedes son duendes «terrestres»… ¡por ejemplo tú, tan irlandés al hablar que cualquiera creería ver brotar tréboles en ti! ¡O’Rigami, japonés hasta la médula! O’Kkane Baro, que probablemente sea más gitano que duende, según me parece a mí. Y La Damita, no solo francesa hasta lo increíble, sino envuelta en un fragmento de historia terrestre que no significará nada allá en Duendia. ¡No me digas que todos los demás quieren realmente abandonar la Tierra! ¡Es solamente Lugh! ¿O no?
—S-sí… —tartamudeó Baneen… e inmediatamente se tapó la boca con una mano—. ¿Qué digo? Calumnio a mi propio Príncipe… pero es verdad. Claro que es verdad, Lugh pretendía que no nos relacionáramos con los humanos si estos no eran capaces de demostrarse dignos de esa relación. Es cierto que casi todos nosotros hemos hecho algo, aquí y allá, cuando surgía la oportunidad, pequeños ardides para encauzar a tus congéneres en la dirección adecuada. Pero de poco sirvió, ya que Lugh los empujaba con fuerza para que se apresuraran a desarrollar sus máquinas y sus motores, y todo lo demás, hasta que tuviesen algo que pudiera llevarnos de regreso a Duendia como pasajeros secretos. Pero ¿cómo pudiste saber lo de Lugh, muchacho?
—Porque yo también era así —respondió Rolf—. Todo este año estuve haciendo exactamente lo mismo. Mi madre estaba muy absorbida por mi hermanita menor y mi papá tenía que trabajar noche y día para este lanzamiento, pero yo les reprochaba a los dos por no poder dedicarme tanto tiempo como antes. Esperaba que fueran perfectos en lo que a mí concernía, cualesquiera que fuesen sus otras obligaciones. Finalmente comprendí lo que estaba haciendo al ver que Lugh hacía lo mismo. Nunca logró olvidar cómo eran las cosas en Duendia y quiso que la Tierra fuese una copia de Duendia. Pero no lo es… y él tiene que aceptarlo, tal como yo tengo que aceptar a mi propia familia.
Soltó el brazo de Baneen, pero entonces el duende permaneció inmóvil, mirándolo con fijeza.
—¡Alabado sea! —exhaló Baneen—. Si Lugh pudiera oírte… quizá todavía cambiara de idea. Pero… —y el duendecito se retorció las manos— ahora jamás se detendría por ninguna simple palabra…
—¡Yo lo detendré! —ladró Mister Sheperton—. ¡Los detendré a todos, ya verán!
Y diciendo esto, el perro dio un brinco hacia el portal mágico.
—¡No! —chilló Baneen.
Pero Mister Sheperton se abalanzó, atravesó el portal y desapareció, y detrás de él el portal se frunció y se contrajo. En cuanto se perdió de vista la cola de Mister Sheperton, la esfera blanca lechosa desapareció del todo.
—¡Arruinó el portal! —clamó Baneen—. ¡Y arruinará la cometa espacial del otro lado! —Luego los ojos se le dilataron realmente de terror—. Y ¿cómo voy a subir a bordo? ¿CÓMO VOY A SUBIR A BORDO?
Rolf se quedó simplemente inmóvil, aturdido. La primera en recobrar los sentidos fue Rita.
—¿Cuánto tiempo nos queda antes de que despegue el cohete? —preguntó.
Eso hizo reaccionar a Rolf, que miró su reloj pulsera.
—¡Oh, no! ¡Quedan solo seis minutos!
Baneen correteaba de un lado a otro, angustiado, bajándose las cejas hasta la boca y masticándoselas mientras mascullaba:
—Jmlggmmmgrmll…
Rolf lo tomó del hombro.
—¡Baneen! ¿Puedes hacer que lleguemos a la plataforma de lanzamiento en menos de seis minutos?
El duende se sacudió.
—Pues podría… no, eso no daría resultado. O si… no, eso no sirve…
—¡Pronto! —exclamó Rita—. ¡Tiene que ser enseguida!
—Solo hay un modo de lograrlo —declaró Baneen mirándolos desde abajo—. Pero significa que tendré que ir con ustedes… y hay tanto hierro y acero… —Se estremeció.
—¡Es necesario! —insistió Rolf.
Baneen cuadró los hombros.
—Tienes razón, muchacho. No queda otra cosa por hacer. Aunque signifique mi fin, qué importa un solo pobrecito duende cuando…
—¡Termina! —gritó Rita—. ¡Pongámonos en marcha!
—¡De acuerdo! —exclamó Baneen—. Suban los dos a sus bicicletas…
Y ascendió planeando hasta posarse en el manubrio de Rolf.
—¿Las bicicletas? —preguntó Rita.
—Nos quedan solo seis minutos —dijo Rolf.
—Confíen en mí —dijo Baneen con una sonrisa casi santa en su rostro de duende.
Aquel viaje en bicicleta no tuvo igual en la historia del mundo. En el instante en que los pies de los jóvenes tocaron los pedales, las bicicletas partieron como automóviles de carrera y fueron cada vez más rápido. Las matas y las dunas de arena parecían pasar velozmente junto a ellos.
—¡Allí está ya el camino! —gritó Baneen por sobre el bramido del viento. Con una mano diminuta se aferraba al mango de plástico del manubrio, y con la otra se mantenía el sombrero encasquetado en la cabeza—. ¡Síganlo hasta llegar a la base!
Rolf calculó que iban por lo menos a cien kilómetros por hora… y derecho hacia la doble hilera de vehículos que seguían colmando la carretera.
—Vamos a chocar —gritó Rolf mientras apretaba los frenos de mano.
Pero no logró reducir en nada la velocidad de su bicicleta. Él y Rita —con Baneen tomado de una mano— se precipitaban directamente hacia los vehículos que transitaban por la carretera.