Epílogo. Alfonso VI y el Cid: el monarca y el héroe

Las relaciones entre el rey y su vasallo

A lo largo de esta biografía hemos citado reiteradamente, como no podía ser menos, al caballero Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, y es que ambos, Alfonso y Rodrigo, fueron casi rigurosamente coetáneos. En páginas interiores señalábamos como fecha más probable del nacimiento de Alfonso VI el año 1047 o 1048, y ya en nuestra biografía del Cid Campeador razonábamos como año natalicio más probable del héroe uno comprendido entre 1048 y 1050.

En los cinco decenios que sus vidas coincidieron sus destinos se cruzaron muchas veces. Hubo entre ellos entendidos y desentendidos, muchos acuerdos y graves desacuerdos, aunque ambos se movieran en categorías sociales muy diversas: Alfonso siempre fue infante o rey, y su grandeza fueron sus aciertos en los más graves asuntos de estado que se le plantearon; Rodrigo fue el combatiente, el campeador, el caudillo siempre victorioso en todos los combates y frente a todos los enemigos con los que tuvo que cruzar sus armas.

Alfonso se ganó el respeto y la veneración de sus súbditos y de sus coetáneos como monarca; Rodrigo se conquistó la admiración de los hombres de su época, tanto de amigos como de enemigos, por sus siempre venturosas hazañas militares, primero como campeador o combatiente triunfador en el campo de los juicios de Dios, y luego caudillo y conductor de una mesnada, siempre vencedora en las más adversas circunstancias.

Los historiadores siempre han visto en Alfonso un monarca, mimado de la fortuna o de la providencia, a quien dos oportunas muertes le brindaron, primero, los tres reinos, Castilla, León y Galicia, que su hermano Sancho había sabido reunificar, y luego la extensión de sus dominios por La Rioja, Álava, Vizcaya, la mayor parte de Guipúzcoa y buena parte de Navarra. Sin embargo, si la fortuna lo mimó y le regaló extensos territorios, también supo Alfonso VI ampliar su reino desde las orillas del Duero hasta más allá del río Tajo y resistir las acometidas almorávides, consolidando ese avance. La conquista de la imperial Toledo, la capital de la monarquía visigoda, hizo del reino castellano-leonés el más poderoso de la Península, superior a sus hermanos cristianos y a los musulmanes peninsulares.

En esta lucha frente al Islam, Rodrigo fue de hecho el genial colaborador de Alfonso. El Campeador, sin disponer de los medios militares y económicos de Alfonso, sólo con su espada supo apoderarse de la ciudad de Valencia y crearse un auténtico reino en tierras levantinas. En él resistió en tres ocasiones, siempre con éxito, a otros tantos grandes ejércitos almorávides. La prodigiosa resistencia del Cid en Valencia constituyó la mayor contribución a la seguridad del Toledo de Alfonso.

Alfonso VI fue también el monarca que tomó la clarividente decisión de insertar espiritualmente su reino en la cristiandad europea. Con él cayeron todas las barreras culturales que habían mantenido casi cuatrocientos años al reino astur-leonés de espaldas a la evolución de Europa. A partir de Alfonso, Castilla y León fueron unos reinos más dentro de la comunidad cultural europea. A su modo también el Cid, como jefe militar que era, participó de esta apertura a otras culturas: en su mesnada reunía hombres de todos los reinos cristianos de España y musulmanes de Zaragoza; su administrador era un musulmán; y cuando tuvo que elegir un obispo para su ciudad de Valencia entregó el cargo a don Jerónimo, un clérigo francés del séquito del cluniacense borgoñón don Bernardo, arzobispo de Toledo.

Algún historiador ha querido ensalzar la figura del Cid Campeador contraponiéndola a un rey Alfonso envidioso y rencoroso con el mejor de sus vasallos, que no supo aprovechar las extraordinarias cualidades del genio militar que el destino puso a su disposición. Creemos que estos rasgos alfonsinos no responden para nada a la realidad; desde su posición regia, Alfonso no tenía por qué envidiar a uno de sus vasallos, que si no era un simple infanzón, tampoco pertenecía a ninguna familia condal o magnaticia. La distancia social entre soberano y vasallo era demasiado grande para que cupiera en el monarca ese ruin sentimiento.

En cuanto a rencor, todo lo contrario: el rey Alfonso supo honrar al Cid con un matrimonio casi regio, le puso al frente de hasta siete tenencias o gobiernos simultáneos y, olvidando la desolación de La Rioja, le restituyó en su gracia hasta el fin de sus días. También supo Alfonso utilizar, llegada la ocasión después del desastre de Zalaca, las eximias cualidades de Rodrigo al encomendarle la restauración del protectorado castellano en Levante; no cabe olvidar que fue precisamente el rey Alfonso el que envió al Cid a Valencia, al teatro de su gloria. Sin embargo, antes de emitir ninguna otra valoración vamos a presentar la vida de nuestros dos personajes tejida en torno a sus relaciones personales.

Rodrigo goza de todo el aprecio y confianza de Sancho II y de Alfonso VI

Parece que Rodrigo Díaz de Vivar recibió su formación caballeresca en la corte de Fernando I, como paje del hijo primogénito del monarca, el futuro Sancho II. Allí conocería al infante Alfonso, que tendría también su propio séquito de pajes e hijos de nobles como su hermano mayor.

Muerto en 1065 el rey Fernando, Sancho convertido en rey de Castilla y Alfonso en rey de León, Rodrigo, al servicio como castellano del rey Sancho, tuvo que enfrentarse al lado de su rey en dos ocasiones con las fuerzas leonesas mandadas por Alfonso. En ambas la victoria fue castellana. Rodrigo se distinguió como portaestandarte de Sancho, pero no hay ninguna constancia de que en ninguna de las dos ocasiones entrara en contacto singular con el rey Alfonso.

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Asesinado Sancho en 1072 ante los muros de Zamora y aceptado Alfonso como sucesor de su hermano en el reino castellano, el nuevo rey acogió benévolamente desde el primer instante a Rodrigo en su séquito de magnates castellanos. Dos años después cumple el rey con su deber de proporcionar honroso matrimonio a su vasallo y negocia su enlace matrimonial con Jimena Díaz, hija del conde de Asturias y emparentada con el propio rey, pues la madre de doña Jimena era prima carnal del rey Alfonso.

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Cuando después de su matrimonio el Cid visita Asturias con su esposa, en el año 1075, Alfonso VI designa a Rodrigo como juez junto con el obispo de Palencia y el gobernador de la región de Coímbra en un litigio en el que las partes enfrentadas eran nada menos que el obispo de Oviedo y el conde Vela Ovéquiz. Designación que honra al Campeador y reconoce su pericia jurídica y su prudencia. Durante esta visita a Asturias, Rodrigo acompaña al rey, y junto con el monarca confirma al gobernador Sisnando y otros magnates la solución dada al litigio que los infanzones de Langreo mantenían con el propio monarca.

Todavía serán más patentes las muestras de aprecio y confianza con que el rey distingue al infanzón castellano cuando en el otoño del año 1079 le ponga al frente de la embajada que se dirige a Sevilla para hacer efectivo el cobro de las parias que su rey taifa, al-Mutamid, debía abonar cada año a Alfonso VI. La presidencia de estas embajadas sólo era confiada a grandes magnates del reino que gozaban de todo el favor del soberano, como queda de manifiesto en la otra embajada que ha salido al mismo tiempo a cobrar las parias que debía abonar el rey de Granada, al-Mudaffar, que iba presidida por el conde García Ordóñez, el gobernador de La Rioja.

Por las parias los reyes de taifas no sólo compraban la seguridad de no ser atacados por el monarca cristiano que las cobraba, sino también una protección frente a los ataques o exigencias de terceros. Conforme a este principio, durante la estancia de Rodrigo en Sevilla, el rey moro de Granada, apoyado por García Ordóñez y los nobles que le acompañan, entra en son de guerra en tierra del rey de Sevilla; entonces al-Mutamid reclama del Campeador que detenga o rechace la invasión, conforme a la obligación que le imponen las parias que está cobrando.

El Campeador en un principio envía sus cartas a los atacantes rogándoles que por la reverencia y respeto a que estaban obligados con el rey Alfonso, su señor, no avanzasen en son de guerra contra un protegido del rey cristiano, como era al-Mutamid de Sevilla. Las tales cartas sólo merecieron la befa y el desprecio de los invasores, que confiaban en la clara superioridad de sus fuerzas.

En esta coyuntura Rodrigo no vacila: con la mesnada que le acompañaba desde Castilla y con los hombres que al-Mutamid puso a su disposición salió al encuentro de los atacantes con los que topó cerca de Cabra. Allí, en un durísimo combate que duró varias horas, acabó deshaciendo y poniendo en fuga al ejército enemigo; entre los prisioneros se contaba el conde García Ordóñez y los nobles que le acompañaban, a los que el triunfador retuvo durante tres días como cautivos, poniéndolos en libertad tras despojarlos de sus tiendas y demás pertenencias.

Esta sería una triste victoria para Rodrigo, pues el conde García Ordóñez gozaba no ya del favor del rey, sino hasta de su predilección. En Cabra se había ganado un terrible enemigo, que a partir de ese día no dejaría de verter en el oído del rey todos los informes e interpretaciones desfavorables para el Campeador.

Es probable que la violencia desplegada en Cabra por el Campeador le pareciera excesiva al rey Alfonso, sobre todo la prisión durante tres días del conde García Ordóñez y demás magnates y el haber tomado como botín sus tiendas y pertenencias. Es también posible que le acusasen de haber provocado que parte de los regalos destinados al rey Alfonso le hubieran sido concedidos a Rodrigo por el rey de Sevilla, como agradecimiento por haberle protegido de los granadinos.

Si este episodio de la derrota y prisión de García Ordóñez en Cabra abrió la primera brecha en la confianza sin fisuras que hasta ese momento venía demostrando Alfonso VI hacia su vasallo de Vivar, no nos consta; pero sí quedaría claro que se había ganado en García Ordóñez un enemigo terrible e irreconciliable en las cercanías del monarca.

Si Alfonso abrigaba alguna duda o recelo respecto de su vasallo, no dio ninguna muestra de ello, pues dos años después, en el verano de 1081, cuando el rey se disponía a marchar hacia Toledo en auxilio de al-Qadir, que había tenido que abandonar su capital y refugiarse en tierras conquenses, Rodrigo fue expresamente invitado a incorporarse a la hueste regia, pero el infanzón castellano no pudo unirse a la expedición por encontrarse seriamente enfermo. No parece pues que el desencuentro entre el rey y su vasallo fuera todavía una realidad manifiesta.

El destierro de Rodrigo

Mientras el rey se encontraba en Toledo y Rodrigo en sus casas de Vivar o de Burgos, un grupo de musulmanes realizó una algara contra territorio castellano sorprendiendo la fortaleza fronteriza de Gormaz y retirándose con un gran botín. La noticia de este golpe de mano llegó hasta Rodrigo, que se había ya repuesto de su dolencia, y afectado e irritado decidió partir rápidamente hacia la frontera para castigar a los asaltantes.

La campaña de Rodrigo fue rápida y nos la narra así la Historia Roderici:

«Habiendo congregado su mesnada y bien armada toda ella, entró animosamente en el reino de Toledo saqueando y asolando las tierras musulmanas, cautivó hombres y mujeres en número de siete mil y les arrebató sus riquezas y bienes, regresando con ese botín a su casa».

La cabalgada de Rodrigo por tierras musulmanas distó mucho de complacer al rey Alfonso, porque la devastadora incursión podía resultar bastante inoportuna e incluso llegar a interferir seriamente en los planteamientos políticos del rey y crearle serios problemas. Cierto que la misma crónica atribuye el desvío regio a las maquinaciones y envidias de los enemigos del Campeador, pero dada la fuerte personalidad de Alfonso VI esta explicación nos parece excesivamente simple.

No es de creer que un paso tan grave como el destierro de uno de los primeros magnates castellanos lo diera el rey movido únicamente por las insinuaciones de unos cortesanos, por malévolas y tendenciosas que fueran.

No podían faltar las razones políticas, y tanto la Crónica de 1344 como la Crónica particular del Cid atribuyen el destierro a las quejas presentadas ante Alfonso VI por el rey al-Qadir contra Rodrigo. Nunca sabremos las verdaderas razones que movieron al rey Alfonso; la literatura épica posterior insistió en presentar al rey como envidioso y vengativo, pero con sólo los testimonios literarios, más preocupados de la belleza y de la tensión épica que de la verdad histórica, no podemos juzgar al rey Alfonso ni adivinar si al pronunciar la sentencia de destierro lo hizo movido por la ira o más bien por razones políticas y con gran dolor por la pérdida de un vasallo cuyo valor y pericia conocía mejor que nadie.

Rodrigo parte para el destierro. Para ganarse el pan, después de ofrecer sus servicios al conde de Barcelona, que los rehúsa, es acogido por al-Muqtadir, rey taifa de Zaragoza, que acepta al Cid y a la mesnada que le acompaña y lo pone al frente de todas las fuerzas militares del reino. En defensa de las fronteras de al-Muqtadir va a luchar siempre con éxito contra el rey de Aragón, contra los condes de Barcelona y contra el rey taifa de Lérida, pero nunca enfrentará sus armas con las de su rey y señor, Alfonso VI.

En torno de año y medio llevaría Rodrigo en su destierro de Zaragoza cuando tuvo lugar la traición de Rueda (Zaragoza) que estuvo a punto de costar la vida al rey Alfonso. Sublevado en esta importante fortaleza musulmana su alcaide Albofalac contra su rey taifa de Zaragoza, ofreció la entrega de la fortaleza a Alfonso, pidiéndole que viniera personalmente a hacerse cargo de la misma. Acudió a Rueda el rey cristiano para ocupar la fortaleza, pero en el momento de tomar posesión de la misma se retrasó algún tanto. En el momento que las primeras fuerzas cristianas entraban en la plaza, un diluvio de cantos y piedras cayó sobre ellas causando la muerte de varios nobles tan destacados como el conde castellano Gonzalo Salvadórez, los infantes navarros Ramiro y Sancho, primos carnales de Alfonso VI, el senior Vermudo Gutiérrez y los hermanos nobles Munio y Vela Téllez. Las pérdidas fueron terribles por la notoriedad y rango social de las víctimas, pero su objetivo principal, la muerte del rey de León y Castilla, había fracasado.

El Cid, que por esas fechas se encontraba en la región de Tudela, al tener noticia voló con su mesnada en auxilio de su rey Alfonso temiendo que la traición del alcaide de Rueda y las bajas sufridas pudieran ponerlo en graves dificultades e incluso hacer peligrar su vida. Alfonso le recibió con los brazos abiertos y le mandó que volviera con él a Castilla.

Sin embargo, mientras caminaba al lado del rey pudo Rodrigo darse cuenta de cómo, pasados los primeros momentos del encuentro y conforme iban quedando atrás las emociones del desastre de Rueda, los viejos recelos y sospechas volvían a adueñarse del ánimo del rey, que incluso parecía arrepentirse del perdón otorgado al Campeador en el primer momento del encuentro.

A nuestro juicio, con la invitación del rey a Rodrigo a regresar a Castilla la sentencia de destierro había quedado condonada o revocada y no consta que el rey pronunciase una segunda sentencia de destierro o renovase la primera. A partir de este momento el Cid no era un desterrado, sino un vasallo que se había despedido de su señor para ir a servir a otro señor fuera de las fronteras del reino, caso no raro en la época.

El Cid en Levante al servicio de Alfonso VI

El Cid regresa a Zaragoza, donde continúa al servicio de su rey taifa (a al-Muqtadir le ha sucedido en el año 1081 su hijo al-Mutamín) con los mismos o mayores éxitos que anteriormente, lo que dio lugar a que, tras alguna de sus victorias, fuera acogido en Zaragoza triunfalmente, saliendo a esperarle a Fuentes, a veinticinco kilómetros de la ciudad, el rey taifa con nobles y pueblo para acompañar entre aclamaciones al triunfador durante todo el trayecto. Desde el reino taifa de Zaragoza seguiría con alegría el Cid los acontecimientos de esos años que conducirían a la conquista de Toledo por Alfonso VI el 25 de mayo de 1085.

Sin embargo, al año siguiente, en 1086, la invasión de los almorávides y la grave derrota de Zalaca han dado un vuelco a la situación. Toledo y toda la línea defensiva del Tajo corre peligro. El Cid, cristiano y vasallo leal ante todo, cree que su presencia en Castilla puede ser necesaria y conveniente, y en consecuencia a principios de 1087 se presenta con toda su mesnada en Toledo, poniéndose a las órdenes de su rey.

La acogida que Alfonso VI tributó a su vasallo no pudo ser más calurosa, pues lo designa tenente o gobernador de siete fortalezas con sus respectivos alfoces, desde la vertiente cantábrica hasta orillas del Duero, a saber: Iguña (alto Besaya), Campoo, Ibia (norte de Palencia), Ordejón (montaña de Burgos), Briviesca, Langa y Dueñas. La asignación de este conjunto de gobiernos colocaba a Rodrigo Díaz de Vivar entre la primera docena de magnates de Castilla y constituía la prueba más palpable del renovado afecto con que lo recibía el rey Alfonso y la alta valoración que asignaba al regreso de su vasallo.

Parece que en el verano de 1087 el rey Alfonso partió en campaña hacia Andalucía, ordenando al Cid que quedase en Castilla guardando la tierra, y saliese hacia Aragón si fuere necesario. Parece que poco después llegaron desde Valencia a Castilla peticiones de ayuda de al-Qadir, y el Cid creyó que se encontraba ante lo previsto por su rey y que su presencia era necesaria a fin de restaurar la especie de protectorado que Castilla venía ejerciendo sobre las tierras levantinas tras la conquista de Valencia.

Porque Alfonso VI en sus pactos con el último rey musulmán de Toledo, al-Qadir, le había prometido el reino de Valencia a cambio de la rendición de la ciudad. Los valencianos no aceptaban a al-Qadir como soberano y Alfonso, para cumplir su compromiso, envió hacia Valencia a Alvar Fáñez con cuatrocientos caballeros que impusieron como rey de la capital de Levante a al-Qadir. Alvar Fáñez se había quedado en Valencia con sus lanzas como garantía del trono de al-Qadir, hasta que el desembarco de los almorávides hizo que fuera reclamado por Alfonso VI para integrarse en el ejército derrotado en Zalaca.

Como consecuencia de la retirada de Alvar Fáñez, Valencia se había perdido. Al-Qadir había escrito cartas, aunque insinceras, de sumisión al califa almorávide, y sobre Valencia rivalizaban las apetencias de al-Mustain de Zaragoza, que el año 1085 había sucedido a su padre, al-Mutamin, las aspiraciones de Berenguer Ramón II de Barcelona y las ansias territoriales del rey taifa de Lérida. Rodrigo salió de Castilla avanzado el verano de 1087 hacia Valencia, y su presencia hizo retirarse al rey de Lérida, que sitiaba la ciudad. Al-Qadir salió a recibir a Rodrigo y a someterse en la persona de este a Alfonso VI; el rey de Zaragoza, que había llegado junto con el Cid, quedó disgustado porque vio frustrados sus deseos de apoderarse de Valencia. Rodrigo sólo obedecía órdenes de Alfonso VI, y todo cuanto hizo fue obteniendo él mismo los recursos para sostener sus tropas.

Un indicio de que el rey Alfonso y su vasallo Rodrigo marchaban de acuerdo y planificaban una intervención un tanto autónoma del Campeador en los territorios levantinos es la concesión que le hace Alfonso VI de señorío e inmunidad con carácter hereditario sobre cualquier tierra que Rodrigo conquistare. Esta concesión era tan extraordinaria que no ha llegado hasta nosotros ninguna otra semejante. Los nuevos territorios que Rodrigo conquistara quedaban, como era obvio, incorporados al reino de Castilla, pero sobre ellos se reconocía al Campeador un derecho de señorío subordinado al poderío real.

En los primeros meses de 1088 el Cid volvió a Castilla, probablemente a consultar con su rey la compleja situación en Levante. La identificación entre ambos era completa. Al regresar en primavera a Valencia encontró Rodrigo que su ausencia había sido aprovechada por el conde de Barcelona, Berenguer Ramón II, para asediar la ciudad. La sola presencia del Cid obligó a levantar el cerco y forzar el regreso a Barcelona. El Cid, en nombre de Alfonso VI, era de hecho el dueño de Valencia.

Ese verano atravesaba el emir almorávide Yusuf con su ejército el estrecho de Gibraltar por segunda vez. Respondía a las peticiones de los musulmanes de Alicante, Murcia y Almería que reclamaban su auxilio para acabar con la guarnición castellana que, mandada por García Jiménez, desde el castillo roquero de Aledo asolaba todas aquellas regiones.

Alfonso VI, noticioso de los planes enemigos, no dudó en acudir en socorro de la guarnición amenazada, pero del mismo modo que al ejército almorávide se habían sumado las tropas de los reyes taifas de Sevilla, Granada, Málaga, Almería y Murcia, también él transmitió órdenes escritas al Cid para que uniese su mesnada a la hueste regia donde y cuando le indicara el monarca. Más tarde el propio Alfonso fijó el punto de concurrencia en Villena.

Rodrigo movió sus fuerzas aproximándose a Villena y envió exploradores que le avisasen de la aproximación del rey Alfonso, pero no sabemos en realidad lo que sucedió. El caso es que Alfonso VI llegó solo con su ejército a Aledo, sin que hubiera tenido lugar la unión con las fuerzas cidianas, que seguían esperando en vano el paso del rey.

La campaña de Alfonso VI fue un rotundo éxito, pues bastó su aproximación a Aledo para que el gran ejército comandado por Yusuf, carcomido por las rencillas y las discordias de los reyes de taifas, levantase el asedio de la plaza, que había resistido durante varios meses, y se retirase rápidamente.

El Cid había fallado, no había llegado a tiempo; es fácil comprender la rabia y el disgusto que embargaron el ánimo de Rodrigo, deseoso de servir como el mejor de los vasallos a su rey. No sabemos lo que pasó, pero suponemos que no hubo cambio de ruta por parte del rey, pues en este caso el responsable del desencuentro habría sido el propio monarca.

Nosotros pensamos que lo que hubo fue un gravísimo error de cálculo por parte de Rodrigo acerca de la velocidad de marcha de la hueste real, y que, entretenido Rodrigo más de la cuenta en Onteniente, cuando movió su ejército hacia Hellín ya era demasiado tarde. Un error, sí, un fallo injustificable también, pero en ningún momento una desobediencia intencionada, una deserción y mucho menos una traición.

Sin embargo, las consecuencias de este fallo fueron terribles; Alfonso, irritado en grado máximo con Rodrigo, considerando que el éxito de toda la campaña había sido puesto en peligro por el fallo de Rodrigo, no dudo en declararle traidor, sin querer oír ninguna de sus disculpas ni sus juramentos exculpatorios ni su remisión al juicio de Dios, para dilucidar la verdad y la justicia, con cualquiera que quisiere batallar en duelo singular con él o con alguno de los suyos.

Era la segunda ruptura entre el rey y vasallo, mucho más grave que la primera, porque en la primera Rodrigo marchaba simplemente al destierro porque el rey le había retirado su gracia; ahora tenía que escapar como un vasallo deshonrado que había incurrido en el mayor de los delitos para un caballero, el de traición. Las consecuencias jurídicas eran también diversas: ahora todos sus bienes le eran confiscados y cualquiera podía darle muerte, prestando un servicio al rey. Incluso doña Jimena y sus hijos, que habían quedado en Castilla, en una de las fortalezas de las siete tenencias cidianas, en Ordejón, fueron apresados por órdenes de Alfonso VI, aunque fueran liberados al poco tiempo.

El Cid en Levante sin rey ni señor

Este es el momento más terrible en la vida de Rodrigo Díaz de Vivar: perdido en tierra musulmana, declarado traidor por su rey, abandonado por muchos de sus hombres que no se atreven a incurrir en la ira de Alfonso, no quiso ya ofrecer su espada a ningún príncipe, ni cristiano ni musulmán, como había hecho tras el primer destierro. A partir de este momento no serviría a ningún otro rey ni señor, sino a su rey Alfonso, si algún día le volvía a admitir a su gracia.

Su más urgente necesidad era el dinero para poder pagar a los hombres que habían preferido continuar a su lado y seguir su misma suerte, confiando en él absolutamente. En busca de ese dinero movió Rodrigo sus cuarteles sobre Polop, donde el rey musulmán de Denia guardaba su tesoro, y en un audaz golpe de mano se apoderó del castillo de Polop y del tesoro en él custodiado.

Cubiertas las más urgentes necesidades de su mesnada, el Cid pudo dirigirse al territorio que mejor conocía, y en el verano del año 1089 se presentaba ante los muros de Valencia. Al-Qadir, que conocía muy bien la capacidad militar de Rodrigo, no quiso medirse con él y le envió inmediatamente sus embajadores cargados de numerosos y ricos regalos, así como de importantes sumas de dinero. De este modo al-Qadir venía a someterse a Rodrigo y este se aseguraba un sumiso aliado.

Desde esta base de operaciones el Cid fue sometiendo al pago de parias, uno tras otro, a todos los reyes de taifas del contorno y a los tenentes musulmanes semiautónomos de las fortalezas levantinas, desde Tortosa hasta Denia. En este protectorado que el Cid levantó a punta de espada en menos de un año, percibía las siguientes sumas en concepto de parias anuales: los tres hermanos, reyes de taifas de Lérida, Tortosa y Denia, pagaban en conjunto 50.000 mizcales; al-Qadir de Valencia pagaba 12.000; Ibn Razin, señor de Albarracín, 10.000; Ibn Qasim, señor de Alpuente, 10.000; el señor de Murviedro, 8.000; el alcaide del castillo de Segorbe, 6.000; el de la fortaleza de Almenara, 3.000; el del castillo de Jérica, 3.000; y el de Liria, 2.000. En total percibía el Cid en su protectorado levantino 104.000 mizcales cada año (siendo el mizcal una moneda de oro de unos cuatro gramos y cuarto), una renta muy superior a la de muchos monarcas.

Estando el Campeador sitiando Liria en la primavera del año 1091 le llegaron cartas de la reina Constanza y de otros amigos en la corte animándole a partir hacia Granada, a donde se dirigía Alfonso VI con el ánimo de ocupar la ciudad con el apoyo de los mozárabes de la región. Seguir ese consejo era abandonar en el mejor momento todo lo conseguido en los territorios de Levante, un brillante porvenir frente al cual no se alzaba ya ningún obstáculo, ningún enemigo de importancia, si no eran los todavía lejanos almorávides.

Sin embargo, a pesar de lo mucho conseguido y de las todavía brillantes perspectivas de un mayor ascenso político y económico, eran tales los deseos del Campeador de alcanzar el perdón o la reconciliación con su rey Alfonso, que no dudó en seguir los consejos de la reina y de los amigos que le habían escrito.

Abandonando el asedio de Liria, el Campeador se puso encamino con el grueso de su mesnada hasta alcanzar a la hueste regia en Martos (Jaén). Al conocer la llegada de Rodrigo, en el acto el rey salió a su encuentro, recibiéndolo en su paz y con todos los honores, y así juntos ambos avanzaron hasta las cercanías de Granada.

No obstante, sólo se trataba de una aparente reconciliación, pues en el corazón de Alfonso anidaba todavía la desconfianza hacia un vasallo al que valoraba, pero al que consideraba excesivamente independiente. Una serie de hechos de Rodrigo, que acostumbrado a vivir entre enemigos plantaba sus tiendas en parajes menos protegidos, mientras el rey, más cauteloso, acampaba en lugares más seguros, fue interpretado por Alfonso como ostentación o baladronada por parte de Rodrigo, y quizás también el mal humor del rey por el fracaso de la expedición dio lugar a un fuerte altercado entre ambos, llegando Alfonso a proferir expresiones airadas y nada suaves y vertiendo sobre su vasallo muchas y graves acusaciones, todas ellas falsas en opinión de la Historia Roderici, que es la que nos narra el episodio:

«Hasta tal punto llegó las indignación e irritación del rey contra el Campeador que decidió prenderlo y quiso llevarlo a la práctica, lo cual adivinado y sabido con seguridad por Rodrigo según muchos indicios, aguantó pacientemente todos los insultos del rey. Llegada ya la noche, no sin temor, Rodrigo se separó del rey regresando en el acto a su campamento».

Las relaciones entre el monarca y el vasallo llegaron hasta este encontronazo personal. El rey, enconado por ciertas excusas proferidas por Rodrigo durante la disputa, furioso con el Campeador, prosiguió con su ejército hasta Toledo, mientras Rodrigo, molesto y entristecido por el resultado de su encuentro con el rey, marchó directamente hacia Valencia. Todavía no había llegado la hora de la reconciliación, que la reina Constanza había intentado con un resultado tan desastroso.

Regresado el Cid a su campamento junto a Valencia y alejada por el momento cualquier posible reconciliación con Alfonso VI, no tenía ante sí otra perspectiva que el establecimiento con carácter indefinido en las tierras valencianas. Como lugar para su cuartel general eligió el castillo de Peña Cadiella, en lo alto de una montaña al sur de Játiva.

A continuación, actuando como un príncipe soberano, cerró tratados de alianza con el rey musulmán de Zaragoza y con el rey Sancho Ramírez de Aragón.

Alfonso VI intenta expulsar al Cid de Valencia: represalia de Rodrigo en La Rioja

La primavera y verano de 1092 va a ser el momento más agudo en las tempestuosas relaciones entre Alfonso VI y Rodrigo Díaz de Vivar. Ambos acudirán a las armas, aunque el Cid evitará el enfrentamiento directo con su rey, a lo que por cierto estaba autorizado según el derecho nobiliario de la época, y combatirá únicamente en la tierra gobernada por su declarado enemigo, el conde García Ordóñez.

Mientras el Cid se encontraba en Zaragoza, cerrando las alianzas que hemos indicado, y cuando parecía que el único enemigo con el que tenía que enfrentarse, él y sus aliados, eran los invasores africanos, he aquí que Rodrigo se encuentra con un peligro inesperado e inmediato, que amenazaba con destruir toda su obra.

La nueva amenaza le viene ahora de parte del rey Alfonso, que considerando que Valencia pertenecía a la zona de influencia castellana, decide organizar una expedición para imponer ese protectorado y eliminar el que su antiguo vasallo había instaurado con total independencia del monarca leonés.

Para asegurarse el éxito, el rey buscó la colaboración militar del rey de Aragón y del conde de Barcelona por tierra, y el concurso de las dos mayores flotas del Mediterráneo, las de las ciudades de Génova y Pisa, por mar. Las naves de estas dos ciudades debían atacar primero Tortosa y luego Valencia; las tropas del rey de Aragón y del conde de Barcelona sólo combatirían por tierra a Tortosa, guardando así sus pactos de paz y amistad con el Cid, mientras Alfonso VI con todo su ejército caería sobre Valencia.

El plan se puso en marcha en el verano de 1092, pero todo él constituyó un tremendo fracaso, pues faltó la suficiente coordinación entre los coyunturales aliados. Las fuerzas de Alfonso se presentaron ante Valencia exigiendo el pago de unas parias equivalentes a cinco anualidades de las que venían pagando al Cid, lo que endureció la resistencia de la ciudad y de las fortalezas de la comarca; por otra parte las flotas de Génova y Pisa tardaron en llegar más de lo previsto y las provisiones comenzaron a faltar en la hueste del rey leonés, sin que Valencia se mostrara dispuesta a abrirle sus puertas.

El ejército expedicionario tuvo que levantar el campo y ya iniciaba el regreso cuando llegó la flota de Génova. Esta, abandonando el objetivo de Valencia, puso velas hacia Tortosa, pero también esta ciudad pudo resistir el doble ataque por tierra y por mar. Las fuerzas aliadas no alcanzaron ni uno solo de sus objetivos.

Mientras tanto, el Cid, que había dejado Valencia confiada a la resistencia de su aliado al-Qadir, se retiró de las tierras levantinas para no tener que chocar con Alfonso VI y se dirigió a Zaragoza. En esta ciudad reforzaba su mesnada con caballeros y peones musulmanes y, mientras Alfonso VI se encontraba todavía frente a Valencia, él entraba en La Rioja, tierra gobernada por el conde García Ordóñez.

A pesar de todas las precauciones y medidas de alerta que el rey había ordenado, el Cid pudo cruzar toda La Rioja, en viaje de ida y vuelta, desde Alfaro a Haro y desde Haro a Alfaro, sin encontrar resistencia, causando enormes estragos que vamos a narrar dando la palabra a la propia Historia Roderici, favorable siempre a su biografiado:

«Partiendo finalmente de Zaragoza con un ingente e incontable ejército, entró por tierras de Calahorra y Nájera, que eran del reino del rey Alfonso y sujetas a su autoridad. En esta ocasión, luchando con toda energía conquistó Alberite y Logroño, apoderándose de una ingente, lamentable y aflictiva presa y provocando inmisericorde y ferozmente un cruel, impío e inmenso incendio de inextinguibles llamas por todas aquellas tierras. Devastó e destruyó la susodicha tierra con sañudas e impías depredaciones y arrebató totalmente todas sus riquezas y dineros y todos los demás bienes acumulando todo en su botín».

La acumulación incansable por parte del autor de la Historia Roderici de los más duros epítetos para narrar aquí las represalias que el Campeador ejerció contra García Ordóñez a través de toda La Rioja es un indicador de lo terrible que debió de ser la campaña del Cid y los dolores y sufrimientos que ocasionó a una población que directamente nada tenía que ver ni con las decisiones de Alfonso VI ni con las posibles intrigas del conde García Ordóñez.

Reconciliación definitiva con el rey Alfonso

Cuando podía esperarse que el rey Alfonso VI, despechado por su fracaso ante Valencia y Tortosa, aumentara en su saña contra el Cid por el terrible saqueo y devastación de toda una rica comarca como La Rioja y por la tremenda humillación infligida a un hombre de su máxima confianza, como era el conde García Ordóñez, a quien había confiado el gobierno de La Rioja y que estaba casado con una hermana del rey despeñado en Peñalén, he aquí que la reacción de Alfonso VI va a ser la opuesta diametralmente a la que con toda lógica era de esperar.

Y es que Alfonso VI, aunque fuera hombre con sus sentimientos, sus filias y sus fobias, antes que hombre era rey, y su campaña por tierras levantinas y las noticias recibidas de La Rioja le abrieron definitivamente los ojos.

En primer lugar había podido comprobar personalmente las complicaciones y las ingentes dificultades que el control de la comarca levantina suponía y que sin la presencia del Campeador toda la región resultaba incontrolable para el rey leonés.

En segundo término, la campaña de La Rioja había puesto de manifiesto una vez más hasta qué punto Rodrigo Díaz de Vivar sobresalía sobre todos los magnates del reino tanto por su valor y por la capacidad de reclutar una mesnada como por su habilidad estratégica.

Había llegado para Alfonso la hora de rendirse ante la realidad y, como gran monarca y gran hombre de estado que era, no dudó un instante. Dejando a un lado, si no olvidando, los pasados conflictos con el Campeador, lo mismo el destierro de 1081 que la sentencia de traidor del año 1089, decidió enviar a Rodrigo el perdón y la acogida en su gracia más amplia y generosa.

He aquí cómo nos narra el episodio la crónica redactada bajo la inspiración de Alfonso X, aunque apoyada en fuentes más antiguas:

«Ueyendo el rey don Alfonso que los sus ricos omnes non se osaron enbaratar [luchar] con el Çid, entendió que fuera mal consejado en se perder con el Çid, que quando con él biuía era temido de christianos e de moros, e por esto le enbió luego su recabdo en que le enbiaua dezir que le perdonaua todo el mal que en su tierra fiziera, e que lo non auía por culpado en ninguna cosa, mas que él conosçía bien la culpa deste fecho ser suya; e quando se quisiese tornar para Castilla, que le plazería ende mucho, e que fallaría libre e quita toda su tierra e lo suyo desenbargado. E el Çid, quando le este recabdo llegó, fue muy ledo [alegre] con él, e enbióle su respuesta de grandes mesuras, e tóuolo en grand merced, diziéndole que de allí adelante non creyese malos consejeros, quél siempre sería en su seruicio».

Esta reconciliación definitiva de Alfonso con Rodrigo Díaz de Vivar, que comportaba la devolución de todos los bienes que el rey le había confiscado, tuvo lugar hacia el final del verano o en el otoño de 1092, pues la Historia Roderici nos indica que el Cid había ya regresado a Zaragoza, donde todavía se encontraba en la época de vendimia, de cuyos frutos participó abundantemente. Todavía le esperaban a Rodrigo los días más gloriosos de su ya larga carrera militar, pero ahora ya en total inteligencia, nunca ya más turbada, con su rey y señor, Alfonso VI.

La ausencia obligada de Rodrigo de tierras levantinas había sido aprovechada por el cadí de Valencia, Yafar Ibn Yahhaf, para asesinar a al-Qadir, el fiel amigo de Rodrigo, hacerse con el gobierno de la ciudad y llamar a los almorávides, que le enviaron una guarnición.

Vuelto Rodrigo a tierras valencianas comenzará por sitiar la fortaleza de Yubayla, el actual Puig. Tras rendir y fortificar la fortaleza asediada, trasladará su campamento a Mestalla. Desde aquí iniciará el largo asedio de Valencia que conducirá a la rendición de la ciudad y de toda la comarca el 16 de junio de 1094. Desde su regreso, con el inicio del cerco de Yubayla y las algaras cotidianas contra Valencia, el asedio había durado casi veinte meses; durante esos meses no sólo tuvo que doblegar la voluntad de resistencia de los valencianos, sino también rechazar el intento, en enero de 1094, de socorrer a Valencia de un ejército almorávide, que llegó hasta Almusafes, casi a la vista de la ciudad.

Señor de Valencia, el Cid tendría todavía que destruir en batalla campal en dos ocasiones a sendos ingentes ejércitos almorávides, que no renunciaban a apoderarse de la ciudad. La primera vez en Cuarte, ante los mismos muros valencianos, en octubre de 1094, a los cuatro meses de su entrada en Valencia; la segunda en Bairén, dos años más tarde, en enero de 1097. En esta segunda ocasión contó con la preciosa ayuda de Pedro I, rey de Aragón. Después de la victoria de Bairén, el Cid se dedicó a ampliar su señorío levantino que llegó a extenderse desde Peñacadiella, al sur de Játiva, hasta Burriana al norte, incluyendo entre sus conquistas Almenara y Sagunto o Murviedro.

Desde que en 1092 Alfonso VI había enviado su perdón al Cid y este había aceptado volver a convertirse en vasallo del rey leonés, Valencia y las nuevas tierras que Rodrigo estaba conquistando en torno a la ciudad quedaban incorporadas al reino leonés, y su soberano no era otro que Alfonso VI; el Cid sólo ostentaba en ellas el poder señorial conforme al privilegio que el mismo monarca le había otorgado en el año 1087, cuando le autorizó a marchar hacia Zaragoza y le concedió en concepto de señorío hereditario cuantas tierras pudiera arrebatar a los musulmanes.

La reconciliación entre el rey y el mejor de sus vasallos ya no se vería turbada y ensombrecida en el resto de los días de Rodrigo; la mejor señal de esta profunda armonía la constituye la presencia del único hijo varón de Rodrigo, de nombre Diego, al lado del rey, combatiendo en la batalla de Consuegra, en agosto de 1097, donde encontró la muerte.

Dolorosa pérdida para el Cid, que veía desaparecer así, un año antes de su propia muerte, la esperanza de sucesión masculina. Y, paradojas del destino, por el mismo trance tendría que pasar el rey Alfonso, exactamente también un año antes de su muerte, cuando en la batalla de Uclés, en el año 1108, perdió al infante don Sancho, su único hijo varón y heredero.

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El año 1099, probablemente el 10 de julio, moría el Cid, cinco días antes de que los cruzados tomaran al asalto las murallas y la ciudad de Jerusalén. A su muerte el señorío de Valencia y todos sus derechos, conforme al testamento mutuo otorgado por Rodrigo y su esposa, pasaban al cónyuge sobreviviente, en este caso a doña Jimena, en la que recaían todos los derechos del señorío.

A mediados del año 1101 el emir Lamtuní Mazdali pasaba el estrecho de Gibraltar con tropas almorávides de refresco. Desde Algeciras marchaba directamente contra Valencia, ante cuyos muros llegaba a finales de agosto o principios de septiembre, formalizando inmediatamente el asedio de la ciudad.

La hueste cidiana, ahora bajo el señorío de doña Jimena, resiste con firmeza todos los ataques protegida tras los muros de la ciudad, pero los almorávides persisten en el cerco. Llegó el invierno y el ejército sitiador no dio señales de levantar el asedio. Ante esta situación doña Jimena se dirige a su rey en petición de auxilio.

Alfonso VI no demora la respuesta y, reuniendo con la mayor premura un ejército, se pone en marcha hacia Valencia. Llegado ante la ciudad, levanta su campamento a unas dos leguas de distancia. Bastó la presencia del ejército castellano para que Mazdali levantara el sitio y retrocediera hasta Cullera, con lo que Alfonso VI y su hueste pudieron entrar en Valencia.

Durante todo el mes de abril permaneció Alfonso VI en la ciudad analizando la situación; luego salió hacia Cullera para probar y valorar la fuerza del enemigo. El emir almorávide envió contra los cristianos a sus escuadrones de caballería, que trabaron duro combate de un día de duración. A la puesta del sol Alfonso regresaba con los suyos a Valencia, habiendo tomado la decisión de abandonar la ciudad y ordenar la retirada hacia Castilla.

Resolución dolorosa para los cristianos de Valencia y para la hueste cidiana, pero Alfonso había comprobado el número, el poder y la decisión almorávide de recuperar Valencia. Ante la dificultad manifiesta de defender por largo tiempo una ciudad como Valencia, tan alejada de las bases cristianas, el rey adoptó la resolución que creyó más responsable y dispuso su inmediata evacuación. De este modo Alfonso VI renunciaba al principado que el Cid había creado y regalado, por encima de todas las diferencias, a su rey. Con este acto Alfonso venía a rendir homenaje a Rodrigo y reconocer que la obra del Cid era la obra de un gigante, que sólo ese gigante podía sostener.

Los juglares y cantores populares, impresionados por las victorias y las hazañas de Rodrigo Díaz de Vivar, hicieron del héroe castellano el prototipo del caballero cristiano, defensor de la fe y de su tierra, y su figura eclipsó a la del gran monarca que fue Alfonso VI. Las hazañas del Cid dejaron una huella más profunda en las generaciones que le siguieron que las acertadas decisiones políticas y la creación del reino más poderoso de la Península, que fue la obra del rey Alfonso. Sin embargo, la obra de Alfonso, a la que también contribuyó Rodrigo, frenando una y otra vez en seco con su sola mesnada a los ejércitos almorávides, permaneció inconmovible y sobre ella edificaron sus sucesores la gran corona de Castilla y de León, miembro importante en la gran comunidad de la cristiandad europea, mientras el señorío de Valencia constituyó la hazaña personal de un titán, que sólo pudo sobrevivir tres años al gigante que lo había creado y sostenido.

Rodrigo de Vivar fue el héroe siempre victorioso y el fiel vasallo a su señor Alfonso, pero también el hombre de carácter difícil e independiente, que encontró, a pesar de su lealtad y fidelidad nunca desmentidas hacia su rey, dificultades para amoldarse a los planes más sutiles y políticos de quien tenía la responsabilidad de todo el reino.

Alfonso, el monarca siempre cauteloso y prudente, que aunque lo desterrara una vez, lo declarara traidor otra e intentara acabar militarmente con Rodrigo y su obra, supo siempre reconocer la valía y las cualidades del difícil vasallo que la Providencia le había regalado. Supo igualmente conllevar muchas veces las iniciativas de su vasallo y finalmente perdonar generosamente y acoger en su gracia al mesnadero siempre victorioso, que se había creado un reino. Estas son las relaciones que hemos querido describir en honra y prez de los dos grandes hombres a los que la Providencia unió en una misma empresa: servir de dique a la marea almorávide.