Capítulo VIII. Segunda travesía de Yusuf: el castillo de Aledo

Los cristianos a la defensiva en la línea del Tajo

El encuentro de Zalaca cambió por completo el panorama de las relaciones entre los cristianos y los musulmanes en los años finales del siglo XI.

En primer lugar, la introducción de nuevas tácticas militares como el empleo de masas compactas de combatientes que recibían sus órdenes mediante redobles de tambores y la capacidad maniobrera de la caballería almorávide para envolver a los escuadrones cristianos, rebasándolos por las alas, acabó con la superioridad, hasta entonces indiscutible, de las mesnadas cristianas.

El desastre de Zalaca no sólo frena la expansión territorial del reino leonés, sino que incluso provoca graves retrocesos en las tierras recién ganadas del reino de Toledo. Se pierden varias comarcas al sur del Tajo así como otras sitas al norte de ese río. Prácticamente una parte del río Tajo se convierte en la primera línea defensiva del reino cristiano, con dos plazas fuertes que constituyen la vanguardia de Castilla y León: Toledo y Talavera.

Tras la rota de Zalaca se podía temer lo peor para el reino de Toledo. Los almorávides victoriosos podían haber alcanzado las riberas del Tajo y, avanzando aguas arriba por tierras amigas del rey taifa de Badajoz, llegar hasta Talavera y Toledo, donde las escasas fuerzas de guarnición difícilmente habrían podido hacer frente al gran ejército reunido en Zalaca.

Mientras, Alfonso VI, seriamente herido y con su ejército disperso y fugitivo en dirección a Coria, necesitaba un plazo de tiempo, del que no disponía, para reunir una nueva hueste y dirigirse con ella a reforzar la guarnición de Toledo y salvar la plaza si era posible.

Pero he aquí que, para sorpresa y dicha de Alfonso VI, Yusuf ibn Texufin en vez de continuar rápidamente la campaña y explotar a fondo la victoria, interrumpe su avance, regresa a Badajoz, de aquí a Sevilla y luego a Algeciras, para embarcarse con urgencia de regreso hacia el Magreb. ¿Qué fue lo que motivó al emir almorávide a interrumpir tan bruscamente su expedición y regresar apresuradamente a su capital, Marrakech?

En el mismo campo de batalla había recibido la noticia de la muerte de su hijo, el príncipe heredero Abu Bakr, al que había dejado enfermo en Ceuta. El problema sucesorio que esta defunción planteaba parece que requería la presencia urgente del emir en el Magreb. Con el emir regresó el grueso del ejército, pero Yusuf dejó tras de sí, al servicio de al-Mutamid, tres mil caballeros, los suficientes para que los reyes taifas dejaran de temer a Alfonso VI y de pagarle las parias, que con algunas interrupciones venían abonando desde los días de Fernando I.

A fines de 1086, Yusuf ya se encontraba de regreso en el Magreb. Celebradas las exequias de su hijo, se dirigió a Marrakech, donde estuvo ocupado con los asuntos de gobierno hasta que a mediados de 1087 comenzó un recorrido por todas las regiones y ciudades de su reino, disponiendo los preparativos para la campaña que pensaba llevar a cabo al año siguiente, 1088.

Si las consecuencias militares inmediatas de la batalla de Zalaca fueron prácticamente nulas, no así el panorama político. Tras esta batalla todos los reyes taifas dejaron de pagar parias y se alinearon tras el emir almorávide al que prometían su amistad y su colaboración en la futura yihad o guerra santa.

Incluso el mismo al-Qadir, que había quedado abandonado a sus propias fuerzas, al retirarse Alvar Fáñez y sus cuatrocientas lanzas, llamadas para tomar parte en la batalla de Zalaca, buscó su salvación escribiendo a Yusuf una carta de sumisión y reconocimiento de su superior autoridad, como habían hecho todos los demás reyes taifas.

Por primera vez desde hacía tres cuartos de siglo, desde los días de Almanzor y de sus hijos, todo el Islam hispánico ofrecía un frente único, aliado además al imperio almorávide, que controlaba todo el norte de África. Quizás la única excepción, que se mantuvo al margen, fue la taifa de Zaragoza. Y aunque por el apresurado regreso de Yusuf a Marrakech el reino leonés se había ahorrado las consecuencias inmediatas de la rota de Zalaca, el más serio peligro se cernía para un futuro próximo.

Valorando esta amenaza, no dudó Alfonso VI en lanzar una urgente petición de auxilio a los cristianos del otro lado de los Pirineos. Esta demanda de socorro, la primera que lanzaba a la cristiandad el reino astur-leonés en sus ya casi cuatro siglos de existencia, encontró una entusiasta acogida entre muchos nobles y caballeros de todos los estados ultrapirenaicos.

En los primeros meses del 1087 un ejército se puso en camino desde Francia hacia el reino de Alfonso. Venían borgoñones, como el duque Eudes I, sobrino de la reina Constanza, la esposa borgoñona del rey leonés; languedocianos y provenzales, como el conde de Tolosa, Raimundo de Saint Gilles; normandos como el vizconde Guillermo de Melun; y también muchos caballeros lemosinos y del Poitou. También se ha venido afirmando que formaban parte de este ejército Enrique de Borgoña, hermano del duque Eudes, y Raimundo de Borgoña, primo hermano del anterior, pero no existe ningún testimonio coetáneo que acredite la participación de estos nobles borgoñones en la hueste expedicionaria, ni mucho menos hay seguridad de su presencia en el reino de León en el año 1087, acabada la campaña militar.

Cuando esta hueste se dirigía hacia el reino leonés, Alfonso, que se había precipitado en reclamar su auxilio, les hizo saber que ahora ya no era necesaria su ayuda, puesto que regresado el ejército almorávide a África el peligro inmediato había desaparecido. Entonces los expedicionarios volvieron sus ojos hacia el reino de Sancho Ramírez, a cuyo servicio se pusieron, iniciando el asedio de Tudela, que levantaron en abril de 1087 sin haber obtenido ningún resultado positivo.

Por esas mismas fechas, primavera de 1087, se firmó un acuerdo entre Alfonso VI y Sancho Ramírez, por el que este se comprometía a colaborar en la defensa de Toledo, si fuere necesario, y se regularon unas relaciones casi vasalláticas entre ambos monarcas por el territorio navarro que el rey leonés otorgaba al de Aragón. A cambio de este vasallaje, Alfonso VI dejaba campo libre a Sancho Ramírez para ampliar el territorio de su reino a costa de la taifa de Zaragoza.

El Cid vuelve al servicio de Alfonso VI

Desde que el Cid marchó al destierro en 1081, había permanecido siempre al servicio de los reyes taifas de la ciudad del Ebro, a las órdenes en tan corto espacio de tiempo de tres generaciones de emires Banu Hud: al-Muqtadir, el abuelo; al-Mutamin, el hijo; y al-Mustain, el nieto, asegurando las fronteras del reino taifa de Zaragoza frente a las presiones que sobre ellas ejercían el rey de Aragón y el conde de Barcelona, y manteniendo a raya las apetencias del emir de Lérida rival del zaragozano.

Es lo más probable que la condena de destierro que pesaba sobre Rodrigo Díaz de Vivar le había sido ya levantada en enero de 1083, cuando tras el desastre de Rueda el Cid se presentó ante su rey y este lo acogió benévolamente y le invitó a regresar a Castilla. No obstante, Rodrigo no aceptó la invitación por no renunciar a la situación privilegiada de que gozaba entre los musulmanes de Zaragoza.

Si el rey Alfonso había prescindido del Cid cuando en 1086 reunía su hueste para marchar al encuentro de Yusuf, aunque había reclamado la incorporación de Alvar Fáñez desplazado en Valencia, ahora, tras la derrota de Zalaca la situación era completamente distinta. Se entiende muy poco que cuando ante el grave peligro Alfonso solicitaba el auxilio de los nobles francos, prescindiera de una mesnada y de un jefe militar tan experimentado como Rodrigo Díaz de Vivar.

Bien fuera respondiendo a una invitación del rey o bien previa petición de Rodrigo de sumarse a la defensa del reino, el caso es que en los primeros días de 1086 el Cid Campeador abandona el reino taifa de Zaragoza y regresa a Castilla con su mesnada a disposición del rey Alfonso. He aquí cómo nos narra la Historia Roderici esta reincorporación de Rodrigo a Castilla tras cinco años y medio de desterrado o emigrado en Zaragoza:

«Tras los hechos anteriores regresó a Castilla, su patria, donde lo recibió el rey Alfonso con todos los honores y con muestras de alegría. Poco después le otorgó la fortaleza llamada Dueñas con todos sus habitantes, el castillo de Gormaz, Ibia, Campos, Iguña, Briviesca y Langa, que se halla en el extremo del reino, con todos sus alfoces y habitantes».

La acogida que le tributó el rey Alfonso no pudo ser más calurosa, pues lo designa gobernador o tenente de siete fortalezas con sus respectivos alfoces, desde la montaña cantábrica hasta el Duero. La asignación de este conjunto de gobiernos recolocaba a Rodrigo Díaz de Vivar entre la primera docena de magnates de Castilla, y constituía la prueba más palpable del renovado afecto con que lo recibía el rey.

Mientras Rodrigo residía todo el primer semestre de 1087 en Castilla o en Toledo acompañando al rey, llegó a Alfonso VI la petición de auxilio que le dirigía al-Qadir, que se encontraba en Valencia asediado por el rey musulmán de Lérida, Tortosa y Denia, que había comprado los servicios de mercenarios catalanes. También había dirigido el apurado rey de Valencia la misma petición a al-Mustain de Zaragoza.

La súplica de al-Qadir fue bien acogida por Alfonso VI, que vio en ella la ocasión de recuperar el protectorado que venía ejerciendo sobre al-Qadir y su reino. No podía el rey cristiano desprenderse de fuerzas militares, pero sí podía enviar un jefe militar experimentado como el Cid, capaz de reclutar una importante mesnada en el propio territorio musulmán.

Esta será la misión recibida de su rey y por la que Rodrigo abandonará Castilla en el verano de 1087: asegurar a al-Qadir en el trono y restaurar el protectorado castellano en los territorios de Levante. Con algunas fuerzas procedentes de Castilla, y con otras, mucho más numerosas, reclutadas en Zaragoza, Rodrigo cumplirá con todo éxito la misión que le había encomendado su rey, reforzando y asegurando así las fronteras orientales del reino cristiano.

Mientras tanto Yusuf, en África, acababa sus preparativos para volver a la Península: el objetivo de esta su segunda campaña en España iba a ser el enclave o espolón que Alfonso VI mantenía clavado en medio del territorio musulmán de al-Ándalus: Aledo.

La campaña de Aledo. 1088

La fortaleza de Aledo, en territorio murciano, había sido conquistada, ocupada y guarnecida por un noble castellano, de nombre García Jiménez, el año 1086, antes de la batalla de Zalaca. Desde esta posición inexpugnable los soldados de García Jiménez se dedicaban a lanzar incursiones y devastar las huertas de Murcia y Orihuela, llegando a veces en su audacia hasta los alrededores de Almería.

Los éxitos del Cid en Valencia y las incursiones de García Jiménez desde Aledo venían a enturbiar los felices días que los musulmanes de al-Ándalus se prometían después de la jornada de Zalaca. De aquí su insistencia cerca de Yusuf para que no retrasara su segunda venida. Incluso el propio al-Mutamid de Sevilla pasó a África para urgir esta venida, logrando firmar un pacto con Yusuf por el que este se comprometía a asediar Aledo con la única condición de que los reyes de taifas colaborasen con él proporcionándole tropas y pertrechos.

Atravesando el Estrecho por segunda vez, Yusuf desembarcaba entre el 25 de mayo y el 23 de junio de 1088 en Algeciras, desde donde se puso en marcha con todo su ejército hacia Aledo. Había convocado y dado cita en dicha plaza a los cuatro reyes taifas que se habían encontrado a su lado en Zalaca, a saber, los de Badajoz, Sevilla, Málaga y Granada; también fueron llamados los de Almería y Murcia. Todos concurrieron con sus fuerzas en esta ocasión, salvo el de Badajoz.

Ya con la sola noticia del desembarco de Yusuf cursaría Alfonso VI las primeras órdenes para reunir o reforzar la hueste regia. No tardaría mucho el monarca leonés en conocer las intenciones de Yusuf, bien por la dirección de la marcha, bien por la convocatoria que hizo a los reyes de taifas para reunirse en Aledo con el ejército almorávide.

Aclarado el objetivo de Yusuf, decidió Alfonso acudir con todas sus fuerzas en socorro de la fortaleza amenazada. Además escribió al Cid, que se encontraba en tierras valencianas, para que tuviera dispuesta su mesnada para incorporarse a la hueste regia cuando esta pasara frente a Valencia camino de Aledo.

Entretanto las fuerzas de Yusuf habían ya iniciado el asedio de la fortaleza combatiéndola día y noche y estrechando el cerco cada día, pero los sitiados resistían valerosamente y el cerco se iba prolongando hasta alcanzar una duración de casi cuatro meses, lo que dio lugar a la llegada del invierno.

Esta prolongación totalmente inesperada de la resistencia dio tiempo a que surgieran disgustos y desavenencias en las heterogéneas fuerzas de los reyes taifas, especialmente entre los emires de Sevilla y Murcia. Intervino en la discordia Yusuf, que hizo apresar al rey de Murcia. Este hecho provocó la desorientación de los caídes y soldados murcianos, que huyeron del campamento y además cortaron el aprovisionamiento del ejército sitiador, que comenzó a pasar hambre.

Mientras de manera tan catastrófica transcurría el asedio de Aledo, Alfonso VI se estaba aproximando a la enhiesta fortaleza donde tan valerosa y eficazmente resistían García Jiménez y sus hombres. La sola aproximación del ejército regio, unida a la falta de provisiones y al aumento del desánimo entre los sitiadores, hizo que Yusuf ordenara, sin ofrecer combate a la hueste de Alfonso VI, el levantamiento del asedio y la retirada de sus tropas por Guadix hacia Granada y luego a Algeciras, para reembarcarse, mientras él se dirigía a Lorca y de allí a Almería, donde tomó una nave que le condujo al Magreb.

Las causas de este fracaso y de esta rápida retirada las narra así Abd Allah, rey taifa de Granada, que se encontraba entre los sitiadores:

«El emir de los musulmanes pensó que lo mejor sería desistir del asedio y dar media vuelta, no sólo por la fatiga y el cansancio de los soldados, sino también por la gran multitud de cristianos que venían y por la rebelión de Murcia, ya que los cristianos podían aprovisionarse y avituallarse en dicha ciudad, que en el momento de su rebeldía no había dejado de enviarles embajadores. En consecuencia emprendió sin más el regreso».

El fracaso de los almorávides en esta segunda travesía del Estrecho no había podido ser mayor: no habían conseguido ocupar ni tan siquiera la única fortaleza que habían combatido junto con los ejércitos de los cinco reyes de taifas que habían acudido a su llamamiento. Presa de la más profunda irritación se volvió Yusuf a África, pero había aprendido una dura lección: que los reyes de taifas sólo servían para estorbar y crear problemas.

Mientras tanto, Alfonso lograba ganar un tiempo preciso para repoblar con cristianos la ciudad y las tierras toledanas, reforzar sus defensas y disponerse en mejores condiciones a resistir las futuras acometidas almorávides.

Con este objetivo, de mejor soldar las nuevas tierras de Toledo con el viejo solar del reino, este mismo año 1088 daba Alfonso VI un nuevo impulso a la repoblación de las regiones todavía desiertas sitas entre las comunidades de villa y tierra del Duero y la Cordillera Central. Los Anales toledanos primeros señalan este año como el de la repoblación de la ciudad de Segovia, aunque no faltaran ya asentamientos humanos dispersos por la comarca: «La cibdad de Segovia fue muchos tiempos hierma, e después pobláronla, era MCXXVI [año 1088]».[6]

Esta restauración se realizará por medio de la creación o fundación de tres nuevas villas: Salamanca, Ávila y Segovia, a cuyos concejos se les asignó una enorme extensión territorial que alcanzaba desde los límites de las últimas villas próximas al Duero hasta las sierras de Guadarrama y Gredos. Todavía Ávila y Segovia desbordaban estas sierras y sus términos municipales se extendían incluso al sur de la cordillera, enlazando con las tierras del reino de Toledo. Las milicias de estos concejos desempeñarían un protagonismo muchas veces decisivo en la defensa de la línea del Tajo y en las futuras batallas contra el Islam.

Hemos indicado cómo Alfonso VI había ordenado a Rodrigo Díaz de Vivar que se incorporase con su mesnada al ejército regio cuando este pasase frente a las tierras valencianas camino de Aledo. Esta incorporación del Cid y los suyos a la hueste del rey no tuvo lugar. Hubo una falta de información o una descoordinación, de modo que Rodrigo seguía esperando con los suyos, cuando ya había pasado delante de él la hueste de Alfonso VI.

El rey, azuzado de nuevo por magnates enemigos de Rodrigo, interpretó esta ausencia como un gesto de desobediencia y de mala voluntad para poner en peligro al rey, y profundamente airado procedió no sólo a desterrarlo por segunda vez, sino que lo declaró traidor apoderándose de todos sus bienes e incluso apresando a su esposa doña Jimena y a sus hijos.

Este desencuentro empujará al infanzón castellano a volverse al para él ya muy conocido escenario valenciano, donde comenzaría a actuar por cuenta propia y con total independencia de cualquier otro poder. En este segundo destierro el Cid no serviría ya a ningún otro rey o señor, como en el primer destierro lo había hecho a los emires de Zaragoza: ahora se erigiría en único señor de sí mismo.