Capítulo III. Alfonso, mimado de la fortuna. Rey de un gran reino
La muerte del rey Sancho ante Zamora. 7 de octubre de 1072
La desobediencia de una ciudad aislada no significaba ningún problema grave para un monarca tan animoso y decidido como Sancho II, que en unos meses había ocupado los dos reinos de sus hermanos. Pero al llegar el rey ante la ciudad, en cuyo interior se encontraba la infanta Urraca, esta se negó a entregar la plaza y Sancho se vio obligado a formalizar un asedio, que se presentaba prolongado por la fortaleza de los muros y porque la hueste regia, que no esperaba encontrar una resistencia enconada, no traía consigo máquinas de asalto.
Mientras proseguía el asedio rutinario de la plaza, un caballero de la ciudad llamado Bellido Dolfo (Ataúlfo), que fingía haber desertado, se ofreció a enseñar un punto flaco en la muralla por donde se podría asaltar la plaza. Sancho dio crédito al supuesto desertor y lo acogió entre su hueste. Bellido Dolfo esperó el momento oportuno para sorprender al excesivamente confiado Sancho II y, llegada la ocasión, le dio muerte ante los muros de Zamora, corriendo a refugiarse en la ciudad sitiada. Era el domingo 7 de octubre de 1072.
Las fuentes literarias atribuyeron la maquinación de la muerte del rey don Sancho a su hermana Urraca, pero ninguna de las crónicas históricas más próximas a los hechos recoge tales insinuaciones. Desde luego, no hay evidencia alguna ni testimonios fiables que permitan cargar sobre la infanta Urraca la sangre de su hermano Sancho, y mucho menos sobre el desterrado Alfonso, que muy alejado de los hechos no podía ni prever ni planear una muerte tan fuera de todo lo usual y que sólo es atribuible a la excesiva confianza del rey muerto.
En el ejército del rey Sancho se encontraba el que era su portaestandarte y hombre de confianza, Rodrigo Díaz de Vivar. La verdadera historia nada nos dice de la actuación del Cid Campeador durante el sitio de Zamora y la muerte de su rey, pero los juglares y el romancero rellenaron este vacío con hermosas creaciones literarias desprovistas de cualquier realidad histórica.
Sin duda Rodrigo participaría, y de una manera especial por los lazos afectivos que le unían con el rey difunto, en el profundo dolor de toda la hueste por la pérdida de su soberano y caudillo, que durante siete años los había llevado de triunfo en triunfo. Cumpliría como buen vasallo acompañando los restos de aquel que le había criado, alimentado, armado caballero y honrado con su confianza, hasta el lugar de su último reposo, el monasterio de Oña.
La elección de Oña como lugar de sepultura ratificaba para siempre el carácter castellano de Sancho II, porque así como san Isidoro era el panteón real de León, Oña lo había sido de los últimos condes de Castilla. Allí reposaban los cuerpos de los abuelos paternos de Sancho II, el rey Sancho el Mayor de Navarra y su esposa la castellana Muniadonna; el del conde de Castilla García Sánchez, su tío abuelo, que también había muerto asesinado; y el de su bisabuelo Sancho Garcés, el más poderoso de los condes castellanos.
El cortejo fúnebre con los restos del rey asesinado en plena madurez, cuando contaba unos treinta y tres años de edad, se pondría en marcha hacia Burgos y Oña. Unos 275 kilómetros de distancia separan Zamora de esta última población, lo que entonces exigía de diez a doce días de camino.
Con el cuerpo del rey Sancho se enterraban también muchas ilusiones del pueblo castellano y los proyectos de muchos de sus magnates y caballeros, porque el rey difunto había muerto sin sucesión. Sancho había contraído matrimonio hacía menos de dos años con una dama del norte de los Pirineos de nombre Alberta, pero esta no le había dado descendencia.
La Divina Providencia dejaba así abierto el camino hacia el trono a su hermano Alfonso.
Alfonso VI recoge en León la herencia de su hermano Sancho
Muerto Sancho II ante los muros de Zamora, la infanta Urraca reaccionó al instante enviando un mensajero a Toledo con la noticia e instando a Alfonso a regresar sin demora para tomar posesión de la herencia de su hermano. Menos de una semana tardaría la noticia en recorrer los 240 kilómetros que separan ambas ciudades.
Las fuentes literarias y las crónicas históricas posteriores, siguiendo los pasos de aquellas, han adornado con diversas versiones la llegada de la noticia a Toledo y la despedida de Alfonso de su anfitrión, el rey taifa al-Mamun. Según unas fuentes Alfonso pactó amistad con el rey musulmán mientras el propio al-Mamun o su hijo primogénito rigieran Toledo. Según otras, Alfonso salió de Toledo a escondidas para evitar interferencias de al-Mamun.
Desde Toledo, Alfonso se dirigió en primer lugar a Zamora, donde lo esperaba la infanta Urraca, para conocer detalles y escuchar el consejo de su hermana, mejor informada de la inesperada situación que el regicidio había creado. Ante todo había que apresurarse en llegar a León, donde Alfonso tenía muchos partidarios, y tomar de nuevo posesión de la ciudad regia, y con ella recuperar el que había sido su reino, asignado por su padre, durante algo más de seis años.
Sin embargo, no acababan sus perspectivas y aspiraciones con la sola recuperación del reino leonés. La muerte de su hermano Sancho había dejado vacantes otros dos tronos: Castilla y Galicia. Por derecho de sangre a él le correspondía la herencia de su hermano, muerto sin descendencia, pero en su camino podían alzarse algunos obstáculos: en Castilla, la vieja rivalidad con León y la sensación de perder el protagonismo y el papel decisorio que le había otorgado la política del difunto monarca; en Galicia, los derechos del hermano menor, García, que aspiraría a ser reintegrado en la Corona que le había asignado su padre y arrebatado su hermano Sancho.
Ningún otro medio pareció mejor a Alfonso para superar estas posibles dificultades que convocar a los magnates y obispos con rapidez y audacia a una gran curia extraordinaria de los tres reinos, Castilla, León y Galicia, en la ciudad regia de León. Allí podría Alfonso evocar la unidad más que centenaria de las tres tierras en la secular monarquía astur-leonesa y reconstruir el gran reino que su padre había fragmentado, continuando así y, paradójicamente, consolidando en su persona el proyecto y la obra política de su hermano Sancho.
Esa curia de los tres reinos se celebró lo más tarde el 17 de noviembre, esto es, a los cuarenta días de la muerte de Sancho, el tiempo justo para llegar León, enviar los mensajeros con la convocatoria hasta Galicia y Castilla y permitir que los convocados se pusieran en camino y alcanzaran la ciudad regia.
El éxito de Alfonso fue total; en un diploma otorgado ese 17 de noviembre aparece ya como «Rey de León, hijo del rey magnífico Fernando y de la reina Sancha, a quien Dios le había restituido de repente, cuando menos lo esperaba, el reino que había perdido, y esto había sucedido sin derramar sangre, sin daños en el país y sin disturbios ni contradicción de nadie».
El diploma está confirmado por los obispos de León, Astorga, Palencia y Oviedo, entre los de su antiguo reino leonés; igualmente por los prelados de Braga, Mondoñedo, Lugo, Iria y Orense, de entre los galaico-portugueses, lo que refleja la plena aceptación de Alfonso en Galicia y Portugal; y, finalmente, también por el obispo Jimeno, de Oca-Burgos. Prácticamente el episcopado entero del gran reino de Fernando I reconocía a Alfonso como heredero único.
También prestaron su asenso al documento seis magnates con título condal: Vermudo Ordóñez, Pedro Ansúrez, Pedro Peláez, Martín Alfonso, Munio González y Gonzalo Salvadórez. Precisamente estos dos últimos eran los únicos condes existentes en el reino de Castilla, cuyos títulos fueron creados por Sancho II. La presencia en León, al lado de Alfonso VI, del obispo y de los dos condes castellanos es signo suficiente de que también Castilla aceptaba al nuevo monarca leonés.
Una estrofa del cántico cidiano Carmen Campidoctoris, escrito entre 1082 y 1093, de diez a veinte años después del regicidio, atribuye la pacífica aceptación de Alfonso como rey de Castilla a los deseos del propio Sancho:
«Tras su muerte alevosa [la de Sancho] el rey Alfonso obtuvo el reino, y así, conforme a los deseos de su hermano, [Rodrigo] le entregó toda Castilla».
Esta voluntad del rey Sancho a favor de su hermano pudo haber sido expresada bien por escrito en algún testamento, ya que no tenía descendencia, o bien oralmente, incluso en el propio campo de Zamora, si no había muerto en el mismo instante de recibir la herida.
Tan generosa decisión reflejaría los nobles sentimientos del primer rey castellano, que quiso evitar a Castilla toda división y discordia acerca de su propia sucesión. Por otra parte no podía Sancho tener ningún motivo de queja o agravio frente a su hermano como para excluirlo de sus derechos sucesorios, ya que no era Alfonso el que había despojado a Sancho del reino atribuido por el padre, sino al contrario.
Alfonso VI afirma su realeza en Castilla y en Galicia
No le bastaba a Alfonso VI con la proclamación en la curia general de León de su realeza también sobre Castilla y Galicia. Desde un punto de vista político era muy aconsejable y aun necesario reforzar el reconocimiento del nuevo monarca con una visita a esos territorios. Especialmente urgente era la presencia del nuevo rey en Castilla para tranquilizar a los magnates y a los infanzones castellanos, que habían sido los grandes perdedores y podían ser los grandes postergados por la tragedia de Zamora.
Los relatos literarios posteriores y las crónicas basadas en ellos han plasmado literariamente este apaciguamiento de los castellanos por parte de Alfonso VI en la «Jura de Santa Gadea», exigida por tres veces al rey por el Cid. Se trata de una bellísima y poética escenificación carente de cualquier base histórica o documental. No precisaba Alfonso VI de ningún juramento solemne ni de ninguna nueva proclamación en Burgos; en cambio, lo que sí consta documentalmente es la inmediata visita que Alfonso VI efectuó a las tierras castellanas.
El 8 de diciembre de 1072 ya había llegado a Castilla. Lo acompañaban en esta ocasión los obispos de León, Palencia, Astorga, Iria y Lugo, además de los dos castellanos: Jimeno, de Burgos-Oca, y Munio, obispo de Castella-Vetula o de Valpuesta. Este último no había asistido a la curia de León. Además, al lado del rey se encontraban los abades de Cardeña, Silos, Arlanza, San Millán, Valbanera y Santillana del Mar. Entre los laicos, además de tres condes, figuraban otros diez magnates sin dignidad condal entre los que se encontraba Rodrigo Díaz de Vivar.
La positiva acogida que Alfonso ofreció a Rodrigo después de la muerte del rey Sancho está expresamente atestiguada por la Historia Roderici:
«Después de la muerte de su señor el rey Sancho, que le había criado y que lo había amado sobremanera, el rey Alfonso lo recibió con todo honor como vasallo y lo mantuvo junto a sí con gran amor y reverencia».
Lo mismo había escrito el Carmen Campidoctoris compuesto en vida del héroe y del rey:
«Comenzó [Alfonso] a sentir por él no menor afecto, queriendo distinguirlo por encima de los demás, hasta que sus colegas en la corte comenzaron a envidiarlo».
La razón política aconsejaba a Alfonso VI esta generosa conducta hacia Rodrigo, como íntimo entre los íntimos de Sancho II, y hacia el resto de los magnates de Castilla a los que había que integrar en el nuevo reino leonés, con olvido de los pasados enfrentamientos.
Cumplida su misión en Castilla, Alfonso regresó muy pronto a León para atender desde allí la situación en Portugal. Es cierto que la curia de León lo había reconocido también como rey de Galicia con la presencia de la mayoría de los obispos de la región. Un documento, expedido en Burgos el 7 de diciembre, en que los abades de Cardeña y San Millán permutan ciertas propiedades, consigna que Alfonso reinaba ya en Castilla, en León y también en Galicia, pero era conveniente acercarse a las tierras, que habían sido del rey García, para hacer frente a las aspiraciones de este.
García, al conocer la muerte de su hermano también había partido de Sevilla hacia su antiguo reino con la idea de recuperar el trono, que había perdido hacía unos meses, pero no contaba en Portugal, y mucho menos en Galicia, con los mismos apoyos que en León habían devuelto la corona a Alfonso. Ante el relativo vacío con que se encontró, García se dirigió ingenuamente en busca de su hermano. Este, siguiendo el consejo de hermana Urraca, le hizo apresar el 13 de febrero de 1073. Permanecería en el castillo de Luna durante diecisiete años, hasta el día de su muerte, el 22 de marzo de 1090. Su entierro en León se celebró con pompa regia, con la presencia de Alfonso, las infantas Urraca y Elvira, el legado pontificio y muchos obispos y abades, que se habían reunido para celebrar un concilio general del reino de Alfonso VI.
Resulta chocante tanta severidad con un hermano, prolongada además durante tantos años. Esta conducta pudo tener alguna explicación en un principio para evitar disturbios en el reino, pero una vez afirmado Alfonso en el trono, cuesta creer que su hermano García pudiera constituir una amenaza que justificara medida tan extrema. Además contrasta con la benignidad de Sancho II, que en condiciones mucho más difíciles se había limitado a enviar a sus hermanos a un cómodo destierro.
Anexión de La Rioja, Álava, Vizcaya, parte de Guipúzcoa y Navarra
La inesperada muerte de Sancho II había puesto en manos de su hermano Alfonso todo el territorio que un día había sido del padre de ambos, Fernando I. No pasarán cuatro años cuando otra muerte igualmente imprevista, puesto que se trata de otro deceso violento, la de Sancho García de Navarra, dio ocasión a Alfonso VI para extender las fronteras del reino leonés más allá de donde nunca habían alcanzado.
El 4 de junio de 1076 el rey navarro Sancho era asesinado en Peñalén[2], víctima de una conjura política en la que participaron sus hermanos Ramón y Ermesinda. La muerte del rey navarro creó una crisis sucesoria. Es cierto que el difunto dejaba descendencia, pero por su corta edad nadie la tomó en consideración para suceder a su padre en el trono en unos momentos de emergencia.
También tenía dos hermanos legítimos, hijos, como el fallecido, del rey García de Nájera, quien murió en la batalla de Atapuerca, y de la reina Estefanía. Uno de ellos, de nombre Ramón, había participado en el fratricidio, por lo que fue rechazado y tuvo que huir y refugiarse en la corte del rey taifa de Zaragoza. El otro hermano, llamado Ramiro, considerando que no tenía fuerzas ni partidarios suficientes para hacerse con el trono, prefirió acogerse a la protección de su primo el rey leonés.
El caso es que ante el vacío y la inseguridad política que la muerte de Sancho había dejado tras de sí, junto con la incertidumbre de la cuestión sucesoria, los dos reyes vecinos, Alfonso VI de León y Sancho Ramírez de Aragón (que eran primos carnales del muerto en Peñalén y entre sí, como nietos que eran los tres de Sancho el Mayor de Navarra), se lanzaron rápidamente a una intervención militar.
El rey aragonés ocupó sin resistencia la mayor parte del territorio navarro, con su capital, Pamplona, mientras Alfonso VI a su vez hacía suya toda La Rioja, desde Nájera hasta Calahorra, así como Álava, Vizcaya, la mayor parte de Guipúzcoa y al otro lado del Ebro el territorio navarro sito a la derecha del río Ega, hasta Dicastillo, y también las tierras ubicadas al sur de una línea que iba de Dicastillo a Marañón, en Álava.
Para este avance pacífico Alfonso VI contó con la colaboración de Diego Álvarez, señor de Oca, y de su yerno Lope Iñiguez, que regía la tenencia de Nájera en nombre de su padre Iñigo López, señor de Vizcaya. Ambos se inclinaron decididamente desde el primer momento por la causa del rey leonés, como este expresamente lo pondera en el preámbulo del fuero de Nájera:
«Después que el rey Sancho, mi primo, fue asesinado por su hermano Ramón, se me presentaron a mí en Nájera Diego Álvarez con su yerno el conde don Lope en reconocimiento de mi autoridad, ocupándose de mi servicio, honor y amor me juraron ambos delante de todos mis magnates que…».
La decisión de ambos magnates, suegro y yerno, de reconocer la soberanía de Alfonso VI arrastró también a la misma causa al anciano Iñigo López, señor de Vizcaya, que siguió en todo los mismos pasos de su hijo y de su consuegro, optando por incorporarse al reino de Alfonso VI.
De este modo Alfonso pudo presentarse muy rápidamente en Nájera, donde confirmaba los fueros de la ciudad y abolía las modificaciones introducidas por el último monarca navarro. Luego siguió hasta Calahorra, donde ya se encontraba el 10 de julio, sólo treinta y cinco días después del regicidio de Peñalén, para ratificar todas las donaciones hechas anteriormente a su obispo e iglesia. La entrada en sus nuevos territorios había sido absolutamente pacífica, hasta el punto que en su acompañamiento llegaban también a Calahorra la reina Inés y el obispo gallego de Iria.
Tras esta notable ampliación de sus territorios, Alfonso VI modificará los títulos con que encabezaba sus diplomas, declarando con frecuencia que reinaba «en León, Castilla, Galicia y Nájera». Más tarde añadirá la mención de «en Toledo» y a veces también la de «en Asturias». Son las seis grandes tierras o porciones del reino que él gobierna, y que aparecen en la titulación del monarca.
Sin embargo, a partir de la incorporación del reino de Nájera a la corona leonesa comenzará Alfonso VI a utilizar un título que eliminaba la mención de cada uno de sus reinos o tierras y las englobaba bajo la fórmula, que las comprendía a todas, de «Rex totius Hispaniae», esto es, «rey de toda España», fórmula que ya encontramos a partir de 1077 y que ningún otro monarca había usado antes de él, ni su padre ni su abuelo. Antes de la fecha indicada, sólo una única vez, el 17 de noviembre de 1072, con ocasión de su reconocimiento como rey de León, de Castilla y de Galicia, en un momento de exultación se había titulado «Ego Adefonsus, presenti tempore princeps et rex Spaniae». O sea, «Yo, Alfonso, en el momento presente príncipe y rey de España».
También será al año siguiente de que La Rioja entrara a formar parte de su reino cuando Alfonso comienza a usar en sus titulaciones en primera persona el título de imperator, cuando el 17 de octubre de 1077 firme un documento como «Ego Adefonsus, diuina misericordia imperator totius Hispaniae»: emperador de toda España.
Estas observaciones nos permiten vislumbrar la importancia que tuvo la incorporación de La Rioja y de las tierras vascas al reino de Alfonso VI en la configuración del pensamiento político expresado por el monarca con esos títulos de «emperador» y «de toda España», que naturalmente se potenciarán mucho más cuando el año 1085 el reino de Toledo entre a formar parte de sus dominios.