Capítulo XIII. Familia y sucesión

En el seno de una familia de cinco hermanos

Nacido Alfonso en el hogar de los reyes de León, Fernando y Sancha, su nombre lo encontramos frecuentemente en la documentación junto con el de algunos de sus otros cuatro hermanos, o con el de todos ellos. Ningún documento, ni anterior ni posterior, consigna el nombre de algún otro hermano más. Si existió ese hipotético hermano o hermana, debió de morir, como era frecuente entonces, en la más tierna infancia, sin dejar ninguna huella.

El orden de nacimiento de los cinco hermanos nos consta con toda seguridad, pues en la decena de documentos indubitados, de 1056 a 1065, en que aparecen, el orden siempre es el mismo: si preceden los varones, el orden es Sancho, Alfonso, García, Urraca y Elvira; si van mezclados varones y hembras, el orden es Urraca, Sancho, Elvira, Alfonso y García.

Este mismo orden de nacimiento nos lo confirma expresamente la Crónica silense, que todavía destaca un dato de importancia: que Fernando y Sancha engendraron a Urraca, la primogénita, antes de que ascendieran al trono regio. Como Fernando y Sancha fueron coronados reyes de León el 22 de junio de 1038, este dato constituye un importante hito cronológico. En la narración de la Crónica silense se enumera el nacimiento de los otros hijos después de mencionar dicha coronación:

«En este tiempo la reina Sancha concibió y dio a luz al hijo llamado Sancho; después, de nuevo en estado, nació Elvira; concibió otra vez y nació un hijo, a quien con el agrado de ambos padres llamaron Alfonso; finalmente fue engendrado el menor de todos y fue llamado García. Urraca, doncella nobilísima por su belleza y sus costumbres, había sido engendrada antes de que sus padres alcanzasen la dignidad real».

El obispo don Pelayo en su Crónica dice que Alfonso murió a los setenta y nueve años, lo cual le haría nacer el año 1030, algo absolutamente imposible pues sus padres ni siquiera habían contraído matrimonio y sabemos con certeza que fue el tercero de los hermanos nacidos después de 1038. Creemos que la verdadera fecha nos la ofrece, como ya hemos indicado, el autor de la Primera crónica anónima de Sahagún, que estuvo presente a su muerte y nos dice que murió a los «sesenta y dos annos de su hedad», luego habría nacido en 1047. Un supuesto diploma del año 1043, en que se menciona ya a los cinco hermanos, está mal datado, y no puede ser utilizado para fijar la fecha de nacimiento de Alfonso.

De las relaciones con sus dos hermanos varones, Sancho y García, nada más sabemos, fuera de lo que se deriva de la actuación política de los mismos al frente de sus reinos respectivos: Castilla, León y Galicia, a partir de la muerte de su padre, y que ya hemos descrito al tratar de la reunificación de los mencionados reinos, primero por obra de Sancho y luego por Alfonso.

Las dos hermanas de Alfonso, Urraca y Elvira, las dos mayores en edad que él, no contraerán matrimonio en toda su vida ni tampoco profesarán en ningún monasterio. Dotadas por sus padres con el infantazgo y más tarde por Alfonso con el señorío de alguna ciudad o villa como Zamora o Toro, vivirán muy unidas a su hermano, participando con frecuencia en solemnidades y asambleas de la curia regia, especialmente Urraca, de la que don Rodrigo Jiménez de Rada nos dirá que era inteligente y precavida y que se comportaba en todo con Alfonso como si fuera su madre y que este se acomodaba en todo a sus consejos.

Parece que Alfonso fue siempre el predilecto o el favorito de su hermana. Vimos cómo en la disputa entre Sancho y Alfonso, que acaba con la prisión de este, Urraca acude presurosa a Burgos para suplicar y obtener de Sancho la libertad del hermano y su envío a un destierro, relativamente dorado, a Toledo. Poco después se niega a entregar el señorío de Zamora a Sancho, y cuando este se decide a tomar la plaza por la fuerza, es la causa, al menos indirecta, de su muerte.

A continuación será la primera en avisar a Alfonso de la muerte del hermano y solicitar su regreso; ese regreso se hace por Zamora y en Zamora Alfonso y Urraca planean la convocatoria de la curia extraordinaria de León, donde Alfonso fue reconocido como soberano de los tres reinos: León, Castilla y Galicia.

Más tarde, cuando el rey García de Galicia regrese de su destierro sevillano, donde lo había enviado su hermano Sancho, y trate de recuperar el trono que había perdido, será también Urraca la que aconsejará a Alfonso que proponga a García una entrevista y que durante la misma se apodere de él. Vemos el papel decisivo que en todos estos sucesos desempeña Urraca, siempre apasionada a favor de su favorito Alfonso.

Una predilección tan excesiva, muy patente para todo el reino, hizo que, según nos informa algún historiador árabe del siglo XII, tanto entre cristianos como entre musulmanes circularan rumores y maledicencias que calificaban de incestuosa esta inclinación de Urraca por Alfonso. Tal rumor, nunca confirmado, fue también recogido en 1282 por fray Juan Gil de Zamora en un relato legendario. Sin embargo, la historia no se construye sobre insidiosos rumores y sospechas sin prueba alguna.

El obispo Lucas de Tuy también escribirá en su Crónica que «Alfonso otorgó el título de reina a Urraca», pero ningún documento confirma esta aseveración del tudense.

En cambio, el autor de la Crónica silense, que presume de saberlo por su propia experiencia, nos presenta a la infanta Urraca, con su predilección por Alfonso y, al mismo tiempo, como

«insigne por su honradez y don de consejo, que habiendo rechazado la vida conyugal, vivía externamente con vestidos seglares, pero guardando por dentro la observancia monacal, que se había unido al verdadero esposo Cristo y que ocupó todo el tiempo de su vida en adornar los altares y las vestiduras sacerdotales con oro, plata y piedras preciosas».

Murió la infanta Urraca ocho años antes que su hermano; la fecha la consignan los Anales toledanos primeros en el año 1101.

Mucho menos relieve tiene en la vida de Alfonso VI su hermana Elvira, menor en edad que Urraca, pero mayor que Alfonso. En la documentación aparece menos veces que su hermana Urraca confirmando diplomas, lo que no quiere decir que esté enteramente ausente. Tampoco se le atribuye ninguna actuación política relevante, como es el caso de su hermana mayor. Los Anales toledanos primeros también registran su muerte el año 1099: «Murió la infant Geloira era MCXXXVII».

Las esposas de Alfonso VI

El obispo don Pelayo, en su Crónica, nos informa de que Alfonso VI contrajo cinco matrimonios y que además se unió con dos concubinas:

«Este tuvo cinco mujeres legítimas: Inés, la primera; la reina Constanza, la segunda, de la que nació la reina Urraca, la esposa del conde Raimundo, que fueron los padres de Sancha y del rey Alfonso; la tercera, Berta, natural de Toscana; la cuarta, Isabel, en la que engendró a Sancha, la esposa del conde Rodrigo, y a Elvira, que casó con Roger, duque de Sicilia; la quinta, Beatriz, que una vez viuda regresó a su patria. Tuvo también dos amantes, sin embargo, nobilísimas: la primera Jimena Muñoz, en la que engendró a Elvira, la esposa del conde de Tolosa, Raimundo, padres de Alfonso Jordán, y a Teresa, la mujer del conde Enrique, padres de Urraca, Elvira y Alfonso; la última, llamada Zaida, hija de Aben Abeth, rey de Sevilla, la cual, una vez bautizada, recibió el nombre de Isabel; en ella engendró a Sancho, que murió en la batalla de Uclés».

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Dejando a un lado un primer acuerdo matrimonial negociado el año 1067 con una princesa inglesa, Ágata, hija de Guillermo el Conquistador, rey de Inglaterra y duque de Normandía, y de la mujer de este, Matilde de Flandes, cuya boda no llegó a celebrarse por haber fallecido la esposa antes de que viajase hacia España, la primera esposa del rey leonés fue Inés de Aquitania, hija del duque Guido Guillermo VIII y de la duquesa Matilde la Marche.

El matrimonio parece que se negoció en los años en que Alfonso era sólo rey de León, y sus hermanos soberanos de Castilla y de Galicia, y que la negociación acabó en un acuerdo de esponsales, pues según una noticia del año 1069, del Chronicon malleacense, ese año se celebró un contrato de matrimonio futuro entre Alfonso, rey de España, e Inés, hija del duque Guido, cuando esta sólo podía tener, a lo más, diez años de edad.

Inés aparecerá en la documentación castellana, ya como reina, al lado de Alfonso el 16 de junio de 1074, cuando escasamente habría cumplido los quince años; su matrimonio apenas llegó a los cuatro años de duración, pues su última mención como reina no va más allá del 22 de mayo de 1077. Falleció el 6 de junio de 1078, quizás, como era frecuente en la época, con ocasión de un mal parto.

Viudo Alfonso de su primera esposa, mientras negociaba un nuevo matrimonio al norte de los Pirineos estableció una relación íntima con una joven de la nobleza berciana, de nombre Jimena Muñoz, que en el tiempo que con ella convivió le dio dos hijas: Elvira, que casó con el conde Raimundo IV de Tolosa, y Teresa, la futura reina de Portugal. Tras el matrimonio de Alfonso con Constanza desaparece de la corte Jimena Muñoz, retirada a sus posesiones de El Bierzo, donde debió de morir hacia el año 1128.

Al año siguiente de la muerte de Inés, a finales de 1079, aparecerá Alfonso habiendo contraído ya segundas nupcias con Constanza de Borgoña, hija de Roberto el Viejo, duque de Borgoña (1032-1076), y tía de Eudes I (1076-1078) y Hugo I (1078-1102), igualmente duques de Borgoña. El gran abad de Cluny, san Hugo el Grande, era tío carnal de la reina Constanza como hija de la duquesa Helie, segunda mujer del duque Roberto y hermana del abad cluniaciense.

Aunque muy joven todavía, cuando llegó a España doña Constanza era ya viuda de Hugo II, conde de Chalon-sur-Saone, que había muerto en España en 1078. Este fue el matrimonio más largo del rey leonés, ya que duró casi catorce años, en los que Constanza dio al rey hasta seis hijos, de los que cuatro murieron antes que su madre, y el quinto, de nombre desconocido, también murió en la niñez. Sólo sobrevivió a doña Constanza una hija, la futura reina Urraca, que parece que vino al mundo hacia finales del año 1080.

La última vez que su nombre aparece en los diplomas como reina es el 2 de septiembre de 1093. Probablemente falleció entre ese día y el 25 de octubre siguiente, en que encontramos ya al rey solo.

Es en este momento cuando aparece en la vida de Alfonso VI la llamada mora Zaida. Ya hemos indicado que esta noble musulmana era la esposa de al-Mamun, hijo del rey taifa de Sevilla. Este príncipe fue el defensor de Córdoba frente a los almorávides, y murió en la defensa de la plaza el 27 de marzo de 1091. Antes había enviado, para librarla del peligro, a toda su familia al castillo de Almodóvar del Río. También esta fortaleza fue cercada y ocupada por los almorávides, pero antes Zaida había logrado huir y buscar refugio entre los hombres de Alfonso VI o, como dicen otras fuentes, había sido enviada por su suegro a solicitar la ayuda del rey cristiano.

No consta que viviendo la reina Constanza la recién llegada Zaida se convirtiera en amiga íntima de Alfonso VI, pero desaparecida la reina Constanza es cierto que fue sustituida por la refugiada musulmana en el lecho regio, al menos mientras el rey buscaba una nueva esposa, como las dos anteriores, al otro lado de los Pirineos.

La tercera reina aparece por primera vez en los diplomas el 28 de abril de 1095, año y medio después de la muerte de la reina Constanza, aunque su llegada a España pudiera datarse en diciembre de 1094. Sabemos que era de origen italiano, bien toscana bien lombarda, donde era frecuente el nombre de Berta entre las familias nobles, pero no conocemos con certeza sus vinculaciones familiares. Según el estudioso Szabolcs de Vajay, la reina Berta sería hija de Amadeo II, conde de Saboya, y nieta de Odón, marqués de Italia. Su matrimonio vino a durar algo más de cuatro años y medio; la última vez que figura su nombre en los diplomas es el 17 de noviembre de 1099. Fallecería poco después, pues el 15 de enero de 1100 ya no se menciona a la reina. No dejó tras de sí descendencia.

Apenas cinco meses después de su tercera viudez, aparece Alfonso el 14 de mayo de 1100 con su cuarta esposa, de nombre Isabel. No ha habido tiempo de buscarla en el extranjero, luego todo apunta a que se trata de alguien que se encontraba en España. Recientemente, una valiosa aportación de Salazar y Acha ha probado con sólidos argumentos la identidad de esta Isabel, que no era otra que la mora Zaida, ya bautizada con un nuevo nombre.

Las razones que pudieron mover al rey Alfonso a adoptar una decisión que no dejaría de chocar a la opinión pública cristiana radicaban en la urgente necesidad de un heredero varón. Tres matrimonios y más de cincuenta años de edad no le habían concedido un heredero legítimo varón, y tenía sólo una hija, Urraca. Ahora su matrimonio con la nueva cristiana Isabel le solucionaba de golpe el urgente problema, pues de su anterior cohabitación con Zaida había nacido un varón, bautizado con el nombre de Sancho. El matrimonio subsiguiente, conforme a las leyes canónicas, legitimaba al fruto anterior y convertía a Sancho en hijo legítimo y por lo tanto daba a Alfonso el ansiado heredero del trono.

Más de siete años duró el cuarto matrimonio de Alfonso VI con la reina Isabel. La última mención conocida es del 14 de mayo de 1107. Durante este tiempo al lado del rey y de la reina subscribirá los diplomas como hijo del rey el infante Sancho, y a partir de 1105 por delante de los yernos del rey y de cualquier conde o magnate. Serían años de esperanza para el anciano rey viendo crecer sano y fuerte a un heredero varón y esperando además que la nueva reina le diera algún otro heredero.

Sin embargo, de nuevo la desgracia se cebará sobre esta cuarta esposa, antigua musulmana, ahora bautizada como Isabel, pues el 12 de septiembre de 1107 moriría de sobreparto, quizás como las otras tres esposas anteriores, habiendo dado al rey dos infantas, de nombres Sancha y Elvira. Fue sepultada primero en San Isidoro de León para más tarde ser trasladada a Sahagún.

Las hijas de Alfonso y de Isabel alcanzarían la edad adulta: Sancha casaría con el conde don Rodrigo González de Lara, hermano del también conde Pedro González de Lara; la segunda, Elvira, contraería matrimonio en Sicilia con Roger II.

El consuelo que le quedaba al ya valetudinario monarca era su hijo varón y heredero, el infante Sancho, que contaría con unos catorce o quince años, y a quien su padre quiso empezar a instruir en el arte de gobernar y de defender las fronteras del reino encomendándole la guarda del reino de Toledo.

Existía ya un heredero, por lo tanto, pero ante la previsión de cualquier contingencia, el rey Alfonso quiso todavía proceder a un quinto matrimonio. La elegida fue Beatriz, hija de Guillermo IX, duque de Aquitania, que aparece ya como esposa del rey leonés el 28 de mayo de 1108, sólo dos días antes del desastre de Uclés, en que perdería la vida el infante don Sancho.

Un año más tarde, el 1 de julio de 1109, quedaría viuda la reina Beatriz, sin duda en edad muy joven. Regresaría a Francia, donde el año 1110 contraería nuevas nupcias con Elias de la Fleche, conde del Maine. No le duraría este segundo matrimonio más que el primero, ya que el conde del Maine moría al año siguiente 1111, también sin sucesión.

El problema sucesorio

La preocupación sucesoria parece que planeó desde los primeros años de reinado sobre Alfonso, y no se puede decir que descuidara o retrasara indebidamente sus deberes hacia la dinastía difiriendo el contraer matrimonio más allá de lo razonable.

Ya hemos visto cómo esta búsqueda de una esposa que asegurara la continuidad dinástica comienza el año 1067, a los dos de haber subido al trono reducido de León, cuando sus hermanos reinaban en Castilla y Galicia. El enlace se frustró por la prematura muerte de la elegida, Ágata de Normandía.

Todavía Alfonso rey de León, sin Castilla ni Galicia, volverá a buscar esposa y el año 1069 cerrará unos esponsales con Inés de Poitiers. La excesiva juventud de la prometida obligará a diferir la unión matrimonial en espera de que alcanzara la plena pubertad. Entre tanto Alfonso es destronado, muere su hermano Sancho, recupera el trono y apresa y depone a su hermano García. Alfonso es el único rey de León, Castilla y Galicia; como no tiene herederos, en espera de la llegada de ese sucesor no tiene inconveniente en reconocer como heredero a su hermano García, alejado y retenido en el castillo de Luna. Existe un heredero, pues, pero no el deseado por Alfonso.

Llega la primera esposa, Inés de Poitiers; el matrimonio dura unos cinco años, de 1074 a 1079, y muere la reina sin haberle dado sucesión, ni masculina ni femenina. El único heredero continúa siendo su hermano García, a quien Alfonso no niega este derecho.

En 1079 Alfonso contrae el segundo matrimonio con Constanza de Borgoña. Catorce años de matrimonio hasta 1093; seis hijos, de los cuales cinco mueren en edad infantil; sólo sobrevive la hija Urraca, nacida hacia el año 1080, probablemente la primogénita. Alfonso sigue echando en falta el heredero varón que tanto desea, pues por el momento sólo cuenta con su hermano cautivo o con una hija en edad infantil.

El 22 de marzo de 1090 fallecía en su prisión de Luna el hermano, el otrora rey don García de Galicia, con lo que desaparece el heredero legal, ya que en la tradición sucesoria del reino astur-leonés nunca había sucedido una hija habiendo hermanos del rey difunto. El único caso de sucesión en la corona de una mujer había sido el de la reina doña Sancha, la madre de Alfonso VI, que había sido admitida como reina cuando el rey Vermudo III había muerto sin hijos ni hermanos que le sucedieran.

Muerto el en otro tiempo rey de Galicia, las esperanzas sucesorias quedan reducidas a la infanta Urraca, la única hija legítima del monarca. Los esponsales de Urraca con Raimundo de Borgoña hacia 1091 constituían una especie de designación del nuevo yerno regio como posible sucesor junto con su esposa, si el rey continuase sin heredero varón, posibilidad esta que seguía abierta.

En estos años el entorno del rey leonés había sido copado por personajes procedentes todos de Borgoña: la reina Constanza de Borgoña, un yerno, un primado de las Españas y arzobispo de Toledo salido del monasterio borgoñón de Cluny y un abad de Sahagún procedente del mismo monasterio.

Mientras la jovencísima infanta alcanzaba la edad núbil fue confiada a la custodia y educación del amigo y en algún modo favorito de Alfonso, el conde Pedro Ansúrez. Entre tanto al yerno del rey le era entregado el gobierno de Galicia al norte del Miño y el de Portugal entre el Miño y Coímbra; también le era encomendada la dirección de la repoblación de las tierras entre el Duero y la Cordillera Central con cabecera en Salamanca, Ávila y Segovia.

Las expectativas del conde don Raimundo estaban siempre pendientes de que la reina doña Constanza no diese a su esposo un hijo varón; pero el año 1093 fallecía la reina Constanza sin haberle dado a su esposo ese hijo tan deseado. Las esperanzas de Urraca y Raimundo se afirmaban y aumentaban con esta muerte. Al mismo tiempo el rey ponía en manos de Raimundo de Borgoña la defensa de Santarem, Cintra y Lisboa, y con ellas el gobierno de las tierras del reino entre Coímbra y el Tajo. El poder del yerno borgoñón seguía aumentando, pero siempre bajo el control de Alfonso VI.

Muerta la reina Constanza, la musulmana Zaida refugiada en la corte había dado al rey un hijo varón que, como ilegítimo nacido fuera de matrimonio, no podía aspirar a suceder a su padre. Sin embargo, aunque esto fuera muy claro según la ley, con todo no dejaba de constituir un escollo y un peligro para las previsiones sucesorias de Urraca y Raimundo.

De momento el rey Alfonso no desesperaba de obtener el ansiado hijo varón por la única vía legítima, mediante un nuevo matrimonio, y así en diciembre de 1094 el rey presentaba en la corte a la reina Berta, italiana de origen y por lo tanto alejada del influjo borgoñón. Todo apunta a que Alfonso VI seguía soñando con el ansiado heredero y buscó en este matrimonio una mayor libertad de movimientos contrapesando la agobiante asfixia en que se había convertido la corriente borgoñona.

También el conde don Raimundo debió de sentir la disminución de su influjo cerca del rey Alfonso y buscó blindarse contra una posible reacción de este mediante un pacto con su primo don Enrique de Borgoña, hermano del duque Eudo de Borgoña. No conocemos la fecha exacta en que este pacto fue acordado entre ambos primos borgoñones; por las circunstancias del mismo parece que fue negociado después de su boda con la infanta doña Teresa en el primer trimestre de 1096 y antes de que don Enrique hubiera recibido el gobierno de Portugal, a finales del año 1097. Este pacto fue cerrado contando con el apoyo de abad de Cluny, que quería con él asegurar la fuerte influencia que la abadía francesa ejercía en todos los asuntos eclesiásticos del reino de Alfonso VI y también la recepción del censo anual de 2.000 monedas de oro, que Alfonso había dejado de pagar cuando los musulmanes se negaron a abonar las parias acostumbradas.

Por este pacto sucesorio Raimundo de Borgoña prometía bajo juramento a su primo Enrique entregarle el reino de Toledo y un tercio del tesoro regio cuando muriera Alfonso VI; en caso de que no pudiera realizar la entrega del reino toledano le daría en su lugar el reino de Galicia. A cambio Enrique se comprometía igualmente bajo juramento a ayudar con todas sus fuerzas a Raimundo a obtener todos los dominios del rey Alfonso y los dos tercios del tesoro.

Al pacto, que no escaparía a la sagacidad de Alfonso, respondió el rey con una maniobra política, designando a don Enrique como gobernador de todas las tierras desde el Miño hasta Santarem en el Tajo, que hasta entonces venían siendo regidas por su yerno Raimundo de Borgoña, y reduciendo el gobierno de este a sólo Galicia. De este modo los dos primos en vez de aliados se convirtieron en rivales con intereses contrapuestos; su pacto sucesorio saltaba por los aires, y a partir de entonces cada uno de ellos trataría de ganarse el favor de Alfonso.

El cuarto matrimonio del rey, el año 1100, con la antigua musulmana Zaida, ahora cristiana Isabel, tuvo como propósito legitimar al hijo de ambos, que así a sus seis o siete años se convertiría en infante Sancho. Aunque el matrimonio de su padre con su madre era el que proporcionaba a Sancho esta nueva situación legal, su aparición en los documentos no tiene lugar hasta el año 1103, y aun hasta 1105 no consta que estuviera decidida y reconocida su calidad de heredero, ya que su confirmación figura siempre detrás de la de sus dos hermanas y de sus dos cuñados, Raimundo y Enrique.

En cambio, a partir del 22 de septiembre de 1105, de los cinco diplomas regios que conocemos, en cuatro pasa el infante Sancho a confirmar a continuación del rey y de la reina, antecediendo a sus hermanas y a sus cuñados. Creemos que este nuevo orden en el seno de la familia regia fue debido a que en el verano de 1105 el infante don Sancho fue declarado oficialmente heredero.

No parece que el conde Raimundo de Borgoña ni su esposa la infanta Urraca reaccionasen airadamente ante la decisión de Alfonso de proclamar heredero al infante Sancho. La infanta había alumbrado el 1 de marzo de 1105 a un varón, al que impusieron el nombre de su abuelo, Alfonso, y que había reforzado las expectativas sucesorias de su padre el conde Raimundo. Es muy probable que fuera este nacimiento de Alfonso Raimúndez el que hizo que Alfonso VI oficializara la declaración de heredero a favor del infante Sancho, proyecto que vendría acariciando desde que se había casado con la madre de este.

Todavía un nuevo fallecimiento vendría a alterar el panorama de la sucesión: en el verano de 1107 caía enfermo el conde Raimundo de Borgoña en su castillo de Grajal, próximo a Sahagún; allí le visitaba su suegro el rey, falleciendo el 20 de septiembre de 1107, y dejando a su viuda Urraca con dos hijos: Sancha y Alfonso Raimúndez.

Con la muerte del conde Raimundo de Borgoña todas las expectativas sucesorias se polarizaban ya sin ningún obstáculo en la persona del joven infante Sancho, pero de nuevo la muerte se interpondrá el 30 de mayo de 1108, el día del desastre de Uclés, para hacer añicos los planes tan laboriosamente diseñados por Alfonso VI.

En busca de un esposo-rey para la infanta Urraca

Con sesenta años de edad cumplidos, cinco matrimonios, sin descendiente varón y enfermo ya crónico tuvo que encararse una vez más Alfonso VI con el problema sucesorio, que venía arrastrando toda su vida, cuando le faltaban meses para la hora de su muerte. Se trataba del destino del gran reino cristiano de la Península que había creado y defendido. Ya sin tiempo para tentar nuevas soluciones, sus ojos se volvieron a su única hija legítima mayor de edad, a la infanta Urraca, viuda del conde Raimundo de Borgoña, y madre de dos hijos, uno de ellos varón.

A la muerte de su esposo Raimundo en Grajal, el rey Alfonso había puesto a su hija al frente del gobierno de toda Galicia, en el mismo oficio que venía desempeñando su difunto marido. Cuando la noticia del desastre de Uclés llegó a Galicia, la infanta Urraca se puso sin demora en camino hacia Toledo con la hueste del arzobispo Gelmírez. Desde Toledo, arzobispo e infanta volvieron sobre sus pasos a Segovia, donde se encontraba el rey, y allí tendría lugar la primera deliberación entre padre e hija sobre la sucesión inminente, en la que ya habría meditado largamente Alfonso, y es muy posible que en Segovia comunicara el rey a su hija su propósito de designarla heredera.

Algún historiador ha supuesto que fue durante este viaje del rey, en la ciudad de Toledo, donde se celebró una curia general o reunión de obispos y magnates del reino que proclamó heredera del reino a Urraca y decidió su matrimonio con Alfonso, el rey de Aragón y Navarra, pero no hay prueba alguna ni es probable que se celebrara esta curia.

No parece que existieran muchas dudas acerca de la designación de Urraca como heredera de su padre, pero las circunstancias del reino y la amenaza renovada almorávide requerían la presencia de un varón, experto guerrero, capaz de dirigir y capitanear la hueste y enfrentarse con el enemigo. La designación de Urraca como heredera planteaba inmediatamente otro problema de solución urgente: la búsqueda del marido más apto y capaz para mantener en paz el reino y defender sus fronteras.

El rey regresaba a Sahagún en septiembre de 1108; sería entonces, durante el invierno, cuando se llevarían a cabo las deliberaciones y las negociaciones conducentes a la elección de ese esposo ideal. Dos fueron las candidaturas que se manejaron: una, la de un magnate del reino, el conde castellano don Gómez González; otra, la de un rey vecino, el de Navarra y Aragón, Alfonso Sánchez, al que la historia bautizaría con el sobrenombre de El Batallador, futuro conquistador de Zaragoza en el año 1118.

Como no se podía predecir el futuro, sólo cabe hoy considerar en abstracto los pros y los contras de cada solución. Es inútil contemplar la elección desde los resultados, que nosotros ya conocemos.

La elección de un candidato del interior del reino venía a contradecir toda la política matrimonial mantenida durante sus cuarenta y tres años de reinado por Alfonso VI: la de mantener el trono alejado de cualquiera de las familias magnaticias del reino, sin duda para evitar que los vínculos de sangre con un determinado clan nobiliario pudieran provocar el alejamiento de otros grupos de la nobleza. Este pensamiento guió la política de Alfonso VI en la elección de sus cinco esposas, ajenas las cinco a cualquier gran familia del reino, y el mismo espíritu prevalecería en el pensamiento de Alfonso al descartar la candidatura del conde Gómez González.

Cierto que esa elección tenía evidentes riesgos, pues podría inclinar el reino hacia su vertiente castellana, provocando que la nobleza de las otras grandes regiones, como Galicia o León, se sintiese postergada y se alejase de la Corona. Por estos motivos las preferencias de Alfonso se inclinaron por buscar al esposo de su hija Urraca y futuro rey fuera de las fronteras del reino leonés.

No sabemos si se barajó alguna otra candidatura; el caso es que el elegido fue el rey aragonés. Al decidirse por el matrimonio de Urraca con este no estaba Alfonso VI pensando en la unidad de España, o en la unidad peninsular en sentido nacionalista. Esta es una idea anacrónica para los inicios del siglo XII. Sin embargo, sí pasaría por la mente de Alfonso la idea de constituir un reino más poderoso, capaz de enfrentarse al imperio almorávide, que también había en ese momento unificado todos los reinos taifas, con la única excepción de Zaragoza.

Además pesaría en el ánimo del anciano rey la fama que tenía el monarca aragonés como guerrero infatigable y experto militar, que no había hecho otra cosa en su vida que batallar contra el enemigo islámico, primero a las órdenes de su hermano Sancho Ramírez, y a partir del 28 de septiembre de 1104, ya como rey de Navarra y Aragón, dirigiendo las huestes de estos reinos en su progresión desde Huesca hasta las inmediaciones de Zaragoza. Alfonso era el guerrero capaz de enfrentarse con la cada año creciente amenaza almorávide, que planeaba sobre Toledo y la línea del Tajo y más aún sobre todo el flanco oriental al norte de ese mismo río. Además, el aragonés Alfonso llegaría a Castilla aureolado ya con la dignidad real, y ungido por la realeza se alzaría sobre sus pares por un matrimonio afortunado.

También el matrimonio de Urraca con el aragonés era una ocasión de evitar cualquier roce en la todavía no asentada frontera entre Navarra y Castilla en el valle del alto Ebro. Convenía asegurar la paz en la zona para poder concentrar todas las fuerzas contra el único enemigo que llevaba varios años mostrándose imbatible.

Nadie podía prever que el matrimonio, a pesar de años de convivencia, resultara estéril; tampoco era previsible que la incompatibilidad de caracteres entre ambos cónyuges alcanzara las proporciones que más tarde llegó a adquirir hasta hacer imposible esa convivencia; como tampoco calculó Alfonso VI la importancia del impedimento de consanguinidad entre los contrayentes, cuyos abuelos, Fernando y Ramiro, habían sido hermanos, esto es, Urraca y Alfonso eran hijos de primos hermanos. Tampoco se consideró el uso partidista que de este impedimento harían ciertos eclesiásticos para combatir el matrimonio. Estas eran elucubraciones de futuro que nadie previo ni podía prever, sólo la experiencia las podía poner de relieve.

Valedor de Alfonso el aragonés sería el conde Pedro Ansúrez, que como tutor-gerente del conde de Urgel ya llevaba más de cuatro años cooperando militarmente con el Batallador. Pudo así poner de relieve ante su viejo amigo el rey leonés las grandes cualidades militares del candidato a la mano de la futura reina Urraca, demostradas en las conquistas de Ejea, de Tauste o de Tamarite.

En la primavera de 1109 Alfonso VI se puso en camino hacia Toledo acompañado de su hija Urraca; es muy posible que le guiara el propósito de proclamar a Urraca como su heredera y sucesora, escogiendo para esta solemne proclamación la sede primacial y antigua capital del reino visigótico de España.

No hubo ninguna proclamación solemne, pues el fatal desenlace del monarca se adelantó y sólo pudo Alfonso VI en el lecho de muerte declarar ante los obispos presentes y la mayor parte de los condes y magnates que dejaba todo el señorío de su reino a su hija doña Urraca, que allí se encontraba presente al lado de su padre. Esta escena nos ha sido narrada por un testigo, que asegura conocer muy bien lo que pasó, porque estaba allí presente.

Alfonso I de Navarra y Aragón, rey de León

Tras el traslado de los restos mortales de Alfonso VI a Sahagún y celebradas las exequias que terminaron con la deposición del cuerpo en la sepultura el 12 de agosto, se reunió una solemne asamblea de los nobles y condes del reino que hizo suya la que sin duda había sido una decisión del rey difunto, aconsejando a la reina que tomase como esposo al rey de Aragón en estos términos:

«Tú non podrás governar, nin retener el reino de tu padre e a nosotros regir, si non tomares marido. Por lo qual te damos por consejo que tomes por marido al rei de Aragón, al qual ninguno de nosotros podrá contrastar ni contradesçir, mas todos le obedesçeremos por quanto él viene de generación real».

Había que pasar a la ejecución del acuerdo y negociar la dote de la esposa y el pacto político entre los futuros cónyuges. No nos ha llegado el día exacto de la boda que se celebró en el castillo de Muñó, hoy derruido y despoblado, a unos veinte kilómetros al sudoeste de Burgos un día del mes de octubre o de noviembre anterior al 27 de este último mes. Sabemos que era la época de la vendimia y que aquel día cayó una intensa helada en las tierras burgalesas.

Después del enlace, ya comenzado el mes de diciembre se redactó la carta de dote de Alfonso a Urraca y la carta de donación de Urraca a Alfonso. Por la carta de arras el rey aragonés hacía partícipe a su esposa de todos los derechos regios que él tenía en las tierras de su reino y de todas las preeminencias feudales de que gozaba sobre todos sus nobles y vasallos. También designaba como heredero de todos sus derechos al hijo que pudiera nacer de ambos, y en caso de falta de descendencia, doña Urraca sería la heredera de los reinos con libre poder para disponer de ellos cuando a ella le llegare también la hora de la muerte.

Como única contrapartida, en la carta de arras se establecía que si Urraca se separaba de su marido sin la voluntad de este, todos los vasallos, tanto de los reinos de Alfonso como de los de Urraca, abandonarían a esta para servir a Alfonso con todos los honores y tenencias que habían recibido de cualquiera de los reyes.

En la carta de donación de doña Urraca a su esposo se hacía entrega a este de toda la tierra que había sido de Alfonso VI. Si falleciere doña Urraca antes que su esposo, todos los reinos de la esposa serían para Alfonso y el hijo que naciere de ambos, y si faltare ese hijo todos serían para Alfonso. Más tarde, después de los días de este, todo pasaría al hijo de la reina, esto es, a Alfonso Raimúndez. También se establecía en la carta de donación que todos los dominios heredados por Urraca de su padre y todas las demás posesiones y derechos de Urraca serían por igual de su esposo para disponer de ellos a su libre voluntad.

Todo ello se subordinaba a que el esposo guardara a Urraca en la honra que todo buen marido debe guardar a su mujer, sin abandonarla por parentesco, por razón de excomunión ni por cualquier otra causa. Era claro que Urraca era consciente del parentesco de consanguinidad que les unía, y del uso partidista que podía hacerse del mismo, y procuraba blindarse frente a esa hipótesis al exigir a Alfonso:

«Y no me abandonaréis por razón ni de parentesco ni de excomunicación ni por ninguna otra causa.

»Y si vos me faltareis en la honra que un buen esposo debe tener respecto de una buena esposa, que yo no os obedezca y que todos los hombres de los reinos, de tus reinos y de los míos, te abandonen y me obedezcan a mí, hasta que me diereis satisfacción.

»Y si me abandonarais, que todos los hombres de tus reinos y de los míos me obedezcan a mí con todas sus tenencias y me sirvan con toda fidelidad y sin engaño alguno, y todo cuanto os he concedido en este convenio quede derogado y sin efecto. Viceversa, si yo os abandonare y os dejare contra vuestra voluntad, que todos los hombres de vuestros reinos y de los míos con todas sus tenencias me abandonen y te sirvan a ti fielmente y sin engaño alguno».

Unos pactos muy complejos y totales, que sólo podían ser efectivos y funcionar, del mismo modo que el matrimonio, si los cónyuges hubieran sido capaces de entenderse, al menos mínimamente, pero ese entendimiento y tolerancia mutua faltaron desde muy pronto.

Además, la lectura de los pactos matrimoniales ya nos deja entrever los dos escollos en que iba a naufragar el matrimonio: el primero, la consanguinidad que unía a los esposos, hijos de primos carnales, muy lejana para nuestros tiempos, en los que basta solicitar la dispensa para que la Iglesia la otorgue en todos los casos, pero que entonces era muy urgida por la doctrina canónica y por los papas.

Ya preveían los esposos en sus pactos esta dificultad, pero consideraron que existían razones suficientes para pasar por encima de la misma y unirse matrimonialmente, excluyendo la posibilidad de romper el enlace por ese motivo, ni por sentencia de excomunión que se dictare contra los contrayentes por haber contraído un matrimonio prohibido. Algunos prelados invocarán el parentesco de los cónyuges para combatir el enlace y exigir su separación.

El otro escollo previsible es el haber pasado por alto los derechos a heredar el reino de su madre, que ya tenía Alfonso Raimúndez como hijo legítimo primogénito de Urraca, para anteponer a él como sucesor del trono a cualquier vástago que pudiera nacer del nuevo matrimonio. Más aún, aunque no hubiera hijos de Urraca y Alfonso, si moría Urraca antes que su marido, el reino no pasaba a Alfonso Raimúndez, sino que sería heredado con carácter vitalicio por el aragonés Alfonso. Sólo al fallecimiento de este se tendrían en cuenta los derechos del hijo de Urraca y Raimundo de Borgoña. Es obvio que esta preterición podía dar paso a la formación de un partido legitimista en torno a Alfonso Raimúndez, como ocurrió de hecho, que turbaría la paz del reino.

El no dejar tras de sí un hijo varón que le sucediera en el trono fue el gran fracaso que nubló toda la vida de Alfonso VI. El nulo éxito de la solución sucesoria adoptada por el mismo monarca, el matrimonio de su hija Urraca con Alfonso de Navarra y Aragón, constituiría el gran fracaso de Alfonso VI después de su muerte.