Capítulo 9
Durante veinticuatro horas le resultó extraño e ingrato vivir en su propia casa como un hombre para todo, pero al cabo de otras veinticuatro se le hizo familiar y apacible. Si un hombre ama un lugar suficientemente no necesita ser su propietario: le basta saber que está seguro e inalterado, o al menos modificado de forma natural por el tiempo y la circunstancia. Madame Mangeot y su hija eran como inquilinos temporales: si descolgaban un cuadro lo hacían únicamente por alguna razón práctica —para no tener que quitarle el polvo, no porque desearan colocarlo en otro sitio—; nunca hubieran talado un árbol con la idea de tener una nueva panorámica, ni hubieran remozado una habitación por satisfacer un antojo del momento. Incluso era exagerado considerarles como huéspedes legítimos; más parecían gitanas que habían encontrado la casa vacía y ahora ocupaban unos pocos cuartos, cultivaban un rincón del huerto bien alejado de la carretera y se esmeraban en no provocar humo por el que pudieran ser detectadas.
No era una mera fantasía: descubrió que real mente tenían miedo del pueblo. Una vez a la semana la muchacha iba al mercado de Brinac, e iba y venía a pie, a pesar de que Charlot sabía que podría haber alquilado una carreta en St. Jean; y una vez por semana la anciana acudía a misa, y su hija la llevaba hasta la puerta de la iglesia y la esperaba a la salida. La mujer nunca entraba hasta unos instantes antes de la lectura del Evangelio, y en el preciso momento en que el cura había pronunciado el Ite Missa se ponía de pie. De este modo evitaba todo contacto con los feligreses fuera de la iglesia. Este hecho convenía a Charlot. Ninguna de las dos juzgaría extraño que él también evitase el pueblo.
Era él quien iba ahora a Brinac el día de mercado. La primera vez que fue se sintió traicionado a cada paso por cosas familiares; era como si, aunque ningún ser humano dijese su nombre, el letrero en los cruces de caminos le delatara; las suelas de sus zapatos firmaban su nombre en el arcén de la carretera, y los listones del puente tendido sobre el río producían una nota personal bajo sus pies, que a él le parecía tan inconfundible como un acento.
En una ocasión le sobrepasó una carreta que venía de St. Jean, y él reconoció al conductor: un campe sino local que de muchacho había perdido el brazo derecho en un accidente con un tractor. De niños habían jugado juntos en los campos que circundaban St. Jean, pero después del accidente del joven y las largas semanas en el hospital, oscuras emociones de celos y orgullo les habían distanciado, y cuando volvieron a verse lo hicieron como enemigos. No podían usar, como duelistas, las mismas armas; él enfrentaba su fortaleza contra la lengua hiriente del muchacho tullido, que ostentaba las llagas de una larga enfermedad.
Charlot se refugió en la cuneta cuando el carro pasó, y levantó la mano para encubrir la cara, pero Roche no le prestó atención; los negros ojos fanáticos miraban la carretera de frente, y el gran torso podado se alzaba como un contrafuerte derruido entre él y el mundo. En todo caso, como Charlot comprobó en seguida, había en las carreteras demasiadas personas para atraer la atención. Por toda Francia había hombres que retornaban a casa desde los campos de prisioneros, escondrijos y parajes extranjeros. Mirando el país a vista de pájaro, se hubiera visto un movimiento constante de granos diminutos que avanzaban como polvo a través de un suelo con forma de mapa.
Sintió una enorme sensación de alivio cuando volvió a casa; era realmente como si hubiera salido de un país salvaje e imprevisible. Entró por la puerta principal y recorrió a zancadas el largo corredor hasta la cocina, como si se estuviese retirando a los recovecos de una cueva. Thérèse Mangeot levantó los ojos de la olla que estaba remo viendo y dijo:
—Es curioso que usted entre siempre por la puerta principal. ¿Por qué no usa la de atrás, como nosotros? Ahorra mucha limpieza.
—Lo siento, señorita —dijo—. Me figuro que lo hago porque entré por allí la primera vez.
Ella no le trataba como a un criado: era como si le considerase otro gitano que acampaba allí hasta que la policía les expulsara. Sólo la anciana sucumbía a un extraño furor apoplético, absoluta mente inmotivado, y juraba que cuando su hijo volviera vivirían como se debía, como ricos que eran, con criados que fuesen de verdad criados y no vagabundos recogidos en la carretera… En tales ocasiones Thérèse se alejaba como si no la oyese, pero después lanzaba a Charlot algún comentario burdo e impertinente, la clase de comentario que sólo se le hace a un igual, concediéndole, por así decirlo, la libertad de la calle. Él dijo:
—No había gran cosa en el mercado. Era absurdo comprar tantas hortalizas teniendo aquí una huerta tan grande. El año que viene no necesitará ir… —Contó el dinero. Dijo—: He traído carne de caballo. Ni siquiera había un conejo. Creo que la vuelta es exacta. Compruébelo usted misma.
—Me fío de usted.
—Su madre no lo haría. Aquí tiene la cuenta.
Le tendió la lista de cosas que había comprado y observó por encima de su hombro mientras ella la verificaba. «Jean-Louis Charlot…». Thérèse dejó de leer.
—Es extraño —dijo, y de repente, mirando por encima del hombro de la muchacha, él comprendió lo que había hecho: había estampado su nombre casi exactamente con la misma firma que en la escritura de cesión a Janvier.
—¿Qué es extraño? —preguntó.
—Casi podría jurar que conozco su letra —dijo ella—, que la he visto en algún sitio.
—Supongo que la habrá visto en una carta que he escrito.
—Usted no ha escrito ninguna carta.
—No. Es cierto. —Tenía los labios secos. Dijo—: ¿Dónde cree que la ha visto…?
Y aguardó un siglo la respuesta.
Ella miraba y remiraba la letra.
—No lo sé —respondió—. Es como esas veces en que te parece que has estado antes en un sitio. Supongo que no significa nada.