Capítulo 6
Un hombre que se hacía llamar Jean-Louis Charlot recorría el sendero de la casa de St. Jean de Brinac.
Todo era igual a como lo recordaba y, sin embargo, muy levemente distinto, como si el lugar y él hubiesen crecido a diferente ritmo. Cuatro años antes había cerrado la casa, y mientras que para él el tiempo casi había permanecido inmóvil, allí había avivado el paso. Durante un par de siglos la casa había envejecido casi imperceptiblemente: los años eran poco más que una sombra alterada sobre los muros de ladrillo. El inmueble, como una mujer de edad avanzada, había sido mantenido en flor; con la cara estirada en el momento preciso. Ahora, al cabo de cuatro años, todo aquel proceso quedaba deshecho, y las arrugas surcaban el esmalte que no había sido renovado.
Hierbajos oscurecían la grava del sendero; un árbol caído atravesaba de parte a parte el camino, y aunque alguien le había cortado las ramas para leña, el tronco tendido probaba que ningún vehículo se había acercado a la casa durante muchas estaciones. Cada paso era familiar al hombre barbudo que doblaba cautelosamente cada curva, como un forastero. Había nacido allí; de niño había jugado al escondite en los arbustos; de adolescente había paseado la dulzura y la melancolía del primer amor de un lado a otro del sendero sombreado. Diez metros más adelante estaría la pequeña cancela que daba acceso al camino que, entre laureles espesos, conducía al huerto.
La cancela no estaba: sólo las estacas le manifestaron que la memoria no le había engañado. Hasta los clavos que sujetaban las bisagras habían sido meticulosamente extraídos para prestar en algún otro sitio un servicio más urgente. Se apartó del sendero; todavía no quería afrontar la casa; como un criminal que vuelve al escenario del crimen o un amante que retorna al lugar del adiós, avanzó en círculos que se entrecruzaban; no se atrevía a avanzar en línea recta y a terminar su peregrinación prematuramente, sin que quedase nada nunca más por hacer.
Era evidente que el invernadero no se había usado en años, aunque recordaba haberle dicho al viejo que trabajaba en el huerto que debía mantenerlo cultivado y vender las hortalizas por el precio que le pagasen en Brinac. Quizá el viejo había muerto y nadie en el pueblo había tenido la iniciativa de nombrarse su sucesor. Tal vez no quedaba nadie en el pueblo. Desde la tierra pisoteada y sin sembrar que rodeaba el invernadero vio la iglesia, fea, de ladrillo rojo, que apuntaba al cielo como un signo de interrogación, cerrando una frase que desde donde estaba no podía leer.
Entonces vio que a fin de cuentas habían plantado algo: una parcela había sido desbrozada para la siembra de patatas, berzas, coles rizadas. Era como el terreno que se cede a los niños para que cultiven: un espacio poco mayor que una alfombra. En derredor reinaba la desolación. Recordó lo que había habido allí en los viejos tiempos: los banca les de fresas, los macizos de grosellas y frambuesas, el agridulce olor de las hierbas. La tapia que separaba este huerto de los campos se había derrumbado en un punto, o bien algún saqueador había abierto una brecha en el viejo muro de piedra para acceder a la huerta; todo ello había sucedido mucho tiempo antes, porque las ortigas recubrían ahora las piedras caídas. Desde esta fisura contempló largamente algo que el tiempo no había tenido el poder de cambiar: el largo declive de hierba hacia los álamos y el río. Había creído que el hogar era una posesión personal, pero las cosas que uno poseía estaban condenadas al cambio; era lo que no poseía lo que se conservaba idéntico y le daba la bienvenida. Aquel paisaje no era suyo, ni tampoco el hogar de nadie: era el hogar, simplemente.
Ya no le quedaba otra cosa que hacer que marcharse. Pero si se iba, ¿qué hacer, sino ahogarse en el río? Apenas tenía dinero; al cabo de menos de una semana de libertad había descubierto ya la imposibilidad de encontrar trabajo.
A las siete en punto de la mañana (a las siete y cinco, según el reloj del alcalde, y a las siete menos dos minutos, según el despertador de Pierre), los alemanes habían ido a buscar a Voisin, Lenótre y Janvier. Aquello había sido su peor vergüenza hasta la fecha, sentado contra la pared, observando la cara de sus compañeros, esperando el restallido de los disparos. Él era ahora uno de ellos, un hombre sin dinero ni posición, e inconscientemente le habían aceptado, y habían empezado a juzgarle por su mismo rasero, y a condenarle. La vergüenza que sintió al acercarse, arrastrando los pies como un mendigo, hasta la puerta de la casa fue casi igualmente in tensa. Había comprendido a regañadientes que podía aprovecharse de Janvier incluso después de muerto.
Las ventanas vacías le observaron acercarse como los ojos de los hombres sentados a lo largo de la pared de la celda. Alzó la mirada una sola vez y lo captó todo: los marcos despintados, el cristal roto en lo que había sido su estudio, la barandilla de la terraza partida en dos tramos. Abatió la mi rada de nuevo hacia los pies que removían la grava. Se le ocurrió pensar que la casa podía seguir desocupada, pero cuando dobló la esquina de la terraza y subió lentamente las escaleras hasta la puerta, vio los mismos, diminutos signos de habitación que había notado en el huerto. Los escalones estaban inmaculados. Cuando alargó la mano y tiró de la campanilla fue como un gesto de desesperación. Había hecho todo lo posible por no volver, pero allí estaba.