Capítulo 3

A las tres de la tarde siguiente (hora del despertador), un oficial entró en la celda: el primer oficial que habían visto en semanas, y era muy joven e inexperto hasta en la forma del bigote, excesivamente rasurado en la guía izquierda. Estaba tan avergonzado como un escolar que sube por primera vez a un escenario para una entrega de premios, y habló bruscamente, como para dar la impresión de una fuerza que no poseía. Dijo:

—Hubo asesinatos anoche en la ciudad. El edecán del gobernador militar, un sargento y una chica que iba en bicicleta. —Añadió—: No lamentamos la muerte de la chica. Los franceses tienen nuestro permiso para matar francesas.

Era evidente que había preparado su parlamento cuidadosamente de antemano, pero la ironía era exagerada y la dicción la de un actor aficionado: la escena entera resultaba tan irreal como una charada. Dijo:

—Ya sabéis para qué estáis aquí, viviendo cómodamente, con excelentes raciones, mientras nuestros hombres trabajan y luchan. Bueno, ahora tenéis que pagar la factura del hotel. No nos culpéis a nosotros. Culpad a vuestros propios asesinos. Tengo órdenes de fusilar en este campo a un hombre de cada diez. ¿Cuántos sois? —Gritó, secamente—: ¡Numeraos…!

Ellos obedecieron, sombríamente: «… veintiocho, veintinueve, treinta». Sabían que él conocía el número sin contarlos. Era simplemente una línea de la charada que no podía sacrificar. Dijo:

—Vuestra cuota, por lo tanto, es tres. Nos da exactamente igual quiénes sean. Podéis elegir vosotros mismos. Los ritos funerarios empezarán mañana por la mañana, a las siete.

La charada había terminado; oyeron la aguda resonancia en el asfalto de los pies que se alejaban; Chavel se preguntó por un momento qué palabra era la clave —«noche», «chica», «aparte» o quizá «treinta»—, pero por supuesto era la palabra entera: «rehén».

El silencio persistió largamente, y luego un alsaciano, Krogh, dijo:

—Bueno, ¿tenemos que ofrecernos voluntarios?

—Sandeces —dijo uno de los oficinistas, un hombre de edad, flaco y con quevedos—. Nadie lo hará. Tenemos que echar a suertes. —Agregó—: A no ser que se haga por orden de edad; los más viejos primero.

—No, no —dijo otro—, eso sería injusto.

—Es ley de la naturaleza.

—Ni siquiera —dijo otro—. Tuve un hijo que murió a los cinco años…

—Hay que echar a suertes —dijo el alcalde, enérgicamente—. Es lo único justo.

Estaba sentado con las manos todavía apretadas contra el estómago, escondiendo el reloj, pero en toda la celda resonaba su rotundo tictac. Añadió:

—Los solteros. Habría que excluir a los casados. Tienen responsabilidades…

—Ja, ja —rió Pierre—, ya entiendo. ¿Por qué excluir a los casados? Su labor ha terminado. Usted, por supuesto, está casado, ¿no?

—He perdido a mi mujer —respondió el alcalde—. Ya no estoy casado. ¿Y usted?

—Casado —dijo Pierre.

El alcalde empezó a desatar su reloj: el descubrimiento de que su rival estaba a salvo parecía confirmar su creencia de que, como dueño de la hora, estaba destinado a ser la próxima víctima. Recorrió las caras y eligió a Chavel, quizá porque era el único que tenía un chaleco adecuado para portar la cadena. Dijo:

—Señor Chavel, quiero que se quede con mi reloj en caso de que…

—Haría mejor escogiendo a otro —dijo Chavel—. No soy casado.

El burócrata de edad habló de nuevo. Dijo:

—Yo sí. Tengo derecho a hablar. Vamos descaminados en este asunto. Todo el mundo tiene que participar en el sorteo. No va a ser el último que hagamos, e imagínense lo que sería esta celda si hubiese una clase privilegiada… los que se dejan para el final. Los demás no tardarían en odiarnos. Quedaremos excluidos de vuestro miedo…

—Tiene razón —dijo Pierre.

El alcalde volvió a amarrar el reloj.

—Como quieran —dijo—. Pero si los impuestos se recaudaran así…

Hizo un gesto de desesperación.

—¿Cómo sorteamos? —preguntó Krogh.

Chavel dijo:

—Lo más rápido es sacar papeles marcados de un zapato…

Krogh dijo, desdeñosamente:

—¿Por qué lo más rápido? Es la última apuesta que haremos algunos. Por lo menos vamos a disfrutarla. Yo propongo una moneda.

—No resultará —dijo el oficinista—. Con una moneda no hay igualdad de posibilidades.

—La única manera es echar a suertes —dijo el alcalde.

El oficinista preparó el sorteo, sacrificando para ello una de las cartas que había recibido de su casa. La leyó rápidamente por última vez y luego la rompió en treinta pedazos. En tres de ellos trazó una cruz a lápiz, y a continuación dobló cada pedazo.

—Krogh tiene el zapato más grande —dijo.

Revolvieron los pedazos en el suelo y luego los metieron en el zapato.

—Iremos sacando por orden alfabético —dijo el alcalde.

—La Z primero —dijo Chavel. Su sentimiento de seguridad había decrecido. Necesitaba urgentemente un trago. Se pellizcó una zona de piel seca sobre el labio.

—Como quiera —dijo el camionero—. ¿Alguien va después de Voisin? Entonces empiezo.

Introdujo la mano en el zapato y realizó excavaciones minuciosas, como si tuviera en mente un pedazo concreto de papel. Sacó uno, lo abrió y lo miró atónito.

—Cruz —dijo.

Se sentó y buscó un cigarrillo, pero cuando lo tuvo entre los labios se olvidó de encenderlo. A Chavel le embargó una inmensa y vergonzosa alegría. Le pareció que ya estaba salvado: veintinueve hombres en el sorteo y tan sólo dos papeles marcados. Las posibilidades a su favor habían aumentado de repente: de diez a uno hasta… catorce a uno. El verdulero había sacado un papelito y anunciado con indiferencia y sin placer que quedaba exento. Desde la primera extracción, en efecto, toda muestra de euforia era tabú: no podían burlarse de los condenados mediante una señal de alivio.

Un sordo desasosiego —todavía no podía definirse como miedo— extendió nuevamente su imperio sobre el pecho de Chavel. Era como una opresión: se sorprendió bostezando cuando el sexto hombre sacó un papel en blanco, y una sensación de agravio le mordisqueó el cerebro cuando el décimo hombre hubo probado suerte —era el que llamaban Janvier— y las posibilidades eran de nuevo las mismas que cuando había empezado el sorteo. Algunos hombres sacaban el primer papelito que tocaban sus dedos; otros parecían sospechar que el destino intentaba forzarles a escoger un papel determinado, y cuando asomaba un poco del zapato lo dejaban caer y elegían otro. El tiempo transcurría con increíble lentitud, y el hombre llamado Voisin estaba sentado contra la pared, con el cigarrillo sin encender en la boca y sin prestarles la menor atención.

Las posibilidades habían disminuido hasta la proporción de ocho a uno cuando el oficinista de edad —se llamaba Lenótre— sacó la segunda cruz. Carraspeó y se puso los quevedos, como si tuviera que asegurarse de que no se había confundido.

—Ah, señor Voisin —dijo, con una débil e indecisa sonrisa—, ¿puedo reunirme con usted?

Esta vez Chavel no sintió alegría, a pesar de que las esquivas probabilidades habían vuelto a ponerse abrumadoramente a su favor, en una proporción de quince a uno: le intimidaba el valor de los hombres comunes. Quiso que aquello terminara lo más rápido posible: como una partida de cartas que se hubiese prolongado demasiado, lo único que deseaba era que alguien hiciera una jugada y disolviera la mesa. Lenótre, recostado contra la pared, al lado de Voisin, dio la vuelta al papelito: en el torso había palabras escritas.

—¿Su mujer? —preguntó Voisin.

—Mi hija —dijo Lenótre—. Disculpe.

Se acercó a la ropa de su catre, que estaba hecha un rodillo, y sacó un cuaderno. Volvió a sentarse junto a Voisin y empezó a escribir, con esmero y sin prisa, y una caligrafía fina y legible. Las posibilidades eran otra vez de diez a uno.

A partir de este momento a Chavel le pareció que disminuían a un ritmo espantosamente inevitable: nueve a uno, ocho a uno; eran como un dedo apuntando. Los hombres que sacaban su papel lo hacían cada vez más rápida y despreocupadamente; a Chavel le pareció que poseían una información íntima, el conocimiento de que él era el siguiente. Cuando le llegó su turno quedaban solamente tres papeles, y Chavel consideró una injusticia monstruosa el que la suerte le brindara tan pocas opciones. Sacó un papelito del zapato y entonces, al sentir la certeza de que era el pedazo que le habían deseado sus compañeros y que contenía la cruz escrita a lápiz, lo soltó y cogió otro.

—Ha mirado, abogado —exclamó uno de los hombres, pero el otro le impuso silencio.

—No ha mirado. Ahora ha cogido la cruz.