Capítulo 4

Lenótre dijo:

—Venga a sentarse aquí con nosotros, señor Chavel.

Era como si le estuviera invitando a un ascenso en la escala, a ocupar la mejor mesa en una cena pública.

—No —dijo Chavel—, no. —Tiró el papelito al suelo y gritó—: En ningún momento he estado de acuerdo con el sorteo. No podéis obligarme a morir por todos vosotros…

Le miraron con asombro, pero sin hostilidad. Era un caballero. No le juzgaban midiéndole por su mismo rasero: pertenecía a una clase inexplicable, y al principio ni siquiera asociaron la idea de cobardía a sus acciones.

Krogh dijo:

—Siéntese y descanse. Ya no tiene que preocuparse por nada.

—No podéis —dijo Chavel—. Es absurdo. Los alemanes no me aceptarán. Soy un hombre rico.

—No se exalte, señor Chavel —dijo Lenótre—. Si no es esta vez, será otra…

—No podéis —repitió Chavel.

—No somos nosotros los que vamos a obligarle —dijo Krogh.

—Escuchen —imploró Chavel. Recogió el pedazo de papel y todos le miraron con una curiosidad compasiva—. Daré cien mil francos al que coja esto.

Estaba fuera de sí; casi literalmente fuera de sí. Era como si una serenidad oculta en él se mantuviera a distancia, oyera su proposición absurda y observara a su cuerpo adoptando actitudes vergonzosas de miedo y de súplica. Era como si el Chavel tranquilo susurrara con regocijo irónico: «Una gran actuación. Carga las tintas. Deberías haber sido actor, viejo. Nunca se sabe. Es una posibilidad».

Iba con paso ligero de un hombre a otro, mostrando a cada uno el papelito como si fuera un empleado de una sala de subastas. «Cien mil francos», imploró, y le miraron con una especie de piedad escandalizada: era el único hombre rico entre ellos y la situación era única. No tenían medios de establecer una comparación y presumían que aquella conducta era una característica de su clase social, como un pasajero que desembarca del trasatlántico para almorzar en un puerto extranjero y se forma para siempre una opinión del carácter del país juzgando por el taimado hombre de negocios con quien por casualidad comparte la mesa.

—Cien mil francos —mendigó, y el Chavel tranquilo y desvergonzado murmuró a su lado: «Te estás poniendo monótono. ¿Por qué regatear? ¿Por qué no les ofreces todo lo que tienes?».

—Cálmese, señor Chavel —dijo Lenótre—. Piense sólo un momento. Nadie va a dar su vida por un dinero que no podrá disfrutar.

—Le daré todo lo que tengo —dijo Chavel, con la voz entrecortada por la desesperación—, dinero, tierras, St. Jean de Brinac, todo…

Voisin dijo, impacientemente:

—Ninguno de nosotros quiere morir, señor Chavel.

Y Lenótre repitió, con lo que le pareció al histérico Chavel un fariseísmo descarado:

—Cálmese, señor Chavel.

La voz de Chavel cedió de pronto:

—Todo —dijo.

Finalmente se estaban impacientando con él. La tolerancia es una cuestión de paciencia, y la paciencia una cuestión de nervios, y los suyos estaban crispados.

—Siéntese —le espetó Krogh— y cierre la boca.

Incluso entonces Lenótre le hizo un sitio con gesto amistoso, dando palmaditas en el suelo, a su lado.

«Se acabó», susurró el Chavel sosegado, «se acabó. Te ha salido mal. Tienes que inventar otra cosa…».

Una voz dijo:

—Siga hablando. Quizá acepte. Era Janvier.