Capítulo 7
Las banderas de júbilo llevaban en su sitio varios meses cuando Jean-Louis Charlot había vuelto a París. Las palas de su calzado se conservaban bien, pero las suelas eran casi tan delgadas como el papel, y su traje oscuro de abogado ostentaba las huellas de muchos años de encarcelamiento. En las celdas había creído que mantenía las apariencias, pero ahora el sol manoseaba cruelmente su atuendo como un comerciante de ropa usada, y delataba la tela desgastada, los botones perdidos, el desaliño general. Representaba un cierto consuelo que París estuviese también desaseado.
Charlot llevaba en el bolsillo uña navaja de afeitar envuelta en un jirón de periódico, junto con lo que quedaba de una pastilla de jabón, y tenía tres cientos francos: no tenía papeles, pero sí algo mejor: la hoja del oficial de la prisión en la que los alemanes habían anotado cuidadosamente, un año antes, los datos que él les había dado, el nombre de Charlot inclusive. Un documento semejante era en Francia en aquel momento más valioso que los pa peles legales, pues ningún colaboracionista poseía una ficha carcelaria alemana, autentificada por foto grafías muy eficientes, de frente y de perfil. La cara estaba algo cambiada, ya que Charlot se había dejado barba, pero seguía siendo, si se examinaba detenidamente, la misma cara. Los alemanes eran archiveros completamente modernos; se puede reemplazar fácilmente las fotos de documentos; la cirugía plástica puede añadir o eliminar cicatrices, pero no es tan sencillo modificar las medidas reales del cráneo, y los alemanes habían anotado este detalle con gran minuciosidad.
Sin embargo, no había colaboracionista que se sintiera más acosado que Charlot, porque su pasado era igualmente deshonroso: no podía explicar a nadie cómo había perdido su fortuna, si es que en realidad la historia no era ya conocida. Le perseguía en las esquinas de las calles la mirada de caras ligeramente familiares, le apeaban de autobuses espaldas que él imaginaba conocer: se sumió adrede en un París que le resultaba extraño. Su París había sido siempre un círculo pequeño; el dibujo de su arco comprendía su apartamento, los juzgados, la Ópera, la Estación de Montparnasse y un par de restaurantes: entre todos estos puntos conocía tan sólo el camino más corto. Ahora casi tenía que evitarlos y se hallaba en un territorio desconocido; el metro se extendía como una selva a sus pies; Combat y los barrios periféricos eran desiertos por los que podía vagar a salvo.
Pero tenía que hacer algo más que errar: tenía que encontrar trabajo. Hubo momentos —después del primer vaso de vino en libertad— en que se había sentido capaz de comenzar de nuevo, de volver a amasar el dinero que había cedido, y final mente, en un sueño despierto, había readquirido su casa de St. Jean de Brinac y estaba recorriendo felizmente sus habitaciones cuando vio el reflejo de su cara —la cara barbuda de Charlot— en la garrafa de agua. Era el rostro del fracaso. Era extraño, pensó, que una sola flaqueza le hubiese esculpido la cara tan profundamente como la de un vagabundo, aunque, por supuesto, tuvo la objetividad de decirse que no era un solo fallo, sino toda una vida de preparación para lo sucedido. Un artista no pinta su cuadro en unas horas, sino en todos sus años de experiencia antes del momento en que empuña el pincel, y lo mismo ocurre con el fracaso. Era su buena estrella lo que le había convertido en un abogado de moda; había heredado más dinero del que había ganado en su oficio; si hubiera dependido de él, nunca habría escalado —pensaba ahora— las cimas alcanzadas.
Hizo, con todo, varios intentos para ganarse la vida de un modo razonable. Solicitó un puesto de profesor en una de las innumerables academias de lenguas de la ciudad. Aunque aún subsistían rescoldos de guerra fuera de los límites de Francia, las Berlitz y centros similares ya estaban haciendo un próspero negocio; abundaban los soldados extranjeros ávidos de aprender francés para ocupar el lugar de turistas en tiempo de paz.
Le entrevistó un hombre delgado y apuesto, con una levita que olía una pizca a naftalina.
—Me temo —dijo por fin— que su acento no es del todo bueno.
—¡Que no es del todo bueno! —exclamó Charlot.
—No lo bastante para esta academia. Exigimos un nivel muy alto. Nuestros profesores tienen que tener un perfecto, un insuperable acento parisiense.
Lo lamento, señor.
Se expresó con una dicción terriblemente clara, como si estuviese acostumbrado a hablar única mente con extranjeros, y usó solamente las frases más sencillas: había asimilado el método directo. Sus ojos se posaron, meditabundos, en los zapatos destrozados de Charlot. Charlot se fue.
Quizá algo de aquel hombre le había recordado a Lenótre. Pensó, en cuanto hubo abandonado la academia, que podría ganarse dignamente el sustento trabajando en una oficina: sus conocimientos jurídicos le serían útiles, y podría explicarlos diciendo que en un tiempo había confiado en terminar los estudios de Derecho, pero que se le había terminado el dinero…
Se presentó a un anuncio del Fígaro: la dirección era en el tercer piso de un edificio alto y gris cerca del Boulevard Haussman. La oficina en la que entró daba la impresión de haber sido recién adecentada después de la ocupación enemiga: polvo y paja habían sido barridos contra las paredes, y el mobiliario tenía aspecto de haber sido desembalado poco antes de las cajas en que había estado guardado desde hacía siglos. Cuando una guerra termina uno se olvida de lo mucho que el mundo y uno mismo han envejecido: hace falta algo como un mueble o un sombrero de mujer para despertar la noción del tiempo. Todo aquel mobiliario era de acero tubular y confería al recinto la apariencia de la sala de máquinas de un barco, pero era un barco que había estado varado durante años: los tubos habían perdido su brillo. Ya anticuados en 1939, en 1944 semejaban piezas de época. Un anciano recibió a Charlot; cuando los muebles fueron nuevos debió de haber sido lo bastante joven para fijarse en lo elegante, lo chic, las apariencias. Se sentó al azar en una de las sillas de acero disemina das, como si estuviese en una sala de espera pública, y dijo tristemente:
—Me figuro que lo habrá olvidado todo, como todo el mundo, ¿no?
—Bueno —dijo Charlot—. Recuerdo bastante.
—Aquí no le podemos pagar mucho de momento —dijo el anciano—, pero cuando las cosas vuelvan a la normalidad… Hubo siempre una gran de manda de nuestro producto…
—Empezaría —dijo Charlot— con un sueldo bajo…
—Lo esencial —dijo el anciano— es el entusiasmo, creer en lo que estamos vendiendo. Después de todo, nuestro producto está garantizado. Antes de la guerra hacíamos cifras muy, realmente muy buenas. Claro que había una temporada, pero en París siempre hay extranjeros. Y hasta las provincias compraban nuestro artículo. Le enseñaría las cifras, pero nuestros libros se han perdido.
A juzgar por su conducta, se hubiera pensado que estaba atrayendo a un inversor en vez de entrevistando a un futuro empleado.
—Sí —dijo Charlot—, sí.
—Tenemos que darlo a conocer de nuevo. Una vez se conozca, seguro que volverá a ser tan popular como antes.
—Supongo que tiene razón.
—Así que ya ve —dijo el hombre—, todos tenemos que arrimar el hombro… una empresa cooperativa… el sentido de lealtad… sus ahorros estarán perfectamente a salvo. —Levantó una mano sobre el mar de sillas tubulares—. Se lo prometo.
Charlot no supo cuál era el artículo, pero en el rellano de abajo había una caja de madera abierta y sobre la paja se alzaba una lámpara de mesa de casi un metro de alto, espantosamente fabricada en acero con la forma de la Torre Eiffel. El cordón descendía por el hueco del ascensor como la soga de un antiguo ascensor de hotel, y la bombilla se atornillaba en la planta superior. Quizá fuese la única lámpara de escritorio que el anciano había podido obtener en París; quizá —¿quién sabe?— se trataba del producto mismo…
Trescientos francos no durarían mucho en París. Charlot se presentó a un anuncio más, pero el empresario le exigió los papeles necesarios. No le impresionó la ficha de prisión.
—Por cien francos se compran todas las que quiera —le dijo, y se negó a dejarse convencer por las medidas rebuscadas de las autoridades alemanas—. No es cosa mía tomarle las medidas del cráneo —dijo— ni palparle los chichones. Vaya al ayuntamiento y consiga sus papeles. Parece un hombre capaz. Le guardaré el empleo hasta el medio día de mañana…
Pero Charlot no volvió.
No había comido más que un par de panecillos en treinta y seis horas; de repente se le ocurrió pensar que había vuelto exactamente al punto de partida. Se recostó contra una pared, al sol de las últimas horas de la tarde, e imaginó que oía el tictac del reloj del alcalde. Había recorrido un largo camino y sufrido grandes penalidades y de nuevo se encontraba al final de la pista de ceniza, con la espalda contra el muro. Iba a morir y podría haber dado lo mismo morir rico y haber ahorrado problemas a todo el mundo. Encaminó sus pasos hacia el Sena.
Poco después ya no pudo oír el reloj del alcalde; en su lugar oía arrastrar de pies y pasos silenciosos en cualquier dirección que siguiera. Los oía igual que había oído el reloj del alcalde, y entrevió que ambos sonidos eran ilusorios. El río relucía al fondo de una larga calle desierta. Descubrió que estaba sin aliento, se apoyó contra un urinario y aguardó un rato, con la cabeza agachada porque el río le deslumbraba los ojos. Los pasos silenciosos se acercaron suavemente por detrás, se detuvieron. Bueno, también el reloj se había detenido. Se negó a prestar atención al engaño.
—Pidot —dijo una voz—. Pidot.
Levantó bruscamente la mirada, pero allí no había nadie.
—Es Pidot, sin duda, ¿no? —dijo la voz.
—¿Dónde está? —preguntó Charlot.
—Aquí, por supuesto. —Hubo una pausa y luego la voz dijo, casi al oído, como la conciencia—: Parece perdido, acabado. Casi no le he reconocido. Dígame, ¿viene alguien?
—No.
En la infancia, en el campo, en los bosques que había detrás de Brinac, había creído que de las puntas de las flores y los troncos de los árboles podían salir voces repentinas, pero en la ciudad, cuando uno había alcanzado la edad de la muerte, no podía creer en voces procedentes de los adoquines. Preguntó otra vez:
—¿Dónde está? —e inmediatamente cayó en la cuenta de su misma cortedad: vio las piernas, desde las espinillas para abajo, detrás de la chapa verde del urinario. Eran pantalones negros a rayas, los pantalones de un abogado, un médico o hasta un diputado, pero los zapatos no habían sido lustrados hacía días.
—Soy Monsieur Carosse, Pidot.
—¿Sí?
—Ya sabe lo que pasa. Somos incomprendidos.
—Sí.
—¿Qué hubiera podido hacer? A fin de cuentas, tuve que mantener el tinglado en marcha. Mi conducta fue estrictamente correcta… y distante. Nadie lo sabe mejor que usted, pobre Pidot. Supongo que también pesan acusaciones contra usted, ¿no?
—Estoy acabado.
—Valor, Pidot. No hay que darse por vencido. Un primo segundo mío que estaba en Londres está haciendo lo posible por enderezar las cosas. Sin duda usted conoce a alguno de ellos.
—¿Por qué no sale de ahí y me permite verle?
—Mejor no, Pidot. Por separado podrían aceptarnos, pero juntos… demasiado arriesgado. —Los pantalones a rayas se movieron inquietos—. ¿Viene alguien, Pidot?
—Nadie.
—Escuche. Quiero que le lleve un mensaje a Madame Carosse. Dígale que estoy bien; que me he ido al sur. Intentaré llegar a Suiza antes de que todo estalle. Pobre Pidot, se apañaría con doscientos francos, ¿verdad?
—Sí.
—Se los dejo aquí, en un saliente. Le dará mi recado, ¿verdad, Pidot?
—¿Dónde?
—Oh, donde siempre. El tercer piso, ya sabe. Es pero que la vieja conserve su pelo. La muy zorra estaba orgullosa de él. Bueno, adiós y buena suerte, Pidot.
Hubo un rumor de pies en el urinario, y a continuación los pasitos sigilosos se alejaron en dirección opuesta. Charlot vio caminar al desconocido: alto, corpulento y vestido de negro, cojeaba y llevaba el tipo de sombrero que Charlot mismo hubiera usado —tantos años antes— entre la Rué des Miromesnils y los juzgados.
En una repisa del mingitorio había un rollo de papel: trescientos francos. Quienquiera que fuese Monsieur Carosse, tenía la rara virtud de hacer más de lo prometido. Charlot se rió: la risa sonó a hueco entre los recovecos de metal. Había transcurrido una semana y estaba exactamente en el mismo sitio en que había empezado con trescientos francos. Era como si en todo aquel tiempo hubiese vivido del aire; o, más bien, como si una bruja exteriormente amistosa pero interiormente maligna le hubiese con cedido la gracia de una bolsa inagotable, pero de la que nunca podía sacar más de trescientos francos. ¿Era tal vez que el hombre muerto le había asignado aquella pensión a cuenta de sus trescientos mil?
Pronto lo comprobaremos, pensó Charlot; ¿qué sentido tenía hacerlos durar una semana y ser únicamente una semana más viejo y más mísero cuando se acabasen? Era la hora de los apéritifs, y por primera vez desde su llegada a París, penetró deliberadamente en su propio territorio, del que conocía cada palmo.
Hasta entonces no había apreciado claramente el carácter desconocido de París: una calle poco familiar podía haber sido siempre un lugar no frecuentado, pero ahora advertía el vacío, el silencioso tránsito de taxis-bicicletas, la pobreza de los toldos y las caras extrañas. Sólo aquí y allá veía la cara familiar del consabido forastero, sentado donde él se había sentado durante años, sorbiendo la misma bebida. Eran como los vestigios de un jardín de flores asomando en un dominio de cizaña tras la partida de un inquilino negligente.
Voy a morir esta noche, pensó Charlot; qué importa si alguien me reconoce, y empujó la puerta de cristal del café que frecuentaba y se dirigió hacia la esquina misma —el extremo derecho del largo sofá, debajo del espejo dorado— que solía ser suyo, como por una especie de derecho. Estaba ocupado.
Lo ocupaba un soldado americano, un joven de pómulos altos y una rústica inocencia de cachorro, y el camarero le hacía reverencias, le sonreía y cambiaba unas palabras con él como si fuera el cliente más antiguo del local. Charlot tomó asiento y observó: era como un acto de adulterio. El jefe de camareros, que siempre se había detenido a decirle unas palabras, pasó por delante como si no existiese, y también hizo un alto junto a la mesa del americano. La explicación no tardó en llegar —el gran fajo de billetes que el yanqui sacó para pagar—, y de repente Charlot comprendió que él también había poseído anteriormente un gran fajo de billetes, había sido un buen cliente; no se trataba de que ahora fuese un fantasma; era simple mente un hombre con poco dinero. Bebió su coñac y pidió otro: la lentitud del servicio le encolerizó. Llamó al jefe de camareros. El hombre procuró evitarle, pero al final no tuvo más remedio que acudir.
—Y bien, Jules —dijo Charlot.
Los ojos superficiales despidieron desaprobación; al hombre le gustaba que sólo sus íntimos —los buenos pagadores, pensó Charlot— le llama sen por su nombre.
—No se acuerda de mí, Jules —dijo.
El hombre empezó a sentirse incómodo: tal vez el tono de la voz le hormigueaba en el oído. Eran tiempos revueltos: algunos clientes habían desaparecido por completo, otros que habían estado escondidos habían vuelto cambiados por el encarcela miento, y ahora, en interés de su negocio, debía desalentar a otros que no se habían escondido.
—Bueno, señor, hace algún tiempo que no ha venido por aquí…
El americano empezó a aporrear ruidosamente la mesa con una moneda.
—Disculpe —dijo el camarero.
—No, no, Jules, no puede dejar plantado de este modo a un antiguo cliente. Olvídese de la barba. —Se apretó con la mano la barbilla—. ¿No reconoce a un tal Chavel, Jules?
El americano golpeó otra vez con la moneda, pero esta vez Jules no le prestó atención, sino que se limitó a hacer una seña a otro camarero para que fuese a atenderle.
—Vaya, señor Chavel —dijo—, está tan cambiado… Estoy sorprendido… Oí decir que…
Pero era evidente que no se acordaba de lo que había oído decir. Era difícil recordar cuáles de sus clientes eran héroes, cuáles traidores y cuáles simplemente clientes.
—Los alemanes me han tenido preso —dijo Chavel.
—Ah, debe haber sido eso —dijo Jules, con alivio—. París casi vuelve a ser él mismo, señor Chavel.
—No del todo, Jules.
Señaló con la cabeza su antiguo asiento.
—Ah, me ocuparé de que mañana le reserven ese sitio, señor Chavel. ¿Cómo está su casa…? ¿Dónde estaba?
—Brinac. Ahora tengo inquilinos.
—¿No ha sufrido daños?
—No creo. Todavía no la he visitado. A decir verdad, Jules, he llegado a París hoy. Tengo el dinero justo para pagar una cama.
—¿Quiere que le hospede unos días, señor Chavel?
—No, no. Ya me las arreglaré.
—Al menos esta noche va a ser nuestro invitado. ¿Otro coñac, señor Chavel?
—Gracias, Jules.
La prueba, pensó, ha surtido efecto: el monedero no tenía fondo. Todavía tengo mis trescientos francos.
—¿Usted cree en el demonio, Jules?
—Naturalmente, señor Chavel.
Se sentía impelido hacia la temeridad.
—¿No ha oído decir que he puesto en venta Brinac?
—¿Por un buen precio, señor Chavel?
De pronto experimentó una gran aversión por Jules: le parecía increíble que un hombre pudiera ser tan obtuso. ¿No tenía él nada en el mundo para lo cual un buen precio fuese insuficiente incentivo? Era un hombre que vendería su vida… Dijo:
—Lo siento.
—¿Por qué, señor Chavel?
—Al cabo de estos años, ¿no tenemos todos cien tos de motivos para decir: «Lo siento»?
—Aquí no tenemos ninguno, señor Chavel. Le aseguro que nuestra actitud ha sido siempre estrictamente correcta. Siempre he tenido por norma servir a los franceses primero… aunque el alemán fuese un general.
Envidió a Jules: haber podido mantenerse «correcto»; haber conservado el respeto a sí mismo mediante pequeñas dosis de grosería o desatención. Pero para él… haberse mantenido correcto hubiese representado la muerte. Dijo, de improviso:
—¿Sabe si todavía salen trenes de la Estación de Montparnasse?
—Pocos, y van muy lentos. No tienen combustible. Paran en todas las estaciones. A veces están parados toda la noche. No llegaría a Brinac hasta la mañana siguiente.
—No hay prisa.
—¿Está esperando, señor Chavel?
—¿A quién?
—A sus inquilinos.
—No.
El licor inhabitual corría por los secos canales subterráneos de su mente; sentado en el café familiar, en donde hasta los espejos y las cornisas estaban mellados en los puntos que él recordaba, sintió una enorme nostalgia del hecho de poder levantarse y coger un tren a casa, como había hecho tantas veces en años pasados. Ceder a un capricho súbita e inesperadamente y recibir la bienvenida en el otro extremo. Pensó: después de todo, siempre hay tiempo de morir.