Capítulo 8
La campanilla, como la mayoría de las cosas del lugar, resultaba anticuada. Su padre era hostil a la electricidad y, aunque podía permitirse instalarla en Brinac, había preferido las lámparas casi hasta su muerte (diciendo que eran mejores para la vista) y las campanas antiguas que colgaban de grandes frondas de metal. Charlot había amado demasiado la propiedad para introducir cambios; Brinac representaba, cuando iba, una cueva tranquila de oscuridad y silencio; allí no había teléfono irritante que pudiera perseguirle. Pudo oír, por tanto, el largo cable vibrante antes de que la campana empezara a balancearse en el fondo de la casa, en la habitación contigua a la cocina. De haber estado él en la casa, indudablemente aquella campanilla habría te nido un tono distinto, un tono menos hueco, más amistoso; menos esporádico, como una tos en un pecho consumido… Una fría brisa matutina soplaba entre los arbustos y removía a la altura del tobillo los hierbajos del sendero; en algún lugar —quizá en el cobertizo de las plantas jóvenes— batió una tabla suelta. La puerta se abrió de improviso.
Era la hermana de Janvier. Reconoció el parecido, y, en un fogonazo, la incorporó a las facciones de su hermano. Rubia, delgada y muy joven, había tenido tiempo de desarrollar el rasgo familiar de temeridad. Ahora que él y ella se veían, descubrió que no tenía palabras de explicación; Charlot era como una página impresa esperando ser leída.
—Quiere algo de comer —dijo ella. Había leído la hoja entera de un vistazo, como tantas mujeres, incluso hasta el pie de página de los zapatos gastados. Hizo un gesto que podía haber significado aceptación o menosprecio. Dijo—: No tenemos mucho en casa. Ya sabe cómo están las cosas. Sería más fácil darle dinero.
Él dijo:
—Tengo dinero… Trescientos francos.
—Más vale que entre —dijo ella—. Ensucie lo menos que pueda. He fregado esos escalones.
—Me quitaré los zapatos —dijo él humilde mente, y la siguió al interior, sintiendo el frío par qué debajo de los calcetines. Todo había cambiado un poco a peor; no cabía duda de que la casa había pasado a manos de extraños: habían quitado el espejo grande, que dejaba un feo recuadro en la pared; habían desplazado la cómoda alta; una silla había desaparecido; el grabado en acero de una batalla naval en la costa de Brest estaba colgado en otro sitio; la mudanza, a su juicio, revelaba mal gusto. Buscó en vano una fotografía de su padre, y exclamó de pronto, furioso:
—¿Dónde está…?
—¿Dónde está qué?
Charlot se contuvo.
—Su madre —dijo.
Ella se volvió y le miró como si hubiera descuidado algo en la primera lectura.
—¿Cómo conoce a mi madre?
—Janvier me habló de ella.
—¿Quién es Janvier? No conozco a ningún Janvier.
—Su hermano —dijo Charlot—. Le llamábamos así en la cárcel.
—¿Estuvo con él allí?
—Sí.
Con el tiempo él habría de aprender que ella nunca hacía totalmente lo que uno esperaba; se había imaginado que ahora llamaría a su madre, pero en lugar de eso descansó una mano en su brazo y dijo:
—No hable tan alto. —Explicó—: Mi madre no lo sabe.
—¿Qué ha muerto?
—No sabe nada. Cree que él ha ganado una fortuna… en algún sitio. A veces cree que en Inglaterra, otras que en Sudamérica. Dice que siempre supo que era un chico listo. ¿Cómo se llama?
—Charlot. Jean-Louis Charlot.
—¿Conoció también al otro?
—¿Se refiere…? Sí, le conocí. Creo que es mejor que me vaya antes de que venga su madre.
Una voz senil y aguda gritó desde la escalera:
—Thérèse, ¿quién está ahí?
—Alguien que conoce a Michel —respondió la muchacha.
Una anciana bajó trabajosamente los últimos peldaños hasta el vestíbulo. Era una anciana enorme, envuelta en múltiples chales que le daban aspecto de cama remetida; incluso llevaba arropados los pies, que se arrastraron, chapoteando, hacia él. Era difícil advertir patetismo en aquella montaña o experimentar la necesidad de protegerla. Indiscutiblemente aquellos inmensos pechos maternales existían para consolar, no para reclamar consuelo.
—Bueno —dijo—, ¿cómo está Michel?
—Está bien —dijo la muchacha.
—No te he preguntado a ti. Le pregunto a usted. ¿Cómo le ha dejado?
—Estaba bien —repitió Charlot—. Me pidió que viniera a ver cómo se encontraba usted.
—Sí, ¿verdad? Podría haberle dado un par de zapatos para venir —dijo, implacable—. ¿No habrá hecho ninguna tontería, no? ¿Perder su dinero otra vez?
—No, no.
—Compró todo esto para su vieja madre —prosiguió ella, con afectuoso fanatismo—. Es un insensato. Yo estaba estupendamente donde estaba. Teníamos tres habitaciones en Menilmontant. Eran manejables, pero aquí no encuentras ayuda. Es demasiado para una vieja y una chica. También nos mandó dinero, desde luego, pero no se da cuenta de que hoy día hay cosas que el dinero no puede comprar.
—Tiene hambre —le interrumpió la muchacha.
—Muy bien, pues —dijo la anciana—. Dale de comer. Se notaba que era un mendigo por la manera de quedarse ahí. Si quiere comida, ¿por qué no la pide? —continuó, como si él estuviera a una distancia en que no podía oírle.
—Se la pagaré —replicó Charlot.
—Ah, me la pagará, ¿verdad? Pronto suelta su dinero. De ese modo no conseguirá nada. No ofrezca dinero hasta que se lo pidan.
La anciana era como un curtido emblema de sabiduría, algo que se halla en lugares desiertos, como la Esfinge, y, no obstante, en su interior había aquel enorme hueco de ignorancia que arrojaba una duda sobre todo su saber.
La salida del vestíbulo se encontraba a la izquierda, por una puerta con el pomo astillado; la puerta daba a un largo corredor de piedra que rodeaba casi la mitad de la vivienda. Recordó que en invierno la comida no llegaba nunca totalmente caliente después del trayecto desde la cocina, y que su padre siempre estaba planeando modificaciones, pero al final la casa había vencido. Ahora, sin pensarlo, dio un paso hacia la puerta, como si conociese el camino; se detuvo y pensó: «Ve con cuidado, con mucho cuidado». Siguió en silencio a Thérèse y pensó que se hacía muy raro ver a una persona joven en aquella casa en la que sólo recordaba a viejos y desabridos criados de confianza. Sólo había gente joven en los retratos: en el dormitorio principal, la foto grafía de su madre el día de la boda; la de su padre cuando se licenció en leyes; la de su abuela con su primer hijo. Mientras seguía a la chica pensó, melancólico, que era como si hubiera llevado a una novia a la vieja casona.
Le dio pan y queso y un vaso de vino, y se sentó enfrente de él en la mesa de la cocina. Él guardaba silencio debido a su hambre y debido a sus pensamientos. Apenas había estado en aquella cocina desde que era niño; entonces entraba desde el jardín hacia las once y miraba a ver lo que podía birlar; había una vieja cocinera —vieja, otra vez— que le amaba, le cebaba y le daba extraños juguetes; sólo se acordaba de una patata con piernas, como un hombre, de una espoleta primorosamente acicalada, como una anciana con toca, y de un hueso de cordero que él creía entonces que era como una azagaya.
La muchacha dijo:
—Hábleme de él.
Era lo que él había temido y para lo que se había armado de las oportunas frases falsas. Dijo:
—Era el alma de la prisión… Hasta los guardianes le apreciaban.
Ella le interrumpió:
—No me refería a Michel… Me refiero al otro.
—Al hombre que…
—A Chavel —dijo ella—. No pensará que he olvidado su nombre, ¿verdad? Lo veo exactamente como lo escribió en los documentos. Jean-Louis Chavel. ¿Sabe lo que me digo? Me digo que un día volverá aquí porque no podrá resistir la curiosidad de ver lo que le ha ocurrido a su hermosa casa. Cantidad de gente pasa por aquí como usted, hambrienta, pero cada vez que la campanilla suena, pienso: «Quizá sea él».
—¿Y entonces? —preguntó Charlot.
—Le escupiría a la cara —dijo ella, y por primera vez él se fijó en la forma de su boca. Una boca hermosa, como recordaba que había sido la de Janvier—. Es lo primero que haría…
Tuvo cuidado al decir:
—Sin embargo, la casa es preciosa.
—A veces —dijo ella—, si no fuese por mi madre, creo que le prendería fuego. Qué idiota fue —espetó a Charlot, como si fuera la primera vez en que tenía ocasión de expresar en voz alta lo que pensaba—. ¿Pensaría de verdad que yo iba a preferir esto a él?
—Eran gemelos, ¿verdad? —dijo Charlot, observándola.
—¿Sabe la noche que le fusilaron? Yo sentí el dolor. Me incorporé en la cama gritando…
—No fue de noche —dijo Charlot—. Fue por la mañana.
—¿No fue de noche?
—No.
—¿Qué significó aquello, entonces?
—Nada —dijo Charlot. Empezó a cortar un pedazo de queso en minúsculos tacos—. Ocurre así muchas veces. Creemos que significa algo, pero luego descubrimos que era una equivocación; no existe significado. Te despierta un dolor y luego piensas que era amor… pero los hechos lo desmienten.
Ella dijo:
—Nos queríamos mucho. Yo también me siento muerta.
Él cortaba y recortaba el queso. Dijo suave mente:
—Era una equivocación. Ya lo verá.
Quería convencerse de que no era responsable de dos muertes. Agradeció que ella se hubiese despertado de noche y no por la mañana, a las siete.
—No me ha dicho cómo es él —dijo la chica.
Él escogió las palabras con sumo cuidado.
—Es un poco más alto que yo… unos tres centímetros, o quizá algo menos. Bien afeitado…
—Eso no quiere decir nada —dijo ella—. Una barba crece en una semana. ¿Qué color de ojos?
—Azul. Pero con cierta luz parecen grises.
—¿No se le ocurre ningún detalle por el que se le pueda reconocer con certeza? ¿No tiene una cicatriz en algún sitio?
Él sintió la tentación de mentir, pero la venció:
—No —dijo—. No recuerdo nada distintivo. Era un hombre exactamente igual que los demás.
—Una vez pensé —dijo la muchacha— en con tratar a alguien del pueblo para que nos ayudara y para que vigilase por si él aparecía. Pero no me fiaría de ninguno de allí. Él era popular en el pueblo. Me figuro que porque le conocían desde niño. No nos importa la maldad de un niño, y para cuando es ya un adulto estás tan acostumbrado que no te paras a pensarlo.
Ella también tenía sus proverbios juiciosos, al igual que su madre, pero los suyos no eran hereda dos; los había aprendido en la calle con su herma no; poseían un curioso tinte masculino.
—¿Saben allí lo que ha hecho? —preguntó Charlot.
—Si lo supieran daría lo mismo. Pensarían que simplemente se la había jugado a un parisiense. Se sentarían a esperar a que hiciese otro tanto. Yo también lo estoy esperando. No me va a decir que no se las ha apañado de alguna manera para que esos papeles no valgan un céntimo.
—Creo —respondió Charlot— que estaba demasiado asustado para pensar tan claramente las cosas. Si las hubiera pensado tan claro habría muerto, ¿no cree?
—Cuando muera —dijo la muchacha— puede jurar que lo hará en estado de gracia y con el sacramento en la boca, perdonando a todos sus enemigos. No morirá antes de poder engañar al diablo.
—Cómo le odia usted.
—Yo seré de los condenados. Porque no perdonaré. No moriré en estado de gracia. Creí que tenía hambre —añadió—. No ha comido mucho queso. Es un buen queso.
—Es hora de que me vaya —dijo él.
—No tenga prisa. ¿Le dejaron ver a un sacerdote?
—Oh, sí, creo que sí. En otra de las celdas había un sacerdote que se encargaba de esas cuestiones.
—¿Dónde va usted ahora?
—No lo sé.
—¿Busca trabajo?
—Me he cansado de buscar.
—Aquí nos haría falta un hombre. Dos mujeres no pueden mantener esta casa limpia. Y además está el huerto.
—No podría ser.
—Como quiera. El sueldo no sería problema —dijo ella, amargamente—. Somos ricos.
Él pensó: «Tan sólo una semana… para estar tranquilo… en casa».
Ella dijo:
—Pero su cometido principal, el trabajo por el que cobraría, es simplemente vigilar… por si aparece.