(1)

Todavía estaba oscuro en aquella tranquila comarca de Midland. El pequeño empalme sin importancia lucía como un adorno en un escaparate en penumbra: faroles de petróleo ardían junto a la sala de espera general, una pasarela de hierro se esparrancaba hacia otra llama humeante y el viento frío se llevaba el vapor de la locomotora y lo lanzaba de nuevo a lo largo del andén. Era domingo por la mañana.

Luego la luz de cola del tren se movió como una luciérnaga y se extinguió súbitamente en algún túnel invisible. D. estaba solo, sin más compañía que la de un viejo empleado que renqueaba hacia donde había estado el furgón de equipajes. El andén descendía, pasado un farol, a la indescifrable espesura de las líneas. En un lugar no muy lejano cantó un gallo y una luz que flotaba en el aire pasó del rojo al verde.

«¿Es aquí donde se coge el tren para Benditch?», preguntó D.

«Aquí es», dijo el empleado.

«¿Tardará mucho?».

«Ah, como una hora… si es que llega en punto».

D. se estremeció y golpeó sus manos contra el cuerpo para entrar en calor. «Es mucho rato», dijo.

«No puede esperar otra cosa», dijo el ferroviario, «siendo domingo».

«¿No hay trenes directos?».

«Ah, los había cuando funcionaban los pozos, pero ahora nadie va a Benditch».

«¿No hay por aquí un restaurante?», dijo D.

«¡Un restaurante!», exclamó el empleado mirando fijamente a D. «¿Y para qué iba a haber un restaurante en Willing?».

«Pero habrá algún lugar donde sentarse, ¿no?».

«Si quiere le abriré la sala de espera para usted», dijo el empleado. «Pero hace frío ahí dentro. Es mejor que se mueva».

«¿No hay una lumbre?».

«Bueno, a lo mejor queda algo». Tomó una llave monstruosa que tenía en el bolsillo y abrió una puerta pintada de color chocolate. «Vaya, no se está tan mal», dijo encendiendo la luz. Había viejas y borrosas fotografías de hoteles y lugares de recreo por las paredes, bancos fijos, dos o tres sillas de difícil manejo por su peso y una mesa enorme. Un débil calor —los restos de un fuego— salía del hogar. El empleado cogió un cubo negro de hierro y esparció una buena cantidad de carbonilla sobre los moribundos rescoldos. Dijo, «Esto lo conservará».

D. preguntó, «¿Y la mesa? ¿La mesa para qué es?».

El empleado le miró con suspicacia. Le dijo, «Para sentarse. ¿Para qué cree usted que puede ser?».

«Pero los bancos no se pueden mover».

«Eso es verdad. No se mueven», dijo. «Diablos, llevo veinte años aquí y nunca pensé en eso. Es usted extranjero, ¿verdad?».

«Sí».

«Son muy listos los extranjeros». Miró malhumorado la mesa. «La mayor parte de las veces», dijo, «se sientan aquí». Afuera hubo un lamento, un bramido, una nube de vapor blanco, ruedas traqueteando y desapareciendo, un silbido de nuevo y silencio. «Debe ser el de las cuatro y cincuenta y cinco».

«¿Es un expreso?».

«Un rápido de mercancías».

«¿Pero no pasa por las minas?».

«No, no, va hasta Woolhampton. Municiones».

D. dobló los brazos en busca de calor y dio una vuelta lentamente por la habitación. Desde el hogar ascendía una delgada columna de humo. Había una fotografía de un malecón: un caballero con sombrero hongo de color gris y traje ancho se inclinaba sobre una barandilla, hablando con una mujer con pamela y un vestido de muselina blanca; había un fondo de parasoles. D. se sintió conmovido por una extraña felicidad, como si ya estuviera fuera del tiempo y perteneciera a la historia, al igual que el caballero del sombrero hongo: las luchas y violencias habían quedado atrás, las guerras se habían solucionado de un modo u otro; estaba a salvo del dolor. Un gran edificio gótico con el nombre de Midland Hotel se alzaba el otro lado de unas líneas de tranvía, la estatua de un hombre vestido con una levita de plomo y un retrete público. «Ah», dijo el empleado removiendo la carbonilla con un atizador roto. «Lo que está mirando es Woolhampton. Yo estuve allí en 1902».

«Parece un lugar muy concurrido».

«Es un lugar muy concurrido. Es el mejor hotel de los Midlands. Tuvimos una cena de la Logia allí, en 1902. Globos aerostáticos», dijo, «Una señora cantó. Y había baños turcos».

«Supongo que lo echará de menos».

«Bah, no lo sé. A mí me parece que todos los sitios tienen algo bueno. Por supuesto en Navidades echo de menos las pantomimas. Pero por otro lado aquí hay un clima muy sano. Puedes estar harto de la vida», dijo removiendo la carbonilla con el atizador.

«Supongo que ésta fue una estación importante».

«Ah, cuando funcionaban las minas. Una vez vi a Lord Benditch esperando en esta mismísima habitación. Y a su hija, la honorable señorita Rose Cullen».

D. se dio cuenta de que le escuchaba con avidez, como si fuera un joven enamorado. Preguntó, «¿Conoció usted a la señorita Cullen?», y una locomotora silbó en la desolación de los raíles y le respondieron, como un perro que llama a otros perros en los suburbios de una ciudad.

«Ah, sí. La última vez que la vi aquí fue sólo una semana antes de que la presentaran ante los reyes en la Corte». D. se sintió lleno de tristeza, por toda aquella vida social que la rodeaba y en la cual él no jugaba ningún papel. Se sentía como un divorciado cuya hija está bajo la custodia de otro, alguien más rico e influyente; seguiría a través de la prensa los progresos de una desconocida. Deseaba afirmar sus derechos sobre ella. La recordó en el andén de Euston. Ella le había dicho, «Somos unos desdichados. No creemos en Dios. No vale la pena rezar. Si creyéramos podría pasar las cuentas de un rosario, poner velas, o, miles de cosas. Pero lo único que puedo hacer es cruzar los dedos». En el taxi, cuando él se lo pidió, le devolvió el revólver. Le había dicho, «Por el amor de Dios, ten cuidado. Eres tan tonto. Recuerda el Manuscrito de Berna. No eres Roland. No pases por debajo de una escalera… ni tires la sal».

El empleado le dijo, «Su madre era de por aquí. Se dice…».

Allí estaba: aislado durante un breve espacio de tiempo del monstruoso mundo. Veía, desde la seguridad y el aislamiento de aquella helada sala de espera, toda su monstruosidad. Y aún había gente que hablaba de un plan preconcebido. Era una mezcla enloquecida: la presentación en la Corte, su esposa fusilada en el patio de una prisión, las fotografías del Tatler y las bombas cayendo; todo estaba desesperadamente mezclado en sus relaciones, como cuando habían estado allí de pie junto al cadáver del señor K. y hablando con Fortescue. La futura cómplice de un asesino invitada a una fiesta en Royal Garden. Era como si poseyera la capacidad química de reconciliar a los irreconciliables. Después de todo, hasta en su propio caso, podría parecer un largo camino el recorrido desde sus clases de literatura románica hasta el disparo a ciegas contra K. en el cuarto de baño del piso de una desconocida. ¿Cómo podía atreverse alguien a hacer planes sobre la vida o mirar al futuro sin aprensión?

Pero tenía que mirar hacia el futuro. Se detuvo delante de una escena de playa: casetas de baño y castillos de arena y la terrible sordidez de una fachada reproducida con notable veracidad, la sugerencia de periódicos esparcidos por el viento y plátanos a medio comer. Las compañías ferroviarias habían hecho bien en seguir el consejo de abandonar la fotografía y entregarse al arte. Pensó: si me atrapan, desde luego, es que no habrá futuro; eso estaba claro. Pero, si de todas formas escapaba y volvía a su patria, allí estaba el problema. Rose le había dicho, «No vas a librarte de mí».

El empleado dijo, «Cuando era pequeñita solía entregar los premios a los mejores jardines de las estaciones del condado. Antes de que muriera su mamá. Lord Bendicht siempre daba más puntos a quien tuviera más rosas».

Ella no podía volver con él a aquella clase de vida: la vida de un hombre sospechoso en un país en guerra. ¿Y qué podía darle, además? La tumba le retenía.

Salió afuera; seguía estando totalmente oscuro más allá del pequeño andén, pero te dabas cuenta de que en algún lugar había luz. Más allá del confín del mundo que giraba fue como si una campana hubiera sonado advirtiéndole… quizá había una iluminación grisácea… Paseó de arriba a abajo, de abajo arriba: no había más solución que el fracaso. Se detuvo ante una máquina automática: había una reseca selección de pasas, chocolates, fósforos y gomas de mascar. Metió un penique debajo de las pasas, pero el cajoncillo parecía trabado. Repentinamente el empleado apareció por detrás y le dijo con tono acusatorio, «¿No habrá metido un penique falso?».

«No. Pero no importa».

«Algunos son tan pícaros», dijo el hombre, «que si no andas con cuidado cogen dos paquetes con un solo penique». Sacudió la máquina. «Voy a traer la llave», dijo.

«No importa. De verdad que no importa».

«Oh, no podemos quedarnos con ella», dijo el empleado alejándose renqueante.

Una lámpara iluminaba los extremos del andén; lo recorrió y volvió a empezar otra vez. El alba llegó con una especie de cuidadosa y deliberada lentitud. Fue como un ritual: la amortiguación de las luces de las lámparas, el canto de los gallos de nuevo y luego el cielo que tomó un color plateado. El apartadero apareció lentamente con una hilera de vagones que llevaban el nombre de «Minas Benditch», los raíles se extendieron hacia una valla, tras la que surgió una figura oscura que fue tomando la forma de un establo y luego un feo y ennegrecido campo invernal. Empezaron a verse otros andenes, cerrados y muertos. El empleado volvió, abriendo la máquina automática. «Ah», dijo, «es la humedad. Aquí no gustan las pasas. El cajoncillo está oxidado». Sacó una caja de cartón grisáceo. «Aquí están», dijo. Se las notaba viejas y mojadas al tacto.

«¿Dice usted que el clima de aquí es sano?».

«Eso es. Las saludables Midlands».

«Pero la humedad…».

«Ah», dijo, «es que la estación está en una hondonada, ¿no ve?». Y como para confirmarlo la oscuridad se deshizo en girones como el vapor por una larga cuesta. La luz surgía indecisa por detrás del establo y el campo, sobre la estación y el apartadero, trepando por la colina. Se veían cottages aislados de ladrillo; los muñones de los árboles recordaban un campo de batalla; un extraño objeto metálico se alzaba sobre la cresta. D. preguntó, «¿Qué es eso?».

«Ah, eso», dijo el empleado, «no es nada. Es una idea que se les ocurrió».

«Una idea bastante fea».

«¿Fea? ¿Usted cree? No lo sé. Te acostumbras a las cosas. Si no estuviera ahí la echaría de menos».

«Parece como algo que tuviera que ver con el petróleo».

«Eso es. Se les ocurrió la disparatada idea de que aquí encontrarían petróleo. Nosotros se lo hubiéramos podido decir, pero es que eran de Londres. Pensaban que lo sabían todo».

«¿No había petróleo?».

«Bueno, me imagino que sacaron el suficiente para estas lámparas». Dijo, «Ya no va a tener que esperar mucho. Por aquí viene Jarvis bajando la colina». Ahora se podía ver la carretera hasta donde estaban los cottages; había un poco de color por el este y todo el mundo, salvo el cielo, tenía la negrura de la vegetación estropeada por la helada.

«¿Quién es Jarvis?».

«Oh, va a Benditch todos los domingos. A veces también durante la semana».

«¿Trabaja en las minas?».

«No, es demasiado viejo. Dice que le gusta cambiar de aires. Algunos sostienen que tiene una vieja allá, pero Jarvis dice que no está casado». Llegó caminando trabajosamente por el sendero de grava que conducía hasta la estación: un anciano vestido con pantalones de pana, de cejas muy espesas, ojos oscuros y huidizos y pelusa en el mentón. «¿Cómo te van las cosas, George?».

«Bah, podían ir mejor».

«¿Vas a ver a tu vieja?».

Jarvis le lanzó una mirada desconfiada y de soslayo y luego miró hacia otra parte.

«Este caballero va a Benditch. Es un extranjero».

«¡Ajá!».

D. se sintió como se deben sentir los portadores del tifus entre gente sana y vacunada: no los pueden infectar. Eran inmunes a la violencia y al horror que llevaba consigo. Sintió que le faltaban las fuerzas como si al final, entre los campos cubiertos de escarcha, en la quietud del abandonado empalme, hubiera conseguido un lugar donde poder sentarse, descansar, dejar que el tiempo pasara. La voz del empleado seguía zumbando monótonamente a su lado… «Esta maldita helada mata a todos los malditos…». De vez en cuando Jarvis decía «¡Ajá!», mirando hacia las vías. Una campana sonó dos veces en la cabina del cambio de agujas; de repente uno se daba cuenta de que la noche había desaparecido discretamente. En la cabina del cambio de agujas D. vio a un hombre con una tetera en la mano; la puso fuera de vista y tiró de una palanca. Crujió una señal en alguna parte y Jarvis dijo, «¡Ajá!».

«Aquí está su tren», dijo el empleado. Por el extremo más alejado de la vía avanzaba una pequeña burbuja de vapor como una rosa, que se convirtió en una locomotora, en una hilera de bamboleantes vagones. «¿Está muy lejos Benditch?», preguntó D.

«Ah, son unas quince millas, más o menos, ¿no es eso, George?».

«Catorce millas desde la iglesia hasta el Red Lion».

«No es la distancia», dijo el empleado, «son las paradas».

Una fila de ventanillas cubiertas de escarcha rompió el pálido sol de la mañana como si fuera cristal. Unas caras mal afeitadas se asomaron a la reciente claridad del día; D. subió a un vagón vacío detrás de Jarvis y vio al empleado, la sala de espera general, la fea pasarela de hierro, al guardabarreras con una taza de té quedándose atrás, como la paz. Las colinas bajas, cubiertas de escarcha, cercaban las vías: el edificio de una granja, un bosque harapiento como una vieja toca de piel, hielo en una pequeña zanja junto a la vía; nada era ni grande ni bonito, pero tenía la virtud de lo apacible y desolado. Jarvis miraba hacia afuera sin decir ni una palabra.

«D. dijo, «¿Conoce usted bien Benditch?».

«¡Ajá!».

«¿No conocerá a la señora Bennett?».

«¿La esposa de George o Arthur Bennett?».

«Una que fue la niñera de la hija de Lord Benditch».

«¡Ajá!».

«¿La conoce?».

«¡Ajá!».

«¿Sabe dónde vive?».

Jarvis le lanzó una mirada llena de suspicacia con sus ojos azules y fríos. Preguntó, «¿Qué quiere usted de ella?».

«Tengo que darle un recado».

«Vive puerta por medio del Red Lion».

Los bosques y los pastos iban desapareciendo a medida que marchaban a paso cansino de una parada a otra. Las colinas se volvían rocosas: había una cantera junto a un apeadero y a ella se llegaba por una vía toda herrumbrosa; una vagoneta yacía entre la maleza espinosa. Después hasta las colinas desaparecieron y comenzó una larga llanura moteada de extraños y erráticos montones de escoria: eran de la misma altura que las colinas que habían dejado atrás. Las hierbas cortas y pobres trepaban por ellas como llamas de gas; vías en miniatura se perdían sin llevar a ninguna parte y exactamente debajo de las colinas artificiales comenzaban los cottages: hileras de piedra gris, como cicatrices. El tren ya no se detenía; el convoy traqueteaba internándose en la llanura sin forma, pasando por apeaderos que estaban bajo montones de escoria, dignificados por nombres como Castle Crag y Mount Sion. Era como un gigantesco montón de deshechos en el cual cada uno hubiera arrojado todo un modo de vida: grandes ascensores cubiertos de herrumbre, chimeneas negras y capillas no conformistas con tejados de pizarra, y ropa lavada, desesperadamente ennegrecida, colgada de la cuerda, y niños que traían agua de la fuente pública. Era curioso pensar en la comarca que quedaba justamente detrás: diez millas más allá los gallos cantaban cerca del empalme. Los cottages eran ahora continuos, edificados contra la escoria y ramificándose en estrechas callejas hacia las vías; la única división la formaban los senderos entre cada colina negra. D. dijo, «¿Es esto Benditch?».

«Ná. Esto es Paradise».

Pasaron por un cruce bajo la sombra de otro montón. «¿Es esto Benditch?».

«Ná. Es Cowcumberill».

«¿Cómo sabe la diferencia?».

«¡Ajá!».

El hombre miraba hacia afuera de mal humor: ¿tenía allí a su vieja o iba a cambiar de aires? Finalmente dijo de muy mala gana, como si estuviera ofendido, «Cualquiera podría distinguir entre Cowcumberill y Benditch». Añadió, «Allí está Benditch», cuando otro montón de escoria proyectó su sombra negra y la larga cicatriz grisácea de las casas se fue extendiendo. «Pensándolo bien», dijo llenándose de una especie de sombrío y patriótico furor, «se podría decir que es como Castle Crag o Mount Sion. Pero no tiene más que mirar».

D. miró. Estaba acostumbrado a las ruinas, pero se le ocurrió que un bombardeo era una pérdida de tiempo. Podías conseguir el mismo mundo en ruinas con sólo abandonarlo.

Benditch disfrutaba del honor de una estación, no de un apeadero. Tenía hasta una sala de espera de primera clase, cerrada, con los cristales rotos. Esperó a que el otro bajara, pero Jarvis le dejó pasar como si sospechara que le iba a espiar. Daba la impresión de una reserva inocente y natural; desconfiada, como desconfía un animal, de los pasos extraños o de las voces cerca de su madriguera.

Cuando dejó atrás la estación, la geografía de su última oportunidad se presentó con claridad ante él: una calle que corría hacia el montón de escoria y otra que la cruzaba en forma de T, oprimida bajo la colina negra. Todas las casas eran iguales; la uniformidad se rompía únicamente con el anuncio de una taberna, la fachada de una capilla, una solitaria tienda empobrecida. El lugar tenía un aire de sencillez casi horrorosa, como si lo hubieran edificado con ladrillos unos cuantos chiquillos. Las dos calles estaban curiosamente vacías para ser un pueblo de obreros, pero es que no había trabajo: probablemente se estaba mejor en la cama. D. pasó junto a las oficinas de empleo y luego ante más casas grises con las persianas de las ventanas corridas. Pudo ver la horrible sordidez de un patio trasero, donde se abría un excusado. Era como en la guerra, pero sin el espíritu de desafío que ésta habitualmente despierta.

El Red Lion debía de haber sido alguna vez un hotel. Allí debía de haberse alojado Lord Benditch. Tenía patio, garaje y un viejo letrero amarillo que ponía A. A. La calle estaba llena de un hedor a gas y retretes. La gente le miraba a él —un desconocido— a través de los cristales, sin mucho interés: hacía demasiado frío como para salir fuera y dedicarse a saludar. La casa de la señora Bennett era de la misma piedra gris que el resto, pero las cortinas estaban más limpias; había casi un aire de buen pasar cuando mirabas a través de la ventana la sala de estar, pequeña, poco usada y llena de cosas. D. golpeó el llamador: era de bronce pulido, en forma de escudo de armas —¿el escudo de Benditch?—, un misterioso animal emplumado parecía sostener una hoja en su boca. Era algo curiosamente complicado en aquel pueblo tan sencillo; como una ecuación algebraica, representaba un abstracto conjunto de valores fuera de lugar en la calle pedregosa.

Una mujer mayor, con delantal, abrió la puerta. Su rostro era marchito, arrugado y blanco como un hueso viejo y pulido. D. preguntó, «¿La señora Bennett?».

«Soy yo». Le interceptaba el paso con sus pies puestos como un tope en el umbral.

«Tengo una carta para usted», dijo D., «de la señorita Cullen».

«¿Conoce usted a la señorita Cullen?», le preguntó con desaprobación e incredulidad.

«La carta se lo explicará». Pero no le iba a dejar pasar hasta que hubiera leído aquello con lentitud, sin lentes, sosteniendo el papel muy cerca de sus ojos claros y obstinados. «Aquí escribe», le dijo, «que es usted un amigo muy querido. Será mejor que pase. Dice que le ayude… pero no dice cómo».

«Siento haber venido tan temprano».

«Es el único tren en domingo. No iba a venir usted andando. ¿Estaba George Jarvis en el tren?».

«Sí».

«¡Ajá!».

La salita de estar estaba atestada de figuras de porcelana y de fotografías en tortuosos marcos plateados. Una mesa redonda de caoba, un sofá tapizado de terciopelo, sillas duras con respaldo arqueado y asientos de terciopelo, periódicos desplegados por el suelo para proteger la alfombra: era como un escenario preparado para algo que nunca había ocurrido, que no ocurriría jamás. La señora Bennett dijo severamente, señalando un marco plateado, «Supongo que la reconoce, ¿no?». Una niña regordeta sostenía sin mucha convicción una muñeca. D. dijo, «Me temo…».

«¡Ajá!», dijo la señora Bennett con una especie de amargo triunfo. «No se lo ha enseñado a usted todo, me parece. ¿Ve usted «ese acerico rosado?».

«Sí».

«Está hecho con su vestido de presentación, el que llevaba cuando la presentaron ante Sus Majestades. Dele la vuelta y verá la fecha». Allí estaba, bordada en seda blanca: el año en que él había estado en prisión, esperando a que lo fusilaran. También había sido uno de los años de la vida de ella. «Y aquí», dijo la señora Bennett, «con el vestido puesto. Usted reconocerá esta fotografía». Muy convencional y absurdamente joven y reconocible, Rose le miraba desde un marco de terciopelo. Toda la habitación parecía llena de ella.

«No», dijo D., «Nunca la había visto».

Le miró con satisfacción. Le dijo, «Oh, bueno, los viejos amigos son los mejores, me parece».

«Usted debe ser una amiga muy antigua».

«La más antigua», le respondió rápidamente. «La conocí cuando tenía una semana. Ni siquiera Su Señoría la había visto entonces: no la vio hasta que hubo pasado el primer mes».

«Ella habla de usted», dijo D., «con mucho cariño».

«Tiene motivos», dijo la señora Bennett echando para atrás su huesuda cabeza blanca. «Lo hice todo por ella desde que murió su madre». Siempre es extraño enterarte de segunda mano de la biografía de quien amas; es como encontrar un cajón secreto en un escritorio familiar lleno de documentos reveladores.

«¿Era una niña buena?», preguntó divertido.

«Tenía carácter. Yo no pido más», dijo la señora Bennett. Se movió con rapidez, esponjando el acerico rosado, ordenando las fotografías. Dijo, «Nadie espera que lo recuerden. Aunque no puedo quejarme de Su Señoría. Ha sido generoso. Como era justo. Si no, no sé como nos hubiéramos arreglado, con los pozos cerrados».

«Rose me dijo que le escribe regularmente. Ella sí la recuerda».

«En Navidades», dijo la señora Bennett. «No me cuenta muchas cosas, pero por supuesto ella no tiene mucho tiempo en Londres, con todas esas fiestas y demás. Pensé que me iba a contar lo que le dijo Su Majestad… pero después…».

«Quizá no le dijo nada».

«Claro que le habrá dicho algo. Es una chica encantadora».

«Sí. Encantadora».

«Lo único que espero», dijo la señora Bennett mirándole con odio a través de las figuras de porcelana, «es que sepa quiénes son sus verdaderos amigos».

«No creo que sea fácil de engañar», dijo D. pensando en el señor Forbes, en los detectives privados y en todo aquel sórdido trasfondo de desconfianza.

«Usted no la conoce como yo. Recuerdo que una vez en Gwyn Cottage lloró como una magdalena. Tenía sólo cuatro años y a aquel chico, Peter Triffen, que era un trasto, le regalaron un ratón de cuerda». El viejo rostro se encendió con el recuerdo de la antigua batalla, «Juraría que ese muchacho nunca llegó a nada bueno». Era extraño pensar que, en cierto modo, esa mujer era la que la había formado. Seguramente su influencia había sido tan grande como la de la madre muerta; quizá la vieja cara huesuda tuviera a veces expresiones que se podían detectar en Rose conociéndola mejor. La anciana dijo de repente, «¿Es usted extranjero?».

«Sí».

«¡Ajá!».

D. dijo, «La señorita Cullen le habrá dicho que yo estoy aquí por un asunto de negocios».

«No me ha dicho qué clase de negocios».

«Pensaba que podría usted decirme algunas cosas sobre Benditch».

«¿Qué cosas?».

«Quisiera saber quién es el dirigente del sindicato local».

«No querrá verle, ¿verdad?».

«Sí».

«No puedo ayudarle», dijo la señora Bennett. «Nosotros no nos mezclamos con su clase. Y no me vaya a decir que la señorita Cullen tiene algo que ver con esa gentuza. Socialistas».

«Después de todo… su madre…».

«Ya sabemos lo que era su madre», dijo la señora Bennett ásperamente, «pero ya está muerta y lo que está muerto se olvida».

«Entonces, ¿no puede ayudarme usted?».

«No es que no pueda, es que no quiero».

«¿Ni siquiera me puede decir su nombre?».

«Oh, eso lo averiguará enseguida. Por sí mismo. Se llama Bates». Un automóvil pasó por la calle; oyeron los frenos. «Ahora», dijo la señora Bennett, «¿quién habrá llegado al Red Lion?».

«¿Dónde vive?».

«Bajando Pit Street. Una vez estuvo aquí un miembro de la familia real», dijo la señora Bennett, con el rostro contra el cristal, intentando ver el automóvil. «Un joven que hablaba muy amablemente. Vino a esta casa y tomó una taza de té, para que viera que aquí la gente de las minas tiene limpias sus casas. Quería ir a la de la señora Terry, pero le dijeron que estaba enferma. La casa de Terry no tiene nada de nada. Ése fue el motivo, desde luego. No le hubiera resultado agradable».

«Debo irme».

«Puede decirle a ella de mi parte», dijo la señora Bennett, «que no debería de tener nada que ver con Bates». Hablaba con una autoridad amarga y vacilante, en el estilo de quien antaño podía ordenar cualquier cosa —«Cámbiate las medias. No tomes más dulces. Toma el medicamento.»— pero que ahora tiene miedo de que las cosas hayan cambiado.

Estaban metiendo un equipaje en el Red Lion y la calle se fue llenando de vida. La gente permanecía en grupos, a la defensiva, como si estuviera dispuesta a retirarse, mirando al automóvil. Oyó decir a un niño, «¿Es un duquero?». Se preguntó si Lord Benditch no habría ya empezado a actuar. Sería un trabajo muy rápido; el contrato había sido firmado el día anterior. De repente comenzó a extenderse el rumor: nadie sabía donde se había originado. Alguien dijo, «Van a abrir los pozos». Los grupos convergieron, se convirtieron en una pequeña muchedumbre; la gente miraba al automóvil como si sobre su pulido y lujoso chasis se pudieran leer noticias concretas. Una mujer lanzó un débil hurra, que se apagó entre dudas. D. le preguntó a un hombre, «¿Quién es?».

«Es el representante de Lord Benditch».

«¿Puede decirme dónde está Pit Street?».

«Al final del camino, a la izquierda».

Por todas partes salía gente de sus casas; caminaba a contracorriente de una marea de creciente esperanza. Una mujer gritó a la ventana de un dormitorio, «El representante está en el Red Lion, Nell». Le recordó una ocasión en que por la hambrienta ciudad se extendió el rumor de que habían llegado alimentos; había visto a la gente ir en grandes enjambres hasta el muelle, igual que aquí. No eran provisiones sino tanques y la gente contempló la descarga con irritada indiferencia. Pero con todo necesitaban tanques. Detuvo a un hombre y le preguntó, «¿Dónde vive Bates?».

«En el número diecisiete, si es que está allí».

Era más allá de la capilla bautista, un símbolo religioso de piedra gris, con tejado de pizarra. La máxima escrita en el tablón de anuncios decía enigmáticamente, «La Belleza de la Vida es Sólo Invisible para Los Ojos Cansados». Llamó al número diecisiete una y otra vez; nadie contestaba y durante todo el tiempo la gente siguió pasando: con sus viejos impermeables que no podían resguardar del frío, con las camisas lavadas con excesiva frecuencia como para que quedara algún calor en su gastada franela. Era la gente por la que él combatía y en ese momento tenía la terrible sensación de que eran sus enemigos: él estaba allí, interponiéndose entre ellos y la esperanza. Llamó una y otra vez y nadie le respondió.

Luego probó en el número diecinueve y la puerta se abrió antes de lo esperado. Había bajado la guardia. Miró y allí estaba Else.

La muchacha le preguntó, «Bueno, ¿qué quiere usted?», de pie, como un fantasma en el umbral de piedra, acosada, desnutrida y demasiado joven. Se sintió conmovido; tuvo que mirarla con atención antes de percibir las diferencias: la cicatriz de un ganglio en el cuello, un diente que faltaba. Claro que no era Else. Era alguien salido del mismo molde de injusticia y de desnutrición.

«Busco al señor Bates».

«Vive en la casa de al lado».

«No me contestan».

«Seguramente se habrá ido al Red Lion».

«Parece que hay mucha animación».

«Dicen que vuelven a trabajar en el pozo».

«¿Y usted no va a ir?».

«Supongo», dijo, «que alguien debe encender el fuego». Le miró con cierta curiosidad, «¿Es usted el extranjero que vino en el tren con George Jarvis?».

«Sí».

«Dice que no ha debido de venir a nada bueno». Con cierto miedo pensó que no había podido ayudar a su doble. ¿Por qué arrastrar esa carga de violencia por otro país? Quizá era mejor ser derrotado en su patria que comprometer a otros. Sin duda era una herejía. Desde luego su partido tenía toda la razón al no fiarse de él. La chica dijo amablemente, «Nadie le hace caso a George. ¿Para qué quiere ver a Bates?».

Bueno, lo que él quería era que todos se enterasen: esto era una democracia, después de todo; tenía que empezar en algún momento, ¿por qué no allí mismo? Dijo, «Quiero decirle adonde va a ir ese carbón: a los rebeldes de mi país».

«Ah», dijo la chica con aire fastidiado, «¿usted es de esa gentuza?».

«Sí».

«¿Y qué quiere de Bates?».

«Quiero que los hombres se nieguen a trabajar en los pozos».

La chica le miró con asombro, «¿Negarnos? ¿Nosotros?».

«Sí».

«Está chiflado», dijo, «¿y a nosotros qué nos importa adónde va a parar el carbón?».

Se alejó. No había esperanza: ahora estaba convencido. De la boca de los niños… La muchacha gritó detrás de él, «Está loco. ¿Por qué tenía que importarnos?». Siguió caminando tercamente calle arriba; seguiría intentándolo hasta que lo encerraran, lo ahorcaran, lo fusilaran, hasta que acallaran de alguna forma su boca, lo relevaran de toda lealtad y pudiera descansar.

Cantaban delante del Red Lion: los acontecimientos se debían de haber precipitado. Debía de haberse producido algún anuncio definitivo. Dos viejas canciones luchaban por hacerse oír. Las había escuchado cuando trabajaba en Londres, hacía años. Los pobres eran extraordinariamente fieles a las viejas melodías «Olvida tus problemas» y «Ahora demos todos gracias a Dios»: la multitud vaciló entre las dos y al final ganó la canción profana. Vio cómo se pasaban los periódicos de mano en mano; periódicos dominicales. Al parecer habían traído montones de ellos en el maletero del automóvil. D. tomó a un hombre por el brazo y le dijo, apremiante, «¿Dónde está Bates?».

«Arriba, con el representante».

Se abrió paso entre la multitud. Alguien le dio un periódico. Allí estaban los titulares: «Contrato de carbón con el extranjero. Los pozos vuelven a abrirse». Era un sobrio dominical, de limitada imaginación, que transmitía convicción. Corrió hacia el vestíbulo del hotel; sentía la urgente necesidad de hacer algo, antes de que la esperanza creciera demasiado. El lugar estaba vacío: grandes peces disecados colgaban de las paredes metidos en cajas de cristal: durante una época debió de haber gente que acudía a aquel distrito a pescar. Subió al piso de arriba: no había nadie. Se oían hurras fuera: algo estaba ocurriendo. Abrió una puerta grande que decía «Salón» e inmediatamente se enfrentó con su imagen reflejada en un espejo grande de marco dorado: sin afeitar, con un trozo de algodón que salía por debajo del esparadrapo. Una puerta ventana grande estaba abierta; un hombre hablaba. Había otros dos en la mesa, de espaldas a él. El sitio olía a terciopelo mohoso.

«Mañana a primera hora se necesitan fogoneros, ascensoristas y mecánicos. Pero no temáis. Habrá trabajo para todos en menos de una semana. Es el final de vuestra depresión». Dijo, «Podéis preguntarle aquí a vuestro señor Bates. No se trata de cuatro días de trabajo a la semana: es un año de trescientos sesenta y cinco días». Era un hombre moreno y astuto, con polainas, con aire de agente inmobiliario, que se ponía de puntillas para hablar.

D. atravesó la habitación y se le colocó detrás. Dijo, «Perdóneme: ¿puedo hablar unas palabras con usted?».

«En este momento no. En este momento no», dijo el hombrecillo sin moverse. Les dijo, «Ahora marchaos a casa y que lo paséis bien. Habrá trabajo para todos antes de Navidad. Y a cambio, nosotros esperamos…».

D. dijo a los dos hombres que estaban de espaldas, «¿Es uno de ustedes el señor Bates?».

Los dos se volvieron. Uno de ellos era L.

«… que trabajéis duro. Podéis confiar en que la Compañía de Carbones Benditch os ayudará».

«Yo soy Bates», dijo el otro.

Se dio cuenta de que L. no le había reconocido del todo. Parecía confuso… D. dijo, «Bueno, ya veo que conoce al representante del General. Ya es hora de que hable yo». Luego el rostro de L. se iluminó. En su rostro apareció una sonrisita de reconocimiento, un párpado se contrajo…

El orador se apartó de la ventana y dijo: «¿Qué pasa?».

D. dijo, «El contrato del carbón dicen que es para Holanda, pero no es verdad». Miró a Bates, un hombre de aspecto juvenil, con una melodramática greña y una boca débil. Dijo, «¿Y yo qué tengo que ver con eso?».

«Supongo que los hombres confían en usted. Dígales que no se acerquen a los pozos».

«Pero bueno, pero bueno», dijo el representante de Benditch.

D. dijo, «Sus sindicatos han declarado que no trabajarán para ellos».

«Es para Holanda», dijo Bates.

«Ésa es la pantalla. Yo he venido para comprar carbón para el gobierno. Este hombre me robó las credenciales».

«Está loco», dijo el representante muy convencido, mientras subía y bajaba sobre las puntas de sus pies. «Este caballero es amigo de Lord Benditch».

Bates se removió, inquieto. «¿Qué puedo hacer yo?», dijo. «Ése es un asunto del gobierno».

L. dijo cortésmente, «Conozco a este hombre. Es un fanático y le busca la policía».

«Llamen a un guardia», dijo el representante.

«Tengo un revólver en el bolsillo», dijo D. Seguía mirando a Bates. «Ya sé que eso supone un año de trabajo para su gente. Pero también la muerte para la nuestra. Y es más, también ha producido ya una muerte entre los suyos».

Bates estalló repentina y furiosamente. Dijo, «¿Por qué diablos voy a creer una historia como ésa? Este carbón es para Holanda».

Tenía un inseguro acento de clase nocturna; había ascendido —se veía enseguida— y ocultaba con vergüenza las señales de su ascenso. Dijo, «Jamás en mi vida he oído una historia como ésa». Pero D. sabía que tenía sus dudas. Disfrazaba la debilidad de su boca con la greña de pelo, insinuando una violencia y radicalismo que no eran auténticos.

D. dijo, «Si no quiere hablarles usted les hablaré yo». El representante iba a acercarse a la puerta. D. le dijo, «Siéntese. Puede llamar a la policía cuando haya terminado. ¿Es que estoy intentando escaparme? Puede preguntarle a ese hombre de cuántas cosas se me acusa… Ni me acuerdo ya. Falsificación de pasaporte, robo de un automóvil, llevar armas de fuego sin licencia. Ahora voy a añadir incitación a la violencia».

Salió a la ventana y gritó, «¡Camaradas!». Detrás de la multitud distinguió al viejo Jarvis, que le miraba con aire escéptico. Allí afuera había alrededor de ciento cincuenta personas: muchas se habían ido para difundir la noticia. D. dijo, «Tengo que hablaros». Alguien preguntó, «¿Por qué?». Les dijo, «Vosotros no sabéis adonde va a ir este carbón».

Se sentían alegres y triunfantes. Una voz dijo, «Al Polo Norte». D. dijo, «No va a ir a Holanda». Comenzaron a marcharse; antes había sido profesor, pero nunca orador: no sabía como retenerles. Dijo, «¡Por el amor de Dios! Debéis escucharme». Cogió un cenicero de la mesa y rompió los cristales de la ventana.

«Oiga», dijo Bates escandalizado, «eso es propiedad del hotel».

El ruido de cristales rotos hizo que la multitud volviera. D. dijo, «¿Queréis sacar carbón que sirva para matar niños?».

«Eh, cállate».

«Sé que esto significa mucho para vosotros. Pero para nosotros lo significa todo». Al mirar de soslayo vio el rostro de L. en el espejo: complaciente, impasible, esperando a que terminara. Nada podía cambiar. Gritó, «¿Por qué quieren vuestro carbón? Porque los mineros en mi patria no quieren trabajar para ellos. Los fusilan, pero se niegan a trabajar…». Sobre las cabezas de la multitud vio al viejo George Jarvis, manteniéndose un poco aparte, callado, sin creer una palabra de nada. Alguien gritó, «Escuchemos a Joe Bates» y el grito se repitió una y otra vez, «¡Joe Bates! ¡Joe!».

D. dijo, «Ya tiene su oportunidad», volviendo a la habitación y dirigiéndose al secretario sindical.

El hombrecillo parecido a un agente inmobiliario dijo, «Le prometo que le meterán seis meses por esto».

«Vamos», dijo D.

Bates fue de mala gana hacia la ventana. Había aprendido de sus jefes el gesto afectado de echarse hacia atrás los cabellos indómitos: lo único indómito, pensó D., que había en él. Dijo, «¡Camaradas! Habéis oído una acusación muy grave». ¿Sería posible después de todo que fuera a actuar?

La voz de una mujer gritó, «La caridad bien entendida empieza por uno mismo».

«Pienso que lo mejor que podemos hacer», dijo Bates, «es pedir una garantía definitiva al representante de Lord Benditch de que ese carbón va a Holanda y sólo a Holanda».

«¿Pero de qué les sirve esa garantía?», dijo D.

«Nos permitirá, bueno, que mañana vayamos a trabajar con la conciencia tranquila».

El hombrecillo de las polainas se precipitó diciendo, «Tiene razón. El señor Bates tiene razón. Y os garantizo en nombre de Lord Benditch…», lo que dijo después fue ahogado por los hurras. D. se encontró a solas con L. mientras seguían los hurras y los dos hombres se retiraban de la ventana. L. le dijo, «¿Sabe? Debía de haber aceptado mi oferta. Se encuentra en una situación muy comprometida… Han encontrado al señor K.».

«¿Al señor K.?».

«Una mujer llamada Glover llegó a su casa anoche, a última hora. Le dijo a la policía que había tenido un presentimiento. Está en los periódicos de la mañana».

El representante estaba diciendo, «En cuanto a ese hombre, le busca la policía por fraude… y robo…».

L. dijo, «Quieren hablar con un hombre que fue visto en el piso con una joven, por un hombre llamado Fortescue. Llevaba un esparadrapo en la mejilla pero la policía cree que intentaba ocultar una cicatriz».

«Vosotros, dejad que pase el guardia», dijo Bates.

«Es mejor que se vaya, ¿no cree?», dijo L.

«Todavía me queda una bala».

«¿Para quién, para usted o para mí?».

«Ah», dijo D. «Me gustaría saber hasta dónde es capaz de llegar usted». Quería verse impelido a disparar: saber que era L. quien había ordenado matar a la niña; odiarle, despreciarle y matarle. Pero L. y la niña no pertenecían al mismo mundo: era increíble que hubiera podido dar cualquier orden… Tienes que tener algo en común con la gente a la que matas al menos que la muerte venga de una manera impersonal, de un arma de largo alcance o de un avión.

«Suba, guardia». El representante de Lord Benditch llamaba a alguien que estaba abajo. Poseía la simplona fe de su clase en que un guardia puede habérselas con un hombre armado.

L. dijo, «Casi cualquier distancia… para volver». Era innecesario decir a qué o a dónde; todo un modo de vida subyacía en su voz tranquila y sin miedo: largos corredores, jardines convencionales, libros caros, una galería de pintura, un escritorio taraceado y viejos sirvientes que le admiraban. Pero ¿volver quería decir tener un espectro pegado siempre a ti como un recordatorio? D. vaciló mientras le apuntaba con el revólver a través del bolsillo. L. dijo, «Sé lo que está pensando… pero esa mujer estaba loca: literalmente loca».

D. dijo, «Gracias. En ese caso…». Sintió una súbita iluminación en su corazón como si la locura hubiera traído una especie de normalidad al mundo. Hasta había disminuido un poco su propia responsabilidad. Fue hacia la puerta.

El representante de Lord Benditch se volvió desde la ventana y dijo, «¡Deténgalo!».

«¡Déjelo!», dijo L. «La policía…».

Bajó corriendo por las escaleras: el agente de policía, un hombre viejo, llegaba al vestíbulo. Dirigió una penetrante mirada a D. «Oiga, señor ¿ha visto usted…?».

«Está arriba, agente».

Dobló hacia el patio del fondo; el representante de Lord Benditch se inclinó chillando por la barandilla, «Es ése, agente, es ése».

D. echó a correr. Llevaba una ventaja de unas cuantas yardas. El patio parecía vacío. Oyó un golpe y un grito detrás suyo: el policía se había caído. Una voz dijo, «Por aquí, compañero» y torció automáticamente hacia un retrete exterior. Las cosas se aceleraron. Alguien dijo, «Ayúdale con la pierna» y se sintió proyectado sobre un muro. Cayó pesadamente de rodillas junto a un cubo de basuras y una voz susurró, «Cállese». Estaba en un diminuto jardincillo trasero: unos cuantos pies de hierba rala, un sendero de cenizas, un trozo de coco reseco colgado de un ladrillo roto para atraer a los pájaros. Dijo, «¿Qué hace, de qué va a servir?». Debía de ser el de la señora Bennett, quería explicarle: ¿para qué? Ella llamaría a la policía… pero todos se habían marchado. Estaba solo, como algo que se ha tirado por encima de una tapia y se ha olvidado. Se oían muchos gritos en la calle. Se arrodilló, agotado, como una estatua en el jardín, mientras sus pensamientos vagaban de un lado para otro: podía estar sosteniendo una pila para los pájaros. Se sintió mareado y colérico; lo iban a zarandear de nuevo. ¿Para qué? Estaba acabado. Le atraía la quietud de la celda de una prisión. Seguramente había hecho lo que podía. Metió su cabeza entre las rodillas para aliviarse el mareo. Recordó que lo único que había comido era un bizcocho seco en la reunión social. Una voz le susurró repentinamente, «Levántese».

Miró hacia arriba y vio tres rostros jóvenes. Dijo, «¿Quiénes sois?».

Le miraron con regocijo, el mayor de los tres no tendría más de veinte años. Sus rostros eran blandos, sin forma, anárquicos. El mayor le dijo, «No se preocupe de quiénes somos. Entre en el cobertizo».

Les obedeció como en sueños. Los cuatro apenas cabían en la oscura caseta; se acurrucaron sobre el carbón, la carbonilla y los trozos de madera cortados para leña. A través de los nudos de los tablones, que alguien había agujereado con el dedo, entraba un poco de luz. Dijo D., «¿De qué va a servir? La señora Bennett…».

«El domingo no va a andar con el carbón. Es muy estricta».

«¿Y Bennett?».

«Tiene una trompa de primera».

«¿Nos habrá visto alguien?».

«No. Vigilamos».

«Buscarán en las casas».

«No pueden, sin una orden judicial. El magistrado está en Woolhampton». Cedió y dijo cansadamente:

«Bueno, supongo que debo daros las gracias».

«Guárdeselas», dijo el mayor. «Tiene usted un revólver, ¿no?».

«Sí».

El muchacho dijo, «La Banda lo necesita».

«¿Ah, sí? ¿Y quién es la Banda? ¿Vosotros?».

«Nosotros somos, bueno, el ejecutivo».

Se acurrucaron a su alrededor, mirándolo codiciosamente. Dijo, para ganar tiempo, «¿Qué pasó con el guardia?».

«La Banda se ocupó de él».

El más joven se rascó pensativamente un tobillo.

«Fue un bonito trabajo».

«Estamos organizados, ¿sabe?», dijo el mayor.

«Tenemos cuentas que saldar».

«A Joey», dijo el mayor, «le azotaron una vez».

«Ya entiendo».

«Siete latigazos».

«Ya veo».

«Eso fue antes de que nos organizásemos».

El mayor dijo, «Ahora queremos ese revólver. Usted ya no lo necesita. La Banda cuidará de usted».

«¿De qué manera?».

«Lo hemos arreglado ya. Tiene que quedarse aquí, hasta que oscurezca, luego, cuando den las siete vaya a Pit Street. A esa hora están tomando el té. Los que no lo estén haciendo estarán en la Capilla. Hay un pasaje al lado de la Capilla. Espere allí el autobús. Crikey vigilará para usted».

«¿Quién es Crikey?».

«Uno de la Banda. El que pica los billetes. Se ocupará de que llegue a Woolhampton sano y salvo».

«Lo habéis planeado todo. ¿Pero para qué queréis el revólver?».

El mayor se inclinó sobre él. Tenía una piel gruesa y pálida: sus ojos poseían la negrura de un caballito de la mina. No había el menor entusiasmo, ni salvajismo; la anarquía era sólo la ausencia de ciertas represiones. Le dijo, «Le hemos oído hablar. Usted no quiere que el pozo vuelva a trabajar. Lo pararemos para usted. No podrán hacerlo funcionar durante meses. A nosotros nos da igual».

«¿No trabajan vuestros padres allí?».

«Eso no nos preocupa».

«¿Pero cómo vais a hacerlo?».

«Sabemos en qué sitio guardan la dinamita. Todo lo que tenemos que hacer es romper el cerrojo para entrar en el cobertizo y tirar los cartuchos. No podrán trabajar en el pozo durante meses».

El aliento del muchacho tenía un olor agrio. Sintió repulsión. Dijo, «¿No trabaja nadie allí?».

«Nadie».

Desde luego que su deber era aprovechar aquella oportunidad, pero lo hacía con cierto disgusto. Preguntó, «¿Qué haréis con el revólver?».

«Es para hacer saltar la cerradura».

«¿Sabéis cómo se maneja?».

«Claro que sí».

Les dijo, «Sólo queda una bala…». Estaban todos apretados en el pequeño cobertizo, sus manos se rozaban; el agrio aliento le silbaba en la cara. Se sentía como rodeado de animales pertenecientes a la oscuridad y cuyos sentidos estuvieran preparados para ella, mientras que él únicamente podía ver con luz… Dijo, «¿Por qué?» y una aburrida voz de muchacho le respondió, «Nos divierte». En alguna parte un ganso pasó aleteando sobre su tumba ¿en dónde? Se estremeció. Les dijo, «Suponed que alguien esté allí…».

«Ya tendremos cuidado. No tenemos ninguna gana de que nos ahorquen». Pero no los ahorcarían. Ése era el problema: no tenían responsabilidad legal, eran menores de edad. Pero al mismo tiempo se decía que era su deber… aunque se produjera un accidente… las vidas ajenas no pueden pesar más que las de los tuyos en la balanza. Cuando estalla una guerra queda abolido el código de moral absoluta; se te permite hacer un mal del cual puede salir un bien.

Sacó el revólver de su bolsillo y enseguida la mano escamosa del mayor de los muchachos cayó sobre la suya. D. les dijo, «Primero tirad el revólver al pozo. No debe tener huellas dactilares».

«Está bien. Puede confiar en nosotros».

Lo seguía sosteniendo en la mano, sin muchas ganas de soltarlo: era su última bala. El muchacho dijo, «Nosotros no le delataremos. La Banda nunca delata».

«¿Qué estarán haciendo en el pueblo? Me refiero a la policía».

«Sólo hay dos guardias. Uno se ha ido en bicicleta, en busca de una orden de registro a Woolhampton. Creen que está usted en casa de Charlie Stowe, pero Charlie no les deja entrar a mirar. También tiene cuentas pendientes».

«No tendréis mucho tiempo después de hacer saltar la cerradura para lanzar los cartuchos y escapar».

«Esperaremos a que oscurezca». Su mano soltó el revólver; inmediatamente desapareció en el bolsillo de alguien. «No lo olvide», dijo el jefe, «a las siete en la Capilla. Crikey estará vigilando».

Cuando ya se habían marchado recordó que debía de haberles pedido un poco de comida.

Sin ella las horas pasaron más lentamente; abrió la puerta del cobertizo pero todo lo que podía ver era un arbusto seco, a unos cuantos pies del sendero de cenizas, el trozo de coco en la cuerda sucia. Intentó hacer proyectos para el futuro ¿pero de qué vale hacer planes cuando la vida te agarra como las olas y te lleva de un lado para otro?… Si llegaba a Woolhampton podía intentar por la estación …¿o estaría vigilada? Recordó el esparadrapo que llevaba en la mejilla. Ya no servía para nada: se lo arrancó. Qué mala suerte había sido que la mujer descubriera el cadáver del señor K. tan pronto. Pero la mala suerte le perseguía desde que desembarcó; volvió a ver a Rose bajando por el andén con el dulce en la mano. Si no hubiera aceptado que le llevara en coche, ¿habría sido todo diferente? No le habrían apaleado, no se habría retrasado… Tal vez el señor K. no hubiera sospechado que podía venderse decidiendo hacerlo él primero… la encargada… pero es que estaba loca, se lo había dicho L. ¿Qué querría decir exactamente con eso? Cualquiera que fuera el camino que tomara empezaba con Rose en el andén y terminaba con Else muerta sobre la cama en el tercer piso.

Un pajarito —no sabía los nombres de los pájaros ingleses— se posó junto al coco. Picoteó a toda velocidad; se estaba dando un banquete. Supongamos que podía llegar hasta Woolhampton, ¿debería volver a Londres o adónde? Ésa había sido su idea cuando se despidió de Rose, pero las cosas habían cambiado mucho… si le buscaban también por el asesinato del señor K. La cacería sería mucho más seria que antes. No quería mezclarla más de lo que ya lo había hecho. Sería más sencillo, pensó fatigadamente, que un policía pasara por allí… El pájaro, de pronto, soltó el coco, alzando el vuelo: se oía un ruido por el sendero de cenizas como si alguien caminara de puntillas. Esperó pacientemente a que vinieran a capturarle.

Pero era sólo un gato. Lo miró, era negro y bien formado bajo la luz invernal; lo miró, en cierto modo en un plano de igualdad, como un animal a otro, y luego se movió, perdiéndose de vista, dejando detrás un ligero olor a pescado. De pronto pensó: el coco… cuando haya oscurecido lo bastante cogeré el coco. Pero las horas pasaron con desesperada lentitud. Una vez le llegó un olor a cocina, otra, voces que procedían de una ventana alta… la frase «trayendo desgracia» y «bruto borracho»; seguramente la señora Bennett trataba de sacar de la cama a su marido. Creyó oírle decir «Su Señoría» y luego se cerró una ventana de golpe y lo que vino después se produjo sin que los vecinos pudieran enterarse, en la terrible intimidad del hogar: el castillo del hombre. El pájaro volvió al coco y D. lo miró con envidia: utilizaba el pico como el labrador su azada; sintió la tentación de asustarle para que se fuera. La luz del atardecer cayó sobre el jardín.

Lo que más le preocupaba era el destino del revólver. Esos muchachos no eran de fiar. Probablemente toda esa historia del cobertizo de los explosivos era falsa y solamente querían el revólver para jugar con él. En ese momento podía pasar cualquier cosa. Podían dispararlo por pura diversión: no se podía esperar mucha sensatez de aquellos rostros descoloridos e indeseables. En un determinado momento se sintió sobrecogido por lo que le pareció un disparo, hasta que después se repitió. Probablemente había sido el coche del representante. Por fin la noche llegó. Esperó hasta que no pudo ver el coco para aventurarse a salir. Se dio cuenta de que se le hacía realmente la boca agua pensando que iba a comer los restos de la comida del pájaro. Sus pies crujieron sordamente sobre el sendero de cenizas y alguien corrió una cortina en la casa. La señora Bennett se quedó mirando en su dirección. La podía ver perfectamente, vestida de calle, la nariz aplastada contra la ventana de la cocina, junto al fogón, la cara huesuda, celosa y despiadada. Esperó sin moverse; le pareció imposible que no pudiera verle, pero el jardín estaba oscuro y ella dejó caer la cortina.

Esperó un momento y luego se acercó al coco.

Después de todo no resultó un festín: lo sintió duro y seco en la garganta. Se acurrucó en el cobertizo y lo comió a trocitos: como no llevaba consigo una navaja se estropeó las uñas arrancando la pulpa dura y blanca. Al final hasta la más larga de las esperas se termina; había estado pensando en todo: en Rose, en el futuro, en el pasado, en los muchachos con el revólver, hasta que ya no le quedó nada en que pensar. Había intentado recordar el poema copiado en la agenda que le robara el chófer de L… «El latido… algo de tu corazón y tus pies, cuán apasionada e irremediablemente». Lo dejó. En un momento determinado le había parecido significativo. Pensó en su esposa: toda la infamia de la vida estaba en aquel sentir debilitarse el vínculo que le unía con ella y con su tumba. La gente debería morir junta, no cada cual por su lado. Un reloj dio las siete.