(3)
La piel del gato y la falda polvorienta le acompañaron durante toda la noche. La paz de sus sueños habituales quedó desesperadamente rota: ni flores, ni ríos apacibles, ni ancianos caballeros hablando de conferencias. Después del peor ataque aéreo le quedó para siempre el miedo a morir por asfixia. Se alegraba de que los del otro bando fusilaran a los prisioneros y no les ahorcaran; la cuerda al cuello hubiera sido meter la pesadilla en la vida. Llegó el día sin luz: una niebla amarillenta no dejaba ver más allá de veinte yardas. Mientras se afeitaba, Else llegó con una bandeja en la que había un huevo cocido, un arenque y una tetera.
«No tenías por qué molestarte», le dijo. «Yo hubiera bajado».
«Pensé», dijo ella, «que sería una buena excusa. Querrá que le devuelva los documentos». Comenzó a quitarse un zapato y una media. Dijo, «Oh, Dios, ¿qué pensarían si llegaran ahora?». Se sentó en la cama y buscó los papeles en el empeine.
«¿Qué es eso?», dijo D. escuchando con atención. Se dio cuenta de que le asustaba que le devolvieran los documentos. La responsabilidad era como un anillo que trae mala suerte y que prefieres pasar a manos extrañas. Sentada en la cama, la chiquilla escuchó también; luego los pasos hicieron crujir las escaleras al bajar.
«Ah», dijo la muchacha, «es el señor Muckerji, un caballero hindú. No es como los otros indios de abajo. El señor Muckerji es muy respetuoso».
Cogió los documentos, bueno, se libraría pronto de ellos. La chica volvió a ponerse la media. Dijo, «Es muy curioso. Eso es lo único malo. Te hace muchas preguntas».
«¿Qué clase de preguntas?».
«Pues de todo. Que si creo en los horóscopos. Que si creo lo que ponen los periódicos. Qué pienso del señor Edén. Y anota también las respuestas. No sé por qué».
«Es curioso».
«¿Cree que me meterá en algún lío? Cuando estoy de humor le digo lo que se me ocurre, sobre el señor Edén, sobre cualquier cosa. Para divertirme, ya sabe. Pero a veces me aterroriza pensar que cada palabra que he dicho está escrita. Y después en algunas ocasiones, me doy cuenta de que me mira como si yo fuera un animal. Pero siempre es muy respetuoso».
D. lo dejó: el señor Muckerji no le preocupaba. Se sentó a desayunar. Pero la chiquilla no se fue; era como si dispusiera de una reserva de palabras para él, o para el señor Muckerji. Le dijo, «¿Dijo en serio lo de anoche, que nos iríamos juntos?».
«Sí», dijo. «Ya lo arreglaré».
«No quiero ser una carga para usted». Otra vez hablaba como en las novelas baratas. «Siempre me queda Clara».
«Te encontraremos algo mejor que Clara». Podía acudir de nuevo a Rose. Anoche había estado un poco histérica.
«¿No puedo volver con usted?».
«No nos lo permitirían».
«He leído», dijo, «que hay muchachas que se disfrazan…».
«Eso ocurre sólo en los libros».
«Tengo miedo de quedarme aquí, con ella».
«No tendrás por qué quedarte», le aseguró.
Una campanilla comenzó a sonar furiosamente abajo. La chiquilla dijo, «Vaya, con razón le llaman Row[2]».
«¿Quién es?».
«El indio del segundo piso». Fue desganadamente hasta la puerta. Le dijo, «Me lo prometió, ¿eh? ¿Ya no estaré aquí esta noche?».
«Te lo prometo».
«Júrelo». La obedeció. «Anoche», dijo, «no pude dormir. Pensé que ella iba a hacer algo horrible. No se imagina la cara que puso cuando entré. “¿Llamó usted?”, le dije, “Claro que no”, me dijo y me miró con ganas de matarme. Le digo que hasta cerré mi puerta cuando le dejé. ¿Qué estaba haciendo?».
«No estoy seguro, pero no podía hacer mucho. No te preocupes: perro ladrador poco mordedor. Si no nos asustamos no nos puede hacer daño».
«Vaya», dijo, «qué bien que me largo de aquí». Le sonrió alegremente desde la puerta; era como una niña en el día de su cumpleaños. «No más señor Row», dijo, «ni más clientes por horas, ni más señor Muckerji, ni más ella nunca más. Qué suerte tengo». Era como si hiciera una concienzuda despedida de todo un modo de vida.
Se quedó en la habitación, con la puerta cerrada con llave, hasta que llegó la hora de irse a casa de Lord Benditch. No quería correr ningún riesgo. Puso los documentos en el bolsillo superior de la chaqueta y se abotonó el gabán hasta el cuello. Estaba seguro de que ningún carterista podía cogerlos; y en cuanto a la violencia, no tenía más remedio que asumir ese riesgo. Todos ellos sabrían ahora que llevaba encima los documentos. Tenía que confiar a Londres su seguridad. La casa de Lord Benditch era como la meta para un chico que juega al escondite en un jardín complicado y poco conocido. En tres cuartos de hora, pensó, cuando el reloj marcaba las once y quince, todo estaría resuelto de una manera u otra. Probablemente, ellos intentarían aprovecharse de la niebla. La ruta era la siguiente: subir Bernard Street hasta la estación de Russell Square —era casi imposible que intentaran hacerle algo en el Metro—, luego ir desde Hyde Park Corner hasta Chatham Terrace, un paseo de unos diez minutos en la niebla. Desde luego podía llamar a un taxi y hacer el camino en automóvil, pero sería lentísimo: atascos de tráfico, ruidos y niebla ofrecían oportunidades a hombres que estuvieran muy desesperados, y él comenzaba a pensar que ahora ellos lo estaban. Además eran lo bastante astutos como para proporcionarle ellos mismos el taxi. Si tenía que tomar un taxi en Hyde Park Corner lo haría en una parada.
Al bajar las escaleras su corazón palpitaba violentamente; trató en vano de convencerse de que nada podía ocurrirle a la luz del día en Londres: estaría a salvo. Pero se alegró, sin embargo, cuando el indio del segundo piso asomó por la puerta de su habitación; seguía vistiendo la deshilachada bata de colores chillones. Saber que tenías un testigo era casi tan importante como que un amigo tuyo te guardara las espaldas. Le hubiera gustado dejar huellas visibles de su paso, dejar un incontestable testimonio de que había estado allí.
Comenzaba el tramo de alfombra. Caminó sin hacer ruido, no quería que la encargada supiera que se iba. Pero no pudo escapar sin que le viera. Allí estaba, en su masculina habitación, sentada frente a la mesa, con la puerta abierta, con el mismo mohoso vestido negro de su pesadilla. Se acercó lentamente a la puerta y le dijo, «Me voy».
La mujer le dijo, «Usted sabrá por qué no ha cumplido las instrucciones».
«Dentro de unas horas estaré de vuelta. No me quedaré esta noche».
Le miró con una indiferencia completa. Le extrañó. Era como si supiera más de sus planes que él mismo, como si todo estuviera previsto desde hacía tiempo en su espacioso cerebro. «Me imagino», dijo D., «que le habrán pagado mi habitación».
«Sí».
«Lo que no estaba previsto en mis gastos es una semana de sueldo de la criada. Lo pagaré yo».
«No le entiendo».
«Else se marcha también. Usted ha asustado a la chiquilla. No sé con qué motivo…».
El rostro de la mujer reflejó un repentino interés; no mostraba la menor irritación. Parecía casi como si le hubieran dado una idea que tenía que agradecer. «¿O sea, que se va a llevar a la chiquilla con usted?». De pronto se sintió inquieto: no había sido necesario decírselo. Le parecía que alguien le avisaba, «Ten cuidado». Miró a su alrededor. Desde luego no había nadie a la vista; lejos se veía una puerta cerrada: fue como una premonición. Dijo imprudentemente, «No se le ocurra volver a asustar a la chiquilla». Le costaba irse. Los documentos iban bien seguros en el bolsillo, pero tuvo la sensación de que dejaba algo que necesitaba su protección. Era absurdo, no podía haber el menor peligro. Miró desafiante al rostro cuadrado, cubierto de manchas y venitas. D. dijo, «Muy pronto estaré de vuelta. Le preguntaré si usted…». La noche pasada no se había fijado en lo grandes que eran sus pulgares. Estaba allí tranquilamente sentada con ellos escondidos en sus puños anchos y descoloridos —decían que ése era un signo de neurosis—, no llevaba anillos. La mujer dijo con voz firme y bastante alta, «Sigo sin comprender nada» y al mismo tiempo su rostro se contorsionó: dejó caer un párpado, le hizo un guiño enorme y descarado, inexplicablemente divertida. D. tuvo la impresión de que ya no estaba preocupada, de que era dueña de la situación. Se volvió, su corazón palpitaba con fuerza dentro de su jaula, como si intentara transmitir un mensaje, una advertencia en un código que no comprendía. Pensó que los intelectuales tenían el defecto de hablar demasiado. Podía haberle dicho todo eso al volver. ¿Y si no volvía? Bueno, la chiquilla no era una esclava, no podían hacerle sufrir. Londres era la ciudad con más policía del mundo.
Cuando llegó al vestíbulo una voz casi demasiado humilde le dijo, «¿Querría hacerme un grandísimo favor?…». Era un indio de grandes e impenetrables ojos castaños, de expresión dócil, vestido con un traje azul brillante y con zapatos casi de color naranja, que podía ser el señor Muckerji. Le dijo, «¿Podría contestarme a una pregunta? ¿Cómo ahorra dinero?».
¿Estaba loco? Le dijo, «Nunca ahorro dinero». El señor Muckerji tenía un rostro franco, ancho, con profundas arrugas alrededor de la boca. Dijo con ansiedad, «¿Es que literalmente no ahorra? Quiero decir que hay quienes guardan todas sus monedas de cobre o peniques Victorianos. Existen las cooperativas inmobiliarias y las cajas de ahorro».
«Nunca ahorro».
«Gracias», dijo el señor Muckerji, «era eso exactamente lo que quería saber» y comenzó a escribir algo en un cuaderno. Detrás del señor Muckerji apareció Else viéndole marchar. De nuevo se sintió irracionalmente contento, hasta por la presencia del señor Muckerji. No le gustaba dejarla sola con la encargada. La sonrió por encima de la inclinada y afanosa espalda del señor Muckerji y le dirigió un rápido saludo con la mano. Ella le sonrió, insegura. Fue como en una estación de ferrocarril llena de adioses y de cosas curiosas, de intimidades abreviadas, de turbaciones de amantes y parientes, de oportunidades para un extraño como el señor Muckerji de echar, por así decirlo, un vistazo dentro de la intimidad de las casas. El señor Muckerji le miró y le dijo, quizá demasiado cordialmente, «Tal vez podamos reunimos de nuevo para tener otra interesante charla». Adelantó una mano y la retiró enseguida como si temiera un rechazo; luego se quedó allí, sonriendo con humildad y cortesía mientras D. se internaba en la niebla.
Nadie sabe por cuanto tiempo es una despedida, si no prestaríamos más atención a las sonrisas y a las palabras convencionales. La niebla le rodeó por todas partes: el tren había salido de la estación: ya no había gente esperando en el andén: un arco haría perder de vista el adiós más obstinado.
Caminó con rapidez, el oído atento. Le pasó una chica que llevaba una cartera y un cartero zigzagueó por la acera antes de perderse en la oscuridad. Se sintió como el aviador transatlántico que sobrevuela el tráfico de la costa antes de internarse sobre el mar… No podía tardar más de media hora. Lo que hubiera que decidir habría que hacerlo en poco tiempo. No se le había ocurrido que podría no llegar a un acuerdo con Benditch: estaban dispuestos a pagar casi cualquier precio por el carbón. La niebla oscurecía todo: se esforzó por escuchar otros pasos pero sólo oyó los suyos sobre la piedra. El silencio no era tranquilizador. Alcanzaba a otras personas y sólo las veía cuando sus figuras quebraban la niebla ante él. Si le seguían no se daría cuenta, ¿pero podrían seguirle en aquella ciudad envuelta en niebla? De cualquier manera, en cualquier parte tenían que actuar.
Un taxi rodó lentamente a su lado. El conductor le dijo, «¿Taxi, señor?», marchando a su mismo paso por la calzada. Olvidó su idea de tomar un taxi únicamente en la parada. Le dijo, «Gwyn Cottage, Chatham Terrace» y subió. Se deslizaban por la impenetrable bruma, volvían atrás, giraban. D. pensó con repentina inquietud, «Este no es el camino. ¡Qué estúpido he sido!». Dijo, «¡Pare!», pero el taxi siguió. No podía ver dónde estaban, sólo veía la ancha espalda del conductor y la niebla que le rodeaba. Golpeó el cristal, «Déjeme salir» y el taxi se detuvo. Arrojó un chelín en manos de aquel hombre y saltó a la acera. Escuchó a una voz asombrada diciendo, «¿Pero bueno, qué le pasa?» —posiblemente el hombre era completamente honrado. Estaba nerviosísimo. Tropezó con un policía—. «¿La estación de Russell Square?».
«El camino no es éste», le dijo. «Tiene que dar la vuelta, tomar la primera calle a la izquierda y seguir a lo largo de las barandillas».
Llegó, después de lo que le pareció mucho tiempo, a la estación.
Esperó el ascensor y de pronto comprendió que necesitaría más valor del que había supuesto para bajar hasta el subterráneo. No había vuelto a estar bajo el nivel de una calle desde que se le vino encima la casa: ahora los ataques aéreos los seguía desde los tejados. Prefería morir de una vez antes que sofocarse lentamente con un gato muerto al lado. Aguardó muy tenso a que se abrieran las puertas del ascensor: quería lanzarse a la salida. Fue demasiado para sus nervios; se sentó en el único banco que había y las paredes comenzaron a danzar en torno suyo. Se cogió la cabeza con las manos e intentó no ver ni sentir el descenso. El ascensor se paró. Estaban bajo tierra.
Una voz le dijo, «¿Necesita ayuda? Dale la mano al caballero, Conway». Se encontró con que intentaba tirar de él un puño pequeño y terriblemente pegajoso. Una mujer que llevaba una tira de piel en torno a su flaco cuello dijo, «Conway solía ponerse así en los ascensores, ¿no es verdad, monín?». Un chiquillo pálido, de unos siete años, sostuvo tristemente su mano. «Me parece que ya me siento bien», pero siguió tenso por el pasaje blanco y abovedado, entre el viento seco y enrarecido y la trepidación de un tren lejano.
La mujer le dijo, «¿Va usted hacia el oeste? Le acompañaremos hasta la estación correspondiente. Es usted extranjero, ¿no?».
«Sí».
«Bueno, yo no tengo nada contra los extranjeros».
Le condujeron por el largo pasaje. El chiquillo iba espantosamente vestido, con pantalones cortos de pana, jersey amarillo limón y una gorra escolar con listas de color chocolate y malva. La mujer le dijo, «Conway me preocupa mucho. El médico dice que es la edad, pero su padre tuvo úlceras en el duodeno». No había escapatoria; entre los dos lo empujaron hasta el tren. La mujer le dijo, «Ahora lo único malo es que sorbe por las narices. Cierra la boca, Conway. Al caballero no le interesa ver tus amígdalas».
En el vagón no había mucha gente. Estaba seguro de que no le habían seguido hasta el tren. ¿Pasaría algo en Hyde Park Corner? ¿O estaba exagerando el asunto? Al fin y al cabo eso era Inglaterra. Pero recordó al chófer acercándosele con una brutal expresión de placer en la carretera de Dover, la bala en las cocheras. La mujer le dijo, «El problema con Conway es que no toma verduras».
De pronto se le ocurrió una idea. Le preguntó, «¿Van hasta muy lejos, en dirección oeste?».
«High Street, Kensington. Vamos a Barkers. Este chico estropea la ropa enseguida…».
«Podría llevarles en taxi desde Hyde Park Corner…».
«No, no queremos darle la lata. El metro es más rápido».
Entraron y salieron en Piccadilly y sintió los nervios en tensión mientras el tren trepidaba por el túnel. Era el mismo sonido que llegaba silbando desde donde caía una bomba explosiva, un viento lleno de muerte y del ruido del dolor.
Dijo, «Creí que quizá el chico… Conway…».
«¿Verdad que es un nombre divertido? Es que estábamos en el cine viendo a Conway Tearle justo antes de que naciera. Mi marido se encaprichó del nombre. Más que yo», me dijo, «le llamaremos así si es niño. Y cuando sucedió aquella noche nos pareció eso, un presagio».
«¿No le gustaría el paseo?».
«Es que se marea en los taxis. Es la mar de raro. No le ocurre ni en el autobús ni en el metro. Aunque había veces que me daba vergüenza ir con él en un ascensor. Era desagradable para los demás. Te miraba y luego, antes de que pudieras decir amén, era como un truco de prestidigitador».
No había esperanza. De todas maneras, ¿qué podía pasar? Ya habían descargado su golpe. No podían hacer más que un intento de asesinato. Salvo, por supuesto, un asesinato cometido. No se imaginaba a L. metido en un lío semejante, pero si pasaba se quitaría de encima con maravillosa facilidad aquel suceso tan desagradable. «Ya hemos llegado», dijo la mujer. «Ésta es su estación. Ha sido muy agradable ir charlando un poco. Dale la mano al caballero, Conway». Sacudió mecánicamente los dedos pegajosos y salió a la luz amarillenta de la mañana.
Se oían aclamaciones: todos aclamaban: parecía como si se hubiera producido una gran victoria. Las aceras de Knightsbridge estaban repletas de gente; por la calzada emergieron las puntas de las puertas de Hyde Park sobre la niebla baja: en otra dirección cuatro orgullosos caballos arrastraban una carroza sobre las sucias nubes. Alrededor del Hospital de St. George estaban detenidos los autobuses, que se desvanecían gradualmente como caimanes en el aire fangoso. Alguien tocaba un silbato: poco a poco fue apareciendo una silla de ruedas guiada por un inválido que con la otra mano tocaba una flauta, avanzando penosamente por el arroyo. La canción no terminaba de arrancar, se desvanecía como el aire que sale de un cerdo de goma y luego volvía a comenzar fatigosamente. Sobre una pizarra el hombre había escrito: «Gaseado en 1917. Sin un pulmón». El aire amarillento humeaba en torno suyo y la gente daba vítores.
Un Daimler se adelantó en el atasco de tráfico, las mujeres chillaron, algunos hombres se quitaron los sombreros. D. se sintió confuso; había visto antaño procesiones religiosas pero aquí parecía que nadie se ponía de rodillas. El automóvil pasó lentamente por delante de él: iban dos chiquillas muy pequeñas, severamente vestidas con traje sastre y guantes, mirando por la ventanilla con desganada indiferencia. Una mujer dijo, «¡Tesoros! Van de compras a Harrod’s». Era una visión fuera de lo común: el paso de un tótem en Daimler. Una voz que D. conocía le dijo con aspereza, «Quítese el sombrero, señor».
Era Currie.
Pensó por un momento que le había seguido. Pero la turbación de Currie al reconocerle era demasiado evidente. Gruñó, se movió con timidez y balanceó su monóculo. «Perdone. Es extranjero». D. podía haber sido una mujer con la que hubiera tenido relaciones vergonzosas. No puedes negarle el saludo, pero intentas pasar enseguida de largo.
«Me pregunto», dijo D., «si podría indicarme el camino para Chatham Terrace».
Currie se ruborizó, «¿Va a casa de Lord Benditch?».
«Sí». El flautista en el arroyo empezó a tocar interrumpiéndose. Los autobuses comenzaron a avanzar poco a poco y todo el mundo se dispersó.
«Mire», dijo Currie. «Me parece que me porté como un estúpido la otra noche. Perdóneme».
«No se preocupe».
«Creí que era usted un estafador. Estúpido de mí. Cosas así ya me han ocurrido antes y la señorita Cullen es una magnífica muchacha».
«Sí».
«Una vez compré un galeón español hundido. Uno de esos de la Armada, ya sabe. Pagué cien libras al contado. Por supuesto, no había galeón».
«No».
«Mire. Me gustaría demostrarle que no tengo nada contra usted». Le acompañó hasta Chatham Terrace. «Me encanta ser útil a los extranjeros. Espero que haga usted lo mismo si voy a su país. Claro que no es probable».
«Muy amable por su parte», dijo D. Y era sincero: sentía un gran alivio. Era el final de una batalla. Si tenían planeado un último y desesperado ataque en la niebla la suerte se les había vuelto en contra; y no gracias a sus propios méritos. Puso su mano sobre el pecho y palpó a través del gabán el tranquilizador bulto de las credenciales.
«Desde luego», prosiguió el capitán Currie, insistiendo con las explicaciones, «una experiencia semejante te hace ser más precavido».
«¿Experiencia?».
«Lo del galeón español. El tipo parecía muy convincente, me dio cincuenta libras en depósito mientras iba a hacer efectivo mi cheque. Yo no quería pero él se empeñó. Me dijo que como quería el pago en efectivo eso era lo justo».
«Así que sólo perdió cincuenta libras».
«Oh, eran billetes falsificados. Supongo que se dio cuenta de que soy un romántico. Claro que me dio una idea. Se aprende de los errores».
«¿Sí?». Sentía un inmenso placer escuchando las bobadas que decía aquel hombre Knighsbridge abajo.
«¿No ha oído hablar nunca de El Galeón Español?».
«No, me parece que no».
«Fue mi primer parador. Cerca de Maindenhead. Pero al final lo vendí. Ya sabe, el oeste está perdiendo categoría. Es mejor Kent, o hasta Essex. En el oeste lo que predomina es, digamos, el elemento popular que va camino de los Costwolds, ya sabe». La violencia parecía cada vez más fuera de lugar en aquel país de complicadas distinciones y extraños tabúes. La violencia era demasiado simple. Una falta de gusto. Giraron a la izquierda, saliéndose de la calle principal: fantásticas torres y fortificaciones rojizas emergieron entre la niebla. El capitán Currie dijo, «¿Ha visto usted algún buen espectáculo?».
«He estado muy ocupado».
«No se debe trabajar demasiado».
«Y estuve aprendiendo entrenationo».
«Dios mío, ¿por qué?».
«Es un lenguaje internacional».
«Si uno lo piensa bien», dijo el capitán Currie, «la mayor parte de la gente habla un poco de inglés». Prosiguió, «Vaya, ¡maldita sea! ¿A que no sabe a quién acabamos de pasar?».
«No he visto a nadie».
«Aquel chófer, ¿cómo se llamaba? El que se peleó con usted».
«No lo vi».
«Estaba en el umbral. El automóvil estaba allí también. ¿Por qué no damos la vuelta y tenemos unas palabras con él?». Puso su mano sana en la manga de D., «Aún queda tiempo. Chatham Terrace está ahí enfrente».
«No. No queda tiempo». Sintió pánico. ¿Y si después de todo aquello era una trampa? La mano le urgía cortés, despiadadamente…
«Tengo una cita con Lord Benditch».
«Será sólo un momento. Después de todo fue una pelea limpia, sin favoritismo. Deben darse la mano y demostrar que no hay rencor. Es la costumbre. El error fue mío, ya sabe». Farfullaba animadamente en el oído de D., tirando de su manga; despedía un ligero olor a whisky.
«Después», dijo D. «Cuando haya visto a Lord Benditch».
«No me gustaría pensar que ha quedado algún resentimiento. Fue culpa mía».
«No», dijo D. «No».
«¿A qué hora tiene su cita?».
«A mediodía».
«Faltan más de cinco minutos. Sólo darse la mano y tomar una copa».
«No». Se sacudió la terca mano. Alguien silbó detrás suyo. Se volvió a la desesperada, acorralado, con los puños en guardia. Era el cartero. Le dijo, «¿Puede decirme dónde está Gwyn Cottage?».
«Está usted casi a la puerta», dijo el cartero. «Por ahí». Entrevió el rostro asombrado y más bien iracundo del capitán Currie. Después pensó que probablemente se había equivocado: lo único que quería el capitán Currie era que todo se arreglara.
Fue como una señal de fuera de peligro ver abrirse la gran puerta eduardiana, mostrando un fantástico vestíbulo. Se sonrió de nuevo ante la debilidad del propietario de minas por las amantes regias. Había una superficie grande de falso artesonado y las paredes estaban cubiertas de reproducciones de cuadros famosos: Nell Gwyn brillaba ostensiblemente en el lugar de honor, en la escalinata, entre querubines a los que luego debieron de hacer pares. Cuánta sangre noble tenía sus orígenes en el comercio de naranjas[3]. Distinguió a la Pompadour y a Mme. de Maintenon; también se veía, con un aspecto típico de preguerra en sus medias de seda y guantes negros, a Mlle. Gaby Deslys. Era un gusto curioso.
«¿Su gabán, señor?».
Dejó que el criado le ayudara a quitarse el gabán. Había una mezcla espantosa de chinoiserie, Luis XVI y Estuardo en los muebles: se sentía fascinado. Curioso refugio para un agente confidencial. Dijo, «Me temo que he llegado un poco temprano».
«Su Excelencia ha ordenado que le haga pasar».
Lo más extraño era pensar que Rose, de alguna manera, había sido producida en ese ambiente… en esa sensualidad indirecta. ¿Simbolizaría los ensueños de un ambicioso hijo de obreros? El dinero significa mujeres. El criado resultaba también increíblemente exagerado: era muy alto, tenía una doblez que parecía empezar en su cintura y la única manera de corregirla era mediante una rara postura, echándose hacia atrás como la Torre de Pisa. Los sirvientes le habían producido siempre cierta repugnancia —eran tan conservadores, tan integrados, tan parásitos— pero aquel hombre le provocaba ganas de reír. Era una caricatura. Le recordaba la casa de un agente artístico donde cenara una vez: tenía lacayos con librea.
El hombre abrió la puerta. «El señor D.». Se encontró en una enorme habitación de suelo de parqué. Parecía llena de retratos: no debían de ser de la familia. Había unos cuantos sillones agrupados en torno al fuego de troncos de la chimenea. Tenían respaldos altos. No era fácil saber cuáles estaban ocupados. Avanzó con paso incierto. La habitación hubiera resultado más efectiva si él fuera otra persona, pensó. Estaba pensada de modo que fueras consciente de tus mangas desgastadas, de la poquedad e inseguridad de tu vida, pero ocurría que él había nacido sin el menor sentido de lo esnob. Era muy sencillo, no le preocupaba su poquedad. Canturreó alegremente para sí, caminando despreocupadamente por el suelo de parqué. Estaba demasiado contento de encontrarse en aquel sitio como para que algo le preocupara.
De pronto se levantó del sillón central un hombre grande, de cabeza vigorosa, una masa de cabello entrecano y la mandíbula de una estatua ecuestre. Dijo, «¿El señor D.?».
«¿Lord Benditch?».
Señaló con la mano hacia los otros tres sillones: «El señor Forbes, Lord Fetting, el señor Brigstock». Añadió, «El señor Goldstein no ha podido venir».
D. dijo, «Creo que conocen ustedes el motivo de mi visita».
«Hace quince días», dijo Lord Benditch, «nos avisaron por carta». Movió la mano señalando un escritorio grande taraceado: había cierta afectación en aquel gesto de su mano. «Me disculpará si vamos al grano enseguida. Soy un hombre muy ocupado».
«Encantado».
Otro hombre emergió de un sillón. Era pequeño, moreno, de facciones angulosas, con movimientos ariscos y rápidos. Dispuso los sillones detrás del escritorio con aire de importancia. «Señor Forbes», dijo, «señor Forbes». Apareció el señor Forbes. Vestía ropa de tweed y llevaba muy bien el aire de un hombre que acaba de regresar del campo; sólo la forma de su cráneo revelaba su pasado de Furtstein. Dijo, «Ya voy, Brigstock» con un deje de burla.
«Lord Fetting».
«Debería dejar dormir a Fetting», dijo el señor Forbes. «A menos, por supuesto, que se ponga a roncar». Se pusieron de un lado del escritorio, dejando a Lord Benditch en medio. Era como un examen oral de fin de carrera. El señor Brigstock, pensó D., será el que te lo va a hacer pasar peor; se agarraría a cualquier cuestión como un terrier.
«¿Quiere usted sentarse?», dijo pesadamente Lord Benditch.
«Lo haría», dijo D., «si hubiera un asiento en este lado de la frontera».
Forbes se echó a reír. Lord Benditch dijo con aire severo, «Brigstock». Brigstock pasó por detrás del escritorio y empujó una silla. Todo tenía un horrible aire de irrealidad. Ése era el momento pero no era capaz de convencerse: en la casa de imitación, entre los antepasados de imitación y las amantes muertas; ni siquiera veía a Lord Fetting. No era la clase de lugar donde te imaginas que se puede decidir una guerra. D. dijo, «¿Saben ustedes la cantidad de carbón que queremos a partir de ahora y hasta el mes de abril?».
«Sí».
«¿Pueden suministrárnoslo?».
Lord Benditch dijo, «En el caso de que estemos conformes con las condiciones tanto yo, como Forbes y Fetting…». Añadió, «Y Brigstock», como si se hubiera acordado después.
«¿Es cuestión de precio?».
«Desde luego. Y de confianza».
«Pagaremos el precio más alto del mercado y una prima del veinticinco por ciento cuando se complete la entrega».
Brigstock preguntó, «¿En oro?».
«Una parte en oro».
«No irán a creer que vamos a aceptar papel», dijo Brigstock, «que puede quedarse sin valor en primavera, o mercancías que no puedan sacar del país».
Lord Benditch se echó para atrás y dejó campo libre a Brigstock: Brigstock había sido entrenado para ganar siempre. El señor Forbes se dedicaba a dibujar caritas arias en un papel que tenía delante: muchachas de zalameros ojos redondos en ropa de baño.
«Si conseguimos ese carbón el cambio no bajará. Hemos mantenido el mismo nivel durante dos años de guerra. Ese carbón puede significar el colapso completo de los rebeldes».
«Nosotros tenemos otras informaciones», dijo Brigstock.
«No creo que sean de fiar».
Alguien, al que no se veía, roncó súbitamente detrás de un sillón.
«Insistimos en lo del oro», dijo Brigstock. «¿Despierto a Fetting?».
«Déjelo dormir», dijo el señor Forbes.
«Podemos llegar a un punto medio», dijo D. «Estamos dispuestos a pagar el precio de mercado en oro si aceptan ustedes la prima en papel o en mercancías».
«En ese caso sería del treinta y cinco por ciento».
«Eso es mucho».
Brigstock dijo, «Corremos muchos riesgos. Hay que asegurar los barcos. Hay muchos riesgos». Detrás de él había un cuadro: carne y flores en un paisaje bucólico.
«¿Cuándo podrían comenzar la entrega?».
«Tenemos algunas reservas… podríamos empezar el mes que viene, pero para la cantidad que necesitan ustedes tendríamos que volver a abrir varias minas. Eso lleva tiempo y dinero. La maquinaria se habrá depreciado. Y los hombres ya no serán obreros de primera clase. Se deprecian antes que las máquinas».
D. dijo, «Por supuesto ustedes tienen una pistola apuntando a nuestra cabeza. Necesitamos el carbón».
«Otra cosa», dijo Brigstock. «Somos hombres de negocios. Ni políticos ni cruzados». La voz de Lord Fetting llegó, aguda, desde la chimenea. «Mis zapatos. ¿Dónde están mis zapatos?». El señor Forbes sonrió de nuevo, dibujando más ojos zalameros entre largas pestañas. ¿Estaría pensando en la muchacha de Shepherd’s Market? Su aspecto era de sana sensualidad: sexo en ropa de tweed y con pipa.
Lord Benditch dijo pesada y desdeñosamente, «Brigstock quiere decir que podríamos tener una oferta mejor de otros».
«Es posible, pero deben pensar en el futuro. Si ganan dejarán de ser sus clientes. Tienen otros aliados…».
«Eso es mirar demasiado lejos. Lo que a nosotros nos preocupa es el beneficio inmediato».
«Se pueden encontrar con que su oro es menos seguro que nuestro papel. Después de todo es robado. Pondríamos en marcha una acción legal… Y además también cuenta el gobierno de ustedes. Enviar carbón a los rebeldes puede resultar ilegal».
Brigstock dijo con aspereza, «Si llegamos a un acuerdo estamos dispuestos a aceptar el treinta por ciento en papel al cambio vigente en el último día del embarque, en el entendimiento de que cualquier comisión correrá a cargo de ustedes. Hemos cedido lo más posible para llegar a un acuerdo».
«¿Comisión? No entiendo lo que quiere decir».
«Su comisión en la venta, por supuesto. Su gente se hará cargo de ella».
«No me propongo pedir ninguna comisión», dijo. «¿Es eso lo acostumbrado? No lo sé, pero en cualquier caso no la quiero».
Benditch dijo, «Es usted un agente poco habitual» y le miró amenazadoramente, como si hubiera dicho una herejía, como si le hubieran encontrado culpable de prácticas ilícitas. «Antes de preparar el contrato desearíamos ver sus credenciales», dijo Brigstock.
D. se llevó la mano al bolsillo del pecho. Era increíble. No estaban.
Comenzó, lleno de pánico, a buscar en los otros bolsillos… no había nada. Levantó la cabeza y vio a los tres hombres mirándole. El señor Forbes había dejado de dibujar y le miraba con interés. D. dijo, «Es rarísimo. Las tenía en el bolsillo del pecho…».
El señor Forbes dijo cortésmente, «Tal vez las tenga en su gabán».
«Brigstock», dijo Lord Benditch, «llame al timbre». Le dijo al criado, «Traiga el gabán de este caballero». Era sólo una ceremonia: sabía que no estaban allí, ¿pero cómo habían desaparecido? ¿Habría sido Currie? No, imposible. Nadie tuvo la oportunidad, salvo… El criado volvió con el gabán sobre el brazo. D. miró a los impasibles y leales ojos del sirviente como si pudiera leer en ellos, pero aceptarían un soborno como cualquier propina, sin registrar la menor emoción.
«¿Y bien?», dijo Brigstock ásperamente.
«No están».
Un hombre muy anciano apareció de pronto de pie delante de la chimenea. Dijo, «¿Va a presentarse ese hombre de una vez, Benditch? Llevo esperando mucho tiempo».
«Aquí está».
«Podían habérmelo dicho».
«Estaba usted dormido».
«Que va». D. buscaba en todos los bolsillos; buscaba en los forros: por supuesto no había nada. No era más que un gesto un tanto teatral para convencerles de que había tenido sus credenciales. Se dio cuenta de que su actuación era mala, que no daba la impresión de que realmente esperaba encontrarlas.
«¿Estaba yo dormido, Brigstock?».
«Sí, Lord Fetting».
«Bueno, ¿y qué? Me encuentro más fresco. Espero que no hayan llegado a ningún acuerdo».
«No, a nada, Lord Fetting». Brigstock parecía radiante y satisfecho; parecía decir, «Ya me lo esperaba yo…».
«¿Quiere usted decir la verdad», dijo Lord Benditch, «que ha venido aquí sin sus documentos? Eso es muy extraño».
«Los llevaba encima. Me los han robado».
«¡Robado! ¿Cuándo?».
«No lo sé. Camino de esta habitación».
«Bueno», dijo Brigstock, «eso es todo».
«¿Eso es qué?», preguntó nerviosamente Lord Fetting. «No firmaré nada de lo que hayan decidido ustedes».
«No hemos decidido nada».
«Perfecto», dijo Lord Fetting. «Hay que seguir pensándolo».
«Ya sé», dijo D., «que ustedes únicamente tienen mi palabra de honor, ¿pero qué puedo ganar yo?».
Brigstock se inclinó sobre el escritorio y dijo áspera, venenosamente, «¿Había una comisión, no?».
«Vamos, Brigstock», dijo Forbes, «ha rechazado la comisión».
«Sí, cuando se dio cuenta de que no podía esperar nada».
Lord Benditch dijo, «No vamos a ponernos a discutir eso ahora, Brigstock. Este caballero es quien pretende ser o no lo es. Si lo es —y puede probarlo— estoy totalmente de acuerdo en firmar un contrato».
«Muy bien», dijo Forbes. «Yo también».
«Pero usted, señor, comprenderá, como hombre de negocios, que no se puede firmar un acuerdo con un agente que no esté acreditado».
«Y comprenderá», dijo Brigstock, «que hay leyes en este país contra quienes intentan conseguir dinero mediante falsedad».
«Lo mejor es dejar que repose el asunto», dijo Lord Fetting. «Que todos reflexionemos».
«¿Qué voy a hacer ahora?», pensó D., «¿Qué voy a hacer?». Estaba sentado en su silla, abatido. Había eludido todas las trampas salvo una… no servía de consuelo. Quedaba el largo peregrinaje de regreso: el barco del Canal, el tren de París. Por supuesto que en su país ellos no se creerían la historia. Resultaría curioso que se hubiera zafado, sin esfuerzo por su parte, de las balas del enemigo para caer en su propio campo, ante las tapias de un cementerio. Las ejecuciones se llevaban a cabo en el cementerio para evitarse el trabajo de andar transportando cadáveres…
«Bueno», dijo Lord Benditch, «no creo que haya más que hablar. Si al llegar al hotel encuentra sus credenciales, será mejor que nos telefonee enseguida. Tenemos otro diente… no podemos retrasar este asunto indefinidamente».
«¿No hay nadie en Londres que pueda responder por usted?», preguntó Forbes.
«Nadie».
Brigstock dijo, «No creo que tengamos que retenerle más».
D. dijo, «Supongo que es inútil que les diga que esperaba esto. Llevo aquí menos de tres días y han registrado mi habitación y me han propinado una paliza». Se tocó la cara con la mano. «Aún pueden ver los cardenales. Han disparado contra mí». Recordó, mirando sus rostros, que Rose le había advertido que evitara el melodrama. Benditch, Brigstock, Fetting, todos tenían el rostro sin expresión, como si les contaran un chiste verde ante un público respetable. Lord Benditch dijo, «Estoy dispuesto a creer que ha perdido los documentos…».
«Es una pérdida de tiempo», dijo Brigstock. «Esto está muy claro».
Lord Fetting dijo, «Es absurdo. Para eso está la policía».
D. se levantó. Dijo, «Una cosa más, Lord Benditch. Su hija sabe que me dispararon. Vio el lugar. Ella encontró la bala…».
Lord Fetting comenzó a reír. «Oh, esa muchacha», dijo, «esa muchacha. La muy pilla…». Brigstock miró de reojo, nerviosamente, a Lord Benditch; parecía como si quisiera hablar y no se atreviera. Lord Benditch dijo, «Lo que diga mi hija no sirve como prueba en esta casa». Frunció el ceño, mirando sus grandes manos, de peludos nudillos. D. dijo, «Debo despedirme, pues. Pero no he terminado. Les ruego que no se precipiten».
«Nunca nos precipitamos», dijo Lord Fetting.
D. hizo el largo camino de regreso a través de la fría habitación; era como el principio de una retirada, nadie podía decir si podría contraatacar antes de llegar el momento de las tapias del cementerio. L. esperaba en el vestíbulo; era una pequeña satisfacción pensar que había estado allí, casi deliberadamente distante, examinando a Nell Gwyn entre los querubines. No volvió la cabeza; era el gran señor al que las circunstancias obligaban a hacer el trabajo sucio. Se inclinó acercándose al lienzo y examinando el trasero del duque de St. Albans.
D. le dijo, «En su lugar andaría con cuidado. Por supuesto dispone usted de muchos agentes, pero dos pueden hacerle el mismo juego».
L. se volvió con aire triste, apartando su mirada de los querubines para dedicarla a un hombre que no sabía comportarse socialmente. Dijo, «Supongo que tomará el primer barco de vuelta, pero en su lugar yo no pasaría de Francia».
«No me voy a marchar de Inglaterra».
«¿Qué puede hacer aquí?».
D. estaba silencioso, no le venía ni una sola idea a la cabeza. Su silencio pareció desconcertar a L. Éste le dijo gravemente, «Le advierto que…». Eso quería decir que seguía siendo peligroso, por la razón que fuera. ¿Lo sería por la más sencilla? Le dijo, «Ha cometido usted errores. Aquella paliza —la señorita Cullen no corroborará que yo robara el automóvil. Y luego el disparo. Yo no encontré la bala. Fue la señorita Cullen. Voy a hacer una denuncia…». Sonó un timbre; el criado apareció con sospechosa rapidez y con demasiado silencio. «Lord Benditch le recibirá ahora, señor».
L. no le hizo el menor caso (lo que en sí ya era bastante significativo). Dijo, «Si me diera su palabra… no ocurrirían más cosas desagradables».
«Le doy a usted mi palabra que mis señas en los próximos días seguirán siendo las de Londres». Volvía a recuperar su confianza: la derrota no era definitiva. L. estaba intranquilo por algo. Parecía dispuesto a pactar; sabía algo que D. ignoraba. Luego sonó un timbre, el criado abrió la puerta de la calle y Rose entró en su casa como si fuera una extraña. Dijo, «Quería ver…» y luego vio a L., «Vaya reunión».
D. dijo, «Trataba de convencerle de que no robé su coche».
«Claro que no».
L. hizo una reverencia. Dijo, «No puedo hacer esperar a Lord Benditch». El criado abrió la puerta y L. fue engullido por la enorme habitación.
«Bueno», dijo la muchacha, «te recuerdo que hablaste de celebrarlo».
Se comportaba delante de él con una fingida jactancia. No debía de ser fácil: tu primer encuentro con un hombre después de decirle que estás enamorada de él; D. se preguntó si trataría de explicarse: «Qué cabeza tengo. ¿Estaba muy borracha?». Pero era de una honestidad completa. Le dijo, «¿Te has olvidado de lo de anoche?».
D. le dijo, «Lo recuerdo si tú lo recuerdas. Pero no hay nada que celebrar. Me han quitado mis documentos».
La muchacha preguntó rápidamente, «¿Te han hecho daño?».
«Lo hicieron de manera indolora. ¿Es nuevo el hombre que abre la puerta?».
«No lo sé».
«Seguramente…».
La muchacha dijo, «¿No creerás que vivo en este sitio, verdad?». Pero dejó el tema enseguida, «¿Qué les dijiste?».
«La verdad».
«¿Todo el melodrama?».
«Sí».
«Te lo advertí. ¿Cómo se lo tomó Furt?».
«¿Furt?».
«Forbes. Le llamo siempre Furt».
«No lo sé. El que más habló fue Brigstock».
«Furt es honrado», dijo ella, «a su manera». Apretó los labios como si pensara qué debía hacer. De nuevo sintió una inmensa piedad por ella, erguida y dura en casa de su padre, con un fondo de desamparo, detectives privados y desconfianza. Era muy joven: sería una niña cuando él se casó. Se producen cambios tan asombrosos en tan poco tiempo. La muchacha le dijo, «¿No hay nadie que pueda responder por ti en la Embajada?».
«Supongo que no. No nos fiamos de ellos, con la excepción, quizá, del Segundo Secretario».
La muchacha dijo, «Vale la pena intentarlo. Veré a Furt. No es ningún tonto». Llamó al timbre y dijo al sirviente, «Quiero ver al señor Forbes».
«Me temo, señora, que está en una reunión».
«No me importa. Dígale que quiero hablar con él con toda urgencia».
«Lord Benditch me ha dado órdenes…».
«¿Es que no sabe quién soy? Debe de ser nuevo. No tengo por qué conocer su cara pero es mejor que vaya conociendo la mía. Soy la hija de Lord Benditch».
«Lo siento mucho, señorita. Yo no sabía…».
«Vaya y dele el recado». La muchacha dijo, «Así que es nuevo…».
Al abrirse la puerta oyeron la voz de Fetting, que decía «No hay prisas. Es mejor reposar…». Ella dijo, «Si te ha robado los documentos…».
«Estoy seguro».
Se puso furiosa, «Le haré morir de hambre. No le querrán en una sola agencia de empleo de Inglaterra…». El señor Forbes salió. La muchacha le dijo, «Furt, quiero que hagas una cosa por mí». Cerró la puerta detrás suyo y dijo, «Haré cualquier cosa». Era como un potentado oriental en bombachos, dispuesto a prometer las más fantásticas riquezas. La muchacha dijo, «Esos estúpidos no le creen». Al mirarla los ojos de él estaban empañados: fueran cuales fueran los informes de los detectives era un hombre desesperadamente enamorado. Le dijo a D. «Perdóneme, pero es una historia increíble».
«Yo encontré la bala».
Separado de los otros, de pie, parecía más viejo y más judío: tanto por la forma de su vientre como por la forma de su cabeza. Replicó, «He dicho una historia increíble, pero no imposible». Muy atrás, en el pasado, estaba el desierto, el muerto mar salado, las montañas desoladas y la violencia en el camino de Jericó. Tenía una base de fe.
«¿Qué están haciendo ahí dentro?», preguntó Rose.
«No gran cosa. El viejo Fetting es un magnífico freno y Brigstock también». Le dijo a D., «No crea que es usted el único hombre del que Brigstock desconfía».
Rose dijo, «Si pudiéramos demostrarte que no estamos mintiendo…».
«¿Estamos?».
«Sí, estamos».
«Si pueden convencerme», dijo Forbes, «firmaré un contrato por todo lo que pueda suministrarles. No será todo lo que necesitan ustedes pero me seguirán otros». Les miró con ansiedad, como si temiera algo: tal vez aquel hombre vivía con el miedo perpetuo de ver unos titulares en la prensa que dijeran: «Se ha confirmado el matrimonio», o de escuchar un desagradable rumor, «¿Os habéis enterado que la hija de Benditch…?».
«¿Vendrás ahora con nosotros a la Embajada?», preguntó Rose.
«Pensé que nos había dicho…».
«No ha sido idea mía», dijo D., «no creo que sirva para nada. En mi país no se fían del embajador… Pero siempre hay una posibilidad».
Fueron lentamente en el automóvil, en silencio, a través de la niebla. En un momento dado Forbes dijo, «Me gustaría volver a abrir los pozos. Allí la vida de los hombres es mala de verdad».
«¿Por qué te preocupa eso, Forbes?».
La sonreí trabajosamente desde el otro lado del automóvil. «No me gusta que no me quieran». Sus ojos de pasa oscura miraron de nuevo hacia afuera, hacia el día amarillento, con un poco de la paciencia de Job que sirvió durante siete años… Después de todo, pensó, es posible que hasta Jacob guardara algunos consuelos en su tienda. ¿Se le puede criticar? Sintió casi envidia de Forbes: estar enamorado de una mujer viva es algo, aunque lo único que ella te dé sea miedo, dolor, celos. No era una emoción innoble.
En la puerta de la Embajada les dijo, «Pregunten por el Segundo Secretario… Hay una posibilidad».
Les pasaron a una sala de espera. Las paredes estaban cubiertas de fotos de la preguerra. D. dijo, «Este es el lugar donde yo nací». Una aldeíta que se borraba sobre el fondo de un paisaje montañoso. Dijo, «Ahora es de ellos». Se puso a dar paseos por la habitación, dejando así, de alguna forma, a Forbes a solas con Rose. Eran fotos de mala calidad, muy pintorescas, recargadas de efectos de nubes y de flores. Allí estaba la Universidad donde daba clases… vacía, cerrada, irreal. La puerta se abrió. Un hombre que parecía un agente de la funeraria, vestido con un chaqué negro y con cuello blanco alto, dijo, «¿El señor Forbes?».
D. dijo, «No se preocupe por mí. Pregunte lo que quiera». Había una librería: todos los libros parecían intactos en sus encuadernaciones pesadas y uniformes: el dramaturgo nacional, el poeta nacional… Se volvió de espaldas y simuló examinarlos.
El señor Forbes dijo, «He venido a hacer determinadas averiguaciones. En mi nombre y en el de Lord Benditch…».
«En todo lo que podamos servirles… nos sentiremos encantados».
«Ha estado con nosotros un caballero que afirma ser agente de su gobierno. En relación con la venta de carbón».
La rígida voz diplomática dijo, «No creo que dispongamos de ninguna información… Preguntaré al embajador, pero estoy absolutamente seguro…». Su voz se iba afirmando a medida que hablaba.
«Sin embargo quizá ustedes no estén informados», dijo el señor Forbes. «Se trata de un agente confidencial».
«Es muy poco probable».
Rose dijo con aspereza, «¿Es usted el segundo secretario?».
«No, señora, me temo que esté con permiso. Soy el primer secretario».
«¿Cuándo va a volver?».
«No va a volver».
Así que, probablemente, eso era el final. El señor Forbes dijo, «Sostiene que le han robado las credenciales».
«Bueno… Me temo… no sabemos nada… me parece… es de lo más improbable».
Rose dijo, «Este caballero no es un desconocido. Es un erudito… que trabaja en la Universidad…».
«En ese caso lo podremos saber fácilmente».
Qué luchadora es, pensó D. con admiración: sabe encontrar el punto exacto en cada ocasión.
«Es una autoridad en lenguas románicas. Editó el Manuscrito de Berna de la Canción de Roland. Su nombre es D.».
Hubo una pausa. Luego la voz dijo, «Me temo… que el nombre me es completamente desconocido».
«Bueno, a lo mejor lo es para usted, ¿no? Quizá es que no le interesan las lenguas románicas».
«Por supuesto», dijo con una risita llena de aplomo, «pero si pueden esperar un par de minutos buscaré su nombre en un libro de referencias».
D. se volvió, dando la espalda a las estanterías. Le dijo al señor Forbes, «Me temo que estamos malgastando su tiempo».
«Bah», dijo el señor Forbes. «No le doy valor a mi tiempo». No era capaz de apartar los ojos de la muchacha; seguía cada uno de sus movimientos con una sensualidad triste y cansada. Ella, de pie junto a la estantería, hojeando las obras del poeta y del dramaturgo nacionales. Tomó un libro de un estante bajo y comenzó a pasar las páginas. Se abrió la puerta de nuevo. Era el secretario.
Dijo, «Busqué ese nombre, señor Forbes. Esa persona no existe. Me temo que les han engañado».
Rose se volvió hacia él furiosamente. Dijo, «Está mintiendo, ¿no es eso?».
«¿Por qué iba a hacerlo? ¿Señorita… señorita?».
«Cullen».
«Mi querida señorita Cullen, durante una guerra civil proliferan esos supuestos personajes».
«Entonces ¿por qué está escrito aquí su nombre?». Rose tenía el libro abierto. Dijo, «No puedo leer lo que dice, pero aquí está… No puedo equivocarme con el nombre. Aquí está también la palabra Berna. Me parece que es un libro de referencias».
«Es muy extraño. ¿Puedo verlo? Quizá si usted no entiende nuestra lengua…».
D. dijo, «Pero yo sí, ¿puedo leerlo en voz alta? Da los datos de mi nombramiento como profesor en la universidad de Z. Se refiere a mi libro sobre el Manuscrito de Berna. Sí, está todo aquí».
«¿Es usted el interesado?».
«Sí».
«¿Puedo ver el libro?». D. se lo dio. Pensó, ¡Dios, lo ha conseguido! Forbes la miraba rebosante de admiración. El secretario dijo, «Ah, lo lamento. Fue su manera de pronunciar el nombre, señorita Cullen, la que hizo equivocarme. Por supuesto que conocemos a D. Es uno de nuestros eruditos más respetados…». Dejó que las palabras flotaran en el aire; era como una rendición completa, pero siguió mirando a la muchacha, no al hombre del que se hablaba. Había algo que no marchaba, indudablemente. «Ya está», dijo la muchacha a Forbes, «ya lo ves».
«Pero», prosiguió suavemente el secretario, «ya no vive. Los rebeldes lo fusilaron en la cárcel».
«No», dijo D., «eso no es cierto. Me canjearon. Aquí está mi pasaporte».
Se felicitó por no haberlo puesto en el mismo bolsillo que sus documentos. El secretario lo cogió. D. dijo, «¿Qué me dice usted ahora? ¿No me irá a decir que está falsificado?».
«Claro que no», dijo el secretario, «creo que es un pasaporte auténtico. Pero no es el suyo. No hay más que echar un vistazo a la fotografía». Se lo mostró a los otros dos: D. recordó el risueño rostro de un desconocido que había visto en la oficina de pasaportes de Dover. Por supuesto nadie le creería… Dijo desesperadamente, «La guerra y la prisión cambian a un hombre».
El señor Forbes dijo educadamente, «Por supuesto se parece mucho».
«Por supuesto» dijo el secretario, «no iba a escoger…».
La chica dijo llena de furia, «Es su cara. Conozco esa cara. Sólo tienen que mirar…», pero D. pudo leer la duda que comenzaba a insinuarse mientras trataba rabiosamente de convencerse a sí misma.
«Como lo consiguió», dijo el secretario, «es algo que no sé». Se volvió hacia D. y dijo, «Trataré de que sea usted debidamente castigado… Claro que lo haré». Bajó la voz respetuosamente, «Lo siento, señorita Cullen, pero era uno de nuestros mayores eruditos». Era muy convincente. Fue como cuando lo elogian a uno a sus espaldas. D. sintió un curioso placer: hasta cierto punto era halagador.
El señor Forbes dijo, «Es mejor que la policía investigue a fondo todo esto. Yo no puedo hacer más».
«Si me permiten voy a llamarles». Se sentó a la mesa y descolgó el teléfono.
D. dijo, «Para ser un hombre muerto he conseguido reunir bastantes acusaciones».
El secretario dijo, «¿Scotland Yard?». Comenzó a dar el nombre de la embajada.
«Primero fue el robo de su automóvil».
El secretario dijo, «El pasaporte tiene el sello de Dover: hace dos días. Sí, ése es el nombre».
«Luego el señor Brigstock quiso acusarme de que yo intentaba conseguir dinero mediante engaño, aún no sé por qué».
«Sí», dijo el secretario, «parece coincidir. Sí, lo tenemos aquí».
«Y ahora me van a acusar de tener un pasaporte falso». Añadió, «Para un profesor universitario es un historial bastante turbio».
«No bromees», dijo la muchacha. «Es una locura. Eres D. Sé que eres D. Si tú no eres honesto, este podrido mundo…».
El secretario dijo, «La policía ya estaba buscando a este sujeto. No intente escaparse. Tengo un revólver en el bolsillo. Quieren hacerle unas cuantas preguntas».
«No tan pocas», dijo D. «Un automóvil… una estafa… el pasaporte».
«Y la muerte de una muchacha», dijo el secretario.