(2)
Los primeros tranvías de la mañana rodaban en torno a los aseos públicos de Theobald’s Road, en dirección a Kingsway. Los camiones llegaban desde los condados del este, camino de Covent Garden. En una plaza grande y sin hojas de Bloomsbury un gato volvía a su casa desde un tejado ajeno. A D. la ciudad le pareció extraordinariamente desprotegida y curiosamente intacta; no había colas; él era el único signo de la guerra. Pasó con su infección a cuestas por delante de las tiendas cerradas, una tabaquería, una librería barata. Sabía a qué número debía ir pero cuando se llevó la mano al bolsillo para comprobarlo la agenda había desaparecido. Así que habían encontrado algo con lo que distraerse, pero lo único que había que pudiera tener importancia para ellos era su dirección; una receta leída en un periódico francés para aprovechar mejor el repollo; una cita encontrada en alguna parte de un poeta inglés de origen italiano, que reflejaba un estado de ánimo relacionado con sus propios muertos:
«… el latido
de tu corazón y de tu paso la sigue siempre,
Cuán apasionada e irremediablemente
en cuán tierno vuelo, cuántos modos y cuántos días».
Había una carta de una revista francesa sobre la Canción de Roland, refiriéndose a un antiguo artículo suyo. Se preguntó qué sentido le darían a la cita L. o su chófer. Quizá buscaran una clave: la credulidad y la desconfianza de los seres humanos era ilimitada.
Bueno, recordaba el número: 35. Se quedó un tanto sorprendido al ver que era un hotel, aunque no de buena reputación. La puerta de entrada abierta era un signo inequívoco de su carácter en cualquier ciudad de Europa. Echó un vistazo por sus alrededores: recordaba vagamente el distrito. Lo relacionaba con un aura sentimental a los días del Museo Británico, días de erudición, de paz y de galanteo. Al final la calle desembocaba en una plaza grande: árboles ennegrecidos por las heladas; las grotescas cúpulas de un hotel barato; un anuncio de baños rusos. Entró y llamó en la puerta interior acristalada. En alguna parte un reloj dio las seis.
Le miró un rostro demacrado y ojeroso: una niña de unos catorce años.
Dijo, «Me parece que hay una habitación reservada a mi nombre. Me llamo D.».
«Ah», dijo la niña, «le esperábamos anoche». Se peleaba con los lazos de su delantal; el sueño todavía blanqueaba el rabillo de sus ojos; imaginó el sonido del despertador en sus oídos. Le dijo cortésmente, «Deme la llave y yo subiré». La niña le miró a la cara con consternación. Le dijo, «Tuve un pequeño accidente, con un automóvil».
La niña le indicó, «Es la número veintisiete. Arriba. Se la enseñaré».
«No se moleste».
«Oh, no es molestia. Los que molestan de verdad son los que alquilan por horas. Entrando y saliendo tres veces en una noche». Tenía toda la inocencia de una vida pasada desde el nacimiento junto al pecado. En los dos primeros tramos de la escalera había una alfombra: después simplemente los peldaños de madera. Se abrió una puerta y un indio, vestido con una bata de colores chillones, se asomó mirando con ojos pesados y nostálgicos. Su guía caminaba trabajosamente delante de él; tenía un agujero en el tacón, que se doblaba hacia fuera del zapato gastado. Si hubiera sido mayor habría sido desaliñada, pero a su edad sólo era triste.
Le preguntó, «¿Han dejado algún recado para mí?».
La niña dijo, «Un hombre le llamó anoche. Dejó una nota». Abrió una puerta. «La encontrará en el lavabo».
La habitación era pequeña: una cama de hierro, una mesa cubierta por un mantel con flecos, una silla de mimbre, una colcha azul de algodón con dibujos, limpia, gastada y fina como una tela de araña. «¿Quiere agua caliente?», preguntó la niña con voz triste.
«No, no, no se preocupe».
«¿Y qué quiere para el desayuno? La mayor parte de los huéspedes quieren arenques o huevos cocidos».
«Esta mañana no quiero nada. Dormiré un poco».
«¿Quiere que le llame más tarde?».
«Oh, no», dijo él. «Hay demasiados escalones. Estoy acostumbrado a despertarme yo solo. No se preocupe».
La niña dijo apasionadamente, «Es tan bonito trabajar para un caballero… Aquí todos alquilan por "un rato” —ya sabe lo que quiero decir— o son indios». Le miró con un principio de devoción; tenía una edad en que se la podía ganar para siempre con una palabra. «¿No tiene maletas?».
«No».
«Tiene suerte de que le hayan recomendado. No alquilamos habitaciones a personas sin equipaje, si vienen solas».
Dos cartas le esperaban, apoyadas en el vasito del lavabo. La primera que abrió contenía una hoja de papel con el membrete Centro de Idiomas Entrenationo: era un mensaje escrito a máquina: «Nuestro precio por un curso de treinta lecciones en Entrenationo es de seis guineas. Hemos preparado una lección de muestra para usted mañana a las 8,45 (16 de los corrientes) y nos agradaría mucho que se animara a matricularse por un curso completo. Si por algún motivo no le resulta conveniente la hora de la cita llámenos por teléfono y la cambiaremos según sus deseos». La otra era del secretario de Lord Benditch confirmando la cita.
Dijo, «Enseguida me iré. Únicamente daré una cabezada».
«¿Quiere una bolsa de agua caliente?».
«No, no, ya me arreglaré».
Vaciló ansiosamente junto a la puerta. «Hay un calentador de gas que funciona con peniques. ¿Sabe cómo va?». Qué poco había cambiado Londres. Recordó el medidor con su tic-tac, su avidez de monedas y su regulador incomprensible: durante una larga tarde que pasaron juntos él vació su bolsillo y ella su monedero, de peniques, hasta que no les quedó nada, llegó la noche fría y ella se fue hasta la mañana siguiente. De pronto supo que afuera todavía le acechaban dos años de dolorosos recuerdos. «Sí, sí», dijo rápidamente, «lo sé. Gracias». Ella absorbió su agradecimiento con pasión: era un caballero. La manera tan suave con que cerró la puerta parecía señalar que, de cualquier manera, a sus ojos una golondrina sí hacía verano.
D. se quitó los zapatos y se echó en la cama sin esperar a limpiarse la sangre de la cara. Dijo a su subconsciente, como si fuera un leal servidor con el que bastaba una palabra, que debía despertarse a las ocho y cuarto, y casi inmediatamente se quedó dormido. Soñó que un anciano de elegantes modales caminaba a su lado a lo largo de la orilla de un río; le preguntaba sus opiniones acerca de la Canción de Roland, discutiéndoselas, a veces con gran deferencia.
Al otro lado del río se agrupaban unos edificios altos, fríos y hermosos, parecidos a las fotografías que había visto de Rockefeller Plaza en Nueva York, y tocaba una banda. Se despertó exactamente a las ocho y cuarto por su reloj.
Se levantó y se limpió la sangre de la boca; las dos muelas perdidas eran las de atrás. Pensó con tristeza que había sido una suerte, porque la vida parecía decidida a que se pareciera cada vez menos a la fotografía de su pasaporte. No estaba tan magullado y lleno de golpes como había imaginado. Bajó los escalones. En el vestíbulo había un olor a pescado, que procedía del comedor, y la pequeña sirvienta chocó con él, a ciegas, llevando dos huevos cocidos. «Oh», dijo, «lo siento». Algo instintivo le hizo detenerla. «¿Cómo te llamas?».
«Else».
«Escucha, Else. He cerrado la puerta de mi habitación. Quiero que vigiles para que nadie entre mientras esté fuera».
«Nadie lo hará».
Puso suavemente la mano en su hombro. «Podría intentarlo alguien. Quédate con la llave, Else. Confío en ti».
«Vigilaré. No dejaré que pase nadie», prometió en voz baja mientras los huevos rodaban por el plato.
El Centro de Idiomas Entrenationo estaba en el tercer piso de un edificio de la parte sur de Oxford Street: sobre una tienda de bisutería, una compañía de seguros y las oficinas de una revista titulada Salud Mental. Subió en un viejo ascensor traqueteando: no sabía lo que podía encontrar arriba. Empujó una puerta que ponía «Información» y se encontró en una amplia habitación llena de corrientes, con varios sillones, dos ficheros y un mostrador tras el que estaba sentada una mujer de mediana edad haciendo calceta. Dijo, «Me llamo D. y he venido para una lección de muestra».
«Encantada», dijo la mujer y le sonrió alegremente. Tenía un marchito rostro de idealista, el pelo mal cortado y vestía un jersey azul de lana con borlas de color escarlata. Le dijo, «Espero que pronto sea para nosotros un viejo amigo» y llamó con una campanilla. Vaya país, pensó con admiración irónica y desganada. Ella dijo, «El doctor Bellows siempre quiere hablar un poco con los nuevos clientes». ¿Quién sería ese doctor Bellows al que tenía que ver? Detrás del mostrador una puertecilla conducía a una oficina privada. «¿Quiere pasar por aquí?», dijo la mujer levantando el mostrador.
No, no creía que el doctor Bellows fuera su hombre. El doctor Bellows, que estaba de pie en una minúscula habitación, toda cuero, barniz de color nogal y olor a tinta seca, le tomó las dos manos. Tenía un suave pelo blanco y un aspecto de tímida esperanza. Dijo algo que sonaba como «Me tray joyass». Sus gestos y su voz eran más grandilocuentes que su rostro, que parecía encogido por innumerables desaires. Dijo, «Las primeras palabras del idioma Entrenationo deben ser siempre de bienvenida».
«Es usted muy amable», dijo D. El doctor Bellows cerró la puerta. Dijo, «He dispuesto que su lección —espero que pronto podamos hablar de 'lecciones”— le sea dada por un compatriota. Éste es, cuando es posible, nuestro sistema. Inspira simpatía y se va entrando poco a poco en el orden del mundo nuevo. Se dará cuenta de que el señor K. es un profesor muy capaz».
«Estoy seguro de ello».
«Pero lo primero», dijo el doctor Bellows, «que me gusta explicar siempre son nuestros ideales». Seguía reteniendo la mano de D. y lo llevó gentilmente hasta un sillón de cuero. Dijo, «Siempre espero que cada nuevo cliente llegue a nosotros por amor».
«¿Por amor?».
«Amor a todo el mundo. Un deseo de llegar a intercambiar ideas con todos. Esos odios», dijo el doctor Bellows, «esas guerras que salen en los periódicos están motivadas por las incomprensiones. Si todos habláramos en el mismo idioma…». Súbitamente lanzó un suspiro de desconsuelo, que no tenía nada de histriónico. Dijo, «Mi sueño siempre ha sido ayudar». Aquel hombre imprudente e infortunado había intentado dar vida a su sueño y le había salido mal: allí estaban los silloncitos de cuero, la sala de espera llena de corrientes y la mujer del jersey, haciendo calceta. Había soñado con la paz universal y tenía dos pisos en el sur de Oxford Street. Tenía algo de santo, pero los santos triunfan.
D. dijo, «Me parece una labor muy noble».
«Quiero que los que aquí vengan comprueben que no se trata de una relación mercantil. Quiero que se sientan todos ustedes como mis compañeros de trabajo».
«Desde luego».
«Ya sé que todavía no hemos llegado muy lejos… Pero hemos conseguido más de lo que usted piensa. Hemos tenido italianos, alemanes, un siamés, un compatriota suyo, ingleses también. Pero, por supuesto, son los ingleses los que más nos ayudan. No puedo, ay, decir lo mismo de Francia».
«Es cuestión de tiempo», dijo D. Sentía lástima por el viejo.
«Llevo treinta años con esto. Por supuesto la guerra fue un gran golpe para nosotros». Repentinamente se sentó muy derecho y dijo, «Pero en este mes la respuesta ha sido admirable. Hemos dado cinco lecciones de muestra. Es usted el sexto. No quiero que tenga que esperar más tiempo el señor K.». Un reloj dio las nueve en la sala de espera. «La hora sonas», dijo el doctor Bellows con una sonrisa asustada y le dio la mano. «Eso quiere decir que ha sonado el reloj». Retuvo la mano de D. como si pensara que había en él más simpatía de la que solía encontrar. «Me gusta dar la bienvenida a un hombre inteligente… se puede hacer mucho bien». Añadió, «¿Podré tener otra interesante conversación con usted?».
«Sí, Estoy seguro».
El doctor Bellows lo retuvo un poco más en el umbral. «Tal vez debí advertírselo. Enseñamos con el método directo. Confiamos, por su honor, en que no hable más que entrenationo». Se volvió a encerrar en la habitacioncilla. La mujer del jersey le dijo, «Qué hombre más interesante es el doctor Bellows, ¿verdad?».
«Tiene grandes esperanzas».
«Hay que tenerlas, ¿no cree?». Salió de detrás del mostrador y le llevó hasta el ascensor. «Las aulas están en la cuarta planta. No tiene más que tocar el timbre. El señor K. le está esperando». Subió en el traqueteante ascensor. Se preguntaba cómo sería el señor K: si procedía del mismo mundo asolado de donde él venía desentonaría con el lugar.
Pero entonaba: con el edificio, si no con el idealismo. Un poco raído y con manchas de tinta, era como cualquier otro profesor de idiomas mal pagado en una escuela comercial. Llevaba lentes con montura de acero y ahorraba cuchillas de afeitar. Abrió la puerta del ascensor y dijo, «Bona matina».
«Bona matina», respondió D., y el señor K. le condujo por un corredor de pinotea barnizado de color nogal: había una habitación grande, del tamaño de la sala de espera de abajo, dividida en cuatro. No pudo evitar pensar si no estaría perdiendo el tiempo —alguien podía haberse equivocado—, pero se preguntó quién podría tener su nombre y dirección. ¿O habría preparado todo aquello L. para tenerlo fuera del hotel mientras registraba su habitación? Pero eso era también imposible. L. no podía saber su dirección antes de apoderarse de su agenda.
El señor K. le llevó a un pequeño cubículo cuya calefacción consistía en un radiador que estaba sólo tibio. Dobles ventanas cerraban el paso al aire y al ruido del tráfico allá abajo, en Oxford Street. De una pared colgaba una lámina sencilla e infantil entre dos cilindros: una familia que comía sentada frente a lo que parecía ser un chalé suizo. El padre tenía una escopeta, había una señora con sombrilla; se veían montañas, un bosque, una cascada: la mesa estaba repleta de una curiosa mezcla de comidas, manzanas, repollo crudo, un pollo, peras, naranjas, patatas, un pedazo de carne. Un niño jugaba con un aro y un bebé en un cochecito tomaba el biberón. En la otra pared había una esfera de reloj con manecillas movibles. El señor K. dijo, «Tablo» y golpeó la mesa. Se sentó ostentosamente en una de las sillas y dijo, «Essehgo». D. lo iba repitiendo. El señor K. añadió, «El timo es…», señaló el reloj, «neuvo». Comenzó a sacar cajitas de su bolsillo. Dijo, «Attentio».
D. dijo, «Lo siento. Creo que hay una equivocación…».
El señor K. apiló las cajitas una sobre otra, contando mientras lo hacía, «Una, da, trea, Kwara, vif». Añadió en voz baja, «El reglamento nos prohíbe hablar otra cosa que no sea entrenationo. Me ponen una multa de un chelín si me pillan. Así que haga el favor de hablar en voz baja cuando no hable en entrenationo».
«Alguien dispuso que tomara una lección…».
«Está bien. Recibí instrucciones». Añadió, «¿Qué son la?», señalando las cajas y respondiendo a su propia pregunta, «La son castes». Bajó de nuevo la voz y preguntó, «¿Qué hizo usted anoche?».
«Naturalmente quiero ver su autorización».
El señor K. sacó una tarjeta de su bolsillo y la dejó enfrente de D. Dijo, «Su barco llegó con sólo dos horas de retraso y pese a ello usted no estaba anoche en Londres».
«Primero perdí mi tren —hubo retrasos en el control de pasaportes—, luego una mujer se ofreció a traerme; reventó un neumático y tuve que quedarme en un parador. L. estaba allí».
«¿Le habló a usted?».
«Me envió una nota ofreciéndome dos mil libras».
Una extraña expresión apareció en los ojos del hombrecillo: algo así como envidia o como hambre. Preguntó, «¿Qué hizo usted?».
«Nada, por supuesto».
El señor K. cogió sus viejas gafas con montura de acero y limpió los cristales. Preguntó, «¿Estaba la chica relacionada con L.?».
«Me parece poco probable».
«¿Qué más ocurrió?». Súbitamente dijo, señalando la lámina, «La es un famil. Un famil gentilbono». Se abrió la puerta y apareció el doctor Bellows que dijo, «Excellente», sonriendo cortésmente y cerrando de nuevo la puerta. El señor K. dijo, «Sigamos».
«Cogí su coche. La chica estaba borracha y no podía seguir. El gerente del parador —un tal capitán Currie— me siguió en su automóvil. El chófer de L. me pegó una paliza. Olvidé decirle que intentó robarme en los servicios, el chófer, quiero decir. Buscaron en mi chaqueta, pero desde luego no encontraron nada. Tuve que echar a andar. Tardé mucho tiempo en encontrar a alguien que me trajera».
«¿El capitán Currie es…?».
«Ah, no. Me parece que no es más que un tonto».
«Es una historia muy rara».
D. se permitió una sonrisa. «Cuando ocurrió me pareció completamente natural. Si no me cree míreme la cara. Ayer no la tenía tan estropeada».
El hombrecillo dijo, «Ofrecer tanto dinero… ¿No le dijo por qué?».
«No». De pronto a D. se le ocurrió que el hombre no sabía a qué había venido a Londres: era muy propio de la gente de su país enviarle en una misión confidencial y hacer que le vigilaran unas personas en las que no confiaban lo suficiente como para revelarles el objeto de su misión. La desconfianza provocada por la guerra civil había llegado a extremos fantásticos: producía complicaciones increíbles; ¿quién podía asegurar que a veces no desencadenara problemas más graves que la confianza? Hay que ser un hombre fuerte para soportar la desconfianza: los débiles cumplen con el papel que les ha tocado. A D. le pareció que el señor K. era un hombre débil: Le preguntó, «¿Le pagan mucho aquí?».
«Dos chelines por hora».
«No es gran cosa».
El señor K. dijo, «Por fortuna no tengo que vivir de esto». Pero a juzgar por su traje, sus ojos cansados y huidizos no parecía que tuviera muchos más ingresos. Mirando sus dedos —con las uñas roídas hasta la carne viva— preguntó, «Espero que tenga usted todo preparado, ¿no?». Una de sus uñas no mereció su aprobación; comenzó a roerla para igualarla con el resto. «Sí. Todo».
«¿Están en la ciudad todas las personas que quería ver?».
«Sí».
Estaba tanteando, por supuesto, en busca de información, pero sus intentos eran patéticamente ineficaces. Probablemente ellos tenían razón en no confiar en K. con el salario que le pagaban.
«Debo enviar un informe», dijo el señor K. «Les diré que ha llegado usted a salvo, que su retraso parece que se debió…». Resultaba ignominioso que un tipo como el señor K. controlara tus movimientos. «¿Cuándo habrá terminado?».
«A lo sumo dentro de unos pocos días».
«Tengo entendido que tiene que marcharse de Londres el lunes por la noche, lo más tarde».
«Sí».
«Si algo le retrasa debe comunicármelo. Si no hay novedad debe irse como máximo en el tren de las once y media».
«Eso me dijeron».
«Bueno», dijo el señor K. fatigadamente, «no puede marcharse de aquí antes de las diez. Será mejor que sigamos con la lección». Estaba de pie al lado de la lámina de la pared, como una figurilla demacrada y desnutrida: ¿qué les habría movido a escogerle? ¿Escondería en algún sitio, bajo su disfraz, una ardiente pasión por su partido? Dijo, «Un famil tray gentilbono» y señalando el pedazo de carne, «Vici el carnor». El tiempo fue pasando lentamente. Una vez D. pensó que había oído pasar al doctor Bellows por el pasillo con sus zapatos de suela de goma. No es que hubiera mucha confianza, ni siquiera en el centro del internacionalismo.
En la sala de espera concertó otra cita para el lunes y se matriculó por un curso. La señora mayor dijo, «¿No lo ha encontrado un poquitín duro?».
«Me parece que he hecho algunos progresos», dijo D.
«Qué bien. ¿Sabe?, para estudiantes avanzados el doctos Bellows prepara pequeñas reuniones sociales. Muy interesantes. Las tardes de los sábados a las ocho. Sirven para conocer gente de todos los países —españoles, alemanes, siameses— e intercambiar ideas. El doctor Bellows no las cobra; sólo hay que pagar el café y las pastas».
«Estoy seguro de que las pastas serán excelentes», dijo D. haciendo una educada reverencia.
Salió a Oxford Street: ahora no tenía ninguna prisa: no tenía nada que hacer hasta que fuera a ver a Lord Benditch. Se paseó disfrutando de un sentimiento de irrealidad: los escaparates de las tiendas llenos de mercancías, ni una casa en ruinas, mujeres que iban a Buzzard’s a tomar café. Era como en sus sueños de paz. Se detuvo ante una librería y se quedó mirando —la gente tenía tiempo para leer libros— libros nuevos. Había uno que se titulaba Una dama de honor en la Corte del Rey Eduardo, con una fotografía en la cubierta de una señora rechoncha con un vestido de seda blanca, adornado de plumas de avestruz. Era increíble. Y había otro, Días de Safari, donde se veía a un hombre tocado con un casco de explorador junto a una leona muerta. Vaya país, pensó de nuevo con afecto. Siguió. Se fijó en lo bien vestida que iba la gente. Brillaba un pálido sol invernal y los autobuses de color escarlata estaban parados a lo largo de Oxford Street: había un atasco de tráfico. Pensó, vaya blanco para los aviones enemigos. Siempre llegaban sobre esa hora. Pero el cielo estaba vacío, o casi vacío. Una avioneta parpadeaba reluciente, girando y haciendo picadas en el cielo pálido y despejado, dibujando un anuncio con nubecillas de humo: «Entre en calor con Ovo». Llegó hasta Bloomsbury y se le ocurrió que había pasado una mañana muy tranquila. Era casi como si su infección hubiera quedado neutralizada en aquella ciudad pacífica y atareada. En la gran plaza sin árboles había dos indios que comparaban apuntes de clase bajo el anuncio de baños rusos. Entró en su hotel. Una mujer que supuso sería la encargada estaba en el vestíbulo: era regordeta, morena, con manchas en torno a la boca. Le lanzó una penetrante mirada comercial y llamó, «¡Else! ¡Else! ¿Dónde estás, Else?», con aspereza.
«No importa», dijo él, «la encontraré al subir».
«La llave debería estar en su gancho», dijo la mujer.
«No se preocupe».
Else estaba barriendo el pasillo junto a la habitación. Dijo, «No ha entrado nadie».
«Gracias. Eres una buena guardiana».
Pero tan pronto como estuvo dentro se dio cuenta de que no le había dicho la verdad. Había colocado su maletín en una relación geométrica con respecto a los otros puntos de la habitación, así que estaba seguro. Lo habían movido. Quizá había sido Else al quitar el polvo. Abrió la cremallera del maletín: no contenía papeles de importancia pero habían alterado su orden. La llamó suavemente, «¡Else!». Al mirarla, pequeña y huesuda, con aquella expresión de fidelidad que llevaba con tanta torpeza como su delantal, se preguntó si habría alguien en el mundo a quien no se pudiera sobornar. A lo mejor hasta él mismo podría ser sobornado: pero ¿con qué? Le dijo, «Aquí ha estado alguien».
«Sólo yo y…».
«¿Y quién?».
«La encargada, señor. No creí que le importase que ella entrara aquí». Sintió un alivio sorprendente al darse cuenta de que, después de todo, había posibilidad de encontrar honradez en alguna parte. Le dijo, «No pudiste impedirle que entrara, ¿no?».
«Hice lo que pude. Ella me dijo que lo que pasaba es que yo no quería que entrara para que no viera el desorden. Le dije que usted no quería que entrara nadie. Me dijo, "Dame la llave". Le dije, "El señor D. me la confió y no se la dejaré a nadie". Luego ella me la quitó. Yo no quería que entrara. Pero luego pensé que no había hecho nada malo. No sé como se ha dado cuenta». Añadió, «Lo siento. No debí dejarla entrar». Había estado llorando.
«¿Se enfadó contigo?», preguntó suavemente.
«Me ha despedido». Añadió precipitadamente, «No me importa. Esto es una esclavitud, aunque sacas algo. Hay formas de ganar más. No voy a quedarme de criada toda la vida».
Pensó: después de todo sigo llevando la infección. He llegado a este lugar destrozando Dios sabe qué vidas. Le dijo, «Hablaré con la encargada».
«No, no quiero quedarme aquí después de eso. Ella» —la confesión le salió como si fuera un crimen— «me dio una bofetada».
«¿Qué vas a hacer?».
Su inocencia y su conocimiento del mundo le horrorizaron. «Bueno, hay una chica que antes venía por aquí. Ahora tiene un piso. Siempre me decía que por qué no me iba con ella para ser su criada. Claro que no tendría nada que ver con los hombres. Sólo tendría que abrir la puerta».
D. exclamó, «No. No». Era como si hubiera tenido una visión fugaz de la culpa que a todos nos alcanza sin saberlo. Ninguno de nosotros sabe cuánta inocencia ha traicionado. Él sería responsable… Le dijo, «Espera hasta que haya hablado con la encargada».
La muchacha dijo con una punta de amargura, «No es muy diferente de lo que hago aquí». Prosiguió, «No sería como si fuera una criada. Clara y yo nos iríamos al cine todas las tardes. Dice que lo que quiere es compañía. Lo único que tiene es un pekinés. Los hombres no cuentan».
«Espera un momento. Estoy seguro de que podré ayudarte de alguna forma». No tenía ni la menor idea, al menos que la hija de Lord Benditch… pero era improbable después del episodio del automóvil.
«No tengo por qué irme hasta dentro de una semana». Era asombrosamente joven para tener un conocimiento teórico tan completo del vicio. Le dijo, «Clara tiene un teléfono dentro de una muñeca. Vestida como una bailarina española. Y me ha dicho que siempre le da los bombones a la criada».
«Clara», dijo D., «puede esperar». Le parecía tener una visión completa de aquella joven; era probable que tuviera un buen corazón, pero eso también lo tenía la hija de Benditch. Le dió un bollo en el andén: entonces le había parecido un gesto casi asombroso de imprudente generosidad. Una voz dijo desde fuera, «¿Qué estás haciendo, Else?». Era la encargada.
«La he llamado», dijo D., «para preguntarle quién ha estado aquí».
No había tenido aún tiempo de absorber la información que le había dado la niña: ¿sería la encargada otra de las, por así llamarlo, colaboradoras, que como K. estaban ansiosas por comprobar si seguía el sendero estrecho y virtuoso, o habría sido sobornada por L.? En este caso, ¿por qué le había enviado a este hotel la gente de allá? Le reservaron la habitación; lo dispusieron todo para él de modo que nunca se perdiera el contacto. Pero, desde luego, lo podía haber dispuesto alguien que pasaba información a L. Los círculos de aquel infierno no tenían fin.
«No ha estado nadie aquí», dijo la encargada, «salvo Else y yo».
«Le dije a Else que no dejara entrar a nadie».
«Usted debería haber hablado conmigo». Tenía un rostro cuadrado y poderoso, estropeado por la mala salud. «Además no entraría nadie en su habitación como no fuera por razones de trabajo».
«Parece que alguien tiene interés en mis papeles».
«¿Los tocaste tú, Else?».
«Claro que no».
Volvió hacia él su rostro lleno de manchas, cuadrado y grande, en actitud desafiante: una vieja bruja capaz de habérselas con cualquiera. «Ya ve usted, tiene que haberse equivocado, si cree a esta muchacha».
«La creo a ella».
«Entonces no hay más que hablar y aquí no ha pasado nada». Él no dijo nada. No valía la pena: era o de los suyos o del bando de L. No importaba de cuál porque no había encontrado nada de interés y él no podía moverse del hotel: tenía sus instrucciones. «Y ahora permítame comunicarle lo que vine a decirle cuando subí: hay una señora al teléfono que quiere hablar con usted. En el vestíbulo».
D. dijo con sorpresa, «¿Una señora?».
«Eso he dicho».
«¿No le ha dicho su nombre?».
«No». Vio que Else le miraba con ansiedad; pensó: Dios mío, que no haya más complicaciones, ¿un amor de adolescente? Le tocó la manga al salir por la puerta y le dijo, «Confía en mí». Catorce años es una edad terrible para saber ya tanto y estar tan indefensa. Si ésa era la civilización —las calles abarrotadas de gente próspera, las mujeres aglomerándose para tomar café en Buzzard’s, la dama de honor de la corte del Rey Eduardo y la niña hundiéndose y ahogándose— prefería la barbarie, las calles bombardeadas y las colas para la comida: allí lo peor que podía esperar una niña era la muerte. Bueno, era por la clase a que ella pertenecía por quién luchaba: para impedir que a su patria volviera ese tipo de civilización. Tomó el auricular. «Diga, ¿quién es?».
Una voz impaciente respondió, «Soy Rose Cullen». ¿Qué diablos significaba aquello?, pensó. ¿Intentarán, como en las malas novelas, atraerme por medio de una chica? «¿Sí?», dijo. «¿Llegó usted bien a casa anoche, a Gwyn Cottage?». Tan sólo había una persona que le hubiera podido dar su dirección y esa persona era L.
«Por supuesto que volví a casa. Escuche».
«Lamento haber tenido que dejarla en tan dudosa compañía».
«Oh», dijo ella. «No sea tonto. ¿Es usted un ladrón?».
«Empecé a robar coches antes de que usted naciera».
«Pero tiene una cita con mi padre».
«¿Se lo ha dicho él?».
Se oyó una exclamación de impaciencia al otro lado del hilo. «¿Cree que mi padre y yo nos hablamos? Estaba escrito en su agenda. Se le cayó».
«¿Y también esta dirección?».
«Sí».
«Me gustaría recuperarla. La agenda, quiero decir. Está sentimentalmente relacionada con mis otros robos».
«Oh, por el amor de Dios», dijo la voz, «si se dejara de…».
Se quedó mirando sombríamente a través del pequeño vestíbulo del hotel: una aspidistra en su soporte, un paragüero en forma de envuelta de granada. Pensó que podrían hacer una industria de aquello con la cantidad de granadas que tenían en su país. Envueltas de granada vacías para la exportación. En Navidades regale un elegante paragüero de las ciudades devastadas. «¿Se ha dormido?», preguntó la voz.
«No, es que estoy esperando que me diga lo que quiere. Es, ya ve, un poco embarazoso. Nuestro último encuentro fue un tanto extraño».
«Quiero hablar con usted».
«¿Y bien?». Le gustaría poder saber con certeza si era o no una chica de L.
«No por teléfono. ¿Puede cenar conmigo esta noche?».
«No dispongo de la ropa adecuada». Era extraño, la voz de la chica sonaba extraordinariamente tensa. Si era una chica de L. debían de estar muy nerviosos: el tiempo apremiaba. Su cita con Benditch era al día siguiente al mediodía.
«Iremos donde quiera».
No le parecía que en la cita pudiera haber peligro alguno, siempre y cuando no llevara encima las credenciales, ni siquiera en los calcetines. Por otro lado podían volver a registrar su habitación: realmente era un problema. Dijo, «¿Dónde quedamos?».
La chica respondió rápidamente. «Frente a la estación de Russell Square, a las siete».
Parecía un lugar bastante seguro. D. dijo, «¿No conoce a alguien que quiera una buena criada? ¿Usted o su padre, por ejemplo?».
«¿Está loco?».
«No se preocupe. Ya hablaremos de eso esta noche. Adiós».
Subió lentamente las escaleras. No quería correr ningún riesgo; tenía que esconder las credenciales. Sólo tenía que aguantar las veinticuatro horas y después sería un hombre libre: volvería a su país bombardeado y hambriento. Lo más seguro es que no fueran a lanzarle una amante a los brazos, la gente no hace esas cosas más que en los melodramas. En los melodramas los agentes secretos nunca están cansados, ni se sienten indiferentes, ni continúan enamorados de una mujer muerta. Pero quizá L. se dedicaba a leer melodramas, después de todo representaba a la aristocracia —las marquesas, los generales y los obispos— que vivían en un mundo curioso y lleno de formalismos de su propia invención, recompensándose mutuamente con medallas: como peces en una pecera, siempre mirando a través del cristal y confinados en su elemento particular por sus necesidades fisiológicas. Sus ideas sobre el otro mundo —el de los profesionales y los trabajadores manuales— procederían en parte de los melodramas. Es un error subestimar la ignorancia de la clase dominante. María Antonieta dijo una vez de los pobres, «¿Es que no pueden comer bizcochos?».
La encargada se había marchado. Quizá había una extensión y escuchó la conversación desde otro teléfono. La niña seguía limpiando el pasillo con furiosa concentración. Se la quedó mirando un momento. A veces hay que arriesgarse. Le dijo, «¿Puedes venir un momento a mi habitación?». Cerró la puerta tras ellos. Le dijo, «Te hablaré en voz baja porque la encargada no debe escucharnos». De nuevo se sintió azorado por aquella mirada de devoción: ¿qué había hecho para merecerla?, un extranjero de mediana edad con un rostro que hacía bien poco que limpiara de sangre, con cicatrices… Le había dirigido media docena de palabras amables: ¿eran tan raras en su ambiente que evocaban automáticamente… esto? Le dijo, «Quiero que hagas algo por mí».
«Haré cualquier cosa», dijo la niña. También siente afecto por Clara, pensó. Qué clase de vida es ésta cuando una niña tiene que repartir su cariño entre un viejo extranjero y una prostituta, a falta de algo mejor.
«No debe saberlo nadie en absoluto», le dijo. «Tengo ciertos documentos que buscan unas personas. Quiero que me los guardes hasta mañana».
Ella le preguntó, «¿Es un espía?».
«No. No».
«No me importaría», dijo, «lo que usted fuera». D. se sentó en la cama y se quitó los zapatos: ella le miraba fascinada. La niña dijo, «Esa señora del teléfono…».
La miró con un calcetín en la mano y los documentos en la otra. «No debe saberlo. Únicamente tú y yo». Su rostro resplandecía; parecía como si le hubiera dado una joya; dejó enseguida de pensar en darle dinero. Después, quizá, cuando se fuera le dejaría un regalo que pudiera convertir en dinero si lo deseaba, pero no un pago brutal y degradante. «¿Dónde los vas a guardar?», le preguntó.
«En el mismo sitio que usted».
«Y nadie debe saberlo».
«Se lo juro».
«Lo mejor será que lo hagas ahora. De una vez». Se volvió de espaldas y miró por la ventana. El anuncio del hotel, con grandes letras doradas, pendía justamente debajo: cuarenta pies más abajo estaba la acera helada y un carro de carbón que pasaba lentamente. «Y ahora», le dijo, «me iré a dormir otra vez». Tenía mucho sueño atrasado.
«¿No quiere almorzar algo?», le preguntó la niña. «Lo de hoy no está mal. Hay guisado irlandés y pudin de melaza. Le calentará. Le serviré mucho cuando ella esté de espaldas».
«Todavía no estoy acostumbrado a hacer comidas fuertes», dijo D. «En el país de donde vengo estamos perdiendo la costumbre de comer».
«Pero hay que comer».
«Bueno», dijo, «hemos encontrado una manera más barata. Nos dedicamos a mirar las fotografías de comida en las revistas».
«Vamos», dijo ella. «No lo creo. Tiene que comer. Si es por dinero…».
«No», dijo él, «no es por dinero. Te prometo que esta noche comeré bien. Pero ahora quiero dormir».
«Esta vez no entrará nadie, nadie», dijo ella. La oyó moviéndose como un centinela en el pasillo: plaf, plaf, plaf; probablemente hacía como que estaba quitando el polvo. Volvió a tumbarse en la cama, vestido. Esta vez no tuvo que decirle a su subconsciente que le despertara. Nunca dormía más de seis horas de una vez. Era el intervalo más largo entre ataques aéreos. Pero esta vez no pudo dormirse, hasta entonces no había dejado nunca en manos ajenas los documentos. Le habían acompañado a través de Europa, en el tren a París, a Calais, a Dover: incluso mientras le apaleaban estaban allí, bajo su talón, como un salvoconducto. Se sentía incómodo sin ellos. Constituían su autoridad y ahora no era nadie, sólo un extranjero indeseable, tumbado en la andrajosa cama de un hotel de mala fama. La chiquilla podía jactarse de la confianza que él le tenía, pero confiaba en ella más que en cualquier otra persona. Era una chiquilla simple: suponte que se cambia de medias y deja sus documentos en cualquier sitio, olvidados…, pensó sombríamente, nunca hubiera hecho nada semejante. En cierto sentido el destino de lo que quedaba de su país estaba en las medias de una chiquilla mal pagada. Se había demostrado que estaban dispuestos a pagar por esos documentos dos mil libras en el acto. Probablemente pagarían mucho más si les dabas un plazo. Se sentía impotente, como Sansón con los cabellos cortados. Casi se levantó y llamó a Else. Pero si lo hacía, ¿dónde metería los documentos? En la desnuda habitación no había un sitio donde esconderlos. En cierto modo estaba bien que el porvenir de los pobres dependiera de los pobres.
Las horas pasaban con lentitud. Supuso que eso era descansar. Al cabo de un momento el pasillo se quedó en silencio; la chiquilla no había podido seguir simulando que quitaba el polvo durante más tiempo. Si tuviera una pistola, pensó, no me sentiría tan impotente; pero no había podido traer una: significaba correr un gran riesgo en la aduana. Posiblemente aquí habría maneras de conseguir un revólver de manera clandestina, pero no sabía cuáles. Se dio cuenta de que estaba un poco asustado. El tiempo corría; pronto le prepararían una sorpresa. Si habían empezado dándole una paliza lo más probable es que el siguiente intento fuera más drástico. Se sentía extraño, solitario, aterrorizado porque era el único en peligro: lo normal es que le acompañara una ciudad entera. De nuevo su mente volvió a la prisión y al guardián cruzando el asfalto. Entonces estaba solo. En los viejos tiempos se combatía mejor. Roland tenía a sus compañeros en Roncesvalles —Oliver y Turpín—: toda la caballería de Europa corría a socorrerle. Los hombres estaban unidos por una creencia común. Hasta los herejes se unían a la Cristiandad contra los moros; tendrían sus diferencias acerca de las personas de la Trinidad, pero en el objetivo principal eran como una roca. Ahora existían tantas variantes del materialismo económico, tantas siglas.
Le llegaron gritos de la calle a través del aire frío: un ropavejero y un hombre que buscaba sillas para componer. Había dicho que la guerra mataba las emociones: no era cierto. Aquellos gritos eran como una agonía. Escondió la cabeza bajo la almohada, como lo hubiera hecho un joven. Le volvían con viveza a los años anteriores a su matrimonio. Los escuchaban juntos. Se sentía como un chico que ha dado toda su confianza y se siente burlado, cornudo, traicionado. O como quien en un minuto de lujuria malogra toda una vida en común. Vivir era como un perjuicio. Cuántas veces se habían dicho que no se sobrevivirían ni una semana el uno al otro, pero él no había muerto: había sobrevivido a la presión, a la casa destrozada. La bomba que había deshecho cuatro plantas y matado a un gato le dejó vivir. ¿Imaginaba de verdad L. que podía tenderle una trampa con una mujer?, ¿y era eso lo que Londres —una apacible ciudad extranjera— guardaba para él, el retorno del sentimiento, la desesperación?
Comenzaba a anochecer: se encendieron luces como escarcha. Se tendió de nuevo de espaldas, con los ojos abiertos. Ah, estar en casa. Luego se levantó y se afeitó. Era hora de irse. Se abotonó el gabán hasta la barbilla mientras caminaba en la noche helada. Venía un viento del este desde la City: el frío pétreo de las grandes moles de bancos y de negocios. Piensas en largos pasillos, puertas de cristal y una aburrida rutina. Era un viento que helaba el corazón. Caminó por Guildford Street; la salida masiva de las oficinas había pasado ya y el tráfico de los teatros aún no había comenzado. En los pequeños hoteles estaban sirviendo las cenas y rostros orientales se asomaban desde los apartamentos amueblados con sombría nostalgia.
Al doblar por una calle lateral oyó una voz que sonaba detrás de él, educada, insinuante, débil: «Perdón, señor. Perdón». D. se detuvo. Un hombre curiosamente vestido, con un sombrero hongo abollado y un gabán negro largo, al que faltaba el cuello de piel, se inclinó con un aire de excesiva cortesía: tenía una pelusa blanca en la barbilla, los ojos inyectados en sangre y con bolsas y le tendió una mano delgada y gastada como para que se la besase. Comenzó a disculparse con un acento que sonaba a universidad, o a teatro. «Estoy seguro de que no le molesta que me dirija a usted, señor. La cuestión es que me encuentro en un apuro».
«¿En un apuro?».
«Cosa de unos pocos chelines, señor». D. no estaba acostumbrado a aquello; en el pasado, los mendigos de su país eran más espectaculares, mostraban los muñones de carne en descomposición a la puerta de las iglesias. El hombre tenía un aire de mal disimulado nerviosismo. «Naturalmente no me hubiera dirigido a usted, señor, si no me hubiera dado cuenta de que era una persona, bueno, de mi clase». ¿Era verdadero ese toque de esnobismo en aquella mendicidad o era tan sólo un medio de acercamiento que había demostrado ser válido? «Por supuesto, si el momento no le parece oportuno, no hay más que hablar».
D. se llevó la mano al bolsillo. «Si no le importa, señor, aquí no, a la luz del día, por así decirlo. Si quisiera venir conmigo hasta esa cochera… Confieso que siento vergüenza de pedir un préstamo a un completo desconocido». Se fue deslizando de costado, nerviosamente, por las vacías cocheras. «Imagínese mi situación». Un automóvil, un portalón verde cerrado: nadie a la vista. «Bueno», dijo D., «aquí tiene media corona».
«Gracias, señor». La cogió. «Quizá algún día pueda devolverle…». Se fue dando grandes zancadas, fuera de las cocheras, a la calle, perdiéndose de vista. D. comenzó a seguirle. Oyó un corto sonido rasgueante detrás de sí y un fragmento de ladrillo salió despedido del muro, golpeándole con fuerza en la mejilla. La memoria le avisó: salió corriendo. En la calle había luces en las ventanas, un policía en la esquina, estaba a salvo. Sabía que alguien le había disparado con una pistola con silenciador. ¡Qué ignorancia! No se puede dar bien en el blanco con un silenciador.
El mendigo, pensó, ha debido de esperarme fuera del hotel, haciendo de señuelo en las cocheras: si le hubieran alcanzado, el coche estaba listo para llevarse el cuerpo. O tal vez sólo querían herirle. Probablemente no estaban muy decididos y ésa era otra de las razones por las que habían fallado, como en el billar, cuando estás pensando en dos jugadas y pierdes en las dos. ¿Pero cómo sabían la hora en que él saldría del hotel? Apretó el paso y llegó a Bernard Street con una llamita de cólera en el corazón. La muchacha, claro, no estaría en la estación.
Pero sí estaba.
D. dijo, «No esperaba encontrarla aquí. Después de que sus amigos intentaron disparar contra mí».
«Escuche», le dijo la muchacha, «hay cosas que no quiero y no puedo creer. He venido a disculparme. Por lo de anoche. No creo que quisiera robarme el coche, pero yo estaba borracha, furiosa… Nunca creí que iban a pegarle como lo hicieron. Fue ese imbécil de Currie. Pero si vuelve a ponerse melodramático… ¿O es un nuevo truco? ¿Quiere conmover el romántico corazón femenino? Tiene que aprender a hacerlo mejor, así no funciona».
Él le dijo, «¿L. sabía que había quedado conmigo a las siete y media?».
La muchacha respondió con cierto malestar, «L. no, pero sí Currie». Le sorprendió la confesión. A lo mejor, después de todo, ella era inocente. «Tiene su agenda, ¿sabe? Dijo que había que conservarla por si usted intenta alguna cosa más. Hablé con él hoy por teléfono, está en la ciudad. Le dije que no creía que usted hubiera intentado robar el coche y que iba a verle. Quería devolvérsela».
«¿Él se la dio?».
«Aquí está».
«Y usted le dijo dónde y a qué hora».
«Me imagino que sí. Hablamos mucho. Se opuso. Pero si va a decirme que Currie disparó contra usted, no le creo».
«Ah, no. Ni yo. Seguramente estuvo con L. y se lo contó todo».
La muchacha dijo, «Iba a almorzar con L.». Exclamó con furia, «Pero esto es fantástico. ¿Cómo iban a poder disparar contra usted en la calle, aquí? ¿Y la policía, el ruido, los vecinos? ¿Por qué está aquí, entonces? ¿Por qué no se ha ido a la comisaría de policía?».
D. le dijo cortésmente, «Vayamos poco a poco. Fue en unas cocheras. Lo hicieron con un silenciador. Y en cuanto a la comisaría de policía yo tenía una cita con usted».
«No lo creo. No quiero creerle. ¿No se da cuenta de que si las cosas fueran así la vida sería completamente diferente? Habría que comenzar de nuevo».
D. le dijo, «A mí no me extraña. En mi país vivimos rodeados de balas. Hasta ustedes aquí se acostumbrarían a ellas. La vida sigue igual». La tomó por la mano como si fuera una niña y la llevó por Bernard Street, luego por Greenville Street. «No habrá peligro. Ya se habrán ido». Llegaron a las cocheras. Cogió un trozo de ladrillo en la entrada. «Vea, aquí es donde dio».
«Demuéstrelo, demuéstrelo», dijo la muchacha, furiosa.
«No creo que pueda». Comenzó a escarbar con la uña en el muro, buscando algo: la bala podía haberse encajado… Dijo, «Se están desesperando. Primero fue lo de los servicios y luego lo que vio usted. Hoy alguien ha registrado mi habitación, pero tal vez fuera uno de los míos. Pero esto, lo de esta noche, es demasiado. Ya no pueden hacer más que matarme. No creo que lo consigan. Soy terriblemente difícil de matar».
«Oh, Dios», dijo la muchacha súbitamente, «es verdad». D. se volvió. Tenía una bala en la mano: había rebotado en el muro. «Es verdad. Tenemos que hacer algo. La policía…».
«No vi a nadie. No hay pruebas».
«Anoche dijo que en la nota le ofrecían dinero».
«Sí».
«¿Por qué no lo acepta?», le preguntó irritada. «No querrá que le maten».
Le pareció que iba a ponerse histérica. La tomó del brazo y la hizo entrar en un pub. «Dos coñacs dobles», pidió. Comenzó a hablarle rápida y animadamente. «Quiero que me haga un favor. Hay una chica en el hotel donde estoy, me hizo un servicio y la van a despedir por ello. Es una buena persona, un poco rústica. Dios, no sé lo que va a ser de ella. ¿No puede encontrarle un trabajo? Usted debe tener cientos de amigos importantes».
«Deje de ser», dijo la muchacha, «tan absurdamente quijotesco. Quiero saber más del asunto».
«No puedo contarle mucho. Parece que no quieren que me entreviste con su padre».
«¿Es usted», dijo con cierto irritado desprecio, «eso que llaman un patriota?».
«No, no lo creo. Son ellos, sabe, los que están hablando todo el día de "nuestra patria”».
«¿Entonces por qué no acepta su dinero?».
D. dijo, «Uno escoge su forma de actuar y vive de acuerdo con ella. Si no, nada tiene sentido. O terminas abriendo la llave del gas. Yo escogí a una gente que ha llevado la peor parte durante siglos».
«Pero a su pueblo lo han traicionado siempre».
«No importa. Lo único que te queda es aferrarte a algo. No es cuestión de moral. Mi pueblo ha cometido atrocidades, como los otros. Supongo que si pudiera creer en un dios sería más sencillo».
«¿Cree», dijo la muchacha, «que sus jefes son mejores que los de L.?». Se bebió de un trago su coñac y se puso a golpear nerviosamente el mostrador con la pequeña bala metálica.
«No. Claro que no. Pero sigo prefiriendo al pueblo que dirigen, aunque lo dirijan mal».
«Con los pobres con razón o sin ella», se burló la joven.
«Eso no es peor que mi patria con razón o sin ella. Eliges tu bando de una vez por todas: desde luego puede ser el bando equivocado. Eso sólo lo puede decir la Historia». Cogió la bala en su mano y dijo, «Voy a comer un poco. No he tomado nada desde anoche». Cogió un plato de sándwiches y lo llevó a la mesa. «Vamos», dijo, «coma. Siempre que la encuentro se dedica a beber con el estómago vacío. Eso es malo para los nervios».
«No tengo hambre».
«Yo sí». Tomó un gran bocado de un sándwich de jamón. La muchacha comenzó a frotar con el dedo la brillante tapa de porcelana. «Dígame», le dijo, «a qué se dedicaba antes de empezar todo esto».
«Era profesor de francés medieval», dijo D. «No es una profesión muy emocionante». Sonrió. «Tuvo su momento. ¿Ha oído hablar de la Chanson de Roland?».
«Sí».
«Yo descubrí el Manuscrito de Berna».
«Eso no significa nada para mí», dijo la muchacha. «Soy una ignorante total».
«El mejor manuscrito era el que tenían ustedes en Oxford, pero tiene demasiadas correcciones y lagunas. Luego está el manuscrito de Venecia. Llena algunas lagunas, pero no todas… es muy inferior». Dijo con orgullo, «Yo encontré el manuscrito de Berna».
«Ah, ¿sí?», dijo la muchacha sombríamente, con los ojos fijos en la bala que él tenía en la mano. Luego miró la cicatriz de la barbilla y la boca magullada.
D. dijo, «Se acordará de esa historia, de la retaguardia en los Pirineos y de cómo Oliver, cuando ve venir a los sarracenos pide a Roland que toque su trompa llamando a Carlomagno».
La muchacha parecía pensar en la cicatriz. Comenzó a preguntar, «¿Y cómo…?».
«Y Roland se negó a llamar, juró que ningún enemigo le obligaría a llamar. Un gran tonto heroico. En la guerra siempre se escoge al héroe equivocado. El héroe del poema debería ser Oliver en vez de darle un papel secundario junto al sanguinario obispo Turpín».
La muchacha preguntó, «¿Cómo murió su esposa?», pero él estaba decidido a mantener la conversación alejada de la infección de su guerra.
D. dijo, «Y luego, claro, cuando todos los hombres están muertos o agonizantes y él mismo ya está acabado, Roland dice que va a tocar la trompa. Y el autor del poema —¿cuál es la expresión?— monta el gran número por ello. La sangre fluye de su boca, tiene rotos los huesos de las sienes. Pero Oliver le provoca. Había tenido la oportunidad de tocar la trompa al principio, y de salvar aquellas vidas, pero por su propia gloria no quiso. Ahora, cuando ya está derrotado y agonizante, sí quiere tocar y atraer para su raza y su nombre la infamia. Que se muera en silencio y satisfecho por el daño que ha hecho con su heroísmo. ¿No le decía que Oliver fue el auténtico héroe?».
«¿Lo ha dicho?». Estaba claro que no prestaba atención a lo que él le decía. D. se dio cuenta de que estaba a punto de llorar y le daba vergüenza; probablemente era autocompasión. Una cualidad que no le gustaba, ni siquiera en una adolescente.
D. dijo, «Ahí está precisamente la importancia del Manuscrito de Berna. Reivindica a Oliver. El relato se convierte en una tragedia, donde no sólo hay heroísmo. Porque en la versión de Oxford, Oliver se apacigua, golpea mortalmente a Roland por equivocación, porque las heridas le han cegado. Como puede ver, el relato está manipulado en determinada dirección… Pero en el Manuscrito de Berna golpea a su amigo con plena conciencia, por lo que ha hecho a sus hombres: por todas esas vidas desperdiciadas. Muere odiando al hombre que amaba: al gran necio, valiente y fanfarrón, más preocupado por su gloria que por la victoria de la fe. Pero se dará cuenta de que esa versión no tenía atractivo en los castillos, en los banquetes, rodeados de perros, flechas y copas: los juglares lo adaptaban para halagar el gusto de los nobles medievales, que eran muy capaces de convertirse en Rolands en pequeña escala —lo único que necesitaban era orgullo y un ejército fuerte— pero que no comprendían a Oliver».
«Prefiero siempre a Oliver», dijo la muchacha. La miró sorprendido. La muchacha añadió, «Claro que mi padre sería como uno de sus barones: todos a favor de Roland».
D. dijo, «Después de publicar el Manuscrito de Berna estalló la guerra».
«¿Y cuando se acabe», le preguntó, «qué hará usted?».
No se le había ocurrido pensarlo nunca. Dijo, «Bueno, supongo que no veré el final».
«Como Oliver», dijo la muchacha, «hubiera intentado evitarla, pero ya que la hay…».
«Ah, no, yo no soy un Oliver, como tampoco los pobres diablos de mis compatriotas son Rolands. Ni L. un Ganelón».
«¿Quién era Ganelón?».
«Era el traidor».
La muchacha dijo, «¿Está usted seguro de lo que dice de L.? A mí me pareció una persona muy agradable».
«Saben serlo. Durante siglos se han dedicado a cultivar ese arte». Bebió su coñac. Dijo, «Bueno, aquí estoy. ¿Por qué no hablamos de negocios? Me pidió que viniera y he venido».
«Sólo quiero ayudarle. Eso es todo».
«¿Por qué?».
La muchacha dijo, «Me sentí enferma después de la paliza que le pegaron anoche». Por supuesto Currie creyó que era la bebida. Pero era su cara. «Oh», exclamó, «no sabe lo que es eso. Nadie confía en nadie. Jamás he visto un rostro medianamente honrado. Me refiero a todo. Los amigos de mi padre son honrados tal vez en las cosas relativas a la comida o al amor —tienen esposas sosas y satisfechas— pero en lo que se refiere al carbón o a los obreros…». Añadió, «Si espera usted algo de ellos, por el amor de Dios, no se le ocurra ponerse melodramático o sentimental. Lo que tiene que enseñarles es un talonario de cheques, un contrato a prueba de bomba».
En el pub de enfrente lanzaban dardos con enorme precisión. D. dijo, «No he venido a mendigar».
«¿De verdad significa tanto para ustedes?».
«Las guerras de hoy no son como en los tiempos de Roland. El carbón puede ser más importante que los tanques. Tenemos más tanques de los que necesitamos. Y además no son muy buenos».
«¿Pero Ganelón puede estropearlo todo?».
«No le será fácil».
La muchacha dijo, «Supongo que estarán todos cuando se entreviste con mi padre. Hay honor entre los ladrones. Golstein y el viejo Lord Fetting, Brigstock y Forbes. Es mejor que sepa a quienes tendrá en contra».
D. le dijo, «Tenga cuidado. Después de todo es su gente».
«No tengo mi propia gente. Además mi abuelo era un obrero».
«Tiene mala suerte», dijo D. «Está en tierra de nadie. Donde estoy yo. Tenemos que escoger bando y ningún bando se fía de nosotros, por supuesto».
«Puede confiar en Forbes», dijo ella, «en lo que se refiere al carbón, se entiende. No en todo. Es deshonesto con su nombre porque antes era un judío llamado Furtstein. Y en el amor también es deshonesto. Se quiere casar conmigo. Por eso lo sé. Mantiene una querida en Shepherd’s Market. Me lo dijo un amigo suyo». Se echó a reír. «Tenemos buenos amigos».
Por segunda vez en ese día D. se sintió escandalizado. Recordó a la chiquilla del hotel. En estos tiempos se aprenden demasiadas cosas antes de llegar a la edad adecuada. Su propia gente sabía lo que era la muerte antes siquiera de comenzar a caminar, desde muy jóvenes se acostumbraban al deseo, pero un conocimiento tan crudo debería llegar de una manera lenta, como el fruto gradual de la experiencia… En una vida feliz, la desilusión final acerca de la naturaleza humana coincide con la muerte. Hoy se pasan toda la vida desilusionados…
«¿Se va a casar con él?», le preguntó con ansiedad.
«Es posible. Es mejor que la mayoría».
«A lo mejor no es verdad lo de la amante».
«Claro que sí. Contraté a unos detectives para que lo comprobaran».
Se dio por vencido: eso no era la paz. Cuando desembarcó en Inglaterra sintió cierta envidia… había despreocupación… hasta un cierto sentido de la confianza en el control de pasaportes, pero probablemente había algo detrás. Se había imaginado que la sospecha, que formaba parte de la atmósfera de su vida, se debía a la guerra civil, pero empezaba a creer que estaba en todos los sitios: era parte de la vida humana. A la gente la unían sus vicios; había honor entre adúlteros y ladrones. En el pasado lo había absorbido demasiado su amor, el Manuscrito de Berna y su clase semanal de Literatura Románica para darse cuenta. Era como si el mundo entero yaciera bajo la sombra del más completo abandono. Era una lástima, pero quizá lo sostuvieran sólo diez hombres justos. Era mejor olvidarlo y comenzar de nuevo con lagartijas. «Bueno», dijo ella, «vamos».
«¿Adónde?».
«A cualquier parte. Tenemos que hacer algo. Es temprano todavía. ¿Vamos al cine?».
Estuvieron sentados cerca de tres horas en una especie de palacio con figuras de alas doradas, espesas alfombras y un sinfín de refrescos servidos por muchachas que iban muy emperifolladas: aquellos lugares eran menos lujosos la última vez que estuviera en Londres. Se trataba de una comedia musical de curiosos sacrificios y sufrimientos: había un productor muerto de hambre y una triunfadora chica rubia. El nombre de la chica figuraba en luces de neón en Piccadilly, pero dejaba su papel y volvía a Broadway para salvarle. Secretamente invertía dinero en la nueva producción y el atractivo de su nombre la convertía en un éxito. Era una revista escrita a toda prisa y el reparto estaba lleno de gente de talento pero que pasaba hambre. Todos hacían mucho dinero; el nombre de todos ellos aparecía en letras de neón, incluido el del productor; por supuesto el de la chica figuraba el primero. Había mucho sufrimiento —lágrimas de gelatina que corrían por las grandes mejillas de la rubia— y mucha felicidad. Era curioso y patético a la vez; todos se comportaban noblemente y ganaban un montón de dinero. Era como si se hubiera perdido hacía siglos un código de fe y de moralidad y el mundo intentara reconstruirlo a partir de recuerdos populares poco fiables, deseos subconscientes y tal vez unos cuantos jeroglíficos escritos en una piedra.
D. sintió que la mano de ella se posaba en su rodilla. Le había dicho que no era una chica romántica: supuso que se trataba de una reacción automática ante las butacas profundas, la media luz y las lánguidas canciones, algo así como la saliva del perro de Pavlov. Era una reacción que recorría todos los niveles sociales, como el hambre, pero él se sentía incapaz. Con un sentimiento de piedad puso su mano sobre la de ella: se merecía algo más que un individuo llamado Furtstein con una mantenida en Sheperd’s Market. La muchacha no era romántica, pero sintió su mano fría y consentidora bajo la suya. D. dijo suavemente, «Me parece que nos han seguido».
La muchacha dijo, «No importa. Si el mundo es así, puedo soportarlo. ¿Dispararán o nos tirarán una bomba? No me gustan los ruidos bruscos. Avísame antes».
«Es sólo un hombre que enseña entrenationo. Estoy seguro de haber visto sus gafas con montura de acero en el vestíbulo».
La rubia heroína derramaba más lágrimas: para tratarse de personas predestinadas al éxito por aclamación popular todos se mostraban notablemente tristes y obtusos. Si nosotros viviéramos en un mundo que garantizara los finales felices, ¿cuánto tiempo tardaríamos en descubrirlo? Eso era lo que les pasaba a los santos con su incomprensible felicidad: al llegar ya sabían el final de la historia y no podían tomarse en serio los sufrimientos. Rose dijo, «No lo aguanto más. Vámonos. Ya sabes cual va a ser el final media hora antes de que termine».
Salieron con dificultad hasta el pasillo: se dio cuenta de que seguía cogiéndola de la mano. Dijo, «A veces me gustaría ver cómo será mi final». Se sentía muy cansado; aquellos dos largos días y la paliza lo habían debilitado.
La muchacha le dijo, «Yo te lo puedo decir. Seguirás peleando por gentes que no lo merecen. Un día cualquiera te matarán. Pero no golpearás a Roland, al menos no intencionadamente. En eso el Manuscrito de Berna está equivocado».
Subieron a un taxi. La muchacha le dijo al conductor, «Al Hotel Carlton, en Guildford Street». D. miró por la ventanilla, hacia atrás: no había rastros del señor K. Quizá había sido una coincidencia —incluso el señor K. debía de relajarse de vez en cuando e ir a ver lágrimas de gelatina. Dijo más para sí mismo que para ella, «No puedo creer que vayan a renunciar tan pronto. Después de todo es mañana—, sería una derrota. El carbón vale tanto como un escuadrón entero de los últimos bombarderos». Bajaron lentamente por Guildford Street. «Si tuviera una pistola».
«No se atreverán, ¿verdad?», dijo la muchacha. Le cogió por el brazo como si quisiera que se quedara con ella en el taxi, anónimos y a salvo. D. recordó que durante un momento pensó que era una agente de L.; ahora se arrepentía. Le dijo, «Querida, es igual que una suma en matemáticas. Podría provocar algún problema diplomático, pero desde luego sería mucho más perjudicial para ellos que nosotros consiguiéramos el carbón. Es cuestión de sumar, qué cuesta más».
«¿Tienes miedo?».
«Sí».
«¿Por qué no te alojas en otro sitio? Vente conmigo. Te puedo dejar una cama».
«Dejé una cosa ahí. No puedo». El taxi se detuvo. D. salió. La muchacha le siguió y se quedó a su lado, en la acera. Le dijo, «No podría entrar contigo… en caso…».
«Es mejor que no». D. retuvo su mano. Era una excusa para quedarse allí un momento y comprobar que la calle estaba vacía. Se preguntó si la encargada sería persona amiga o no; el señor K… D. le dijo, «Antes de que te marches quiero pedirte otra vez… ¿puedes encontrarle un trabajo a una chiquilla de aquí? Es una pobre infeliz, de confianza».
La muchacha le dijo bruscamente, «No levantaría por ella un dedo aunque se estuviera muriendo». Era la misma voz que había escuchado siglos atrás, en el bar del barco del Canal, pidiendo al camarero: «Una más. Quiero una más». La niña consentida en una fiesta aburrida. Le dijo, «Suéltame la mano». D. la soltó rápidamente. La muchacha le dijo, «Maldito quijote. Vete. Que te peguen un tiro, que te maten… éste no es tu lugar».
D. dijo, «Estás completamente equivocada. La chica es tan joven como para ser mi…».
«Hija», dijo ella. «Vamos. Yo también. Ríete. Es lo que ocurre siempre. Lo sé. Te lo dije. No soy romántica. Es eso que llaman fijación paterna. Odias a tu padre por miles de razones y luego te enamoras de un hombre de su misma edad». Añadió. «Es grotesco. Que no digan que hay poesía en esto. Hablas por teléfono, te citas…».
La miró inseguro, consciente de su terrible incapacidad para sentir más que miedo, un poco de piedad… Los poetas del siglo diecisiete escribían como si pudieras dar tu corazón para siempre. Los psicólogos modernos dicen que no es verdad, pero puedes sentir tanto dolor y desesperación que huyes ante la posibilidad de recobrar los sentimientos. Se quedó allí, sin esperanza, ante la puerta abierta del sórdido hotel para los que alquilaban «habitaciones por horas», fuera de lugar…
D. dijo, «Si la guerra hubiera terminado…».
«Me dijiste que para ti no terminará nunca».
Era adorable; no había conocido nunca, cuando era joven, a un ser tan adorable; su esposa, desde luego, no lo había sido, era una mujer corriente. Aquello no contaba. De todas maneras debía de ser posible sentir deseo con la ayuda de un poco de belleza. La tomó en sus brazos, vacilante, como un experimento. Ella le dijo, «¿Puedo subir?».
«Aquí no». La soltó: aquello no marchaba:
«Supe que me pasaba algo raro cuando te acercaste al automóvil anoche. Tambaleante. Cortés. Me sentí enferma cuando vi cómo te pegaban: pensé que estaba borracha y esta mañana, cuando me desperté, la cosa seguía. ¿Sabes? Nunca he estado enamorada antes. Me parece que a esto le llaman amor adolescente».
Usaba un perfume caro. Intentó sentir algo más que compasión. Después de todo era una suerte para un hombre de mediana edad, exprofesor de Lenguas Románicas. «Querida», le dijo.
«No durará mucho, ¿verdad?» —dijo la muchacha—. «Pero tampoco tiene por qué durar. Te van a matar, ¿no es así?, más seguro que dos y dos son cuatro». La besó sin convicción. Le dijo, «Querida, te veré mañana. Ya habrá pasado todo. Nos veremos… lo celebraremos…». Sabía que su actuación no era muy buena, pero ése no era momento para la sinceridad. La muchacha era demasiado joven como para soportar la franqueza.
Ella le dijo, «Supongo que hasta Roland tendría una mujer…». Pero él recordó que ella —se llamaba Alda— había caído muerta al recibir la noticia.
En la leyenda la vida se acaba tras la muerte del ser amado, pero la suya había seguido. Se daba por supuesto: el juglar sólo la dedicaba unos cuantos versos convencionales. D. le dijo, «Buenas noches».
«Buenas noches». La muchacha se fue por la calle hacia los árboles negros. D. pensó que, después de todo, L. podía haber encontrado un agente peor.
Descubrió dentro de sí una disposición a amar que era como una traición, ¿pero para qué? Mañana todo podía estar resuelto y regresaría… Se preguntó si, al final, ella se casaría con Furtstein.
Empujó la puerta interior de cristal: estaba entornada. Instantáneamente se llevó la mano al bolsillo, pero por supuesto no llevaba pistola. La luz estaba apagada pero había alguien: escuchó su respiración, cerca de la aspidistra. Él mismo estaba al descubierto, frente a la puerta, con la farola de la calle iluminándole por detrás. Era mejor que no se moviera: siempre podían disparar antes. Sacó otra vez la mano del bolsillo, con el paquete de cigarrillos. Intentó que sus dedos dejaran de temblar, pero tenía miedo al dolor. Se llevó un cigarrillo a la boca y tanteó buscando un fósforo: no se esperarían el repentino resplandor contra la pared. Se echó un poco hacia adelante y de pronto rascó con el fósforo, de lado. Lo frotó contra el marco de un cuadro y se encendió. Un rostro pálido e infantil emergió como un globo de la oscuridad. Dijo, «Dios, Else, qué susto me has dado. ¿Qué haces aquí?».
«Le estaba esperando», susurró con voz débil e inmadura. El fósforo se apagó.
«¿Por qué?».
«Pensé que la llevaría a su habitación. Es mi trabajo», dijo, «que los clientes dispongan de sus habitaciones».
«Eso es absurdo».
«La besó, ¿no?».
«No fue un beso de verdad».
«Pero no es eso. Haga lo que le parezca. Es lo que ella le dijo».
Se preguntó si no habría cometido un error dándole los documentos: ¿y si en un arranque de celos los destruía? Le preguntó, «¿Qué fue lo que dijo?».
«Dijo que le matarían, tan seguro como que dos y dos son cuatro».
Se rió con alivio. «Bueno, es que hay una guerra en mi país. La gente se muere. Pero ella no lo sabe».
«Y aquí…», dijo la chiquilla, «ellos también le persiguen».
«No pueden hacerme mucho daño».
«Yo ya sabía que algo horrible estaba ocurriendo», dijo. «Ahora están hablando arriba».
«¿Quiénes?», preguntó D. abruptamente.
«La encargada y un hombre».
«¿Qué clase de hombre?».
«Un hombrecito de pelo gris, con gafas de acero». Debía de haberse escabullido del cine antes que ellos. Le dijo, «Me han estado haciendo preguntas».
«¿Qué preguntas?».
«Si usted me había dicho algo. Si había visto alguna cosa, unos documentos. Claro que no abrí el pico. No me harían hablar por nada». Sintió piedad por aquella devoción. Vaya mundo que dejaba desperdiciarse cualidades semejantes. La chiquilla dijo apasionadamente, «No me importa que me maten».
«No hay peligro de eso».
La voz de la chiquilla le llegó trémula desde detrás de la aspidistra.
«Ella es capaz de cualquier cosa. A veces se pone como loca cuando está enfadada. No me importa. No le traicionaré. Usted es un caballero». Era una razón horriblemente inadecuada. Prosiguió con tono sombrío, «Soy capaz de hacer cualquier cosa que pueda hacer esa chica».
«Ya has hecho mucho más».
«¿No va a volver con usted, allá?».
«No, no».
«¿Puedo ir yo?».
«Querida,» le dijo, «tú no sabes cómo es aquello».
Escuchó un largo suspiro silbante. «Usted no sabe cómo es esto».
«¿Dónde están ahora?», preguntó. «La encargada y su amigo».
«En el primer piso, al frente», dijo ella. «¿Son sus enemigos mortales?». Dios sabría de qué porquería de dos peniques sacaba su vocabulario.
«Me parece que son amigos. No lo sé. Creo que es mejor que lo averigüe antes de que sepan que estoy aquí».
«Ah, ya lo saben. Ella lo oye todo. Lo que se dice en el tejado lo escucha en la cocina. Me dijo que no le dijera nada». Le sobrecogió una duda: ¿estaría la niña en peligro? Pero no podía creerlo. ¿Qué le iban a hacer? Subió con cuidado por la oscura escalera: una vez crujió un peldaño. La escalera daba una media vuelta y se encontró súbitamente en el rellano. Había una puerta abierta; un globo eléctrico bajo una pantalla de seda con colgajos rosados iluminaba a dos figuras que le esperaban con inmensa paciencia.
D. dijo cortésmente, «Bona matina. No me ha enseñado cómo se dice noche». La encargada le dijo, «Entre y cierre la puerta». La obedeció, no podía hacer otra cosa; se le ocurrió que nunca le habían permitido tomar la iniciativa. Había sido como un títere al que mueven los demás y que utilizan para tirar al blanco. «¿Dónde ha estado?», le preguntó la encargada. Tenía un rostro pendenciero; debería haber sido un hombre, con aquella mandíbula fea y cuadrada, la sombría determinación, el impétigo.
Le respondió, «El señor K. puede decírselo».
«¿Qué estaba haciendo con esa muchacha?».
«Divirtiéndome». Miró curiosamente por aquella madriguera porque ésa era la palabra. No parecía en absoluto la habitación de una mujer, con su mesa cuadrada y sin mantel, sus sillones de cuero, sin ninguna flor, sin perifollos, con un aparador para colocar los zapatos. Parecía dispuesta y amueblada para el uso más estricto. El aparador estaba abierto y se le veía lleno de zapatos de tacón bajo, pesados y prácticos.
«Ella conoce a L.».
«Yo también». Hasta los cuadros eran masculinos. Pinturas baratas y con mucho color de mujeres vestidas con medias de seda y ropa interior. Le pareció la habitación de un soltero lleno de represiones. Era lúgubremente horripilante, como tímidos y secretos deseos de inalcanzable intimidad. El señor K. habló de pronto. Era como el elemento femenino en aquella habitación masculina; había en él algo de histérico. Dijo, «Cuando estaba usted en el cine le llamaron para hacerle una oferta».
«¿Por qué hicieron eso? Deberían de haber sabido que estaba fuera».
«Dijeron que aceptaban sus condiciones para no ir a la cita de mañana».
«Yo no he puesto ninguna condición».
«Me dejaron a mí el recado», dijo la encargada.
«¿De manera que se han dedicado a contárselo a todos? A usted, al señor K.».
El señor K. apretó sus huesudas manos. «Queríamos estar seguros», dijo, «de que seguía teniendo los documentos».
«Tienen miedo de que ya los haya vendido. Cuando venía para aquí».
«Tenemos que andar con cuidado», dijo K. como si estuviera escuchando las suelas de goma del doctor Bellows. Hasta en aquel sitio seguía aterrado por la amenaza de la multa de un chelín.
«¿Siguen ustedes instrucciones?».
«Nuestras instrucciones son muy vagas. Una gran parte queda a nuestra discreción. Tal vez deba enseñarnos los documentos». La mujer no decía nada: dejaba que los débiles se ahorcaran por sí solos.
«No».
Les miró a los dos: le parecía que al fin la iniciativa estaba pasando a sus manos; le gustaría tener más vitalidad para tomarla pero estaba agotado. Inglaterra estaba llena de tediosos recuerdos que le decían que ése no era realmente su trabajo: debería estar en el Museo hablando de Literatura Románica. Dijo, «Acepto el hecho de que tengamos los mismos jefes. Pero no tengo por qué confiar en ustedes». El hombrecillo de pelo gris estaba sentado como un condenado, mirándose las roídas puntas de los dedos; la mujer estaba frente a él, con su rostro cuadrado y dominante sin nada que dominar salvo aquel hotel equívoco. Había visto fusilar a mucha gente en ambos bandos acusada de traición: sabía que a los traidores no se les reconoce por sus maneras o por sus rostros: no existe un prototipo de Ganelón. D. dijo, «¿Están deseando saber cuánta va a ser su comisión en la venta? Pues no va a haber ni comisión ni venta».
«Entonces tal vez deba leer esta carta», dijo de pronto la mujer: ya había gastado toda su cuerda.
La leyó lentamente. No cabía la menor duda acerca de su autenticidad; conocía demasiado bien la firma y el papel del ministerio como para que le engañaran. Al parecer allí terminaba su misión: la mujer disponía de poderes para quitarle los documentos necesarios, aunque no se decía con qué fin.
«Ya ve», dijo la mujer, «no se fían de usted».
«¿Por qué no me enseñó esta carta cuando llegué?».
«Se dejó a mi discreción. Confiar o no en usted».
Era una situación fantástica. Le habían confiado los documentos hasta Londres: al señor K. le asignaron el papel de vigilar sus movimientos antes de que llegara al hotel, pero no le confiaron el secreto de su misión: a aquella mujer parecía que le confiaban el secreto y los documentos, pero únicamente como último recurso, si su conducta resultaba sospechosa. Repentinamente D. dijo, «Por supuesto saben de qué tratan los documentos».
La mujer dijo con obstinación, «Naturalmente». Pero estaba seguro de que no lo sabía: podía leerlo en su rostro, en su obstinada expresión de póker. La complicada trama del engaño y la confianza a medias no tenía fin. Supongamos que el ministro había cometido un error… supongamos que si les entregaba los documentos se los vendían a L. Sabía que podía confiar en sí mismo. No sabía nada más. En la habitación había un horrible olor a perfume barato —al parecer, su única característica femenina— y era tan turbador como el perfume de un hombre.
«Así que ya sabe», dijo la mujer, «puede volver al país. Su trabajo ha terminado».
Era demasiado fácil y demasiado dudoso. Los del ministerio no confiaban ni en él, ni en ellos, ni en nadie. Ni siquiera en sí mismos. Sólo cada cual sabía si era leal o traidor. El señor K. sabía lo que el señor K. quería hacer con los documentos. La encargada sabía lo que ella quería hacer. No podías responder por nadie, salvo por ti mismo. Dijo, «A mí no me han dado esas órdenes. Seguiré teniendo esos documentos».
La voz del señor K. sonó aguda. Dijo, «Si actúa usted a nuestras espaldas…». Sus saltones y mal pagados ojos de entrenationo revelaban secretos de avaricia y de envidia… ¿Qué se podía esperar con semejante salario? Cuánta traición se esconde en esos seres superexplotados al servicio del idealismo de otros. La encargada dijo, «Es usted un sentimental. Un burgués. Un profesor. Probablemente un romántico. Si intenta engañarnos, ya verá, ah, puedo inventar muchas cosas». No podía mirarla de frente; era como asomarse a un pozo, ella tenía imaginación. El impétigo era como la reliquia de algún acto vergonzoso del cual nunca se hubiera recobrado. Recordó a Else diciendo, «Se pone como loca».
D. dijo, «¿Quiere decir si les engaño a ustedes o engaño a nuestra gente en nuestro país?». Sinceramente, no sabía lo que ella quería decir. Se sentía perdido y cansado entre potenciales enemigos; cuanto más te alejabas de los campos de batalla más solo te sentías. Tuvo envidia de los que estaban en la línea de fuego. De pronto volvió a aquel lugar: hubo un repique de campanas, un tumulto en la calle: ¿los bomberos, la ambulancia? El ataque aéreo había pasado y desenterraban los cadáveres; los hombres apartaban con cuidado los escombros, por miedo a dejar algún cuerpo: a veces un pico manejado de cualquier forma provocaba una agonía… El mundo se oscureció como velado por el polvo que durante una hora cubría la calle. Se sintió enfermo y descompuesto; recordó al enorme gato cerca de su rostro; no podía moverse: estaba allí tumbado con su piel casi metida en la boca.
Toda la habitación comenzó a temblar. La cabeza de la encargada se hinchó como una ampolla. La oyó decir, «¡Rápido, cierra la puerta!» e intentó dominarse. ¿Qué iban a hacerle? Enemigos… amigos. Estaba de rodillas. El tiempo se hizo más lento. El señor K. avanzó con espantosa lentitud hacia la puerta. La falda negra de la encargada estaba junto a su boca, polvorienta como la piel del gato. Quería gritar pero el peso de la dignidad humana le tapaba la lengua como una mordaza, uno no debe gritar ni siquiera cuando le golpean con la porra. La oyó decir, «¿Dónde están los documentos?», inclinándose sobre él. El aliento de ella olía a perfume barato y nicotina: medio hembra y medio varón.
Dijo disculpándose, «Ayer, una pelea. Hoy un balazo». Un dedo grueso y decidido bajó hacia los globos de sus ojos; se sintió como en una pesadilla. Dijo, «No los tengo».
«¿Dónde están?». Se cernió sobre su ojo derecho; oyó al señor K. manoseando nerviosamente la puerta. El señor K. dijo, «No cierra». Sintió horror, como si tanto la mano como el rostro de ella portaran una infección.
«Dale la vuelta para el otro lado». Intentó erguirse pero el pulgar lo empujó para atrás. Un práctico zapato pisó con fuerza su mano. El señor K. protestó sobre algo en tono bajo. Una voz asustada y decidida dijo, «¿Llamó usted, señora?».
«Claro que no».
D. se incorporó con cuidado. Dijo, «Fui yo quien llamó, Else. Me sentí mal. No tiene importancia. La ambulancia de afuera. Una vez estuve sepultado durante un ataque aéreo. Si me ayudas me iré a la cama». La habitacioncita volvió a ser como antes: el aparador de los zapatos, las epicenas muchachas con medias negras de seda y los sillones masculinos. Dijo, «Esta noche cerraré la puerta con llave o si no caminaré en sueños».
Subieron poco a poco hasta el piso de arriba. D. dijo, «Llegaste justo a tiempo. Pude cometer una tontería. Creo que mañana por la mañana me iré de aquí».
«¿Yo también?».
Se lo prometió irreflexivamente, como si en un mundo lleno de violencia se pudiera prometer cualquier cosa que esté más allá del momento en que hablas. «Sí, tú también».