(4)

La pesadilla había vuelto. Era un hombre infectado. Llevaba la violencia a todas partes. Como un portador del tifus era responsable de la muerte de desconocidos. D. se sentó en una silla y dijo, «¿Qué muchacha?».

«Lo sabrá muy pronto», dijo el secretario.

«Me parece», dijo el señor Forbes, «que será mejor que nos vayamos». Se le veía confundido, rebasado por los acontecimientos.

«Preferiría que se quedaran», dijo el secretario, «Probablemente querrán una relación de sus movimientos».

Rose dijo, «No me iré. Esto es fantástico, una locura…». Añadió, «¿Puedes decirles lo que hiciste durante el día?».

«Sí», dijo, «tengo testigos para cada minuto del día». La desesperación comenzaba a aflojar su garra; eso era un error, y sus enemigos no podían permitirse muchos errores. Pero luego recordó que alguien, en algún lugar, debía de estar muerto: eso no era un error. Sintió más piedad que horror. Terminas acostumbrándote a la muerte de los desconocidos.

Rose dijo, «Furt, ¿no irás a creerte todo esto?». D. pudo leer otra vez la duda en su exclamación.

«Bueno», dijo Forbes. «No lo sé. Es muy extraño».

Pero ella acertó otra vez, en el momento justo. «Si es un falsario, ¿por qué se han tomado el trabajo de dispararle?».

«Si es que lo hicieron».

El secretario estaba sentado junto a la puerta con el educado aire de no estar escuchando.

«Pero es que yo misma encontré la bala, Furt».

«Supongo que alguien pudo colocar la bala».

«No lo puedo creer». D. se dio cuenta de que ya no decía que no lo creía. Rose se volvió hacia él, «¿Qué intentarán hacer ahora?».

El señor Forbes dijo, «Es mejor que te vayas».

«¿A dónde?», preguntó ella.

«A casa».

La muchacha se echó a reír histéricamente. Nadie más habló: esperaban. El señor Forbes comenzó a mirar con atención las fotografías, una por una, como si fueran algo importante. Luego sonó el timbre de la puerta principal. D. se puso de pie. El secretario dijo, «Quédese donde está, es la policía». Entraron dos hombres; parecían un tendero y un dependiente. El de mediana edad dijo, «¿El señor D.?».

«Sí».

«¿Quiere usted acompañarnos a la comisaría para responder a unas cuantas preguntas?».

«Puedo responder aquí a las que usted quiera».

«Como guste, señor». Se quedó de pie y esperó en silencio a que los otros se fueran. D. dijo, «No tengo inconveniente en que estén presentes estas personas. Si quiere saber cuáles han sido mis movimientos podrán serle útiles».

Rose dijo, «¿Cómo puede haber hecho algo? Tiene testigos para cada momento del día…».

El detective dijo embarazosamente, «Es un asunto muy serio, señor. Sería mejor para todos que viniera usted a la comisaría…».

«Entonces deténgame».

«No le puedo detener aquí, señor. Además… no hemos llegado tan lejos».

«Adelante, pues. Pregúnteme».

«Según entiendo, señor, conocía usted a una señorita Crole, ¿no?».

«Jamás he oído hablar de ella en mi vida».

«Claro que sí. Usted se aloja en el hotel donde ella trabajaba».

«¿No se referirá a Else?». Se puso en pie y avanzó hacia el funcionario con las manos tendidas, implorantes, «Ellos no habrán sido capaces de hacerle algo, ¿verdad?».

«No sé quiénes son ellos, señor, pero la chica está muerta».

D. dijo, «Dios mío, ha sido por mi culpa».

El funcionario prosiguió hablando cortésmente, como un médico con un paciente, «Debo advertirle, señor, que cualquier cosa que diga…».

«Fue un asesinato».

«Técnicamente quizá, señor».

«¿Qué quiere decir? ¿Técnicamente?».

«No se preocupe por eso ahora, señor. Todo lo que de momento nos importa es que la muchacha parece haberse tirado desde una ventana del último piso». Recordó el aspecto de la acera desde arriba, entre los jirones de la niebla. Oyó como Rose decía: «No pueden implicarlo a él. Estuvo en casa de mi padre desde el mediodía». Recordó cómo se enteró de la noticia de la muerte de su esposa: creyó que noticias así no le harían daño nunca más. Un hombre quemado por el fuego no le teme a una escaldadura. Pero aquello era como la muerte de un hijo único. Qué asustada debía de estar antes de caer. ¿Por qué, por qué, por qué?

«¿Tenía usted relaciones íntimas con la chica, señor?».

«No. Claro que no. Si ella era una niña». Todos lo miraban; la boca del funcionario de policía pareció endurecerse bajo el respetable mostacho de tendero. Le dijo a Rose, «Es mejor que se vaya, señora. Esto no es para los oídos de una dama».

Rose dijo, «Están todos equivocados. Sé que todos están equivocados». El señor Forbes la tomó del brazo y se la llevó de allí. El detective dijo al secretario, «Si quiere usted quedarse, señor. El caballero querrá estar representado por su Embajada».

D. dijo, «Esta no es mi Embajada. Eso está claro. Pero no importa. Siga».

«Hay un caballero indio, el señor Muckerji, que se aloja en su hotel. Ha declarado que esta mañana vio a la chica desvistiéndose en la habitación de usted».

«Es absurdo. ¿Cómo iba a verlo?».

«No se anda con rodeos, señor. Se dedicaba a espiar. Dijo que buscaba pruebas de no sé qué. Que la chica estaba en su cama, quitándose las medias».

«Por supuesto, ya lo sé».

«¿Sigue negando que había relaciones íntimas?».

«Sí».

«Entonces, ¿qué hacía ella allí?».

«Le di unos documentos muy valiosos la noche pasada, para que me los guardara. Los llevaba en el empeine, debajo de la media. Mire, yo tenía mis razones para pensar que mi habitación podía ser registrada o que me podían atacar».

«¿Documentos de qué clase, señor?».

«Documentos de mi gobierno confirmándome como su agente, dándome poderes para resolver ciertos asuntos».

El detective dijo, «Pero este caballero niega que sea usted de verdad el señor D. Insinúa que viaja con el pasaporte de un hombre muerto».

D. dijo, «Ah, sí. Tiene sus razones». Las redes lo envolvían por todas partes; estaba atrapado inextricablemente.

El policía dijo, «¿Puedo ver esos documentos?».

«Me los han robado».

«¿Dónde?».

«En casa de Lord Benditch». Era una historia increíble. Casi se sentía divertido cuando tuvo que añadir a toda aquella absurda historia. «Por el criado de Lord Benditch». Hubo una pausa; nadie dijo nada; el policía ni siquiera se molestó en tomar notas. Su compañero apretó los labios y miró distraídamente en torno suyo, como si no le interesaran las historias que cuentan los criminales. El policía dijo, «Bueno, vamos a volver a la chica». Hizo una pausa como si quisiera darle tiempo a D. para que reconsiderara su relato. Le dijo, «¿Puede aclararnos algo de ése, digamos, suicidio?».

«No fue un suicidio».

«¿Se sentía desgraciada?».

«Hoy no».

«¿La amenazó usted con dejarla?».

«Yo no era su amante, hombre. No me dedico a perseguir a chiquillas».

«¿No le sugirió usted por casualidad que podían ustedes dos suicidarse?». Se había descubierto un pacto de suicidio: eso era lo que el detective llamaba «técnicamente asesinada». Se imaginaba que la había empujado a ello y luego la había abandonado: la peor especie de cobarde. En el nombre del Cielo, ¿qué les hizo seguir esa pista? Dijo cansadamente, «No».

«A propósito», dijo el detective mirando las malas fotografías de las paredes, «¿por qué se alojó en ese hotel?».

«Tenía reservada una habitación antes de que llegara».

«¿Así que ya conocía a la chica?».

«No, no. No había vuelto a Inglaterra desde hacía dieciocho años».

«Escogió usted un curioso hotel».

«Lo escogieron mis jefes».

«Pero dio usted como dirección el Strand Palace en la oficina de control de pasaportes de Dover».

Casi se rindió; todo lo que había hecho desde que desembarcara añadía un nudo a la cuerda. Dijo obstinadamente, «Creí que era sólo una formalidad».

«¿Por qué?».

«El funcionario me hizo un guiño».

El detective suspiró sin poder contenerse, y parecía que iba a cerrar el cuaderno. Dijo, «¿De modo que no puede usted aclarar nada de ése, digamos, suicidio?».

«La asesinaron: la encargada y un hombre llamado K.».

«¿Por qué motivo?».

«Aún no estoy seguro».

«Le sorprenderá entonces saber que la chica dejó una declaración escrita».

«No lo creo».

El policía dijo, «Las cosas se facilitarían para usted si hiciera una declaración exacta». Añadió con desprecio, «Estos casos de suicidio no son casos de horca. Me gustaría que lo fueran».

«¿Puedo ver la declaración de la chica?».

«No tengo inconveniente en leerle unos extractos: por si eso le ayuda a decidirse». Se echó para atrás en su asiento y se aclaró la garganta como si fuera a leer un poema o un ensayo escritos por él. D. se sentó con los brazos colgando y la mirada fija en el secretario. La traición ensombrecía el mundo entero. Pensó, esto es el final. No se puede matar así a una criatura. Evocó la larga caída hasta la acera helada. ¿Cuánto durarán dos segundos cuando caes irremediablemente? Una furia sombría le sacudió. Lo habían zarandeado como un títere demasiado tiempo; ya era hora de empezar a actuar. Si querían violencia la tendrían. El secretario se removió inquieto, bajo su mirada. Se llevó la mano al bolsillo donde tenía el revólver; supuso que lo habría cogido al ir a hablar con el embajador. El detective leyó, «No puedo aguantar más. Esta noche me ha dicho que nos iremos para siempre». El policía explicó, «Llevaba un diario, ¿sabe? Muy bien escrito», No lo estaba: era tan atroz como las revistas que ella leía, pero D. escuchó su tono de voz, las torpes frases que vacilaban en su lengua. Se juró a sí mismo con desesperación: alguien tiene que morir. Juró lo mismo cuando fusilaron a su esposa, pero no había ocurrido nada. «Esta noche», leyó el policía, «pensé que amaba a otra, pero él dijo No. No creo que sea de esos que van de flor en flor. Escribí a Clara para contarle nuestro plan. Me parece que la pondrá triste». El policía dijo, conmovido, «¿Quién la enseñaría a escribir así? Es tan bueno como una novela».

«Clara», dijo D. «es una joven prostituta. No le será difícil encontrarla. Supongo que la carta explicará lo que significa todo esto».

«Lo que dice aquí está bastante claro».

«Nuestro plan», prosiguió D. lentamente, «era simplemente esto: me la llevaría hoy del hotel».

«Era una menor», dijo el policía.

«No soy un animal. Le pedí a la señorita Cullen que le encontrara un trabajo».

El detective dijo, «¿No sería mejor decir que consiguió que accediera a irse con usted prometiéndole un empleo?».

«Claro que no».

«Eso es lo que usted dice. ¿Y qué ocurre con Clara? ¿Qué tiene que ver con todo esto?».

«Le había pedido a la chiquilla que trabajara como doncella para ella. A mí no me parecía muy apropiado».

El detective comenzó a escribir: «Una joven le había prometido un empleo, pero a mí no me pareció apropiado, así que la convencí para que se viniera conmigo…».

D. dijo, «No escribe tan bien como ella».

«Esto no es una broma».

La furia crecía en su interior, lentamente, como un cáncer. Comenzó a recordar frases: «A casi todos los clientes le gustan los arenques». Cómo volvía la cabeza, su miedo a quedarse sola, la espantosa inmadurez de su devoción. «No bromeo. He dicho que no ha sido un suicidio. Acuso a la encargada y al señor K. de asesinato premeditado. Debieron de empujarla…».

El detective dijo, «Somos nosotros quienes acusamos. Naturalmente la encargada ha sido interrogada. Estaba muy impresionada. Admitió que tenía broncas con la chica por cuestiones de limpieza. En cuanto al señor K. no he oído hablar nunca de él. No hay nadie con ese nombre en el hotel».

D. le dijo, «Se lo advierto. Si no hace usted su trabajo lo haré yo». «Ya basta», dijo el detective. «No va a hacer nada más en este país. Ya es hora de que nos marchemos».

«No tiene pruebas suficientes para detenerme».

«En este asunto por ahora no. Pero este caballero de aquí dice que usted lleva un pasaporte falso…».

Dijo con lentitud, «Muy bien. Iré con ustedes».

«Tenemos un automóvil fuera».

D. se puso en pie. Dijo, «¿No me pone las esposas?». El detective se ablandó un poco. Dijo, «Oh, no creo que sea necesario».

«¿Me necesitan ustedes?», dijo el secretario.

«Me temo que le reclamarán en la comisaría, señor. Ya sabe que nosotros no tenemos ningún derecho aquí, estamos en su país. En el caso de que algunos políticos nos pidan aclaraciones necesitaremos que declare que nos llamó. Supongo que habrá más acusaciones. Peters», dijo, «sal y ve si está el automóvil. No vamos a estar esperando en la niebla».

Según parecía aquél era el fin total: no sólo el final de Else sino de millares de personas en su país… porque no habría carbón. La muerte de la chiquilla era la primera y tal vez la más terrible, porque estaba sola; los otros morirían todos juntos en los refugios subterráneos. La furia se fue abriendo paso poco a poco… lo habían estado zarandeando… Vio a Peters fuera de la habitación. Le dijo al policía, «Ahí está el sitio donde yo nací: esa aldea junto a las montañas». El policía se volvió y miró la fotografía. Comentó, «Es muy pintoresca» y D. golpeó al secretario en la manzana de Adán, allí donde terminaba el alto cuello blanco. El secretario cayó gimiendo de dolor, manoteando por su revólver. Eso le ayudó. D. lo tuvo en la mano antes de que el policía actuara. Dijo rápidamente, «No cometan la equivocación de creer que no voy a disparar. Estoy de servicio».

«Ahora», dijo el policía alargando la mano tan fríamente como si estuviera dirigiendo el tráfico, «no se ponga a hacer disparates: con lo que hay contra usted no tiene para más de tres meses».

D. le dijo al secretario, «Póngase contra la pared. Desde que llegué me persigue una banda de traidores. Desde ahora el que va a disparar soy yo».

«Deje el revólver», dijo el policía con voz amable y razonable. «Está muy excitado. Examinaremos su historia cuando lleguemos a la comisaría».

D. comenzó a caminar de espaldas hacia la puerta. «Peters», dijo en voz alta el policía. D. puso la mano en el picaporte: comenzó a hacerlo girar pero se encontró con resistencia. Alguien quería entrar desde el otro lado. Bajó la mano y se apoyó en la pared con el revólver cubriendo al policía. La puerta se abrió, ocultándole. Peters dijo, «¿Qué pasa, sargento?».

«¡Cuidado!». Pero Peters ya había avanzado por la habitación. D. le apuntó con el revólver, «A la pared, con los otros», dijo.

El policía de más edad dijo, «Comete usted una tontería. Si se va de aquí le cogerán dentro de unas horas. Tire ese revólver y no hablemos más del asunto».

D. dijo, «Necesito este revólver».

La puerta estaba abierta. Caminó de espaldas lentamente y la cerró con estrépito. No pudo cerrarla con llave. Les advirtió, «Dispararé contra el primero que abra la puerta». Se encontraba en el vestíbulo entre retratos altos y viejos y consolas de mármol. Oyó que Rose le decía, «¿Qué haces?», se volvió en redondo con el revólver en la mano. Forbes al lado de ella. D. dijo, «No tengo tiempo para hablar. Han asesinado a la niña. Alguien va a morir».

Forbes le dijo, «Tire ese revólver, no sea tonto. Esto es Londres».

No le hizo el menor caso. Dijo, «Me llamo D.». Pensó que le debía a Rose esa confesión. Probablemente no volvería a verla: no quería que pensara que siempre la traicionaban todos. Dijo, «Tiene que haber una manera de demostrarlo…». Rose miraba al revólver horrorizada; seguramente ni siquiera le oía. D. dijo, «Una vez envié un ejemplar de mi libro al Museo, dedicado a los ujieres de la sala de lecturas, en agradecimiento». El picaporte comenzó a girar. Gritó con dureza, «¡Retírense o disparo!». Un hombre vestido de negro, llevando un portafolios, bajaba rápidamente las anchas escaleras de mármol. «¡Caramba!», exclamó al ver el revólver y se quedó rígido. Ahora había casi una multitud en el vestíbulo, esperando a que ocurriera algo. D. vaciló: creía que ella iba a decir algo, algo importante como «Buena suerte» o «Ten cuidado», pero estaba callada, con la mirada fija en el revólver. Fue Forbes quien habló. Dijo con voz turbada, «Ya sabe que hay un automóvil de la policía enfrente». De nuevo el hombre de la escalera dijo, «¡Caramba!» con incredulidad. Tintineó una campanilla y volvió el silencio. Forbes le dijo, «No se olvide que tienen un teléfono».

Lo había olvidado. Retrocedió con rapidez, y por la puerta de cristal del vestíbulo, salió a toda prisa metiéndose el revólver en el bolsillo. El automóvil de la policía estaba junto a la acera. Si Forbes les avisaba no tendría ni diez yardas de ventaja. Caminó tan rápido como pudo; el conductor le lanzó una mirada suspicaz; había olvidado que no llevaba sombrero. No se atrevió a echar a correr.

Quizá Forbes no hubiera avisado. Miró para atrás; el automóvil apenas se veía, sólo se distinguía la luz trasera. Comenzó a correr de puntillas. Detrás sonó súbitamente un tumulto de voces, el arranque de un automóvil. Le perseguían. Corrió pero no había salida. No se había dado cuenta de que la embajada estaba en una plazoleta con una sola entrada; había tomado el camino equivocado y debía cubrir los tres restantes. No tenía tiempo… Oyó cómo el automóvil aceleraba. No perdían el tiempo girando, daban directamente la vuelta a la plazoleta.

¿Era otra vez el final? Casi perdió la cabeza corriendo a lo largo de la verja en la misma dirección que el automóvil. Luego su mano dejó de tocar la verja: había un hueco: el comienzo de la escalera de un sótano. Bajó hasta el final, se acurrucó contra la pared y oyó pasar el coche por arriba. Por el momento la niebla le había salvado. No podían estar seguros de que él no fuera delante de ellos. Tampoco podían tener la certeza de que no hubiera girado cuando arrancaron y que les hubiera pasado en la calle.

Pero no se arriesgaron. Escuchó un silbato y pasos que lentamente daban la vuelta a la plazoleta; estaban buscando por la zona. Uno en una dirección, otro en otra. Probablemente el automóvil cerraría la calle y traerían más hombres. ¿Habían perdido el miedo a su revólver o es que llevaban armas en el automóvil de la policía? No sabía cómo se hacían esas cosas en Inglaterra. Estaban muy cerca.

No había ninguna luz. Eso era peligroso: no pensarían encontrarlo en un sótano ocupado. Miró por la ventana: no se veía gran cosa: la esquina de lo que podía ser un diván. Probablemente se trataba de un apartamento en el sótano. Había un papel en la puerta: «No deje leche hasta el lunes». Lo arrancó. Junto al timbre había una pequeña placa de bronce: Glover. Intentó abrir la puerta: imposible, estaba echado el cerrojo y habían dado doble vuelta a la cerradura. Los pasos se acercaban muy lentamente. Debían de andar buscando con mucho cuidado. Sólo había una posibilidad: que la gente fuera descuidada. Sacó el cortaplumas, lo introdujo bajo el enganche de la ventana e hizo palanca: el cristal subió. Se coló y se dejó caer —en silencio— sobre el diván. Escuchó a alguien que pasaba junto al edificio en otra dirección; se sentía débil y sin aliento, pero aún no se atrevía a descansar. Cerró la ventana y encendió la luz.

El apartamento estaba impregnado de un olor a pot-pourri que venía de un jarrón decorado sobre la repisa; había un diván cubierto por una colcha de ganchillo: almohadones azul y naranja: una cocina de gas. De una sola mirada lo abarcó todo, hasta las acuarelas caseras de las paredes y el aparato de radio que estaba sobre la cómoda. Le sugerían una mujer mayor y soltera, sin grandes inquietudes. Oyó pasos que bajaban al sótano. El piso no podía parecer vacío. Buscó el conmutador y conectó la radio. Una animada voz femenina decía, «¿Pero qué puede hacer la joven ama de casa si su mesa sólo tiene cabida para cuatro? Pedírsela prestada a una vecina con tan poco tiempo puede resultar difícil». Abrió una puerta al azar y encontró el cuarto de baño. «¿Por qué no juntar dos mesas de la misma altura? No se verá la juntura bajo el mantel. ¿Pero de dónde sacar el mantel?». Alguien, no podía ser más que la policía, tocó el timbre del sótano. «Ni siquiera tiene que pedir eso prestado si tiene un sencillo cobertor en su cama».

La furia iba guiando sus movimientos. Seguían acosándole: ya le llegaría su turno. Abrió la puerta de un armario, encontró lo que buscaba: una de esas maquinillas de afeitar que las mujeres usan para sus axilas, una barrita de jabón de afeitar, una toalla. Se puso la toalla al cuello y se enjabonó el mostacho y la cicatriz de la barbilla. Volvió a sonar el timbre. Una voz dijo, «Acaban de escuchar a Lady Mersham en su segunda charla de la serie Sugerencias para la joven ama de casa».

D. fue lentamente hacia la puerta y la abrió. Había un agente de la policía. Llevaba un arrugado pedazo de papel en la mano. Dijo, «Al ver que esto decía, "No deje leche hasta el lunes” pensé que el piso podía estar vacío y que habían olvidado apagar la luz». Se fijó atentamente en D. D. dijo, pronunciando con cuidado las palabras, como si tuviera que aprobar un curso de inglés, «Es de la semana pasada».

«¿Ha visto a algún desconocido por aquí?».

«No».

«Buenos días», dijo el hombre y comenzó a alejarse de mala gana. De pronto se volvió y dijo bruscamente, «Vaya maquinilla más curiosa que utiliza».

D. se dio cuenta que llevaba la maquinilla de la mujer en la mano. Dijo, «Sí, es la de mi hermana. Perdí la mía. ¿Por qué?».

El policía era joven. Perdió el aplomo y dijo, «Oh, bien, señor. Tenemos que andar con los ojos muy abiertos».

D. le dijo, «Perdóneme. Tengo bastante prisa».

«Está bien, señor». Vio cómo el hombre se perdía entre la niebla. Luego cerró la puerta y volvió hasta el cuarto de baño. Se había abierto la trampa, permitiéndole salir. Se limpió el jabón de la boca: ya no tenía mostacho. Había diferencia, una diferencia enorme. Le quitaba diez años de encima. La furia infundía vitalidad a sus venas. Ahora iban a probar un poco de su propia medicina. Había soportado la vigilancia, las palizas, los balazos: ahora había llegado su turno. Que aguantaran si podían. Pensó en el señor K., en la encargada y en la chiquilla muerta y al penetrar en la recargada habitación femenina, que olía a rosas marchitas, juró que desde ese momento en adelante él iba a ser el cazador, el vigilante, el tirador en las cocheras.