(3)

Tendieron cuidadosamente al señor K. en el diván: el libro piadoso quedó junto a su oreja. «Dios está en la luz de la vela que te espera en casa». Tenía un aspecto demasiado insignificante, con una marca roja sobre el puente de la nariz producida por el roce de las gafas. D. dijo, «Su médico le había dado seis meses de vida. Tenía miedo de morir de repente, enseñando entrenationo. Le pagaban dos chelines por hora».

«¿Qué vamos a hacer?».

«Fue un accidente».

«Se murió porque le disparaste: a eso le pueden llamar asesinato».

«¿Técnicamente asesinato?».

«Sí».

«Es la segunda vez. Me gustaría que me acusaran de un honrado asesinato verdaderamente premeditado, para variar».

«Siempre bromeas cuando te ves complicado en algo», dijo Rose.

«¿Ah sí?».

Rose estaba de nuevo furiosa. Cuando se irritaba era como una niña, pataleaba y rabiaba contra la autoridad y la razón. Sintió una inmensa ternura por ella porque podía haber sido su hija. Ella no le pedía un amor apasionado. Le dijo, «No te quedes ahí como si nada hubiera ocurrido. ¿Qué vamos a hacer con él, con eso?».

D. respondió suavemente, «Era lo que estaba pensando. Es sábado por la noche. La mujer de este piso puso un aviso "No deje leche hasta el lunes". Quiere decir que no volverá hasta mañana por la noche como muy pronto. Eso me da veinticuatro horas: puedo llegar a las minas por la mañana, si cojo ahora el tren ¿no?».

«Te van a detener en la estación. Ya te buscan. Además», añadió furiosa, «es una pérdida de tiempo. Ya te he dicho que no queda el menor rastro de espíritu. Se limitan a sobrevivir, eso es todo. Nací allí. Conozco aquello».

«Vale la pena intentarlo».

Rose dijo, «Puedo hacerme a la idea de que estés muerto. Pero no puedo soportar que te estés muriendo». No tenía ningún sentido del pudor: actuaba y hablaba sin reservas. La recordó caminando hacia él por el andén lleno de niebla, con el dulce en la mano. En cierto modo era imposible no amarla. Después de todo tenían algo en común. A los dos los habían zarandeado y los dos se rebelaban contra el pasivo pasado con una violencia que no les iba. Rose dijo, «No está bien decir: Hazlo por mí, como en los cuentos. Ya lo sé».

«Haría», dijo D. «muchas cosas por ti».

«Dios», dijo ella, «no finjas. Sigue siendo honrado. Por eso te quiero: por eso y por mis neurosis, mis complejos paternales y todo lo demás».

«No estoy fingiendo». La tomó en sus brazos; esta vez el fracaso no fue tan grande: estaba todo allí excepto el deseo. No era capaz de sentirlo. Era como si se hubiera convertido en un eunuco por amor al pueblo. Todo amante es, a su modo, un filósofo: es la naturaleza quien lo hace. Un amante tiene que creer en el mundo, en el valor del nacimiento. La contracepción no lo cambia. El acto de desear sigue siendo un acto de fe, y él había perdido su fe.

Rose ya no estaba furiosa. Le dijo con tristeza, «¿Qué le pasó a tu mujer?».

«La mataron por accidente».

«¿Cómo?».

«La utilizaron como rehén creyendo que era la mujer de otro. Tenían centenares. Supongo que a los guardianes todas les parecían iguales».

Se preguntó si no le chocaría a la gente de paz hacer el amor así, hablando de una esposa muerta y con un hombre muerto sobre el diván. De todas maneras no tuvo mucho éxito. Un beso delata demasiado… es mucho más difícil de falsificar que una voz. Los labios al juntarse expresaban un ilimitado vacío.

Rose dijo, «Me resulta extraño eso de amar a alguien que ha muerto».

«Le ocurre a la mayor parte de la gente. Tu madre…».

«Oh, yo no la quiero», dijo Rose. «Soy una bastarda. Por supuesto legitimada mediante matrimonio. No debería importarme, ¿no?, pero curiosamente me duele que no me quisieran, ni siquiera entonces».

Era imposible distinguir entre la piedad y el amor, sin pasar por una prueba. Se abrazaron de nuevo junto al señor K. Sobre el hombro izquierdo de ella veía los ojos abiertos del señor K. y la soltó. Dijo, «Es inútil. No soy capaz. Ya no soy hombre. Quizá algún día, cuando se haya acabado la matanza…».

Rose le dijo, «Cariño, no me importa esperar… con tal de que estés vivo». En aquellas circunstancias era una condición considerable.

D. le dijo, «Será mejor que te vayas. Asegúrate de que nadie te ve al salir. No tomes ningún taxi hasta que no estés a una milla de este sitio».

«¿Qué harás tú?».

«¿Cuál es la estación?».

Rose le dijo, «Hay un tren que sale de Euston alrededor de medianoche… Dios sabe cuándo llegará, en un domingo por la mañana… tienes que hacer transbordo… De todos modos te reconocerán».

«Sin el bigote tengo otro aspecto».

«La cicatriz sigue estando donde estaba. Eso es lo que mira la gente». Añadió, «Espera un momento», y cuando él quiso hablar le interrumpió. «Me iré. Voy a ser sensata, haré lo que tú me digas, te dejaré marchar adonde quieras. Seré completamente sensata. Pero espera un momento». Desapareció en el cuarto de baño; sus pies pisaron las gafas del señor K. Volvió enseguida, «Gracias a Dios», dijo, «que es una mujer ordenada». Tenía algodón y esparadrapo en la mano. Le dijo, «Estate quieto. Nadie va a ver esa cicatriz». Puso el algodón sobre su mandíbula y lo pegó con el esparadrapo. «Tiene un aspecto convincente», dijo, «como si tuvieras un forúnculo».

«Pero no está sobre la cicatriz».

«Ahí está el truco. El esparadrapo sobre la cicatriz. El algodón sobre tu mandíbula. Nadie pensará que ocultas algo en la barbilla». Tomó la cabeza de D. entre sus manos y le dijo, «Podría ser una buena agente confidencial, ¿no crees?».

«Tú vales demasiado para eso», dijo él. «Nadie se fía de un agente confidencial». De repente sintió una inmensa gratitud de que hubiera alguien en ese mundo en guerra, corrompido e incierto, alguien en quien pudiera confiar como en sí mismo. Era como encontrar compañía en la terrible soledad de un desierto. Le dijo, «Querida, mi amor ya no le vale a nadie, pero lo que queda de él es para ti», pero mientras hablaba sentía el tirón constante de un dolor que le unía a la tumba.

Rose dijo suavemente, como si estuviera hablando de amor, «Tienes una oportunidad. Tu inglés es bueno, aunque terriblemente literario. A veces tu acento es raro, pero sobre todo son los libros que has leído los que te delatan. Intenta olvidar que eres un profesor de lenguas románicas». Estaba acercando su mano al rostro de él cuando sonó el timbre.

Se quedaron muy quietos en medio de la pequeña habitación femenina: fue como cuando en una leyenda la muerte interrumpe al amor. El timbre sonó de nuevo.

D. le dijo, «¿No habrá algún sitio donde puedas esconderte?», pero por supuesto no lo había. «Si es la policía debes acusarme inmediatamente. No quiero verte mezclada en todo esto».

«¿Qué importa?».

«Vete y abre la puerta». Cogió al señor K. por los hombros y volvió su cuerpo para que la cara diera a la pared. Puso la colcha sobre él. Quedaba en la penumbra; no era fácil ver sus ojos abiertos; se podía pensar que dormía. Oyó abrir la puerta. Una voz dijo, «Ah, perdóneme. Me llamo Fortescue».

El desconocido entró con timidez y muy adentro: era un muchacho avejentado, con grandes entradas y chaleco cruzado. Rose intentó interponerse en su camino. Dijo, «¿Y bien?». Él repitió, «Fortescue», con débil buen humor.

«¿Quién demonios es usted?».

Parpadeó. No llevaba ni sombrero ni gabán. Dijo, «¿Sabes?, es que vivo en el piso de arriba. ¿No está Emily, quiero decir la señorita Glover, aquí?».

D. dijo, «Se ha ido fuera el fin de semana».

«Sabía que se iba a marchar, pero cuando vi la luz…». Añadió, «Dios mío, ¿qué es eso?».

«Eso», dijo Rose, «a lo que se ha referido con tanta precisión es Jack, Jack Owtram».

«¿Se siente mal?».

«Se sentirá mal después, ahora se ha desmayado. Teníamos una fiesta».

Él dijo, «Qué curioso. Emily, quiero decir la señorita Glover…».

«Llámele Emily, por favor», dijo Rose. «Aquí todos somos amigos».

«Emily nunca da fiestas».

«Nos prestó el piso».

«Sí, Sí. Ya veo».

«¿Quiere una copa?».

Eso es ir demasiado lejos, pensó D.: en este piso no hay de todo; quizá seamos náufragos, pero éste no es un naufragio de escolares en que las cosas que le hacen falta le llegan a Crusoe en el momento oportuno.

«No, No, gracias», dijo Fortescue. «En realidad no bebo».

«Debe hacerlo. Nadie puede vivir sin beber».

«Bueno, agua, por supuesto que bebo agua».

«¿Ah, sí?».

«Oh, sí, sin duda». De nuevo miró nerviosamente al cadáver que estaba sobre la cama, luego a D., que estaba como un centinela junto a él. Le dijo, «Se ha hecho una herida en la cara».

«Sí». El silencio tenía corporeidad: era lo que más se notaba allí, como si fuera el invitado de honor que se constituye en el centro de atención. Fortescue dijo, «Bueno, debo marcharme».

«¿Tiene que irse?», dijo Rose.

«Bueno, literalmente no. Quiero decir que no quisiera interrumpir una fiesta». Miró a su alrededor buscando las botellas y las copas: había algo en aquella habitación que no acababa de comprender. Dijo, «Emily no me había avisado…».

«Parece conocer muy bien a Emily».

Se ruborizó. Dijo, «Oh, somos buenos amigos. Los dos somos Groupers, ¿sabe?».

«¿Gropers?».

«No, no. Oxford Groupers[5]».

«Ah, sí», dijo Rose. «Ya sé: fiestas en las casas, en el Hotel Brown, Crowborough…». Comenzó a enumerar una retahíla de asociaciones que a D. le resultaban incomprensibles. ¿Se estaría poniendo histérica?

Fortescue resplandecía. Su rostro de muchacho avejentado era como una pantalla amplia y blanca en la cual sólo se pudieran proyectar películas selectas y debidamente censuradas para el círculo familiar.

«¿Ha estado usted alguna vez?».

«Ah, no. A mí esas cosas no me van».

Comenzó a penetrar de nuevo en la habitación, caminando hacia el diván: su estilo era líquido: tenías que tener mucho cuidado del vuelco que le daba a la conversación o inundaba el lugar. Le dijo, «Debería probar. Tenemos gente de todas clases: hombres de negocios, autoridades, una vez tuvimos entre nosotros al subsecretario de comercio de ultramar. Y, por supuesto, siempre está Frankie». Estaba casi encima del diván, explicándose ardientemente, «Es religión, pero práctica: te ayuda a triunfar, pero te hace sentirte bien con los demás. Hemos tenido un éxito enorme en Noruega».

Rose dijo, «Eso está muy bien», intentando desviarlo hacia otro sitio.

Fortescue mirando con sus ojos más bien protuberantes a la cabeza del señor K., añadió, «Y si te van las cosas mal —ya sabe a lo que me refiero— nada despeja tanto como compartirlo en… una fiesta casera. Los demás compañeros siempre comprenden. También han pasado por ello». Se inclinó un poco hacia adelante y dijo, «Tiene un aspecto muy malo… ¿están totalmente seguros?».

Era un país fantástico, pensó D. Una guerra civil no te ofrece cosas tan fantásticas como la paz. En la guerra la vida se convierte en algo sencillo: no te preocupas ni del sexo, ni de los lenguajes internacionales, ni de triunfar: lo que te preocupa es cómo vas a conseguir la próxima comida y ponerte a cubierto de los explosivos de gran potencia. Fortescue dijo, «No se sentiría mejor si, bueno, ya saben, devolviera».

«Qué va», dijo Rose, «está mejor tumbado así, muy quieto».

«Desde luego», dijo con modestia, «no sé mucho de esas cosas. De ese tipo de fiestas, quiero decir. Supongo que no aguanto bien las copas. No debería hacerlo, no debe sentarle bien. Y siendo tan mayor. Perdóneme, si se trata de un íntimo amigo de ustedes…».

«No se preocupe», dijo Rose. D. se preguntaba: ¿se marchará alguna vez? Sólo el más ardiente de los corazones podía permanecer sin helarse ante la actitud de Rose.

«Supongo que pensarán que tengo prejuicios. Es que en el Group nos enseñan a ser ascéticos, de una manera razonable». Dijo, «Me imagino que no les apetecerá subir a mi piso… Tengo agua hirviendo para el té. Venía a preguntarle a Emily…». De repente se inclinó hacia adelante y dijo, «Cielos, tiene los ojos abiertos…». Es el final, pensó D.

Rose dijo rápidamente, «¿No iría a pensar que estaba dormido, verdad?». Era casi visible una terrible sospecha que ascendía por sus ojos; luego descendió de nuevo por la simple necesidad de pisar terreno seguro. No había espacio para el crimen en el educado y falso mundo de Fortescue. Esperaron para ver qué iba a decir; no tenían ningún plan. Dijo en un susurro. «Es espantoso pensar que ha escuchado todo lo que dije de él». Rose dijo áspera y nerviosamente, «El agua de su tetera se debe haber derramado».

Les miró a los dos —uno tras otro—, algo no marchaba bien. «Sí, seguramente. No pensaba quedarme tanto rato». Volvió a mirarles como si quisiera que le tranquilizaran: esa noche podría tener pesadillas. «Sí, debo irme. Buenas noches».

Le vieron subir por las escaleras en busca de la tranquilizadora, segura y familiar oscuridad. Al llegar arriba se volvió y les saludó con la mano de manera vacilante.