Introducción
Ésta es una novela escrita en seis semanas en 1938. Me asombra pensar que por aquel entonces podía escribir habitualmente una novela en nueve meses… pero hacerlo en seis semanas… El trasfondo se lo proporcionó la Guerra Civil española pero la urgencia se la impuso el Pacto de Múnich. En aquellos tiempos en que se abrían trincheras en los prados comunales de Londres, en que se evacuaba a nuestros niños, que llevaban máscaras antigás en pequeños envases de cartulina, a hogares desconocidos en el campo, muchos de nosotros nos alistamos en una misteriosa organización llamada Officer’s Emergency Reserve que mediante anuncios buscaba a profesionales, periodistas, banqueros y Dios sabe qué más. Si escribo «misteriosa» es porque los motivos de la Reserva estaban tan rodeados de misterio como las fuerzas de la naturaleza. La emergencia pasó, pero no la Reserva; las trincheras quedaron sin terminar y los niños volvieron, pero muchos de nosotros tuvimos la incómoda sensación de que cuando llegara la guerra —lo que, sin duda, era cuestión de meses o de años— nos encontraríamos cogidos en el ejército un día, una semana después de declarada, dejando a nuestras familias sin sostén.
Por entonces estaba en plena lucha, escribiendo El poder y la gloria, pero tenía mis sospechas de que el libro no iba a dar dinero. Estaba claro que mi esposa y mis hijos no podrían vivir de un libro invendible mientras yo tranquilizaba mi conciencia en el ejército.
Así que decidí escribir otra «novela de entretenimiento» lo más rápido posible por las mañanas, mientras avanzaba lentamente en El poder y la gloria por las tardes. Para disponer de una atmósfera apropiada en la que trabajar, sin llamadas telefónicas ni llantos de niños, alquilé un estudio en Mecklenburgh Square, una deliciosa plaza del siglo dieciocho por entonces, pero que dos años más tarde voló en pedazos en su mayor parte, incluido mi estudio.
Ahora que ya tenía un lugar donde trabajar, lo único que me faltaba era una idea. La escena introductoria entre los dos agentes en el barco que cruza el Canal —les llamé D. y L. porque no quería localizar su conflicto— era lo único que tenía claro en mi mente junto a una vaga ambición de dotar de un aura legendaria a una novela contemporánea de intriga: el hombre cazado que a su vez se convierte en cazador, el hombre pacífico que se ve acorralado, el hombre que aprende a amar la justicia porque ha sufrido la injusticia. Pero no tenía mucha idea de cómo iba a ser la leyenda en términos modernos.
Recurrí por primera y última vez en mi vida a la bencedrina. Durante seis semanas comenzaba mi jornada con una tableta y repetía la dosis al mediodía. Todos los días me sentaba a trabajar sin tener ni idea de qué giro tomaría la trama y todas las mañanas escribía, con el automatismo de una tabla de escribir mesmerista, dos mil palabras en lugar de mi acostumbrada cuota de quinientas. Por las tardes El poder y la gloria seguía su curso hacia el fin con el mismo paso de plomo, sin alterarse porque aquella cosa vivaz y juvenil lo rebasara tan velozmente.
El agente confidencial es uno de los pocos libros que he escrito que me ha interesado volver a leer, tal vez porque no es realmente mío. Fue como si lo vampirizara. D., el caballeroso agente y profesor de literatura románica, no es verdaderamente un personaje mío, como no lo es tampoco Forbes, nacido Furstein, el también caballeroso enamorado. El libro avanzó con rapidez porque no tuve que lidiar con mis propios problemas técnicos: en el fondo estaba vampirizando la novela de un viejo escritor, que murió poco antes de que el estudio en que yo trabajaba volara por el aire. Todo lo que puedo decir como excusa y con gratitud hacia una sombra honorable, es que El agente confidencial es mejor como novela de intriga que la que escribió Ford Madox Ford cuando intentó el genre en Vive Le Roy.
Estaba forzando mi ritmo y sufrí las consecuencias. Seis semanas de dieta de bencedrina en el desayuno destrozaron mis nervios y mi esposa sufrió las consecuencias. A las cinco volvía a casa con las manos temblorosas, dominado por una depresión que me sobrevenía con la regularidad de una lluvia tropical, listo para sentirme ofendido por cualquier cosa y para ofender a los demás sin motivo. Durante mucho tiempo después de que pasaran las seis semanas tuve que continuar con dosis cada vez menores para acabar con el hábito. La carrera de escritor tiene su propia y curiosa forma de infierno. A veces, cuando me pongo a recordar, pienso que aquellas semanas de bencedrina fueron más responsables de la ruptura de mi matrimonio que la separación motivada por la guerra.
La ansiedad que me llevó a escribir tan rápidamente tuvo un final irónico. Me convocaron para presentarme ante un tribunal en el invierno de 1939, habían pasado unas cuantas semanas de falsa guerra antes de que las autoridades llegaran a la letra G. Ya habían pasado los días de las manos temblonas; me dieron un Apto en salud y me presenté ante el tribunal, formado, según recuerdo, por un mayor-general y dos coroneles. Se les veía confusos ante el informe sobre mí y sabían tan poco como yo de qué pretendía hacer una Officer’s Emergency Reserve de hombres sin entrenamiento. Con cierto pathos, el general me preguntó, «¿Cómo se visualiza usted?». Murmuré algo acerca del primitivo anuncio de la Reserva, que mencionaba a los periodistas entre las categorías de hombres requeridas. Yo había sido periodista.
«Sí, sí», dijo el general con una falta de interés completa, «¿pero cómo se ve usted?».
Los tres me miraban con ansiedad. Me di cuenta de que contenían el aliento y sentí cierta simpatía por lo que habían tenido que soportar, día a día, mis compañeros reservistas comprendidos entre la Ab y la Go. Creo que temían que les iban a hacer sufrir de nuevo con aquella palabra, «Inteligencia». Se echaron un poco hacia adelante en sus asientos y tuve la impresión de que me ofrecían, en su desesperado aburrimiento, una baraja con una carta marcada. Decidí ayudarles. Tomé la carta marcada y dije, «Supongo que… Infantería».
Uno de los coroneles dio un suspiro de alivio y el general dijo con placer no disimulado «Me parece que no necesitamos preguntarle al señor Greene nada más, ¿verdad?».
Los vi tan contentos que pensé que podría hacerles una pequeña petición. Necesitaba unos meses para completar El poder y la gloria. ¿Podría retrasarse unos meses mi llamamiento a filas?
El general estaba radiante. Claro que podría disponer de esos preciosos meses: «¿Le parece bien hasta junio? Procure mantenerse entre tanto en forma, señor Greene. Lo que quiero decir es…». (Noté como se esforzaba buscando el mot juste) «lo que quiero decir es que cuando tenga que tomar un autobús vaya andando». Resulta curioso pensar que fue en aquel mundo en el que nacieron los comandos.
Al final la infantería no tuvo que soportar mi ineficacia. Porque ni siquiera en la escuela me dejaban participar en los desfiles importantes ya que no era capaz de armar la bayoneta y luego, más tarde, el comandante de un curso de Inteligencia renunció a la idea de que yo pudiera conducir alguna vez una bicicleta. ¿Un curso de Inteligencia? Estaba claro que no era fácil escapar durante la guerra del abrazo tentacular de la Inteligencia.
Hay cosas que me gustan en este libro: por ejemplo los apuros de un agente con escrúpulos, que no se fía de su partido y que comprueba que éste tiene razón de no fiarse de él. En este caso se trataba de los apuros de un comunista (aunque en realidad D. no tiene carnet del Partido). Un escritor que es católico no puede evitar sentir cierta simpatía por cualquier fe vivida con sinceridad y me complació cuando, veinte años después, Kim Philby citó esta novela al explicar su actitud hacia el estalinismo. Esto parecía indicar que no andaba completamente desorientado, aunque cuando la escribí nada sabía acerca del trabajo de los Servicios de Inteligencia.
Hay otros momentos que me parecen propios de un período posterior: seguramente la banda de delincuentes de Woolhampton, que ayuda a D. a sabotear la mina y los trabajos de sus padres sólo por divertirse, pertenece al período de postguerra, al igual que el horrible hotel de Southcrawl llamado El Lido, con sus diversiones organizadas, que se parecía al campamento de recreo de Butlin, en Clacton, donde muchos años después Edward Ardizzone y yo pasamos dos días extraordinarios antes de hacer secretamente las maletas y escapar de las chaquetas rojas de los monitores de los comedores, que con patriótica lealtad se llamaban Gloucester y Kent, y del mar gris al que nadie se acercaba. Al señor Forbes se le ocurrió la idea mucho antes que al señor Butlin. «Lo anunciamos como un crucero por tierra. Un secretario para organizar los juegos. Conciertos. Gimnasio. Los jóvenes son bien recibidos: los recepcionistas no se preocupan si el anillo está recién comprado en Wolworth’s». También hay piscina y cuando D. pregunta por el mar, el señor Forbes lo descarta en un estilo muy a lo Butlin. «No está climatizado».
Éste es un ejemplo frívolo de algo que uno no se atreve a pensar muy a fondo. Dunne ha escrito en An Experiment with Time sobre los sueños que extraen sus símbolos tanto del futuro como del pasado. ¿No es posible que un novelista haga lo mismo, no procede una gran parte de su trabajo de la misma fuente de los sueños? Es una idea inquietante. ¿Estaba Zola extrayendo «recuerdos» de su propia muerte, sofocado por las emanaciones de un brasero, al describir a los mineros aprisionados que mueren al respirar aire envenenado? Quizá le valga más a un escritor no volver a leer sus libros. ¿Por qué describí a D. en 1938 escuchando una charla radiofónica sobre el problema de Indochina? ¿Era ese problema tan grave entonces como para llegar a la radio inglesa? Pasarían seis años antes de que empezara allí la guerra y el problema se me presentara con toda su crudeza mientras estaba de pie, inmovilizado por el espanto, junto al canal repleto de cadáveres del Vietminh, cerca de la catedral de Phat-Diem.