(2)
El señor K. ya no era capaz de defenderse. Salió del taxi sin decir ni una palabra y bajó por las escaleras del sótano. D. encendió la luz en el pisito y prendió el gas; inclinado sobre la llama con la cerilla entre los dedos se preguntó si realmente iba a cometer un asesinato. Le parecía que sería una mala suerte para Glover, quien quiera que fuera: el hogar de una persona tiene una especie de inocencia. Cuando la fachada de una casa se viene abajo por una explosión y deja al descubierto la cama de hierro, las sillas, los horribles cuadros y el orinal, tienes la sensación de que se ha producido una violación: la intrusión en casa de un extraño es un acto de lujuria. Siempre terminas obligado a copiar lo que hace tu enemigo. Lanzas las mismas bombas: quiebras las mismas vidas privadas. Se volvió con súbita furia hacia el señor K. y le dijo, «Usted se lo ha buscado». El señor K. retrocedió hasta el diván, se sentó. Sobre su cabeza había una pequeña estantería con unos pocos y mezquinos volúmenes encuadernados en marroquín, sin consistencia: la insignificante biblioteca de una mujer devota. «Le juro que yo no estaba allí».
«¿Me va a negar que ella y usted se proponían quitarme los documentos?».
«Le habían desautorizado».
«Ya sé todo eso». Se le acercó; ése era el momento de golpearle en la cara, de descargar su rabia; hacía unos días le habían enseñado cómo se apalea a un hombre. Pero no podía hacerlo. Tocar a K. significaba establecer una relación… su boca se estremeció de asco. Le dijo, «Su única posibilidad de seguir vivo es que hable con toda franqueza. Les han comprado a los dos, ¿no es así?».
Las gafas del señor K. cayeron sobre el diván: las buscó a tientas sobre el paño de ganchillo. Dijo, «¿Cómo íbamos a saber que usted no se había vendido ya?».
«No había otra manera, ¿no?».
«Ellos no se fiaban de usted, ¿si no por qué iban a utilizarnos?».
Le escuchó con los dedos sobre el revólver. Si eres el jurado a la vez que el juez —y también el abogado— tienes que dar todas las oportunidades: tienes que ser justo, aunque todo el mundo esté lleno de prejuicios. «Siga».
El señor K. se envalentonó. Sus ojillos de párpados enrojecidos miraron hacia arriba, tratando de ver con claridad; movió los músculos de la boca formando una sonrisa taimada. Dijo, «Y entonces usted se comportó de un modo muy extraño, ¿no es verdad? ¿Quién nos podía decir que no se había vendido a algún precio?».
«Es verdad».
«Cada cual tiene que cuidar de sí mismo. Si usted se había vendido no sacaríamos nada en limpio».
Era una revelación bastante espantosa acerca de la depravación humana. El señor K. era más soportable cuando estaba asustado, encogido… Le había vuelto el valor. «No es bueno que lo dejen a uno atrás. Después de todo ya no queda esperanza», dijo.
«¿No hay esperanza?».
«No tiene más que leer el periódico de la tarde. Nos han derrotado. Usted mismo sabe cuantos ministros han desertado. ¿No se irá a creer que no sacan algún provecho?».
«Me pregunto cuánto saca usted».
El señor K. encontró sus gafas y cambió de sitio en el diván. Había perdido casi por completo el miedo; tenía una expresión de astucia vieja y escurridiza. Dijo, «Sabía que tarde o temprano llegaríamos a esto».
«Lo mejor será que me lo cuente todo».
«Si quiere usted una parte», dijo el señor K., «no va a ser posible. Ni siquiera aunque yo quisiera…».
«Supone que no habrá sido tan tonto como para venderse a crédito, ¿no es eso?».
«Son demasiado listos como para ofrecerle dinero a un hombre como yo».
D. se sintió confundido. Dijo con incredulidad, «¿Quiere decir que no le han pagado nada?».
«Lo que yo tengo es un documento. Firmado por L.».
«Nunca creí que fuera tan imbécil. Si lo que quería eran sólo promesas nosotros podríamos haberle hecho tantas como ellos».
«No es una promesa. Es un nombramiento. Firmado por el Rector. No sé si sabe que han nombrado a L. rector. Aunque en su época no lo fuese». Sonaba como si no se sintiese plenamente seguro.
«¿Rector de qué?».
«De la Universidad, por supuesto. Me han nombrado profesor. Estoy en la Facultad. Puedo volver otra vez a nuestro país».
D. se echó a reír, no pudo contenerse, pero detrás de su risa había repugnancia. Ésa iba a ser la civilización del futuro, la erudición del futuro… Dijo, «Es consolador pensar que si le mato a usted estoy matando al profesor K.». Tuvo una repulsiva visión de un mundo entero de poetas, músicos, eruditos, artistas —con gafas de montura de acero, ojos inyectados en sangre y aventajados cerebros de traidor— supervivientes de un mundo arcaico, enseñando a los jóvenes útiles lecciones de traición y dependencia. Sacó el revólver del secretario. Dijo, «Me pregunto a quién nombrarán en su lugar». Pero sabía que podrían escoger entre centenares.
«No juegue así con un revólver. Es peligroso».
D. dijo, «Si volviera ahora al país le llevarían ante un tribunal militar y le condenarían. ¿Por qué cree que puede escapar, por estar aquí?».
«Bromea», dijo el señor K. intentando sonreír.
D. abrió el revólver: había dos balas.
El señor K. gritó histéricamente, «Me dijo que si no había matado a la chica estaría a salvo…».
«¿Y bien?». Cerró de nuevo el tambor.
«No la maté. Sólo telefoneé a Marie».
«¿Marie? Oh, sí, la encargada. Siga».
«L. me dijo que lo hiciera. Llamó desde la embajada. Me indicó, "Dígale que haga lo que pueda"».
«¿Y usted no sabía lo que significaba eso?».
«Con exactitud, no. ¿Cómo iba a saberlo? Lo único que yo sabía es que ella tenía un plan… para que le deportaran. Nunca intentó que pareciera un asesinato. Fue cuando la policía leyó el diario… todo encajaba. Estaba también lo que usted dijo, que se la iba a llevar».
«Sabe usted muchas cosas».
«Marie me lo dijo después. Le llegó como una revelación. Quiso simular un robo. Y luego la chica, que se mostró insolente. Pensó en darle un susto y luego perdió los estribos. Es que se pone furiosa y no se controla. No se controla en absoluto». Volvió a ensayar una sonrisa. «Es sólo una chica», dijo, «una entre miles». En nuestro país mueren todos los días. Es la guerra. Algo que vio en el rostro de D. le hizo añadir apresuradamente, «Eso es lo que decía Marie».
«¿Y usted qué dijo?».
«Ah, yo me opuse».
«Antes de que lo hiciera, ¿estaba usted en contra?».
«Sí. No, no, quiero decir… después. Cuando la vi después».
D. dijo, «No le creo. Lo que cuenta suena a falso».
«Le juro que no estuve allí…».
«Sí, le creo. Usted no tiene temple. Se lo dejó hacer a ella».
«Es a ella a quien usted busca».
«Tengo prejuicios», dijo D. «en eso de matar mujeres. Pero ella lo pasará mal cuando encuentren su cadáver… Empezará a hacerse preguntas, le inquietará cualquier ruido. Además únicamente me quedan dos balas. Y no sé cómo conseguir más». Quitó el seguro.
«Estamos en Inglaterra», chilló el hombrecillo gris como si quisiera convencerse. Comenzó a incorporarse y tiró un libro de la estantería: cayó sobre el diván, un librito de versos devotos con Dios en letras mayúsculas. Era cierto que estaban en Inglaterra; Inglaterra era el diván, la papelera forrada con viejos grabados de flores, el mapa Sepeed enmarcado y los almohadones; la atmósfera extranjera tiraba de la manga de D. urgiéndole a que lo dejara. Le dijo con furia, «Quítese de ese diván».
El señor K. se levantó, trémulo. Dijo, «¿Va a dejar que me vaya?».
Años de vida académica te pueden convertir en un buen juez; pero no en un buen verdugo.
«¿Por qué no L.?», imploró el señor K.
«Ah, ya me las veré con L. alguna vez. Pero es que él no es de los nuestros».
La diferencia era real; no se puede odiar de la misma manera a una pieza de museo.
El señor K. le tendió las manos manchadas de tinta con aire de súplica. Dijo, «Si usted supiera no me lo reprocharía. La vida que he llevado. Oh, escriben libros sobre la esclavitud». Comenzó a llorar, «A usted le da pena ella, pero en cuanto a mí, "dijo”, a mí…». Le fallaban las palabras.
«Entre por esa puerta», dijo D. Desde fuera no se podía ver el cuarto de baño. Tenía ventilación pero no ventana. La mano que sostenía el revólver temblaba ante el horror inminente. Le habían zarandeado de un lugar a otro… ahora le tocaba a él. Pero el miedo le estaba volviendo: el miedo ante el dolor de los otros, sus vidas, sus desesperaciones individuales. Estaba condenado, como un escritor creativo a la compasión… Dijo, «Vamos. De prisa» y el señor K. comenzó a retroceder a trompicones. Buscó en su cerebro una broma despiadada. «Nos falta la tapia de un cementerio…», pero se calló. Uno sólo puede bromear acerca de su propia muerte. La muerte de los otros es importante.
El señor K. dijo, «Ella no pasó por todo lo que yo he pasado… cincuenta y cinco años de esto… Y luego tener seis meses por delante y ninguna esperanza».
D. intentaba no escuchar, de todas formas no comprendía. Siguió al señor K, apuntándole con repulsión con el revólver.
«Si a usted sólo le quedaran seis meses de vida, ¿no buscaría un poco de comodidad…?». Las gafas se le cayeron de la nariz y se hicieron pedazos. «Respeto», añadió con un sollozo. Dijo, «Siempre soñé con que un día… la Universidad». Ahora estaba en el cuarto de baño, retrocediendo y mirando sin ver hacia donde suponía que estaba D., de espaldas al lavabo. «Y luego el médico dijo que seis meses…». Lanzó un grito de angustia como un perro… «morir al pie del cañón… con ese idiota de Oxford Street… bona matina, bona matina… frío… el radiador nunca funciona». Ahora desbarraba, decía las primeras palabras que se le ocurrían como si supiera que mientras hablara estaría a salvo; y cada palabra que salía de aquel atormentado y pequeño cerebro llevaba la horrible impronta de la pequeña oficina, del cubículo, del radiador frío, de la lámina en la pared: «un famil gentilbono». Dijo, «El viejo caminando furtivamente de un lado para otro con sus zapatos de suela de goma… Cuando me dolía tenía que disculparme en entrenationo… si no, la multa… sin cigarrillos durante toda una semana». Con cada palabra que decía volvía a la vida… y el condenado no debe volver a la vida: debe estar muerto mucho antes de que el juez dicte sentencia. «¡Basta!», dijo D. La cabeza del señor K. giró como la de una tortuga. Los ojos ciegos miraban en una dirección equivocada. «¿Puede usted culparme?», dijo. «Seis meses en mi país… como profesor». D. cerró los ojos y apretó el gatillo. El ruido y la sacudida del arma le cogieron de sorpresa: hubo un ruido de cristales rotos y en algún lugar sonó un timbre.
Abrió los ojos: había fallado; tenía que haber fallado. El espejo de la bañera estaba roto a un pie de la vieja cabeza del señor K. El señor K. estaba de pie parpadeando, con aspecto de perplejidad… alguien llamaba a la puerta. Una bala perdida.
D. dijo, «No se mueva. No haga ruido. No fallaré la segunda vez» y cerró la puerta. De nuevo estaba solo junto al diván, escuchando la llamada a la puerta del sótano. Si era la policía, ¿qué iba a hacer con una sola bala? De nuevo se hizo el silencio en todas partes. El librito yacía abierto sobre el diván:
«Dios está en la luz del sol,
Por donde revolotean las mariposas,
Dios está en la luz de la vela,
Que te espera en casa».
El absurdo poema estaba como grabado con cera en su cerebro. No creía en Dios, no tenía casa: era como el conjuro de una tribu salvaje, que produce efecto hasta en los espectadores más civilizados. ¡Toc! ¡Toc!
¡Toc!, y luego otra vez el timbre. ¿Era una amiga de la dueña, la propia dueña? No, ella tenía una llave. Debía ser la policía.
Avanzó lentamente a través de la habitación, revólver en mano. Se olvidó del revólver como se había olvidado de la maquinilla de afeitar. Abrió la puerta como un condenado.
Era Rose.
«Claro. Lo había olvidado. Te di mi dirección, ¿no?». Miró por encima del hombro como si esperara ver a la policía, o a Forbes.
Ella dijo, «He venido a contarte lo que dice Furt».
«Ah, sí, sí».
Rose dijo, «¿No habrás cometido ningún disparate, verdad?».
«No».
«¿Entonces por qué andas con el revólver?».
«Creí que era la policía».
Entraron en la habitación y cerraron la puerta de fuera. D. no perdía de vista el cuarto de baño. No valía la pena, sabía que nunca sería capaz de disparar. Podía ser un buen juez pero nunca sería un verdugo. La guerra te endurece pero no hasta ese extremo: de su cuello colgaban, como un albatros muerto, las lecciones de lenguas románicas, la Canción de Roland, el Manuscrito de Berna.
Ella dijo, «¡Qué extraño estás! Pareces más joven».
«El bigote…».
«Por supuesto. Estás mejor así».
D. dijo con impaciencia, «¿Qué dijo Furt?».
«Han firmado».
«Pero eso va contra sus propias leyes».
«No han firmado un contrato directo con L. Las leyes siempre se pueden burlar. El carbón irá por Holanda…».
Tuvo una sensación de completo fracaso; ni siquiera había sido capaz de matar a un traidor. Rose dijo, «Tienes que marcharte. Antes de que te encuentre la policía». Se sentó en el diván con el revólver colgando entre las rodillas. Preguntó, «¿Forbes firmó también?».
«No puedes culparle». Sintió otra vez la curiosa picadura de los celos. Rose dijo, «No le gustó».
«¿Por qué?».
«¿Sabes?, a su manera es honrado. Puedes fiarte de él cuando las cosas se complican».
D. dijo pensativamente, «Me queda otro disparo».
«¿Qué quieres decir?». Parecía asustada. Miraba al revólver.
«Ah», dijo, «no me refiero a ése. Me refiero a los mineros. A los sindicatos. Si supieran lo que realmente significa ¿no harían…?».
«¿Qué?».
«Algo».
«¿Y ellos qué pueden hacer?», dijo Rose. «No tienes ni idea de como están por allí las cosas. No has visto en tu vida una aldea minera cuando todos los pozos están cerrados. Has vivido en una revolución: has oído demasiados vivas, gritos y ondear de banderas». Añadió, «He estado con mi padre en uno de esos lugares. Viajábamos, con un miembro de la familia real. No queda ningún espíritu».
«Entonces, ¿es que te importan?».
Rose dijo: «Claro que sí. ¿No era mi abuelo…?».
«¿No conoces a algún obrero allí?».
Rose dijo, «Mi vieja nodriza vive allí. Está casada con un minero. Pero mi padre le pasa una pensión. No vive tan mal como los demás».
«Cualquiera sirve para empezar».
«Sigues sin entender. No puedes andar por ahí echando discursos. Te meterán en la cárcel enseguida. Te buscan».
«No me voy a dar por vencido todavía».
«Escucha. Podemos sacarte clandestinamente del país de alguna forma. Con dinero se consiguen muchas cosas. Por un puerto pequeño. Swansea…».
La miró fijamente. «¿Te gustaría eso?».
«Entiendo de sobra lo que quieres decir. Pero yo quiero a un hombre vivo: no muerto ni encerrado en la cárcel. No podría seguir amándote ni un mes si te murieras. No soy de ese tipo. No puedo ser fiel a gente que no veo. Como tú». Él jugueteaba ensimismado con el revólver. Rose le dijo, «Dame eso… No puedo soportarlo…».
Se lo dio sin pronunciar palabra. Era su primer gesto de confianza.
Rose dijo, «¡Dios! Cómo huele. Aquí ha pasado algo. Lo has usado. Has matado…».
«Ah, no. Lo intenté pero no fui capaz. Supongo que soy un cobarde. A lo único que acerté fue al espejo. Eso es mala suerte, ¿no?».
«¿Fue justo antes de que llegara?».
«Sí».
«Oí algo. Pensé que sería el escape de un coche».
D. dijo, «Afortunadamente aquí nadie conoce el verdadero ruido».
«¿Entonces dónde está?».
«Ahí dentro».
Rose empujó la puerta. El señor K. debía de haber estado escuchándolo todo: penetró en la habitación de rodillas. D. dijo sombríamente. «Aquí tienes al profesor K.». Luego el hombre cayó de lado, con las rodillas dobladas hacia el pecho. D. dijo, «Se ha desmayado». Rose se inclinó sobre K. y lo miró con repugnancia. Preguntó, «¿Estás seguro de que fallaste?».
«Claro, por completo».
«Porque», dijo ella, «está muerto. Cualquier tonto puede comprobarlo».