9

 

 

La total oscuridad no le permitía ver lo que pasaba, aunque sí que podía escuchar. No hubiera preferido ni ver ni escuchar, ya que los gritos de Nico eran insoportables; ni siquiera debería tener el calificativo de gritos, sino de aullidos desesperados. Tales aullidos parecían venir de otra habitación, ya que sonaban hueco, alejados.

No podía moverse, no podía taparse los oídos y dejar de escuchar, ya que estaba totalmente inutilizada. Notaba como le apretaban las muñecas y los tobillos e incluso la cabeza, pero no sabía en qué posición estaba; si tumbada o colgada. Intentó olvidar los gritos provenientes del otro lado e intentó pensar en lo que había ocurrido, dar un repaso a los últimos acontecimientos vividos. ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Por qué ellos? ¿Estarán bien Virginia, Tommy, David y Frank?, se preguntó. Empezó a recordar en qué momento desaparecieron Tommy y Frank: ellos estaban buscando una salida (y este túnel parece un laberinto), los otros también. Ella intentó abrir una puerta, pero no lo conseguía; David y Nico lo intentaban con otra. Entonces, cuando Virginia, Tommy y Frank buscaban una posible salida en la otra pared, y Virginia se acercó a ella para ver si se podía abrir aquella condenada puerta; Tommy y Frank desaparecieron, se esfumaron como por arte de magia y nadie se dio cuenta, solamente se escuchaban sus voces llamándonos.

Después, una suave brisa salida de no se sabía dónde, apagó las antiguas antorchas de la pared; y justo en el momento en el que se apagaron los mecheros que habían encendido, desapareció David sin dejar rastro. Sus gritos eran insoportables, inhumanos. Virginia, Ivonne y Nico lo llamaron, pero no respondía; solamente se dignaba a gritar y llorar.

Después, el silencio llenó la oscuridad y Virginia se acurrucó en el suelo.

–Esto no está pasando,… cálmate,… tranquila… no pasa nada –se decía.

–¡Tenemos que salir de aquí! ¡Nico busca una salida! –Gritó Ivonne histérica.

–¡Ya lo he intentado y no hay ninguna salida! –gritó Nico histérico también.

Los mecheros se volvieron a apagar. Ivonne se acercó a Virginia en silencio y le tocó el hombro para tranquilizarla.

–¡Aaaah! –gritó Virginia manoteando y apartándose de Ivonne, ya que no la veía.

–Soy yo, cariño. ¡Tranquilízate! –La abrazó un momento y le dio un beso en la frente haciéndose notar.

–Estoy tranquila, es sólo que me has asustado. –Virginia la apretó más contra sí.

–Encended los mecheros, voy a tantear la pared –dijo Nico y comenzó a tantear con ambas manos.

–Espera, yo te lo enciendo. Virginia enciende el tuyo. Yo estaré con Nico, para que pueda ver. Dejó de abrazarla y se puso en pie.

–No deberíamos separarnos –dijo Virginia asustada.

–No pasa nada, cariño; estaré cerca de ti.

–¡Vamos, date prisa! Quiero salir ya de aquí –dijo Nico alterado–. ¿Saben? Esto me recuerda a las películas de terror. La verdad es que me siento como un estúpido haciendo esto. Me gustaría atravesar esta pared y salir de esta maldita habitación.

Otra suave brisa corrió por la estancia y los mecheros volvieron a apagarse. Ahora fue Virginia a la que se oyó gritar, pero sólo fue un pequeño grito, que llenó el vacío para luego desvanecerse sin dejar constancia, como si se estuviera alejando por un largo pasillo.

–¡Virginia! ¿Dónde estás? –gritó Ivonne palpando la pared donde había estado apoyada su amiga. No obtuvo  respuesta, así que se giró hacia donde había estado Nico y pudo ver la silueta del chico gracias a la pequeña llama del mechero que este sostenía en su mano–. ¿Y ahora qué hacemos?

Nico se giró para ver qué había sucedido y se acercó a su amiga con paso lento y sin decir nada, como pensando en la respuesta a su pregunta o buscando una posible solución que los llevara fuera de aquella estancia, que sin ninguna puerta, se había tragado a la mayoría de sus amigos.

Ahora solamente quedaban él e Ivonne y aquella suerte de paredes lisas.

Ivonne lo observaba acercarse con aire pensativo y a ella también le voló la imaginación a la espera de una respuesta por parte de su amigo. Se apoyó en la pared y se deslizó  dejándose caer hasta quedar sentada. Y comenzó a pensar que quizás, el sistema de la habitación era como en las películas de aventuras donde se buscan tesoros dentro de una pirámide egipcia y las paredes se abrían y se cerraban por medio de claves o empujando una parte determinada de la pared. O quizás estaban a merced de algún loco depravado con ese tipo de sistemas que sólo él sabría utilizar y se los iba llevando poco a poco.

–No lo sé,… esperar supongo –respondió él tomando el hilo de la conversación cuando hubo terminado de acercarse a su amiga. Se agachó y la abrazó. 

Permanecieron así por un momento y luego se volvió a hacer la oscuridad y esta vez por mucho más tiempo, ya que el gas de los mecheros se había terminado.

–No tengas miedo, yo estoy contigo. No te dejaré. –Seguían abrazados, como si fueran uno solo; la apretó con más fuerza y notó que ella temblaba un poco–. Yo te protegeré, no te preocupes.

Se quedaron en silencio abrazados e Ivonne  dejó de temblar; sólo se escuchaban sus respiraciones acompasadas, y como con una suave melodía, se quedaron dormidos. Sus cuerpos inertes, se fueron amoldando uno con el otro y ahora, Ivonne estaba apoyada en Nico a modo de almohada. Su cabeza en el hombro de él, pero cuando ella despertó al cabo de un buen rato, ya no estaba apoyada en el hombro de su amigo, si no en el suelo encogida en posición fetal y con ambas manos debajo de su cabeza. Ella lo llamó, pero no obtuvo respuesta e ignoraba el tiempo que había permanecido allí dormida. Volvió a llamar a Nico, por si  se había movido durante el sueño y estaba durmiendo en otro lado de la estancia. Nada. Comenzó a levantarse y a tantear el suelo buscando algún indicio de su amigo.

–¿Nico? ¡Despierta Nico! –gritó para que él la oyera, pero siguió sin respuesta.

Al ver que no respondía, se dio cuenta de que estaba sola en aquel lugar oscuro.

Recorrió todas las paredes buscando una salida a sabiendas de que era un imposible, ya que tanto ella como sus amigos ya habían estado buscándola sin ningún éxito. Su respiración se iba agitando a medida que caminaba, o mejor aún, arrastraba los pies paso a paso tanteando cada centímetro de pared con el corazón en la boca. Sin saber cómo, y pasito a pasito, se metió por un pasadizo que la llevó a otra estancia  mucho más amplia; donde la iluminación, aunque dejaba ver, seguía siendo escasa. Volvió a llamar a Nico, pero tampoco hubo respuesta.Se detuvo en medio de aquella angosta sala, ya segura de la desaparición de su amigo, e hizo un barrido en la estancia con la mirada. En la parte central de la misma, había un púlpito de metro y medio de alto por dos y medio de largo aproximadamente, éste tenía argollas con correas a la altura de los pies, las manos y la cabeza; detrás del púlpito, habían una cortinas de un color oscuro que no pudo distinguir por la escasa luminosidad del lugar; dos antorchas antiguas colgaban a los lados de las cortinas, y aunque estaban encendidas, no trasmitían demasiada luz.

De repente y en medio de su reconocimiento, algo la empujó sobre el púlpito, que se hallaba justo enfrente de ella y se golpeó en la cabeza. El fuerte golpe hizo que se desmayara y se quedara inconsciente durante un rato. Fueron esos horribles gritos los que la despertaron de su letargo. El sufrimiento y los alaridos de alguien a quien no reconoció al despertar, sino que tuvo que escuchar por un momento para saber que se trataba de su amigo Nico. Notó entonces que no podía ver ni tampoco moverse. Se sentía aprisionada; los tobillos, las muñecas y la cabeza estaban fuertemente atados.

Algo pareció moverse en la habitación. No lo podía ver, pero lo notaba; lo sentía. No estaba sola, había alguien allí, con ella, y eso la asustó; porque sabía que no eran sus amigos–. ¿Quién anda ahí? –preguntó asustada, pero no hubo respuesta, solamente un ligero silbido. Aquel sonido hizo que se asustara aún más y no pudo impedir que su cuerpo comenzara a temblar; ni que su boca se secara, ni siquiera se pudo secar las gotas de sudor que le corrían por la frente.

Después, una tenue luz bañó el lugar y dejó entrever donde se hallaba. Ella estaba alzada, pero apoyada a algún tablero o a la pared; ya podía ver que sus pies no tocaban el suelo. Alcanzó a ver el púlpito en el que se había golpeado; pero esta vez lo veía más alejado, como más cerca de la pared de enfrente y ya pudo divisar el color de las cortinas, que eran rojas (o puede que moradas). A  ambos lados del púlpito, habían dos candelabros más adicionales de pie y que le daban a la estancia más claridad. En el centro de la sala se dibujaba un círculo que contenía dentro de sí, una estrella de cinco puntas formada por dos triángulos equiláteros superpuestos. Cruces invertidas adornaban el exterior de dicho círculo y parecían estar señaladas por las puntas de la estrella. Continuó su expedición visual, algo más calmada, y pudo ver que a su derecha había un artilugio muy raro; como los de esas películas en las que torturan a la gente. Estaba compuesto por: una rueda gigante de aproximadamente dos metros de diámetro; esta tenía una abrazadera a cada lado –para las muñecas– pensó Ivonne; en el suelo, dos tacos altos de madera con una correa cada uno (para los pies) y a un lado de la rueda, se podía ver una gran manivela; acorde con el tamaño del enorme piñón.

Pensó en la utilidad del artilugio y se llenó de espanto.

Después, giró la cabeza hacia la izquierda intentando divisar lo que había por ese lado. Y un sudor frío recorrió su cuerpo cuando vio a su amigo David colgado. Sus manos y sus piernas formaban una equis humana. Cada brazo y cada pierna atada a una cuerda diferente. Estaba de espaldas y desnudo. Su cabeza ladeada colgaba del cuello; su espalda sangrando y totalmente marcada, como si lo hubieran azotado; sus nalgas manaban sangre y un palo grueso subía desde el suelo para introducirse por su ano. A Ivonne le recordó aquella historia de Bram Stoker sobre Drácula o Vlad Tepes  al cual conocían como el “empalador”; este se dedicaba a meter palos por el ano y se los sacaba por la boca a todo aquel que le faltaba al respeto o que lo traicionaba. Un príncipe  sádico que mató a mucha gente; aunque ella no estaba muy segura de si era una historia real o simplemente una leyenda creada por el escritor.

Ella comenzó a gritar y llorar como si eso que estaba viendo no fuera real; como si perteneciera a uno de los capítulos de aquel libro que leyó. Luego, la impresión de ver a su amigo en tales circunstancias la hizo perder el conocimiento y otra vez volvió la oscuridad.

Cuando despertó, ya no estaba David en el aparato de tortura, ni se escuchaban los alaridos de Nico; parecía haber sido una pesadilla, aunque una parte de ella sabía que era real. Recorrió la sala con la vista y se detuvo en el púlpito; en él yacía el cuerpo sin vida de David cubierto de los pies hasta el cuello por una tela de un rojo vivo. Comenzó a llorar por su amigo, pero también lloraba por ella misma y por el resto de amigos, los cuales no sabía qué suerte habrían corrido. Quería morirse, si es que nunca podría salir de aquel horrible lugar con vida. Temía la forma en que podría morir. Viendo como habían matado a su amigo, ella podría correr la misma suerte y morir de una forma horrible. Se sentía tan débil y asustada, que daría su alma al diablo.

–No Ivonne, no pienses así –le dijo una voz femenina que tardó en reconocer–. Tienes que ser fuerte. Resiste Ivonne, por favor. Si te rindes él te vencerá y se quedará con tu alma.

–¿Virginia? ¿Eres realmente tú o me estoy volviendo loca? –preguntó Ivonne desesperada.

–Sí boba. Soy realmente yo; tu amiga Virginia.

–¿Dónde estás, Virginia? –Levantó la cabeza para buscarla, pero no vio a nadie–. No puedo verte.

–¡Tranquilízate! Pronto me verás y a Tommy también; estamos en el túnel y ahora iremos en tu busca. ¡No desesperes!

–¿Y cómo es que puedo oírte? ¿Seguro que no estoy loca? ¿No serás mi subconsciente? –volvió a preguntar Ivonne.

–No… –respondió Virginia riéndose–, es que yo en este lugar me puedo comunicar por telepatía. Tranquila. ¿Eh? Que ya vamos.

–De acuerdo, pero no me dejes sola. Sigue hablándome.

Virginia le fue contando cómo había encontrado a Tommy y que él había vuelto al túnel para rescatarlos, acompañado de una psiquiatra, que se llama Bianca y un policía, que se llama José. Le fue hablando de las cosas agradables que harían cuando salieran de aquel maldito lugar y le dijo con toda seguridad que acabarían con el que les estaba haciendo todo aquello.

La moral de Ivonne se fue recuperando. Cerró los ojos y se concentró en estar bien; en relajarse como le había dicho Virginia y  escuchó su parloteo. Ya no se sentía sola; ya no tenía miedo. Sus amigos estaban cerca y la iban a rescatar. Y a Nico también; además, se habían traído refuerzos. Sólo esperaba que Nico no estuviera muerto, que hubiera resistido a lo que le podían haber hecho, ya que David no lo había superado; esos cabrones se lo habían cargado. Pero no quiso pensar en David, para no preocupar a Virginia. “¿Lo sabría ella ya?”, se preguntó. Continuó con los ojos cerrados, porque en esa oscuridad se sentía acompañada; ahora, cada vez más, notaba la presencia cercana de sus amigos, quienes estaban acompañados de otras dos personas. No quiso volver a abrir los ojos–. Permaneceré así hasta que ellos estén a mi lado –se dijo así misma; se lo dijo a su subconsciente, para que él se encargara de mantenerla tranquila. Sí, el subconsciente, esa parte de nosotros que nos habla en nuestros sueños; la que nos dice lo que está bien o está mal. Encargada de trastornarnos o librarnos de los temores, de tranquilizarnos.

Una puerta pareció abrirse emitiendo un sonido sordo, como si se hubiera abierto un envase al vacío; Tommy lo agarró y lo metió por aquella nueva apertura, que se divisaba apenas, gracias a la tenue luz que emitía el mechero.

Ambos notaron que aquel hueco en la pared desapareció y se volvieron para llamar a sus amigos, que se habían quedado al otro lado, sin darles tiempo a unírseles.

–¡Eh! ¡Nico! ¡Ivonne! –gritó Frank golpeando la pared.

–¡Virginia! – le gritó Tommy a su novia con desesperación.

–¿Y ahora qué hacemos? –preguntó Frank.

–¡No lo sé! Buscar una salida o la forma de llegar a los demás, supongo –respondió Tommy; tenía ambas manos apoyadas a la pared con  todo su peso en ellas y la cabeza colgándole en medio, con desánimo.

Sin decir una palabra más, ambos comenzaron a caminar por un corredor en busca de una salida. El pasillo continuaba en línea recta hasta unos veinte metros, y  después doblaba a la derecha. Los dos amigos continuaron su incursión por el corredor siguiendo la dirección que éste tomaba hasta que se encontraron en una sala diáfana y pentagonal e iluminada por cuatro antorchas. En las dos paredes de enfrente, que formaban un triangulo, habían dos cortinas colgando de ellas.

Los dos chicos se dirigieron uno a cada una de las cortinas y se dispusieron a correrlas para averiguar si había alguna salida detrás de ellas.

–¡Eh Tommy, aquí hay una salida! –dijo Frank entusiasmado y dio una par de pasos para mirar que había en la sala en la que había entrado.

–¡Aquí no hay nada! –comentó Tommy y se dirigió hacia donde estaba su amigo.

–¿Tommy? ¡Tommy! –Frank se giró para encontrarse con que, donde había una entrada por la que había pasado, había una pared.

Comenzó a golpearla y a escudriñarla llamando a su amigo, al cual escuchaba al otro lado de la pared.

–¡Frank! ¡Oye Frank! –Tommy llamaba a Frank y también golpeaba la pared con tanta fuerza que parecía querer derribarla.

Ambos amigos vieron que era inútil enfrentarse a aquella dura pared y se dispusieron a encontrar un camino que los llevara a reencontrarse.

Por su parte, Tommy volvió por donde habían venido con la esperanza de que aquel pasillo se hubiera transformado y lo llevara de vuelta a la estancia donde había estado con el resto de sus compañeros; después, se encargarían de encontrar a Frank todos juntos, pensó.

Frank caminó con paso ligero por un pasillo largo e iluminado y durante un rato no encontró ningún indicio de puertas o salidas. Poco a poco y  sin darse cuenta, el pasillo fue perdiendo luminosidad. Al fondo de aquel corredor, que ya se encontraba casi en la penumbra, se divisó una silueta, cuyo contorno era dibujado por una iluminación proveniente de una sala contigua, que se encontraba a la derecha del pasillo.

Frank se quedó de pronto inmóvil, paralizado por la presencia de aquella figura que era imposible de reconocer: parecía tener una cabeza muy grande y unos enormes ojos que lo escudriñaban; hacía movimientos extraños con la mano derecha, que más que una mano parecía una pinza de cangrejo. Un calor súbito recorrió a Frank por todo el cuerpo y su corazón se le aceleró, negándose a latir con mayor tranquilidad.

Frank era un chico de veinticuatro años de edad, el mayor del grupo, al que le habían detectado una insuficiencia cardiaca y un pequeño soplo de nacimiento; cuando una vez estuvo a punto de perder la vida debido a un fallo en su órgano motriz, por haberse expuesto a un baño en la playa en un día de fuertes oleajes. Los médicos le detectaron el problema y le recetaron los debidos medicamentos, no exento de indicaciones que debía seguir para un correcto funcionamiento de su dañado corazón.

En aquel momento, y frente a aquella figura, se dio cuenta de que las pastillas del corazón, estaban en la mochila y esta en el coche.

La figura emitió un sonido como de succión y a Frank le vino a la memoria una película de terror con la que había pasado mucho miedo y que, sin darse cuenta, había quedado marcado. Cuando tenía diez años, emitieron por la tele aquella película llamada “La mosca”; era en blanco y negro y trataba de un científico que inventaba una maquina de tele transporte. Un día, cuando quiso hacer pruebas, el médico se metió en una de las capsulas para transportase a la otra y con él entró una mosca. Al pasar a la otra capsula, sus cuerpos se mezclaron y el hombre adquirió la cabeza y una mano de la mosca; llevándolo a una muerte segura, ya que no pudieron cazar a la mosca para repetir el experimento.

La cosa hizo otro movimiento y Frank vio con toda claridad que se trataba de aquel bicho, que lo miraba con aquellos cientos de ojos pequeños. De pronto lo llamó, pero no pronunció su nombre con total claridad, debido a la forma de su boca; después hizo movimientos de acercamiento, en lo que el chico se dio la vuelta para intentar huir. Comenzó a caminar con dificultad por una especie de lodazal, que sin ton ni son, se materializó bajo sus pies.

–¡Fraaanzzzz! ¡Fraaanzzzz! –gritó aquel ser de película de terror mientras se acercaba a Frank con movimientos espasmódicos.

Frank gritó y comenzó a moverse tan rápido como pudo, levantando las piernas, que pesaban demasiado; aquella sensación de pesadez en las piernas, como si corriera por un camino de barro y estuviera cubierto hasta las rodillas, no lo dejaba avanzar tan rápido como él quería. Movía los brazos intentando ayudarse con el movimiento de estos, pero era inútil; aquella voz de película de terror clásica, lo seguía de cerca, se le metía en la cabeza y no lo dejaba pensar; distraerse con otros pensamientos que evitaran que sufriera un fatídico infarto, pero era incapaz de evadirse de aquel lugar, de aquella voz; que más que una voz parecía un zumbido.

Sintió un dolor en el brazo izquierdo y después una parálisis por la mitad izquierda de su cuerpo y comenzó a perder el conocimiento. Alguien pronunció su nombre nuevamente y una silueta borrosa se dibujó ante sí, lo que hizo que su corazón perdiera el control y lo llevara al desvanecimiento.

Tommy lo encontró en aquel pasillo angosto caminando con pesadez y al borde del desmayo; lo llamó y se apresuró  socorrerlo a sabiendas del problema que tenía su amigo.

Después de intentar reanimarlo, al ver que todo intento era inútil, se lo echó al hombro y como pudo buscó una salida; con tanta suerte o con el beneplácito de aquel maldito lugar, llegó hasta su coche. Tumbó a Frank en el asiento del copiloto, y salió disparado…

Nico estaba asustado. Jamás se había enfrentado a tan fuerte situación: primero, aquellas visiones. Su tío que lo perseguía por un largo pasillo, que no acababa de terminarse, con un cuchillo para matarlo. Su tío murió cuando él tenía diecisiete años. Para Nico, él era un ejemplo a seguir y alguien comprensivo con quien compartir esos pequeños secretos que no te atreves a contárselos a nadie. Aparte que lo quería muchísimo y que además, su tío lo llevaba a pescar, al parque de atracciones, a los partidos de la Unión Deportiva, al cine; en fin, eran uña y carne. Le ayudaba a hacer los deberes y siempre le compraba ropa y otras cosas que a él le gustaban. Un día, su tío tuvo un accidente de coche cuando salió de trabajar y murió en el acto. A Nico le costó muchísimo hacerse a la idea de su muerte, de que ya su querido tío se había marchado para siempre. Ya no tendría a quien contarle sus cosas, sus temores y sus dudas sobre la vida; además, su tío era un erudito, desde su punto de vista, y lo sabía todo.

Gracias a Carlos, él había sobrevivido en la vida, cuando una tragedia se cernió sobre la familia de Nico. Cuando él tenía ocho años, un terremoto ocurrido en Colombia, acabó con la vida de sus padres, sus dos hermanos y su abuela. El único familiar que le quedaba, era su tío Carlos y vivía en las islas Canarias, pero él no tuvo reparos en traérselo a vivir consigo y dedicarle su vida, ya que no tenía mujer ni hijos.

Ahora, lo perseguía con aquel gran cuchillo y con un aspecto demacrado y una mirada de odio que nunca le había visto. Cuando se le apareció, él pensaba que estaba soñando, pero no era un sueño, era real. Al principio, su tío tenía la misma cara que como cuando estaba vivo. Tan atractivo y elegante, como siempre le decía la gente; y con una mirada muy bondadosa. Después de un momento de estar hablando, se transformó en un demonio que lo quería asesinar.

–¡Te voy a mataaar! ¡Ven aquí mi sobrinito! –le decía su tío con aquella voz de ultratumba.

–No, tío Carlos. Tú no, tú no puedes hacerme eso –le imploró Nico.

–¿Por qué no? ¿Ves este cuchillo? ¡Pues te lo voy a meter por tu barriguita y te voy a vaciar las entrañas!

–¡Noooo! ¡Basta, tú no puedes hacerme eso! ¡Tú me querías! ¡No puedes matarme! –dijo Nico y comenzó a correr por el pasillo que parecía no tener fin.

Cuando hubo terminado de recorrer el largo pasillo y su tío ya estaba a su altura, Nico se pegó de espaldas a la pared y se deslizó por ella hasta quedarse en cuclillas; se tapó los ojos con las manos, y llorando esperó a que su tío descargara el cuchillo sobre él. Pero no, esperó un gran rato en esa posición; llorando y gimiendo como un niño chico.

Después logró abrir los ojos y ya no había nadie; él estaba solo, pero ya no estaba en el pasillo, si no en una habitación amplia con una iluminación tenue y donde habían algunos artilugios extraños. Al girarse para observar toda la estancia, alguien lo empujo y fue a parar sobre una camilla. Lo alzaron sobre ella y lo acostaron, atándolo de pies y manos boca abajo; con mucha rapidez, alguien le vendó los ojos. Luego lo desnudaron y comenzaron a azotarlo, (o ¿eran mordiscos?) por todas partes. Fue horrible, le dolía todo el cuerpo. Sus piernas entreabiertas, permitieron el paso de algo que lo penetró hasta hacerlo sangrar. No pudo soportar el dolor y se desmayó.

Cuando se despertó, estaba boca arriba y seguía con aquella venda que no le permitía ver a sus agresores. Después de un momento, comenzó a sentir que le pellizcaban los pezones hasta que se los arrancaron; sintió mordiscos y quemaduras por todo el pecho. Nico gritaba sin parar con todas sus fuerzas. Llamó a David, a Ivonne, a Tommy, a Virginia y después a Frank. ¿Quién le hacía todo aquello? ¿Por qué se lo hacían? ¿Dónde estaban sus amigos? ¿Les estarían haciendo a ellos lo mismo?

Un reguero de agua le bañó todo el cuerpo desnudo y dolorido. Parecían querer reanimarlo para luego comenzar con el mismo ciclo de torturas. Por más que Nico intentara hablar con sus agresores, nadie le respondía; solamente oía risas y frases en otro idioma, ¿Inglés quizás?

Todo aquel suplicio duró un buen rato, aunque a Nico le pareció una eternidad, hasta que un corte en sus testículos hizo que su cuerpo se resistiera a estar consciente mientras era maltratado de aquella manera tan salvaje.

Permaneció por un momento tumbado e inconsciente, hasta que volvió en sí. Ya no había risas ni conversaciones, ya no lo estaban maltratando; simplemente estaba tumbado. A vista de pájaro, su cuerpo estaba desnudo y no tenía marca de ningún tipo, pero Nico se sentía morir. Ya no podía más. Su corazón se resistía a seguir latiendo; su mente ya no quería razonar; su espíritu pugnaba por escaparse de ese cuerpo malogrado, casi sin vida.

Una luz roja bañó la estancia; lo bañó todo, tanto que le robó la poca energía vital que le quedaba a Nico. Le absorbió el alma, que abandonó rápidamente su cuerpo para ser atrapado por una fuerza superior.

Por fin dejó de sentir. Por fin se liberó del sufrimiento y de la agonía, pero su agonía no terminaba ahí, simplemente había empezado una parte del sufrimiento y Nico dejó de respirar.

La luz solar matutina penetró por la ventana atravesando el estor y se posó sobre el rostro de David, que dormía plácidamente.

Se durmió muy tarde aquella noche por quedarse hablando por teléfono con Daniel. Estaban planeando los días que pasarían juntos de acampada con los amigos de David, a los que Daniel aún no conocía. A ninguno de los dos les apetecía colgar; sólo hacía un mes que se conocían y se gustaban realmente, como para tener una relación seria.

Recordaron aquel día en que se habían conocido, cuando David fue a casa de Daniel a entregar un reparto del supermercado y éste le abrió la puerta, desnudo, con una toalla alrededor de la cintura; tenía la intención de meterse en la ducha antes de marcharse a la universidad, cuando llamaron a la puerta. Se encontraba solo en casa y su madre le había dicho que no se olvidara de que venían por la mañana temprano a traer la compra.

David lo observó de arriba abajo y volvió a mirarle a los ojos azules del muchacho, quien a su vez lo miraba con una mirada risueña.

–¿Donde te la dejo? –preguntó David enrojeciendo y con una caja llena de productos en las manos.

–¡Ah! Perdona… –dijo Daniel a modo de respuesta–, la puedes dejar en este pasillo.

–Si quieres te la meto en la cocina… –insistió David volviendo a enrojecer–. Quiero decir, que te la puedo dejar en la cocina. –Se corrigió.

Daniel comenzó a reírse y su risa contagió a David, quien comenzó a relajarse.

–Bueno, en la cocina estará bien –dijo Daniel. Se hizo a un lado y lo dejó pasar.

David volvió a la puerta a por las otras cajas que portaba el carro mientras Daniel se quedó en la cocina preparándose el desayuno.

–¿Quieres un café? –le preguntó al otro chico, quien lo miró pensativo.

–Bueno…  –respondió David dudando–. ¿Puedo tomar agua antes?

–Sí, ¿Cómo no? –respondió y se giró a coger un vaso de la gaveta; le vertió agua en su vaso y se volvió para dárselo y le preguntó: – ¿Quieres desayunar?

–Bueno… es que…  si tus padres me pillan aquí igual se mosquean. ¿No? –dijo y se bebió toda el agua del vaso de un trago.

–Estoy solo en casa y además, no me apetece desayunar solo. –A Daniel le fascinaba la mirada de David, con aquellos ojos marrones que parecían estar estudiándolo todo.

–Vale, siendo así.

Daniel preparó el desayuno mientras se presentaba y hablaban; después de desayunar David se levantó de la silla y se dispuso a marcharse; Daniel también se levantó y la toalla se le resbaló de la cintura y se quedó completamente desnudo. Ambos se miraron un instante y dio la impresión de que había subido la temperatura, porque los dos comenzaron a ponerse rojos y a sudar. De pronto, Daniel reaccionó y se lanzó a colocarse la toalla otra vez alrededor de la cintura; una vez conseguida la hazaña, ambos se desternillaron de risa; tanto que se agarraban la barriga del dolor. Cuando se les hubo pasado todo, salieron a la puerta y se quedaron un minuto contemplándose antes de que Daniel empujara la manilla.

–Gracias por el desayuno –logró decir David.

–Me ha encantado invitarte –dijo a su vez Daniel.

–Si quieres desayunamos otro día, pero invito yo.

–Por mí de acuerdo, pero la próxima vez llevo pantalones y no esta toalla.

–Que va.  Puedes llevarla, que te queda muy bien –bromeó David.

–Pues entonces desayunamos en tu casa –sugirió Daniel.

–Vale, trato hecho –dijo David y extendió la mano como para cerrar el trato y se quedó mirándolo fijamente a los ojos.

Daniel le devolvió el apretón de manos con su mirada prendada en la de él y después le dejó un papel con su número de teléfono y se despidieron.

Dos días más tarde, quedaron en casa de David aprovechando que éste tenía turno de tarde.

David vivía solo en un piso de alquiler, el cual se pagaba trabajando en el supermercado y otros trabajos que le salieran al paso. Se había quedado huérfano de madre cuando nació y después de padre cuando ya contaba quince años; debido a las malas gestiones de su padre, su casa no se quedó en herencia para David, sino que se la quedó el banco por no estar completamente asegurada y el chico, sólo se quedó con un dinero para vivir un par de años; además, al no tener más familia, estuvo en un orfanato hasta la mayoría de edad.

Después del desayuno, se quedaron hablando un gran rato a la mesa; interesados cada uno en las aficiones del otro, pasaron a la habitación de David para escuchar música y mirar los libros, los vinilos y algunos CD´s que cubrían las estanterías del anfitrión; que se compraba siempre que podía en las rebajas. Entusiasmados por la cantidad de aficiones y los gustos en la música que tenían en común, se pasaron toda la mañana en la habitación de David, hasta que a las doce, Daniel dijo que se tenía que ir y que le encantaría seguir viéndolo; momento en el cual se levantaron de la cama donde estaban tumbados mirando revistas de motos.

Otra vez esa intensa mirada entre ambos, que ninguno sabía a ciencia cierta cómo interpretar y que de alguna manera, ninguno podía evitar. Los dos se sabían atraídos entre sí, pero ninguno era capaz de romper el hielo.

Unos minutos después, Daniel reaccionó e hizo un movimiento en dirección a la puerta, que David copió. Ambos chocaron al girarse para salir y se agarraron para no caerse; sus miradas se volvieron a encontrar, pero esta vez a unos escasos diez centímetros y sin ninguno saber cómo, comenzaron a besarse. Días más tarde, ya estaban saliendo.

Cuando David ya se hubo despertado, se dispuso a prepararse para ir a casa de Daniel, era sábado y querían pasarlo juntos; aprovechando que era el único sábado que David libraba desde hacía meses.

Daniel lo invitó a comer en su casa, ya que sus padres tenían un almuerzo con un socio suyo y tendrían la casa para ellos solos; después podrían ir al cine.

Llegó a las once de la mañana y saludó a la chica de la limpieza, que le abrió la puerta y le dio paso. Saludó a los padres de Daniel, a los que ya conocía hacía semanas y se fue al cuarto de su novio.

Pasaron una hora en la piscina y después se fueron a escuchar música. Hablaron y rieron sentados en la cama cogidos de la mano. David se levantó para ir al baño y al volver se encontró a Daniel de pie en medio de la habitación moviendo los pies al ritmo de una canción que sonaba en el equipo. Él se le acercó y se fundieron en un abrazo; estuvieron así unos minutos y después se besaron apasionadamente.

El padre de Daniel abrió sin llamar a la puerta de la habitación y los pilló infraganti.

–¿Qué significa esto? –preguntó  el hombre con cara de estupefacción, mientras ellos se separaban sorprendidos.

–Papá… –comenzó a decir Daniel, pero su padre no lo dejó continuar.

–Sal ahora mismo de mi casa, pervertido –dijo el padre señalando a David.

–Pero… –quiso decir David.

–Ni peros ni nada… Sal ahora mismo o llamo a la policía,…  ¡Degenerado!

David pasó a su lado como alma que se lleva el diablo con una expresión de ira en la mirada, pero fue incapaz de encararse con el padre de su novio; ya que sabía que eso habría sido inútil. Daniel le había dicho que su padre era católico practicante y que no estaba en absoluto de acuerdo con la homosexualidad. Aseguró que una vez le dijo que prefería un hijo drogadicto a un depravado mental que se dedicaba a mirar a los niños; o que se muriera y si no, lo mandaba a una clínica para que se curara, y si eso no daba resultado, lo echaba de su casa.

Daniel nunca le contó a David que le había hecho o dicho su padre aquel día, no hacía falta; sobraban las palabras. De lo que sí estaba seguro, es que, lo que le dijera, surtió efecto, ya que ellos habían roto y Daniel no quería arriesgarse a volver a verlo. Dejando de lado todos los planes que habían hecho para ir de acampada con sus amigos o para irse a vivir juntos en un futuro.

Ahora allí, colgado en aquel artilugio con los pies y las manos atadas, recordaba esos días vividos con Daniel; no comprendía cómo había gente que era capaz de odiar a su propio hijo por querer estar con otro hombre. De pronto, sintió unos azotes en la espalda y comenzó a gritar; movió la cabeza para ver a su agresor, pero le fue imposible, ya que tenía una capucha de cuero negro que le impedía la visión.

Voces como de ultratumba llenaban la estancia en alemán, en español y en un idioma desconocido para David; risas y unos gritos que David supo que eran de su amigo Nico.

En las nalgas sintió como si le quemaran con cigarros; los pezones le ardían debido a unas pinzas que le oprimían hasta hacerlos sangrar y de sus testículos colgaban unas bolas de metal sujetas por un cintillo. Alguien le golpeó varias veces el pene con un latiguillo y pareció cogerle el gusto, porque lo hizo repetidas veces más. Hasta que David era incapaz de sentir dolor, ya no sabía lo que sentía; se sentía agotado. Había perdido el conocimiento varias veces y había sido reanimado sin piedad. Le daban pequeñas descargas eléctricas con unos mangos dotados de esponjas mojadas con agua.

Tanta tortura era imposible de soportar; ya no podía resistir. Su corazón se negaba a latir y se oyó pidiendo por favor que acabaran con su vida antes posible.

–Pronto llegará tu hora, maricón –dijo una voz profunda.

–Por… favor… déjenme… ya –imploró David, pero le costaba articular las palabras.

–¡Morirás como tienen que morir los de tu clase! ¡Los depravados, los degenerados como tú! –dijo una voz que se le pareció al padre de Daniel. Una voz que dejaba clara la influencia nazi de Wilfried. El odio hacia lo que no entendían, o eran diferentes a como ellos; odio a las razas diferentes, a los distintos ideales políticos, o de identidad sexual.

–  ¡Por… favor…! –logró gritar David.

–¡Morirás como un depravado! –volvió a repetir la voz.

Después, notó un ruido como de piñones en movimiento y poco a poco sintió como  algo le rozaba los muslos, al tiempo que por el ano se introducía un palo puntiagudo. Al principio, entró con facilidad, aunque no sin dolor; después, a medida que entraba, el palo se iba haciendo  cada vez más grueso. David sentía como el esfínter se extendía, pero los huesos no aguantaron la embestida y cedieron, dislocándose.

Los ojos del chico se quedaron en blanco por el horrible dolor que comenzó a sentir cuando ya sus órganos internos eran desgarrados.

Después, dejó de sentir. Su cuerpo no resistió más y David murió exhalando un último  suspiro de dolor.

Todos los recuerdos felices de David se esfumaron con su alma, que  abandonó su cuerpo para ser atrapada por una fuerza que la recibió apoderándose de ella.