CAPITULO III

 

ELLA me miró, inexpresiva. Glacial, lejana. Y con aquella maldita sonrisa petrificada en sus carnosos labios de mujer llamativa, sensual y turbadora.
—¿Qué buscas aquí? —preguntó fríamente.
La contemplé, reflexivo. No podía sentirme desilusionado. Era de prever que ocurriría así. A fin de cuentas, lo sucedido con Gala era solamente un caso aislado. Porque ella se hubiera liberado de aquel poder mental —sólo para, morir después, aniquilada por el nuevo sistema—, su hermana no tenía por qué hallarse en idénticas circunstancias.
Es más, Gala había recordado que su hermana era una de ellos. Pero para ella todavía era su hermana, sin duda, aunque sólo fuese en lo físico.
—Perdona —murmuré—. Había llegado a pensar que habría suerte... y que más personasen este mundo se estarían librando de sus dominadores...
—Te equivocas, cómo verás —silabeó inexpresivamente ella. No abandonaba su sonrisa por nada del mundo—. Yo no soy como ella. Ni como tú, Kilby. Pertenezco a la sociedad. Soy una hermana. Como todos.
—Sí, entiendo —la miré, tratando de captar desesperadamente algo humano en aquel cuerpo invadido por una fuerza extraña—. Gala... ¿está...?
—Han traído su cadáver, si a eso te refieres —me atajó, indiferente—. Está en el depósito ya. La disolverán, como se hizo siempre con los cuerpos cuando nosotros no estábamos aún aquí.
—Era, tu hermana, Aura —le recordé en vano.
—¿Hermana? —se encogió de hombros—. Sí. Lo fue mientras estuvo controlada por el Poder. Eso terminó ya. Mataron a una extraña.
—¿Extraña? —me irrité—. ¡Vosotros sois los extraños!... ¡Éramos una sociedad llena de errores, pero al menos con sentimientos! ¡Ahora, nada tiene alma en este mundo! ¡Es como vivir entre máquinas!
—Fue tu obra, ¿no es cierto, Kilby? —su sonrisa me hería cada vez más. Su mirada, fija en mí, no tenía la menor expresión—. Ahora no te lamentes., Es el mundo que elegiste. Olvida a Gala. Para mí, no existe. Tengo muchos hermanos para pensar en ella. Millones de hermanos. Después de todo, Gala aniquiló a un auténtico hermano mío: el que ocupaba su cerebro...
—Sois monstruos —acusé abruptamente, dando media vuelta—. Adiós, Aura. O quien seas... Me pregunto, incluso, si existe entre vosotros el sexo, la diferencia entre hombre y mujer, entre varón y hembra...
—Lo hubo en un tiempo: cuando teníamos forma física y podíamos reproducirnos. Ahora, eso importa poco. Nuestra mente ya es unisexual. No nos preocupa reproducirnos, porque hemos logrado la supervivencia eterna de nuestro poder psíquico. Somos mentes vivientes, sin necesidad de reproducción para sobrevivir. ¿Responde eso a tu pregunta, Kilby?
Y con una faz que era una perfecta máscara sombría, se metió dentro de la casa, cerrando la puerta secamente.
Me quedé en el jardín, pensativo. Mi disgusto era profundo, pero me dije que no podía desesperarme por ello. Aura seguía siendo una extraña. Como todos. Gala había sido, simplemente, un caso aislado. Pobre Gala...
Había tenido una cierta idea al respecto, pero eran sólo suposiciones. Ni los cerebros invisibles de otra galaxia, ni yo mismo, habíamos dado aún con el extraño motivo que provocó la muerte del «ocupante» de Gala. Había llegado a confiar en que Aura me ayudase en mi teoría, pero era demasiado esperar. Acababa de fracasar rotundamente.
Me alejé, maldiciendo las sonrisas que se veían por doquier, como falsa máscara feliz de un mundo que no sentía nada, bueno ni malo. Casi echaba de menos la ira, el malhumor, la agresividad, el llanto...
Sólo las lágrimas de Gala, en aquel breve instante entrañable y humano de nuestro encuentro en los la boratorios... Acaso las lágrimas de Ivy en el hotel, sometida a. forzosa reclusión... Y vigilada por una mujer sonriente y glacial, una de «ellos»...
Recordé que ni siquiera tenían diferencia de sexo. No eran nada ya. Sólo vibraciones en la nada, ondas electromagnéticas en forma de gran poder mental...
De repente, me detuve. Algo acudió a mi mente. Una idea súbita. Un recuerdo brusco y sorprendente.
No. No todo eran sonrisas. A mi memoria llegó la imagen de un gesto hosco, malhumorado incluso... Un gesto humano. Muy humano...
Giré la cabeza. No traté de pensar. Era peligroso. «Ellos» podían controlar telepáticamente ciertos pensamientos intensos. Lo sabía por experiencia. Miré la casa de Aura...
Regresé a través del jardín. Me aproximé al muro posterior. Me encaramé, buscando una ventana. Miré al interior, por la rendija de una cortina corrida.
Aura estaba en medio de una estancia. Su rostro no sonreía lo más mínimo. Estaba tan grave y ensombrecido como cuando me despidió, poco antes.
Estaba tomando algo. Unas cápsulas rosadas de un frasco. Recordé las palabras de Gala, lejanamente:
«Me encuentro enferma... Muy enferma. Son las radiaciones de un experimento... Necesito que Aura cuide de mí...».!
Aura, realmente, cuidaba de ella. Gala sabía, supo siempre, desde que se liberó, que su hermana también estaba liberada...
Ahora la vi caer en un asiento, llorar ahogadamente, creyéndose sola, lejos de todo testigo de su debilidad humana, de su dolor de hermana angustiada, obligada a fingir, en un terrible juego frente a los demás.
Y Aura también tomaba tabletas. Se medicaba. Por tanto, estaba enferma. ¿Enferma del mismo mal que su hermana Gala? ¿Era acaso contagioso el efecto de las radiaciones?
Me retiré lentamente de la casa. No traté de ver de nuevo a Aura. No era prudente. Ni siquiera pensaba en ella. Procuraba dominar, controlar poderosamente mis pensamientos, para que mi cerebro no emitiera ondas mentales que pudieran ser captadas por el Poder. Nadie debía dé sospechar siquiera que Aura fuese... uno de nosotros.
No estábamos solos Ivy y yo en el mundo. Estuvo Gala anteriormente. Ahora, Aura. ¿Tal habría algún otro en un inmediato futuro?
Tenía esperanza. Fe en que así fuese. Podía significar el principio de algo mejor.
Mi teoría bullía en mi mente con renovada fuerza. Era una idea incierta, quizá disparatada. Pero era mejor que nada. Había que intentar algo, lo que fuese.
Y ahora yo iba a intentarlo, si antes no me descubrían los cerebros vivientes... y destruían a Ivy, antes de destruirme a mí.
Era un temblé riesgo para ambos. Pero había que correrlo. Cualquier cosa era mejor que hundirse en el conformismo y vegetar una eternidad entre aquellos se res insensibles y crueles.
* * *
No había virtualmente nadie en el Centro de Investigaciones a esas horas. No me oculté en absoluto de los guardianes allí establecidos por el Poder. Hubiera sido un grave error.
Lo mejor era fingir normalidad. Fui a mi laboratorio. Estuve trabajando toda la mañana en mis asuntos electrónicos.
Volví al otro día, reanudando mi labor. En el camino me tropecé con un antiguo colega mío. Se paseaba indiferente, con su vacía sonrisa en el rostro. Me miró y sacudió la cabeza, aconsejándome apaciblemente: —Vamos, vamos, Kilby no merece la pena. No trabajes. Ninguno lo hacemos ya. Los hermanos no trabajamos en la ciencia. No conduce a nada. Sólo a la aniquilación del ser viviente. Tú sabes de lo que hablo, ¿verdad?
—Sí, claro —contemporicé—. En vuestro planeta... os destruisteis, vosotros mismos.
—Exacto —asintió el que una vez fuera colega mío, y que ahora, solamente era un cuerpo invadido por un ser extraño—. Destrucción. Es a lo que conduce la ciencia, Kilby. El Centro va a ser desalojado en pocas fechas. Y destruido cuanto contiene. Es lo mejor para todos.
—¿Y enterrar así años y años de investigación? Electrónica, cibernética, magnetismo, electricidad, rayos láser, televisión interior para operar los cuerpos enfermos, rayos X, rayos beta, control del organismo... ¿Todo eso arrojado por la borda?
—Todo, sí, Bibliotecas, microfilmes, libros, filmotecas... ¡Todo! Cultura, ciencia, conocimientos, artes... Sobra Kilby. El ser humano sobrevivirá mejor en su elemento natural, en la propia naturaleza... Así no se repetirá el caos de nuestra sociedad.
—Dios mío, qué terrible futuro —gemí, mirándole con horror—. Cuando menos, dejad que apure mis últimos días de experimentaciones, de ensayos... No podría vivir sin todo lo que hasta ahora ha constituido mi vida toda...
—Allá tú —la sonrisa estúpida permanecía, en el rostro, habitualmente serio y reflexivo, de mi infortunado colega—. Después de todo, sigues siendo humano. Con todos tus errores...
No le hice caso. Entré en mi pabellón. Y estuve trabajando todo el día, consciente de que me vigilaban, de que controlaban mis movimientos, mi trabajo todo.
Durante una serie de días, continué por ese camino. Eran experimentos triviales, simples tanteos sin trascendencia alguna. Finalmente, observé que la vigilancia de «ellos» cedía. Ya se habían habituado a verme por allí: No les preocupaban mis trabajos, inofensivos totalmente para ellos y su nuevo sistema de poder.
Era lo que había estado esperando durante tanto tiempo.
Apenas me vi solo, controlé mis pensamientos. Me auto dominé, para no pensar, para bloquear mi mente y no transmitir información a los invasores.
Luego, me encaminé a un cercano laboratorio, que no era el mío. Entré en el que Gala trabajó durante años...
Y me puse, a examinar sus mecanismos, sus aparatos de último modelo, aquellos que experimentaron con cierta clase de potentes radiaciones. En un grabador magnético comprobé que, de acuerdo con el programa experimental, aquellas radiaciones tenían el nombre genérico de Energía Omega, o rayos O.
Comencé a estudiar su composición, a tomar apuntes, que luego pasé a una de las grandes computadoras, para obtener una serie de datos del cerebro electrónico.
No podía abusar de mi buena suerte por este día., Abandoné el laboratorio desierto una hora más tarde. Nadie advirtió mi presencia en él. Y regresé al otro día. Y al otro, y al otro...
Mientras mis experimentos superficiales e inútiles me ocupaban casi toda la jornada, sólo una hora diaria transcurría en el laboratorio de Gala. A veces, ni siquiera eso, sino simplemente diez o quince minutos.
Poco a poco, la computadora me proporcionó una serie de datos que me apresuraba a borrar cuidadosamente de su «memoria», día a día. Luego, con todos esos informes, pasé a la segunda computadora, la que proporcionaba fórmulas y soluciones a los problemas planteados a lo largo de una investigación.
La respuesta de la máquina fue una tarjeta verde, perforada. La puse en el lector de datos. Y obtuve algo: una serie de palabras y cifras. Justamente lo que estaba buscando.
El corazón me dio un vuelco. Sentí una rara excitación. Ese día, al salir de los laboratorios ya abandonados y a punto de ser derribados, tuve que hacer un esfuerzo más poderoso de lo habitual, para dominar mis auténticos sentimientos.
Y sobre todo, mis más ocultas esperanzas.
* * *
—Marcus, se te ve agotado, como si trabajaras en exceso... —Ivy me miró, preocupada—. ¿Por qué, cariño? No necesitas ganar dinero. El dinero no sirve ahora. Cada uno toma lo que necesita. ¿Adónde te conduce tanto esfuerzo?
—No lo entenderías —suspiré, mirándola, sin dejar traslucir mis pensamientos, porque delante de nosotros, siempre vigilante, siempre fría y sonriente, estaba «ella»: la mujer encargada de vigilar a Ivy. Uno de «ellos», por supuesto... Añadí, tras una pausa—: Sabes que siempre me obsesionó la investigación. Van a destruir los centros científicos. Debo aprovechar el tiempo, antes de que no tenga ya sitio alguno dónde hacer nada...
—Eso es monstruoso, Marcus. Es destruir los conocimientos del hombre...
—Díselo a ellos —señalé ala hierática mujer—. Pretender terminar con todo lo que significó algo en nuestro pasado: ciencias, artes, literatura, recuerdos... Todo, Ivy. Volveremos a la ignorancia, a la oscuridad mental, porque eso les conviene a ellos... Su mutación en simple fuerza inmaterial, les impulsa ahora a querer conservar su corporeidad, a seguir siendo algo más que un puñado de vibraciones estériles en el vacío... porque temen que eso signifique el principio del fin, el de la extinción total de sil maldita especie.
—Nunca nos extinguiremos —rechazó fríamente la vigilante de Ivy—. Nunca, Kilby. El Poder sabe lo que hace, para que nuestra fuerza sobreviva a todo...
—El poder... —repetí con voz sorda—. Sí, creo que sin ese poder central no seríais nada, salvo simples vibraciones, ondas perdidas en la nada... Por cierto que debo visitarle ahora y pedirle un favor.
—¿Al Poder? —Ivy me miró, sorprendida—. ¿Qué vas a pedirle?
—Una gracia: quiero que te libre de vigilancia. No soporto esta forma de vida. Creo que me escuchará. Después de todo, he renunciado ya a toda rebeldía... —dejé sobre un mueble de la alcoba mi pequeño maletín de trabajo, con material de mis experimentos científicos de última hora. Eché una ojeada a la guardiana constante de mi esposa—: Ahí dejo todas mis cosas. Espero que no hurguéis en ellas...
—Yo no toco lo que no me importa —rechazó la, vigilante—. La ciencia no me preocupa, Kilby..., mientras no sea para, dañarme a mí. Puedes dejar lo que te plazca. .
—¿Crees que debes ir a verle? —musitó Ivy, acompañándome hasta la puerta.
—Sí —asentí—. Debo hacerlo, querida. Volveré pronto.
—No tardes, Marcus —me rogó ella. Se tocó las sienes—. Noto cierto dolor en mi cabeza, como una jaqueca que se ha repetido ya varias veces desde ayer... No me encuentro bien, querido.
—No temas —sonreí, besándola—. Volveré pronto. Y espero que te mejores en breve plazo.
Salí del hotel. Me encaminé al palacio presidencial. Solicité una entrevista inmediata con el Poder.
Me fue concedida. Un momento después, estaba en presencia suya, tras ser minuciosamente registrado.
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