CAPITULO V

 

DURANTE unas fracciones de segundo, la muerte resultó una inexorable amenaza para ella. Y, por supuesto, para mí. Si Ivy moría, yo iba a seguirla, sin la menor vacilación.
Los agentes de uniforme naranja nos contemplaban inmóviles, como si aquella reacción fuese algo incomprensible para ellos. Y como si, no tuvieran el menor interés en detenernos.
Sin embargo, algo detuvo el brazo suicida de Ivy.
Algo que no pareció partir de ellos, sino de algún punto indeterminado, del aire que nos envolvía. O de la propia Ivy que, de súbito, quedóse como una estatua, rígida e inmóvil, con las tijeras alzadas, flotando sobre su pecho, pero sin llegar a caer, sin que la mano cris pada las hiciera descender mortalmente.
La contemplé, aturdido. Traté de saber qué le sucedía, en tanto uno de los agentes de color orange se moviera hacia nosotros, sin prisas, y también sin aire agresivo.
—Ivy... —susurré. ¡Ivy! ¿Qué te sucede?
—No... no comprendo... —me miraba con terror, con asombro. Movía débilmente sus labios—. Puedo entender, hablar, ver... pero no puedo moverme. No puedo hacer nada por mover mi brazo, ni parte alguna de mi cuerpo...
—Tal vez un rayo paralizador de esos malditos verdugos —dije agriamente, volviéndome a los policías, con afán agresivo.
No vi nada en sus manos. Ni ingenio alguno, ni proyector de ninguna clase que afectara a Ivy. Por el contrario, parecían hasta corteses al mirarnos. Y el agente más próximo, en el momento preciso en que yo apretaba mis puños y me disponía a luchar rabiosamente por mi libertad, por Ivy, por todo cuanto creía perdido de nuevo, el policía me informó:
—Si usted es, realmente, Marcus Kilby, señor, le escoltaremos gustosamente al palacio presidencial.. así como a su esposa.
—¿Escoltarnos? —dudé—. ¿Al palacio presidencial? ¿Qué clase de farsa, es ésa?
—¿Farsa? Ninguna, señor. Son instrucciones oficiales del Poder. Estábamos esperando a que ustedes salieran del hotel. Al principio no les identificamos con seguridad, pero creo que son ustedes...
—Sí. Soy Marcus Kilby. Y ella es Ivy, mi esposa. Pero ¿qué tiene todo eso que ver ahora? ¿Por qué ese interés suyo en escoltarnos? Si es policía, ya sabe la verdad sobre nosotros dos. Somos dos prisioneros. Yo, incluso, un condenado a muerte. No me van a decir que súbitamente lo han olvidado todo...
—¿Olvidarlo? No, señor Kilby —sonrió él, mientras hacía unas comprobaciones en la tarjeta metálica de identificación que llevaba consigo—. Sabemos quién es usted y también sabemos quién es su esposa. Pero precisamente aquellas personas que lucharon por la libertad, contra él antiguo régimen, ahora son los héroes del Nuevo Orden.
—¿El... Nuevo Orden? —repetí—. ¿Qué significa eso?
—Tal vez, usted estaba descansando, reposando de las emociones de su liberación, señor, mientras el golpe de Estado se producía, y el mundo cambiaba su fisonomía definitivamente. El poder central la Federación de Estados falsamente utópicos, controlados por tiranos semejantes a los de cualquier otro tiempo pasado, ha sido derribado. Hay un nuevo sistema de gobierno. Un Poder diferente y triunfador, que va a cambiar la faz del mundo. Y es, precisamente, el Poder, quien les reclama a ustedes dos como invitados muy especiales a la sede del Gobierno Central. Porque ustedes, de ahora en adelante, señor Kilby, deberán olvidar su antigua condición de perseguidos, de rebeldes marcados por la ley. Existe una nueva ley, un nuevo sistema. Lo establecido ya no está. Se barrió. Ahora, ustedes son libres. Ustedes son importantes, porque contribuyeron a que esto sucediera. Por favor, ¿quieren venir? Y diga a su esposa que sobran esas tijeras. Nadie va a causarles daño. Y, como ve, existen fuerzas que pueden detener los actos irreflexivos muy oportunamente.
—Sí, ya lo he visto... —preocupado, miré a Ivy, que recuperaba el movimiento, mientras el agente de uniforme naranja sonreía, realmente amistoso—. ¿Y dice que esa fuerza... es algo que controla el Nuevo Orden?
—Sí, señor Kilby. Así es.
—Espero que siempre sea utilizado para bien, como en esta ocasión —murmuré, siguiendo al agente de policía, junto con Ivy, aún no totalmente recuperada del estupor que le había producido el incidente—. Porque un gobierno que posee semejantes fuerzas a su voluntad... sería temible, si llegase a utilizarlas para el mal...
El policía no comentó nada. Estaba abriendo las portezuelas de un coche patrulla plateado, y nos acomodamos dentro, partiendo rápidamente hacia algún punto de la gran urbe.
Miré a las calles, a la gente, a los vehículos... Todo normal. Todo como siempre. Pero algo había cambiado. Nuevos gobernantes. Nueva vida política. Ahora comprendía la razón de que hubiera «comida especial» aquel día, en el hotel. Ahora vi incluso estandartes, gallardetes, expresiones felices, joviales, en las gentes con quienes nos cruzábamos.
El Nuevo Orden.
Un incruento golpe de Estado, y todo era diferente ahora. Los proscritos de antes, los héroes de ahora. Siempre ha sido así. Recordé la Voz. La promesa, el pacto...
Hubiera querido sentirme feliz, optimista ante el futuro. Recordé también la extraña fuerza paralizante que detuvo a Ivy justo a tiempo.
Y no pude. No pude sentirme feliz, á pesar de que íbamos a ser recibidos por el Poder, por los nuevos gobernantes, en su propio centro oficial...
* * *
—Ya eran esperados. Un momento. En seguida pasarán a presencia del Poder.
Nos dejaron solos en la antesala. Ivy me miró. Y yo a ella.
El Poder. Siempre el Poder... En singular. Con mayúscula. ¿Es que sólo había un gobernante? ¿Por qué esa definición tan tajante, tan rotunda y, a la vez, tan impersonal, tan inconcreta?
Miramos ambos hacia la puerta herméticamente cerrada frente a nosotros. Era obvio que detrás de ella se hallaba la persona o personas que nos habían hecho conducir al antiguo Palacio del Gobierno. Nadie la guardaba, sin embargo. No había escolta. Los agentes nos habían abandonado, simplemente, a la espera de ser recibidos por nuestro misterioso anfitrión.
—No me gusta —dije roncamente.
—¿Qué es lo que no te gusta? —musitó Ivy—. ¿Ser libre, ser importante, haber sido invitado a presencia de los gobernantes del Nuevo Orden?
—Todo eso. Y algo más. Hay cosas que no entiendo.
—¿Sólo por eso no te gustan? Esto es mejor que antes. Mejor que morir. Mejor que extinguirse en una celda, Marcus.
—Pero es que las cosas no están claras, Ivy. ¿Gomo tuvo lugar el golpe de Estado? ¿Cómo abatieron sin ruido, sin lucha, sin violencia, a un gobierno fuerte, a un sistema policial rígido? Es... es incoherente, Ivy. Además, está esa extraña fuerza que paraliza. ¿De dónde viene? ¿Cómo actúa? Somos demasiado conocidos, Ivy. Nos miman, nos halagan. Y anoche... anoche no había nadie en el hotel, nadie en las calles... ¿Adonde fue la gente? ¿De dónde ha venido? Es todo eso lo que no me gusta, Ivy. Siento la rara impresión de, que yo mismo he provocado todo esto de alguna forma. Pero, al mismo tiempo, me parece demasiado importante, demasiado decisivo y trascendente para ser obra mía tan sólo.
—Hiciste un pacto, recuerda...
—Sí, pero ese pacto no hablaba de estas cosas, Ivy
—¿Existe otro medio de ser libre, de no correr peligro... que este de ahora? Con el otro sistema de gobierno, todo seguiría igual. La gente ha recuperado su libertad, su rostro risueño, sus esperanzas... Quizá la utopía falsa de entonces, se convierta ahora en realidad tangible.
El pueblo nunca ha sido feliz, Ivy. En toda la historia, hubo contentos y descontentos. Desconfío de la sonrisa de todos, del aire de felicidad total. No es lógico. Ni siquiera encaja en la condición humana. No sé, Ivy, me suena a... a farsa, a comedia musical, a desfile de Pascua. ¿Qué hay detrás de todo eso?
Ivy miró en torno suyo, inquieta. Puso una mano sobre mi brazo.
—¿No crees que éste es el sitio menos adecuado para hacerte esa clase de preguntas, querido? —murmuró, con bastante sentido de la prudencia, sin duda alguna.
—Bah, ¿qué puede importar eso? —rechacé con cierta acritud—. No sé por qué, tengo la impresión de que, hable donde hable, piense donde piense... el Poder lo sabe. JE1 Poder lo oye.
—¿Qué? —jadeó Ivy, mirándome con asombro.
—Has dicho la verdad, Marcus Kilby... —dijo una voz—. Eres un hombre muy inteligente. Sí, así es. No importa donde estés... el Poder lo sabe. Venid. Os espero a ambos...
Las puertas se abrieron lenta, solemnemente. Por sí solas, como por arte de magia. Miré a Ivy, asombrado. Ella apretó con fuerza mi mano.
La Voz había sonado. Era aquella misma metálica entonación vibrátil, como remota e inaccesible. Sólo que ahora venía de allí mismo. De detrás de aquellas puertas que se estaban abriendo, y hacia las cuales nos movimos, sin saber qué nos esperaba al otro lado...
* * *
—Bien venido, Marcus Kilby.. amigo.
Era él. Mi amigo de la celda. La Voz desconocida. El ser fantástico con quien hiciera un pacto. Le busqué con la mirada. Me intrigaba saber cuál sería, realmente, su apariencia física. Era algo que llegaba a obsesionarme ahora, mientras avanzaba en busca suya, para conocerlo cara a cara.
El despacho era amplio y oscuro. Una simple claridad tamizada dibujaba detalles de la estancia. Al fondo; vislumbré una especie de figura erguida, humana sin duda, pero de la que me era imposible adivinar siquiera su apariencia. Es más, aparecía de espaldas. Vi unas espaldas anchas, en la sombra. Y poco más.
Cuando menos, era humano. Había empezado a dudar de ese punto.
—¿Me has hecho venir aquí para hablarme? —pregunté.
—Sí. Mis agentes tenían órdenes precisas. Por cierto, he sabido que hubo problemas. Tu querida Ivy pudo haberse matado estúpidamente.
—Ella, como yo mismo, creyó que...
—Sí, sé lo que creyó. Por eso mis hombres utilizaron sus medios para evitarlo.
—¿Cómo? No vi arma alguna en sus manos. ¿De dónde partió esa especie de energía paralizante que impidió lo peor?
—Ellos advirtieron lo que sucedía. Estaban en contacto constante conmigo. Yo les facilité los medios.
—¿Contacto constante? ¿Qué clase de contacto? No advertí nada.
—Mental, por supuesto —rió su extraña voz metálica, ahora ligeramente más humanizada—. Hay ciertas clases de energía que sólo se transmiten mentalmente, compréndelo...
—Sí, lo comprendo —asentí—. Además, es lo que había imaginado.
—Supongo que sí. Eres un hombre de ideas claras. ¿Estás sorprendido por algo?
—Por muchas cosas. Especialmente, por lo que ha cambiado todo en ian poco tiempo...
—Tiempo... —se encogió de hombros, allá en su zona de sombra—. El tiempo importa poco en mi existencia y en la de mi gente, Marcus Kilby. Al menos, vuestro tiempo...
—De modo que eres tú el Presidente del Nuevo Orden...
—Sí, soy yo. ¿Te sorprende eso, acaso?
—No, no mucho. Era fácil suponer que hablé con alguien importante, pero... aún no sé con quién hablé. Con quién hice un pacto. No sé quién eres, ni de dónde vienes... ni cómo sucedió todo...
—La respuesta puede parecer compleja, pero es fácil. Muy fácil, Kilby. Especialmente, para un hombre como tú, especializado en esa clase de tareas cibernéticas. Para ti, la electrónica y el magnetismo no tienen secretos... Por ello, cuando te revele la verdad, comprenderás fácilmente...
—No sé si llegaré a comprender del todo —apreté con fuerza la mano de Ivy entre mis dedos. Traté de identificar aquella figura sumida en penumbras, aquel hombre que me ocultaba su rostro todo el tiempo. Resultaba poco menos que imposible. Pese a ello, proseguí—: De cualquier modo, me gustaría tener una respuesta a muchas cosas. Saber qué ha sucedido, qué es lo que yo hice, para merecer estar ahora libre... y a salvo.
—Es muy natural. Satisfaré tus deseos. Es una de las razones por la que has venido hoy aquí. El Nuevo Orden ha comenzado en el mundo. En tu, mundo, Kilby. Y dentro de él, eres un hombre libre, importante y respetado. Estás junto a tu esposa. Ambos podéis ser felices. Y vuestra felicidad durará eternamente, porque vuestra juventud y vuestra vida serán también eternas. Como verás, he cumplido mi parte. Igual que tú cumpliste la tuya.
—Pero falta saber el porqué de todo esto.
—Sí. A ti, te falta saber el por qué, estamos de acuerdo...
—Has hablado de mi mundo —le miré fijamente. Di unos pasos hacia él—. ¿Es que este mundo mío no es el tuyo?
—No, Kilby —negó rotundamente—. No es mi mundo. No pertenezco al planeta Tierra. . ¿Es que no lo imaginabas ya?
El Poder, el ser que ahora representaba la autoridad y el gobierno, cuando menos en mi ciudad, en mi país, se volvió a mí lentamente. Me llevé un enorme sobresalto ante el rostro de aquel hombre alto, fornido y vigoroso, cuya figura siempre me había producido la impresión de algo familiar...
¡Era mi celador en la penitenciaría donde estuve condenado a muerte, antes de concertar mi extraño pacto con el desconocido!
* * *
El rostro rudo, anguloso y enérgico, me contempló inexpresivo. Los ojos habitualmente duros y desprovistos de inteligencia, destellaban ahora maliciosos. Le vi sonreír, como si todo aquello le resultara muy divertido.
—¿Sorprendido, Kilby? —preguntó suavemente.
—Un... un poco —admití con voz ronca—. ¿Cómo es eso posible...?
—Como comprenderás, no soy la misma persona que te vigilaba en tu celda. Eso no tendría sentido.
—¿Hay otra cosa que tenga mayor sentido, entonces? —dudé.
—Sí. La simple realidad. Sólo soy una envoltura humana que tú conoces. Puestos a elegir, tanto daba tina como otra. Adopté la primera que me vino a mano. Lo importante de un ser viviente no está en su forma física, sino en su inteligencia y en su poder.
—Eso significa, que...
—Eso significa que este cuerpo mío es el mismo que conociste. Pero su cerebro ya no existe. En su lugar, estoy yo. Yo. ¿Entiendes, Kilby? El ser con quien trataste, con quien llegaste a un compromiso formal...
—Pero entonces... ¡no tienes forma física!
—No. No la tengo. Soy sólo una simple radiación, una fuerza invisible, una onda electromagnética, pero provista de inteligencia, de cerebro, de ideas, de poder... Todos nosotros somos así. No podíamos entrar en la Tierra. Era virtualmente imposible hacerlo, ya que no existía la puerta para romper el muro de radiaciones externas que bloqueaban para, nosotros este mundo vuestro... Logré establecer contacto telepático contigo, merced a un gran esfuerzo. Eras el hombre que necesitaba. El creador de un ingenio capaz de atraer ondas y radiaciones de determinado tipo, rompiendo el bloqueo electromagnético de vuestro propio mundo... Esa pantalla tuya nos atrajo y nos permitió entrar y materializarnos aquí... Luego, sólo necesitaba cada uno de nosotros absorber un cuerpo, una forma material... para disponer de ella en su nueva existencia.
Sentí un escalofrío de horror. De repente, me vino a la memoria la visión nocturna de la ciudad desierta y silenciosa... Luego, el nuevo día, las gentes felices, siempre sonrientes... Todas ellas amables, risueñas... Como maniquíes de unos grandes almacenes, como rostros de publicidad...
Maniquíes... Rostros publicitarios, falsos... Eso es lo que eran todos. ¡Falsos! Cuerpos en movimiento. Sin problemas, sin sentimientos, sin preocupaciones. Porque debajo de aquella piel, no había nada. Ni cerebro humano, ni emociones, ni sensibilidad humana. ¡Nada!
—No es posible... —susurré, angustiado—. Toda esa gente... la que va por las calles... Los policías, las mujeres, los niños, el conserje del hotel, los funcionarios... ¡no pueden ser radiaciones magnéticas disfrazadas de personas!
—Lo son, amigo mío —suspiró el Poder, bajo su apariencia artificiosa—. Mi gente necesitaba adaptarse a la forma de vida de vuestro planeta. Puesto que lo hemos comprado, creo que tenemos derecho a elegir nuestra forma de desenvolvernos en él...
—¿Comprado? ¿A quién habéis COMPRADO la Tierra? ¡Este planeta nunca estuvo en venta!
—Te equivocas, Marcus Kilby. Lo compramos. A ti. Tú nos vendiste tu mundo... Fue la parte tuya en nuestro convenio... —sonrió levemente, inclinando la cabeza—. Como comprenderás, el precio por dos vidas, por dos existencias eternas.. tenía que ser alto. Estaba en tu mano venderme la Tierra... y yo la compré. Eso fue todo, Kilby.
—¡No es posible! ¡Yo no pude hacer nunca tal cosa! ¡Fue todo un engaño...!
—No lo fue. Te pedí una llave y una cerradura. Nos las diste. Pero tampoco tienes por qué lamentarte. A fin de cuentas, de no, haber sido por eso, ahora estarías muerto. Y tu esposa estaría en prisión. ¿De qué te serviría a ti que las gentes que circularan por el mundo fuesen las mismas de antes, si tú ya no podías verlas ni tratarlas, si ninguna de ellas se hubiera molestado lo más mínimo por tu ejecución ni por la suerte de Ivy?
—Es... es monstruoso, de todas formas... —sacudí la cabeza, horrorizado—. Y esa gente.. sus sentimientos; su cerebro, su auténtico ser... ¿qué ha sido de ello? ¿Qué sucedió, al ser ocupados los cuerpos humanos por... por esas cosas horribles inmateriales que sois todos vosotros?
Hubo un corto silencio. Luego, la Voz me respondió fría, serenamente:
—Desgraciadamente, Kilby... cuando eso sucedió, esa gente perdió todo lo que poseía. Es decir: su cerebro, sus sentimientos, sus emociones... Dejaron de existir como tales personas, para convertirse sólo en envolturas físicas de nosotros, de nuestras mentes intangibles, puesto que todos y cada uno de nosotros somos simple cerebro, potencia mental, hecha radiaciones electromagnéticas, llegadas de muy lejos...
—Muertos... —susurré, estremecido, mirándole con horror—. TODOS muertos... ¿El mundo entero?
—El mundo entero, sí. Todos los países, todas las ciudades, todos los lugares donde hubiera un ser humano... —hizo un gesto ambiguo y me sonrió—. Lo siento, Kilby. No podíamos hacer otra cosa... Formaba parte de nuestro plan...
—Vosotros y vuestro sucio plan... —murmuré, furioso—. ¡Aniquilasteis a la humanidad entera!... ¡Destruisteis al mundo, a sus pueblos, a su futuro, a todo cuanto llegó a ser...!
—El mundo sigue, Kilby. Y más amable y grato que antes. No habrá violencias. Ni odios, ni muerte... ¹ —No, quizá no. Pero tampoco habrá amor, ni ternura, ni amistad, ni calor humano —repliqué—. Y todo eso, habrá sido obra mía. ¡Mía! Dios mío, ¿cómo pude aceptar? ¿Cómo fue posible que admitiera un pacto semejante, sin comprender que debía existir algo diabólico en él?
—Marcus, fue todo humano —murmuró Ivy—. No te exasperes. Esa Humanidad que citas, no movió un solo dedo para ayudarnos. Nos sentenció a la peor de las muertes a ambos... Y ni siquiera sabías lo que significaba tu pacto, el hecho de salvar tu vida... No puedes reprocharte nada...
—Ivy, quizá sea así, pero mi conciencia me acusará siempre, toda mi vida... ¡Una eternidad, si es cierto que vamos a vivir tanto tiempo como dijo ese maldito farsante!
—No soy un farsante, Kilby. No puedo mentir, porque no soy humano. Te dije la verdad. Te hice una promesa, y la cumplí. Tu esposa, tiene razón. No llores por los demás. Ellos nunca hubieran llorado por vosotros. Se terminó una tiranía, ¿no es cierto?
—Y llegó algo peor aún —me quejé—. Ni siquiera será una tiranía, sino una vida entre marionetas, entre sonrientes y amables maniquíes de carne y hueso que deambulan de un lado para otro, ocupados por... por ¿qué clase de entes? ¿Llegados de dónde? ¿De dónde, di? Ya que os di entrada en mi mundo, cuando menos tengo cierto derecho a saber a qué clase de invasores permití adueñarse del orbe entero...
El que físicamente fuera mi celador en la penitenciaría, me miró fijamente. Sonrió luego, y sacudió la cabeza con lentitud. Parecía, visto así, un auténtico ser humano. Pero Ivy y yo sabíamos que no había nada de eso en él. Que estábamos ante una criatura que ni siquiera podía ser calificada como «monstruo», ya que no era nada. Sólo energía inmaterial, sólo una serie de ondas eléctricas dotadas de una rara inteligencia...
—No conoces nuestro planeta —murmuró—. Nadie aquí habrá oído hablar jamás de él. Es lejano, remoto, perdido en una galaxia a infinita distancia de la Tierra y da su propia galaxia... Un mundo que tiene poco en común con éste...
—¿Y por qué vinisteis aquí? —clamé, furioso—. ¿Por qué, precisamente, a nuestro mundo, al planeta Tierra?
—Porque nuestro tránsito por el espació, nos llevó cerca de él en el momento adecuado, Kilby —rió huecamente el Poder—. Y capté las vibraciones de tu ingenio electrónico... Y supe que podíamos llegar a entrar aquí y acomodarnos para siempre... Seremos una nueva Humanidad. Una Sociedad perfecta. Como jamás la hubo. No podrás tener queja de tu nueva forma de vivir, Kilby, estaba seguro de ello... Esto será para ti y para tu esposa, infinitamente mejor que la muerte, que el dolor y la amargura. Ahora vete. Es preferible así. Vete, y reflexiona sobre todo lo sucedido. Quizá sea malo para tu conciencia, pero es mejor de lo que pudiste soñar en aquella celda de la prisión, ¿no crees?
—El tiene razón, cariño —musitó Ivy, tomándome con sus dos manos, casi patéticamente—. Vámonos, Marcus. Estamos vivos, libres, unidos... y lo estaremos siempre. Tendremos un hogar, una vida propia... ¿Qué nos importará saber que el resto son «extraños», si ellos no se meterán jamás con nosotros, ni nos molestarán lo más mínimo?
—Exacto, Kilby —dijo el Poder—. Es mi palabra. Una promesa que nunca quebrantaré, recuérdalo. Tú y tu esposa... vida eterna. Eterna juventud. Amor, felicidad, un hogar... Todo es vuestro. Política, miseria, dolor, guerras, muerte, odios... Todo eso habrá dejado de existir para ambos. Será vuestra verdadera utopía. La que jamás conocisteis...
—¿Lo ves, Marcus? —musitó Ivy—. Vamos, vamos ya...
Estaba sumergido en un mar de dudas, de confusiones. Pero la seguí. La seguí, aun a sabiendas de que todo aquello era espantoso, de que un futuro tan utópico y perfecto se parecía más a una mecanización a un mundo de robots y de muñecos que a una sociedad humana, con todos sus pecados y virtudes.
—Marcus, debemos recapacitar, reflexionar sobre ello —me indicaba Ivy, persuasiva—. Compréndelo... Nuestra vida, nuestro hogar futuro, nuestros hijos...
¡Hijos!
De repente, la palabra pronunciada por Ivy me golpeó como un mazazo. Me detuve en seco. Giré la cabeza. Me desasí casi a viva fuerza de mi mujer. Me encaré a la nueva apariencia física de la voz. Le interpelé agriamente:
—¿Has escuchado eso, amigo? ¿Oíste hablar de la palabra «hijos»? Vuestros monigotes de carne y hueso, si no sienten, si rio aman, no se reproducirán... Pero nosotros, sí. Podemos tener hijos. Uno, dos, quizá varios, no sé... ¿Qué sucederá con ellos? ¡Vamos, responde! ¿Qué clase de mundo conocerán mis hijos? ¿Cuáles serán sus amistades, sus relaciones... su futuro, incluso, sin otros seres con quienes unirse y formar familia?
—Lo siento, Kilby. Tú no me preguntaste sobre hijos en la celda —fue la helada réplica—. Y ya te digo que yo nunca miento. Ese término no es trató en el pacto. Naturalmente, sólo vosotros dos estáis autorizados a ser siempre quienes sois... En cuanto a vuestros hijos...
Se detuvo. Le miré. Dominé un escalofrío, al apremiarle rudamente:
—¡Sí, prosigue! Y en cuanto a nuestros futuros hijos... ¿qué?
Su respuesta no se demoró. Evidentemente, no sabía ni quería mentir. Me respondió con total, con cruda, con terrible sinceridad:
—Lo siento, Kilby... No puedo hacer nada. No sobrevivirían, compréndelo. Apenas nazcan esos hijos tuyos.. serán ocupados mentalmente por seres de mi mundo... Todos ellos, Kilby...
—¡Noooo! —aullé, furioso—. ¡Es injusto, monstruoso, es un crimen abominable...!
Y me precipité violentamente sobre el Poder. Alcé contra él mis puños, dispuesto a golpear, a dañar, a rebelarme contra él y contra todo lo que él representaba...
Sólo recuerdo que me quedé súbitamente paralizado, como una estatua. Que mi mente recibió un impacto, como un trallazo cegador, que envolvió mis ideas anulándolas. Mi voluntad dejó de existir. Mi consciencia también.
Sólo oí un grito de Ivy, largo y desgarrador. Luego, una oscuridad profunda me envolvió, y dejé de ser algo en el mundo. Dejé de sentir, de ver, de oír...