CAPITULO IV
HABÍA llegado el terrible
momento. El despertar.
Despertar...
«Dios mío, ¿por qué, por qué?», gimió mi
mente, angustiada, apenas abrí los ojos y supe que mi sopor había
terminado. Y con él, los sueños. Todos los sueños. Como Alicia en
la margen del río, ya no habría mundos remotos, ya no existirían
imaginaciones posibles. La realidad volvería en toda su crudeza.
Porque sólo en sueños una niña puede vivir junto a un conejito
apresurado, una tortuga artificial, merendar con la Liebre de
Marzo, escuchar el graznido del Grifo, o verse acosada y odiada por
la Reina de Corazones, mientras los gatos ríen en las ramas de los
árboles...
Y porque sólo en sueños un hombre puede
abandonar el mundo, desligarse de la Tierra y flotar, volar hacia
mundos remotos, sin ayuda de ingenios espaciales ni de atavíos
cósmicos...
Además, sólo en sueños se escapa a la
muerte, porque en la realidad, ésta siempre alcanza su presa, más
tarde o más temprano.
A pesar de todo, tuve que abrir los ojos.
Tuve que mirar en derredor, deslumbrado por la claridad que hería
mis pupilas, esperando oír la voz de mi celador, implacable tras la
mirilla: .
—Es la hora, Kilby. Entrégame tu estuche de
investigaciones. Dentro de media hora es la ejecución...
Parpadeé deslumbrado, sin haber visto otra
cosa, que la propia luz. Sin saber si estaba solo o con la
presencia ominosa del celador ante mí. O quizá del alcaide mismo,
para anunciarme que había llegado el momento supremo.
No. No estaba solo. Sentí un leve crujido a
mi lado, y me estremecí. No quise abrir los ojos ahora.
Esperé.
Y una voz murmuró, cerca de mí:
—Marcus.. es la hora.
Una convulsión agitó mi cuerpo. ¡La hora ya!
Dios mío, qué cantidad de locura podía almacenarse en la mente de
un hombre condenado a muerte... Incluso había llegado a tal punto
la distorsión que había creído oír la voz de
Ivy, avisándome de que ya era la hora de ir a la
ejecución.
—Marcus... —insistió la voz—. Es hora de
despertar. Ya pasó todo...
Y seguía igual. Era su voz. La voz de mi mujer. Furioso conmigo mismo,
con mi mente desquiciada, que me hacía soñar imposibles, imaginar
ilusiones dolorosas y crueles, abrí bruscamente los ojos, dominé el
deslumbramiento y me erguí, enfrentándome con la persona que me
hablaba.
—¡Ya basta! —rugí—. ¡No quiero seguir
soportando más torturas! ¡Decidme de una vez por todas lo que...!
¡IVY! ¡Tú!...
Era ella. Ivy. Junto a mí. Mirándome muy
fijamente. Casi con sobresalto, como asustada por mis gritos. Pero
con un gesto de comprensiva ternura en sus ojos...
—Ivy... —susurré, sintiéndome desfallecer—.
No, no es posible. El sueño no puede continuar...
—Marcus... Marcus, querido... No es un sueño —murmuró ella.
Y se arrojó en mis brazos, con un sollozo. Y
besó mis labios. Sentí el contacto palpitante, cálido. Noté la
presión de su cuerpo contra el mío.
Era real... Tremendamente real.
Indiscutiblemente real.
Ivy y yo. Como antes. Como siempre. ¿0 esto
formaba también parte del sueño?
Si era así, quizá vida y sueño, realidad y
fantasía, no eran tan diferentes como uno pudo imaginar. Quizá el
ciclón que asoló Kansas y el vuelo de Dorothy sobre los chapines
mágicos, desde la Tierra de Oz, de regreso a su casa campestre con
tía Em, tampoco fueron un sueño, sino parte de la cotidiana
realidad gris de la muchacha, fundiéndose con la magia multicolor
del mundo fabuloso de Esmeralda, la ciudad del mago de Oz2.
Empezaba a preguntarme cual era el gran
misterio del mundo onírico, cuando Ivy me habló con palabras que no
teman riada de mágicas ni de misteriosas. Su tono de voz, su gesto,
su mirada hacia mí, no revelaban honduras metafísicas o imposibles
delirios, sino una realidad rotunda y maravillosa:
—Marcus, es cierto todo. Está sucediendo. Somos tú y yo... y éste es el
despertar de una pesadilla, no la fantasía de un sueño. Yo
también..., yo también me pregunté lo mismo que tú... hasta que
comprobé que todo era real. Que todo sucedía como vemos, y no como
un imposible soñado.
—Pero..., pero esto... —miré alrededor,
aturdido—. ¡Esto no es una celda!
—No, Marcus. No hay celdas ya para nosotros.
Estamos libres.
—¡Libres!
—Libres tú y yo, sí.
Y la sentencia, la pena de muerte... ¡La
ejecución, Ivy!
—Suspendida para siempre —sonrió, con un
destello radiante en sus ojos—. Eso terminó. No me preguntes cómo
pudo suceder, porque lo ignoro. Es más: creo que tú eres quien tiene la explicación a todo
esto...
Miré, asombrado, a Ivy. Traté de recordar.
La Voz, la pantalla electromagnética, mis mapas celestes en
relieve, tomando vida propia, dimensión real, profundidad auténtica..., camino de los astros.
Era increíble, pero coincidía.
—Dios mío... Entonces no ha sido un sueño
—murmuré, incorporándome lentamente, mirando en torno mío aquella
confortable habitación de algún hotel o residencia urbana de lujo
en la que anteriormente, desde luego, jamás había estado yo. El
sueldo de un investigador no daba para tanto. El sistema se creía
utópico, pero seguían existiendo clases sociales y económicas en el
mundo. Aquel recinto era digno de millonarios, de magnates... y de
políticos oportunistas.
—¿Qué es lo que no era un sueño, Marcus? —me
preguntó ella, acercándose a mí.
No miré a Ivy, sino al ventanal situado
frente a mí. Las cortinas estaban corridas. Las hice deslizar con
una leve presión del resorte. Miré al exterior. Calles vacías, bien
iluminadas, radiantes. Respiré hondo. No había esperado volverlas a
ver jamás. Sin embargo, allí estaban. Frente a mí. Frente a Ivy.
Sin rejar. Sin guardianes. Sin cerraduras herméticas.
—Es de noche ya —murmuré—. ¿Cuánto, tiempo
ha transcurrido?
—No sé. Supongo que aún no ha amanecido,
Marcus. Estamos en invierno.
—Claro —apreté los labios. No vi vehículo
alguno. Ni persona viviente en toda la urbe—. Se supone que ahora
debería estar camino de la cámara de ejecuciones o poco
menos...
—Sí, creo que sí, Marcus. Pero olvida eso.
Ya no va a suceder.
—Quizá no. Pero me gustaría saber qué ha
sucedido. ¿Puedes contármelo tú, Ivy?
—Sé muy poco. Esperaba que tú me lo
explicaras, querido. Sólo puedo recordar que, de súbito, la celda
donde estaba recluida se iluminó extrañamente. Un zumbido lejano,
persistente, sonó en mis oídos, en mi cerebro, hasta aturdirme.
Creo que me desvanecí entonces. Algo, una voz, me decía cosas
durante mi sueño...
—¿Cosas? ¿Qué cosas? —fruncí el ceño,
volviéndome hacia ella.
—Extrañas y maravillosas cosas, Marcus
—oprimió con, fuerza mi mano—. Que era libre, que tú habías
comprado mi libertad y mi vida, a cambio de algo... Que también tú
eras libre y no morirías. Es más: que no moriríamos nunca... Que seríamos eternamente jóvenes...
Supongo que todo eso es fantástico, Marcus, pero... al despertar me
vi en este hotel, a tu lado... Traté de salir, y pude hacerlo. El
hotel está vacío, pero nadie cerró las puertas al abandonarlo...
Pisé la calle. Desierta, pero mía. . Me
moví por ella libremente. Asustada, regresé a tu lado. Y
entonces... entonces has empezado a despertar. Por, ello
esperaba... que tú me explicaras esto...
—Explicarte... —suspiré. Miré de nuevo a la
calle vacía, extrañamente vacía—. Será difícil, Ivy. Muy difícil.
Quizá me tomes por loco, quizá por visionario...
—No, Marcus. Después de lo sucedido, todo es
posible ya. No sé lo que está sucediendo, pero somos libres los
dos. Y me pregunto... me pregunto qué va a suceder ahora... Marcus,
¿qué sabes tú sobre todo lo que nos está ocurriendo a nosotros
dos?
—Sólo sé que alguien me pidió la llave para
abrir una puerta... y yo se la facilité. No sé mucho más... No
entiendo nada. Sólo puedo decirte, aunque no lo creas, que he
viajado por el vacío, por el espacio mismo, como hecho espíritu,
energía, algo intangible, etéreo, sin volumen ni peso. Y que una
voz me decía que habíamos ganado nuestro derecho a ser libres y a
vivir... ¡A vivir eternamente jóvenes, Ivy, tal. y como tú misma
has dicho!
—Pero... ¿a cambio de qué, Marcus? ¿Qué
ofreciste a cambio de eso? —me miró casi asustada, y yo entendí lo
que pasaba por su mente.
—No, no es eso —rechacé—. No pacté con el
diablo, si es lo que estás pensando, querida. Es algo mucho más
oscuro y enigmático. Ni siquiera sé con quién hablé... Pero acepté una oferta e hice un
pacto. Parece ser que cumplí mi parte. Y él la suya. Ahora, sólo me
pregunto una cosa, Ivy: ¿qué ha sucedido con el resto de la gente?
¿Dónde se han metido los vehículos, el personal de este hotel, las
patrullas de policía, todo cuanto constituye la vida humana en esta
ciudad, sea la hora que sea?,
—Sé tanto como tú —ella se encogió de
hombros—. Tal vez no sea ésta la misma noche en que perdimos la
noción de las cosas. Quizá hemos dormido un período de tiempo... y
al despertar, algo haya cambiado, la gente haya emigrado, o cosa
así... ¿Qué podría decirte yo, Marcus, si nada sé ni nada
entiendo?
—Si lo pudiera entender yo, cuando menos...
—murmuré abatido, paseando por la lujosa habitación del hotel, tan
enjaulado como pude sentirme cuando esperaba la pena de muerte en
mi celda de la penitenciaría del Estado—. No sé, Ivy, pero aunque
no pactase con el diablo... tengo un extraño presentimiento. La
ridícula idea de que... algo... está mal hecho. De que he cometido
un error terrible...
—¿Un error que significa vivir... y ser
libre? —dudó Ivy—. ¿Y vernos unidos de nuevo... después del momento
de nuestra despedida, cuando pensamos que era ya la última vez que
nos veíamos? ¿Llamas a eso un error?
—Ivy, estamos pensando sólo en nosotros
dos... Pero ¿y los demás? —señalé hacia la ventana—. ¿Dónde están?
¿Qué ha sido de la gente?
—Marcus, ¿crees que los demás se preocuparon
por tu suerte cuando ibas a ser ajusticiado? ¿Remordió a alguno la
conciencia el hecho de que yo fuese a permanecer toda una vida
encarcelada, sabiendo muerto a mi esposo, con unos horribles y
vacíos años por delante, para terminar muriendo lentamente, llena
de amargura y de dolor? ¿Se molestó alguien en interesarse por
nosotros? ¿Hubo piedad o comprensión en los gobernantes, en las
autoridades, en el pueblo, en las gentes por quienes ahora tú te
inquietas, Marcus?
Bajé la cabeza. Quizá era cruel pensar así.
Pero Ivy tenía razón. Y después de todo, yo no podía arreglar ya
nada. Recordé lo que la Voz dijera, antes de perder yo la noción de
las cosas:
«Has elegido el camino, hiciste una promesa,
y no puedes volverte atrás bajo pretexto alguno... No soy de la
clase de seres que faltan a su palabra. Pero tampoco tolero que los
demás falten a ella. Este es un pacto, Kilby.»
Sí. Era un pacto. Pero ¿con quién? ¿Qué
había ganado él a cambio de ese pacto desesperado, firmado de
palabra en la celda de muerte de un condenado?
Si al menos pudiera escuchar de nuevo la
Voz... Aquellas palabras metálicas, vibrátiles, como radiaciones
materializadas en sonidos dentro de mi propio cerebro... Pero rio
escuchaba nada. Ninguna voz, salvo la de Ivy, me llegaba a los
oídos. La voz de Ivy... Pensar que hubiera dado todo lo imaginable
poco antes por escucharla así, y ahora estaba preocupado por todos
aquellos que, durante nuestra agonía personal, no se habían
molestado lo más mínimo en pensar siquiera en nosotros, como en
tantas otras víctimas de la falsa utopía de los gobernantes de
nuestro tiempo...
—Perdona, querida —musité—. Creo que estoy
nervioso, excitado, que no he logrado todavía serenarme ni
comprender la magnitud de lo que nos sucede... Lo importante es que
ambos estamos unidos otra vez. Tú y yo... y la vida por delante.
¡Cielos! ¿Por qué debo pensar en otra cosa, cuando esto fue mí
imposible obsesión de terribles jornadas de angustia?
Me abracé a Ivy. La besé, y me besó. Nos
fundimos en un abrazo intenso como nuestro amor, como nuestra nueva
felicidad rescatada...
Y ya no pensé en nada más. No volví a
preocuparme por, los seres humanos, por el resto de la Humanidad,
por la ciudad misteriosamente callada y desierta en la
noche...
Quizá hice bien. Porque las siguientes horas
transcurrieron veloces. Ivy y yo nos quedamos dormidos, tras la
explosión de nuestro mutuo amor, contenido durante meses enteros de
cautiverio...
Yal amanecer un nuevo día, cuando la luz del
sol entraba ya a raudales por la ventana, en la que dejara
descorridas sus espesas, cortinas, la voz afable me saludó tras el
sonido del zumbador del visófono de la habitación.
—Buenos días, señores. ¿Han descansado bien?
Si desean desayunar, les bastará pulsar el botón azul de la
mesilla, y nuestro sistema automático les atenderá de modo
inmediato. Gracias, señor Kilby...
La imagen sonriente se borró de la pequeña
pantallita de televisión del aparato de comunicación, al tiempo que
terminaba de hablar la voz afable.
Pero lo importante es que era la imagen de
un ser humano, de un rollizo y sonriente conserje de hotel, como
cualquier otro. En suma: los temores de la noche anterior se
borraron radicalmente en ese mismo momento, como se había borrado,
al parecer definitivamente, la pesadilla de la prisión y la
muerte.
Había gente en la ciudad. Había seres
humanos alrededor. La vida continuaba.
Me precipité fuera del lecho, mientras Ivy
me contemplaba sorprendida. Miré al exterior, más allá de la
ventana...
Todo igual. Como siempre. Como antes... La
calle llena de sol, los pasos deslizantes con miles de peatones,
los vehículos por tierra y aire, la actividad general de siempre,
en todo cuanto abarcaba la vista. Incluso los más rápidos sistemas
de transporte, por las cintas elevadas, a diferentes niveles
urbanos...
Y la policía.
Me estremecí, clavando mis ojos en los
coches patrulla de motor eléctrico, deslizándose por las calzadas,
en sus rondas habituales. Coches con el distintivo de la ley, con
su número de orden en la carrocería plateada... Con su odioso
proyector de luz roja, el mismo que me bañó en claridad la noche en
que yo huía de la ley, tras haber visto morir al delegado del
gobierno, cuando cayó por la barandilla de aquella planta alta, en
su afán por arrojarme a mí, para terminar con la vida de un rebelde
enfrentado al Estado y a sus normas...
—Ivy... —murmuré—. ¿Y qué va a suceder
cuando salgamos de aquí? ¿Qué hará la policía contra nosotros,
puesto que todavía seremos dos personas situadas al margen de la
ley?
—Entonces... ¿todo vuelve a la normalidad?
—indagó Ivy, preocupada, yendo a reunirse conmigo.
Asentí, aunque no hacía falta. Ella estaba
mirando ahora al exterior, contemplando con inquietud aquella
normalidad que era, quizá, nuestro mayor antagonista.
—Por un momento llegué a pensar que seríamos
conducidos a otro lugar, donde permanecer impunes. Pero aquí, en
nuestra propia ciudad... —dudé, fija mi mirada en uno de aquellos
coches patrulla de la policía del Estado.
—Pero no podemos permanecer encerrados en
este hotel, Marcus. Forzosamente habremos de salir de él... o sería
lo mismo que continuar prisioneros de por vida.
Sería una prisión mucho más llevadera
—suspiré, mirándola—. Pero no tiene sentido. No es esto lo que me
prometieron, sino auténtica libertad.
Ivy, espérame, un momento.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó alarmada—.
¿Adónde vas?
—A la calle, naturalmente.
¡No, Marcus, a la calle no!... Si volvieran
a apresarte, a llevarte a aquella horrible celda...
—Tarde o temprano, hay que correr el riesgo.
Tú lo dijiste: no podremos permanecer aquí toda una vida. Cuanto
antes salgamos de dudas, será mejor. Si me capturasen, si todo
volviera a ser como antes, Ivy, alguien que no soy yo habría dejado
de cumplir su palabra, y el pacto estaría roto. No me parecía el
dueño de esa Voz un ser capaz de faltar a su promesa... aunque
ignoro cómo diablos logrará hacerlo., Me vestí con celeridad. Ivy,
resueltamente, me imitó. Luego, me tomó con fuerza de la mano. Me
miró a los ojos. Y sonrió, animosa.
Vamos, querido —dijo—. No me apartaré de ti
en esa prueba. Ni en ninguna otra. Para bien o para mal, esta vez
iremos juntos los dos. Y no habrá prisión. No para mí. Antes de que
me capturasen... todo terminaría para mí.
Y vi cómo tomaba de un estuche de aseo
propiedad del hotel, unas afiladas tijeras de frío acero, que
ocultó en sus ropas. Parpadeé, sin tratar de detenerla. Me limité a
decirle, mientras abandonábamos la habitación:
—Si hubiera tiempo para ello... esa misma
arma serviría para acabar también con mi vida, Ivy. Esta vez no
habrá cárcel. Ni ejecución estatal, palabra.
Luego, salimos de la habitación del hotel.
Un ascensor automático ríos dejó en la planta baja. Cruzamos un
vestíbulo con gente, botones, personal solícito que iba de, un lado
a otro, viajeros que llegaban y viajeros que salían... Delante de
la rotonda del hotel de lujo, hileras de vehículos de alquiler o
privados iban deteniéndose y arrancando después, dejando o
recogiendo pasaje. Entregué la llave al conserje, que nos sonrió
afablemente.
—¿Van a salir, señores Kilby? —preguntó—.
Hace un hermoso día...
—Sí, muy hermoso —asentí, pensativo,
disponiéndome a enfilar la salida del edificio.
—Por favor —nos detuvo el conserje todavía—.
¿Van a almorzar en el hotel? Hay un menú especial hoy, que espero
sea de su gusto...
—No sé —miré a Ivy de soslayo—. Quizá
volvamos, quizá no... Depende de muchas cosas.
Nos miró, como si no entendiera. Y salimos
del hotel a la calle soleada, espléndida, maravillosamente abierta
a la vida, a la luz, a la libertad... Respiré el aire a pleno
pulmón. Oprimí con fuerza, casi optimista, la mano de Ivy.
Vamos —dije—. Hay que intentarlo.
Y echamos a andar, precisamente en dirección
a un cercano aparcamiento policial, donde dos coches patrulla
permanecían aparcados. Unos agentes de uniforme naranja charlaban
entre sí. No recordé haber visto antes ese color en los uniformes
de la policía del Estado, pero había Cuerpos especiales de
Seguridad que yo desconocía. El hecho me inquietó todavía más. Pero
Ivy y yo seguimos adelante con paso firme.
Alcanzamos su nivel. Pasamos junto a los
vehículos. Los agentes nos miraron con indiferencia, como al resto
de los transeúntes. Si acaso, con algo de interés hacia la belleza
de Ivy, pero nada más. Pasarnos de largo. Los dejamos atrás.
Respiré con alivio. Mi presión sobre la mano de mi esposa se hizo
frenética de júbilo, de esperanza.
Y, de repente...
—¡Eh, ustedes!
La voz. La voz de uno de ellos. No giré la
cabeza. Quizá se dirigía a otros. Seguí caminando. Pero los dedos
de Ivy, entre los míos, se tornaron fríos y rígidos.
—¡Ustedes, vuelvan! Señores Kilby, es a
ustedes...
De modo que era eso. Nos habían
identificado. Era el fin. Otra vez el oscuro desastre. Como un
hermoso sueño con un horrendo despertar. Giré la cabeza. Les miré
con odio, con ira latente. Todo mi cuerpo se tensó cómo una
ballesta.
Nos estaban mirando. Uno de ellos comprobaba
una tarjeta metálica de identificación. Nos hizo un gesto.
—Vengan, por favor. Es una simple rutina de
identificación.
—¿Y... luego? —pregunté secamente, con voz
acerada, de duras aristas.
—Luego... vendrán con nosotros, si son el
señor y la señora Kilby —informó, escueto, el agente de la
ley.
Ivy y yo nos miramos. Luego, ella exhaló un
gemido ronco. Como una despedida a muchos sueños e ilusiones
forjados tontamente. Creo que la entendí a pesar de no pronunciar
palabra. Y supe lo que iba a hacer. No quise evitarlo. No merecía
la pena.
Mi mujer extrajo las tijeras. Las alzó sobre
sí, para hincárselas en su corazón. Yo esperé, sencillamente, con
terrible frialdad. Esperé a verla herida de muerte, para tomar de
sus dedos engarriados aquellas hojas de fino acero, e hincarlas a
la vez sobre mí.