CAPITULO PRIMERO

 

ERA como volver al pasado, en cierto modo.
Contemplé las instalaciones que me eran tan familiares. Los centros de experimentación, los laboratorios, los pabellones de, pruebas... Caminé por las galerías altas, donde una vez había sido acosado por un funcionario del Estado. Por el delegado inspector Houseman, persiguiéndome ferozmente, porque había destruido con mis propias manos aquel ingenio tan peligroso, aquel hallazgo científico que podía provocar la muerte en naciones enteras, sólo con pulsar un resorte...
Eso nunca me lo había perdonado el Estado. Houseman tampoco. Pero él duró poco para que pudiera guardarme su rencor. Trató de arrojarme por aquella galería, en el paroxismo de su furia. Era un típico funcionario estatal, un hombre áspero y eficiente. Esa clase de gente siempre carece de sentimientos. Creo que viven y mueren amando solamente al Estado. Houseman era uno de estos tipos. Trató de asesinarme, sólo porque era un peligro para lo establecido. Pero le falló el golpe. Cuando intentó empujarme, al creerme acorralado contra la barandilla de la galería aérea, yo me aparté... y fue él quien cayó abajo, estrellándose. De su muerte fui culpado por la ley. Y eso aceleró mi sentencia de muerte...
Dejé de recordar, con un resoplido. Ahora ya no había más Houseman. Ni nada parecido. La gente que se movía por allí, de un lado para otro, sonreía. Sonreía estúpidamente, como si todos fuesen los más felices que jamás existieron. Y quizá era cierto. Si ellos no sentían nada, agradable o desagradable, ¿por qué no sonreír? Escuché el zumbido de los mecanismos, de los centros energéticos, de las instalaciones cibernéticas... Eso sí sabían hacerlo. Todo funcionaba ahora bajo su control. Eran máquinas perfectas, trabajadores eficientes. No pedían aumento de sueldo, no les importaba el horario de trabajo, comían lo preciso para sostener su armazón física prestada... Una sociedad sin problemas. Terriblemente perfecta.
Nadie me prohibió recorrer aquello a mi antojo. Iba de un lado a otro, revisaba los procedimientos de trabajo de los ocupantes del Centro de Investigación Cibernética al que yo perteneciera durante años. Lo hacían bien. Fríos, eficientes, mecánicos... Observé las manos quemadas de una chica, el corte sangrante en el rostro de un mecánico... También advertí que otra muchacha había olvidado abotonar su uniforme por completo, y exhibía unos senos magníficos delante de todos los hombres, compañeros suyos de trabajo.
Nada. No sentían nada. No expresaban nada. Ni dolor, ni sufrimiento.. ni deseos. Nada. Eran máquinas. Eso resultaba terrible. Estremecedor. Su perfección daba escalofríos. Me sentí atrozmente mal.
Llegué a mi propio pabellón de experimentación. Cerré la puerta. Cuando menos, estaba solo allí. Respiré hondo, y me dejé caer en un asiento, ante mi antigua mesa de trabajo. No la veía desde aquel día en que resolví destruir el ingenio criminal ideado por los sabios del gobierno para sus represalias sobre organizaciones subversivas, y Houseman halló la muerte, siendo yo capturado y enjuiciado por ambos crímenes.
Faltaba algo allí. Muy poco. Pero suficiente para mí. Miré el vacío que dejaba en mi gabinete de trabajo el estuche de energía electrónica, provisto de la pantalla magnética.
La puerta...
Cerré los ojos. Me apoyé en mis manos, respirando fuerte. No, no quería pensar ya en ello. Pero era inevitable...
Mi última voluntad había sido pedir aquel aparato, creación mía. Y utilizarlo, en beneficio de... de aquellos seres, «cosas» o como se les quisiera llamar. Ahora, ellos habitaban la Tierra. Ellos eran el mundo, la sociedad, las ciudades, los pueblos, el gobierno, el ejército, todo. Traté de olvidarlo. Para ello, sólo existía un medio: mi trabajo.
Y trabajé. Pero por poco tiempo. Una hora más tarde, dejaba la tarea.
Me era imposible concentrarme. . Aquel cerco de autómatas vivientes me oprimía como un dogal. Mi conciencia era una acusación constante. Mi cerebro, un hervidero caótico. Me toqué. Tema fiebre, me ardía la piel y sentía un leve sudor helado humedeciéndola.
Salí del gabinete. Me encaminé de nuevo a la salida del Centro, preguntándome dónde podría sentirme mejor, cuál podría ser la tarea que me hiciera olvidar, siquiera por unos momentos, el horror que yo mismo desatara sobre mi mundo...
Pasé junto a los, laboratorios destinados a los estudios de nuevos sistemas electrónicos y últimos hallazgos en magnetismo. También allí se habían realizado durante largo tiempo investigaciones sobre radiaciones cósmicas, energías electromagnéticas del espacio exterior, y su transformación posible en fuentes energéticas capaces de mejorar las condiciones de vida en el planeta.
Todo eso, ahora, carecía ya de auténtico valor, de toda su importancia. Lo que los «extraños» pudieran investigar y hallar, sería solamente en su propio beneficio, no en el del mundo al que habían sido traídos por la traición de uno de sus propios miembros: yo, en definitiva...
Borrosamente, a través de los vidrios traslúcidos, vi que ni siquiera trabajaba ya, nadie allí. Era algo, evidentemente, que la superinteligencia de nuestros visitantes había dejado de lado, por considerarlo inútil para ellos. Tuve un momento de vacilación. Luego, empujé la puerta y entré.
Caminé por las salas desiertas, entre los numerosos aparatos reproductores de radiaciones, y otros que habían sido creados para ampliarlas o reducirlas, en el afán investigador de conocer todas las fuerzas posibles del Cosmos. Una labor inacabada, sin duda alguna. Un esfuerzo más del hombre como tal, en su empeño por ir siempre más lejos. El hombre, que debería su extinción total, su transformación en una máquina insensible a mi estúpido y loco pacto con los desconocidos de otra galaxia.
Me dejé caer, abatido, en un asiento de aquel laboratorio desolado, donde ya no se percibían zumbidos de mecanismos, el pálpito de la vida científica en marcha. Apoyé los brazos en una larga mesa blanca, y recliné la cabeza, cerrando mis ojos, sintiéndome más desgraciado que nunca.
No sé cuánto permanecí en aquella posición. Lo único cierto es que el suave roce de pisadas me sacó de mi abstracción. Levanté la cabeza. Me quedé mirándola.
Ella venía hacia mí. Con una leve sonrisa en su rostro. Aquella sonrisa que yo había llegado a odiar, porque todo el mundo la tenía como impresa en su rostro. Era la felicidad inexistente de aquel mundo ficticio. Una sonrisa estúpida e injustificada.
La reconocí, y sentí un renovado dolor, una ira profunda e interna
—Gala... —musité—. Es Gala... o lo que queda de ella...
Gala se detuvo delante mío. Me miró, con su fría sonrisa inexpresiva. La miré, a mi vez. Una bonita muchacha. Muy rubia, pálida, esbelta, bien formada. Una compañera de investigaciones en el Centro. Recordaba que habíase mostrado muy angustiada el día en que me capturaron los agentes de la policía del Estado...
—Hola, Gala —saludé, casi con sarcasmo, sabiendo que me respondería otra persona, otro ser agazapado dentro de aquella envoltura humana.
—Hola, Marcus —me respondió apaciblemente.
Cosa rara. Incluso se borraba su sonrisa al hablar. Y había puesto un tono grave y sombrío a su modo de saludarme. Eso no encajaba mucho en la idea que yo tenía ahora de todos ellos. Busqué en sus ojos, sorprendido. Capté algo, un destello profundo y enigmático, ¿Se estaban burlando de mí los extraños?
—Gala, sé que ya no eres tú misma —suspiré—. No tiene sentido disimularlo. Dentro de tu mente, imagino, hay una de esas «cosas» llegadas de no sé donde... Fuiste una chica muy simpática y entrañable cuando te conocí. Me gustaría que siguieras siéndolo, pero ahora tú, , quienquiera que estés ahí, en ese cuerpo, en esa mente, no puedes en tenderme, claro.
Gala siguió mirándome. Luego miró en torno, al silencioso laboratorio. Exhaló un leve gemido.
—Marcus, soy yo —dijo—. Soy yo misma. No hay nadie dentro de mí, excepto mi propio ser, mi modo de pensar, mi mente...
Parpadeé. No, no podía ser cierto. O era una burla... o una trampa. ¿Desconfiaba de mí el Poder, y pretendía envolverme en una tela de araña tan burda y torpe?
—Gala, no puedo creerte —rechacé, sacudiendo la cabeza—. Todos han dejado de ser quienes son. Todos... menos yo. E Ivy. Es una historia horrible, pero no vale la pena contarla. La conoces tan bien como yo. Gracias a ella, vive la «cosa» que llevas dentro.
—Te lo repito, Marcus. No hay nadie dentro de mi cerebro, si a eso te refieres... —Me miró con expresión nueva, diferente a la de todos los demás. Angustiada, trémula, temblorosas sus manos, incluso. Se apoyó en la mesa primero. Luego, puso sus manos sobre mis brazos, como buscando apoyo en mí. La oí gemir—: Marcus, Dios mío... ¡ayúdame!
No supe qué hacer. Me estremecí. Si aquello era posible, significaba algo maravilloso. ¡Significaba que no sólo Ivy y yo estábamos libres de aquella especie de «contaminación» o invasión en, toda regla!
Pero era demasiado hermoso para ser cierto. Demasiado preocupante. No podía aceptar que existiera un resquicio de esperanza... Ellos eran tan listos, tan astutos, tan inteligentes y poderosos... Quizá habían logrado descubrir el secreto de la ficción, de representar una comedia, de hacer creer a la gente que ellos sentían.
—Gala... —la miré, esperanzado pero también lleno de desconfianza—. Gala, me gustaría estar seguro de eso... Saber que tú eres una de nosotros todavía. Pero no, no puedo concebirlo, por la sencilla razón de que ellos no son humanos, de que son pura energía, radiaciones del espacio exterior... y pueden llegar a cualquier cerebro e invadirlo, sólo con proponérselo. No habría motivo para dejarte a ti libre de su influencia maldita...
Gala me miró con extraña, patética expresión. Me aferró las manos nerviosamente. Vi el brillo de sus ojos cuajándose. Un momento después, algo se deslizaba por su rostro. Algo que había creído no volver a ver jamás, salvo en el rostro de Ivy o en el mío propio... ¡Lágrimas!
Gala estaba llorando.
—Te equivocas, Marcus —dijo con voz quebrada—. Te equivocas en algo. Yo... yo también he sido invadida...
* * *
La miré amargamente. Me aparté de ella, soltando sus manos, yertas y temblorosas. Sacudí la cabeza con dolor.
—Sí —murmuré—. Debí imaginarlo. Luchas por ser tú misma, pero no puedes. Esa «cosa» está venciéndote, dominándote, ¿no es cierto?
—Marcus, no lo entiendes —susurró, como dolorida por mi reacción. Volvió a acercarse a mí—. Una de esas cosas que tú dices, ocupó mi mente y me dominó... He dejado de ser yo misma durante algún tiempo. Hasta que, de súbito... me liberé.
—¡Liberarte! —gemí—. Oh, no, no es posible... Eso no puede suceder, Gala. Ellos son demasiado fuertes para ser vencidos tan fácilmente...
—Es la verdad, Marcus. Estoy libre de... de «él». Ya no está en mi cerebro. Puedo pensar, sentir, ser yo, misma otra vez...
—Cielos, calla —miré a mi alrededor, angustiado. Las lágrimas seguían cayendo de sus ojos. Su voz era sollozante—. Si eso fuera cierto... ellos no deben saberlo. Nadie debe oírte...
—Lo sé, pero me siento tan confusa, tan llena de terror y de incertidumbre... —me miró, casi con ternura—. Yo... yo sé que tú te libraste de ellos. Lo sé, porque era algo que sabía mientras el «extraño» dominaba mi mente y mis sentidos todos... Luego, ese conocimiento ha permanecido en mi memoria...
—De modo que puedes recordar lo que él pensaba —me sentí excitado ahora—. Gala, si todo esto es cierto, como parece..., ¿qué clase de seres son ellos, cuáles son sus planes, cuál su modo de ser, de pensar, de actuar? Por fuerza han de tener algunas ideas aunque sólo sean energía, algo inmaterial...
—Sí, Marcus —la vi temblar convulsivamente, con sus ojos muy dilatados—. Y es horrible. Realmente horrible...
—¿Horrible? —me asusté—. ¿A qué te refieres, Gala?
—A... al futuro de este planeta... ¡Marcus, ellos fueron antes corpóreos, casi humanos!
—¿Qué? —me asombré—. No es posible. Gala. . ¹.
—Sí, lo fueron. Lo sé. «El» pensaba en ello, lo recordaba a veces... Su vida anterior, en un planeta muy lejano, pero muy similar al nuestro... Por eso vinieron, por eso invadieron este mundo que les recordaba el suyo propio...
—Pero... pero si son simple energía, radiaciones, ondas electromagnéticas pensantes, Gala. Tan sólo eso. ¿Cómo una forma de vida semejante pudo ser antes humana?
—Un remoto experimento... Una obra de su ciencia avanzada... Les aniquiló. Destruyó toda materia orgánica, para quedar solamente sus poderes mentales, que ellos habían desarrollado extraordinariamente.
—Dios mío, no. Es demasiado horrible imaginar...
—¿Imaginar millones y millones de cerebros flotando en el aire, en la nada? —ella movió afirmativamente su rubia cabeza, con terror—. Sí, Marcus. Resulta espantosa la sola idea. Y sin embargo... es la verdad. Ellos lo saben. Ellos la recuerdan muy bien. Quedó grabado en mi mente...
Contemplé a Gala con auténtica preocupación. Ya no podía pensar, en un cepo astuto, en una simple trampa de aquellos entes invisibles. Si lo era, ciertamente, estaba cayendo en ella como un imbécil. Pero algo me decía que Gala seguía siendo Gala... o volvía a ser ella, para cuyos efectos era lo mismo.
Por un momento creí ver en los ojos de mi imaginación aquel planeta lejano, lleno de vida, de una sociedad humana normal. . hasta que un maldito invento lo aniquiló todo, destruyó la materia en cadena... y se quedó convertido en un espantoso, Vacío y helado mundo desierto, sin otros habitantes que puras radiaciones mentales flotando en el aire, inmateriales, añorando sus envolturas físicas, su modo de vida anterior, roto por su propio, afán de ir más lejos... Y ahora, habían encontrado un mundo paralelo o semejante al suyo. Un lugar donde apoderarse de cuerpos ajenos y hacerlos suyos. Pero ¿valía la pena su desesperado empeño? No. Ellos no eran totalmente humanos. Se asemejaban a nosotros. Y ahora, desprovistos ya de sentimientos, de auténtico calor humano, no eran sino un poder psíquico en funcionamiento, dividido en millones de células invisibles que, en cierto modo, trabajaban unidas por una cadena de fuerza común a todos ellas, un conducto mental superior que, quizá, era... el Poder.
—Pero, Gala, tú... ¿cómo pudiste deshacerte de «él»? —le hice la pregunta crucial—. Eso no tiene el menor sentido...
—No lo sé, Marcus. Creo que nunca lo sabré. De repente, comencé a sentir que se debilitaba su poder sobre mí, que mi cerebro podía funcionar, aunque torpemente, y que empezaba a ser de nuevo yo misma... Luego, súbitamente, todo terminó. Como si mi ocupante hubiera muerto de súbito. ¿Tú lo comprendes, Marcus?
—No, no lo comprendo —rechacé apagadamente—. He llegado a pensar que me engañabas, que todo formaba parte de una trampa dispuesta para conocer mis intenciones, mi modo de pensar...
—No, no es ninguna trampa —me oprimió la mano calurosamente—. Debes creer en mí. Por favor, hazlo. Soy yo otra vez. La misma de siempre... Incluso... incluso vuelvo a sentirme enferma, como antes...
—¿Enferma? —me preocupé—. No sabía que lo estuvieras...
—Oh, claro que no. Nadie lo sabía entonces aquí, en la planta de investigación. Hubiera sido un error por mi parte. Ya sabes cómo eran las leyes. Toda persona enferma era dada inmediatamente de baja en su trabajo y conducida a un centro hospitalario. Si el mal no tenía remedio... procedían a una ejecución compasiva, como ellos decían. Brutalmente dicho, simple eutanasia masiva. No querían una sociedad enferma o imperfecta, tú lo sabes...
—Recuerdo muy bien esas leyes monstruosas que hicieron del mundo un lugar odioso... aunque tal vez hayamos salido perdiendo con el cambio. Antes, cuando menos, éramos, nosotros mismos. Y siempre existían personas rebeldes, gente que pretendía algo mejor, que luchaba por ello... y que a veces lo alcanzaba. Pero ahora, Gala, ¿qué puede esperarnos en esta sociedad de autómatas? A menos que todos puedan liberarse un día de su ocupante, de la fuerza mental que les posee... esto será el fin de la Humanidad.
—Lo sé, Marcus... —se dejó caer en un asiento, con un gemido. Llevó sus manos a las sienes—. Ya me vuelven mis antiguos dolores de cabeza... Oh, no sé si era más feliz cuando esa energía mental me controlaba... Entonces, cuando menos, no sufría...
—No hables así. Sabes que eso es monstruoso. El ser humano ha nacido para gozar y sufrir, para reír, para llorar, para ser feliz o desgraciado, no para no ser nada ni sentir nada. A fin de cuentas, eso es sólo una pequeña dolencia, de Ja que sanarás, estoy seguro.
—Yo no lo estoy tanto, Marcus. Fue cosa de las radiaciones. Burlé los análisis periódicos para no ser hospitalizada o eliminada por los departamentos de control clínico... Pero lo cierto es que me encuentro bastante enferma. Esos aparatos de investigación de nuevas ondas energéticas me han dañado el organismo. Ya nos advirtieron que era peligroso. Empezó todo con jaquecas, estados febriles, náuseas... Y ha ido empeorando. Mi cabeza me duele mucho ahora... Será mejor que vaya a casa, Marcus. Allí, Aura puede cuidar de mí... —Aura, tu hermana... —recordé vagamente—. Cielos, pero ella será uno... uno de ellos...
—Oh, Dios mío, había llegado a olvidarlo —asintió amargamente—. Sí, ella es uno de los poseídos... Como todo el mundo, excepto tú e Ivy... Sé cómo sucedió todo, no tienes que contármelo. Ya te dije que han quedado en, mi memoria recuerdos muy concretos del «extraño» que me poseyó...
—De modo que tú sabes...
—Todo. No tienes por qué sentirte culpable —me oprimió afectuosamente una mano—. Todo lo hiciste por Ivy. Y por tu propia vida. Ignorabas la realidad, lo que iba a suceder. Y la sociedad no se había portado demasiado bien contigo. Cualquier otra persona hubiera hecho lo mismo en tu lugar.
—Gracias por pretender consolarme, Gala, pero no es fácil que yo...
—No pretendo consolarte, Marcus —sonrió ella, moviendo negativamente la cabeza—. Es más: te confieso que yo misma lo hubiera hecho a ojos cerrados, de haber estado en tus circunstancias... incluso a sabiendas de lo que iba a suceder.
—Gala... Eso hubiera sido un crimen contra la Humanidad.
—También era un crimen pretender ejecutarte a ti. Y esa Humanidad a la que ahora defendemos, nunca hizo demasiado por los que eran injustamente destruí-dos. No lo olvides, Marcus... Ahora, debo dejarte. Peligro estando por aquí. Cualquiera de ellos puede detectar que soy diferente .. y eso complicaría mucho las cosas.
—¿Vas a tu casa? —indagué.
—Sí —sonrió suavemente, apretando mi mano con calor—. Trataré de que Aura no se dé cuenta de nada. Luego, no sé lo que haré... Procuraré medicarme a escondidas, irme a alguna parte...
—Avísame antes de hacerlo —sugerí—. Estoy en el hotel Metrópolis. Quizá podamos hacer algo, unidos los tres...
—Quizá, Marcus. Gracias por todo. Y procura no confiarte en nadie. No sé por qué, creo que esos seres... no tienen nada de buenos. No son compasivos. No aman a nadie. Para ellos, destruir no significa nada especialmente desagradable. Si tienen que matar... matan sin el menor remordimiento. Recuerda que son simple fuerza mental... y que odian todo lo que representa su propia tragedia. Sí, Marcus. El odio, en realidad, aunque ellos no lo crean, es 1o único que realmente conocen como sentimiento. El odio por sí mismos, por su locura científica. Quizá su auténtico propósito aquí, sea el de destruir. Destruir todo lo que se construyó en más de cien siglos de civilización... Volver a las cavernas, a la vida primaria...
—Eso no tendría sentido, Gala.
—Para ellos sí, Marcus —sonrió tristemente—. Lo sé, porque he conocido sus pensamientos dentro de mi propio cerebro... Y sé lo que piensan, lo que desean... Será la venganza sobre otra Humanidad similar a la suya. Como la supercivilización aniquiló su forma de vida física, ellos aniquilarán a nuestro supercivilizado mundo, reduciéndolo al oscurantismo, al principio de los tiempos... La ciencia será aniquilada, el progreso detenido, la sociedad reducida a una condición puramente animal, a través de una degradación paulatina que se desencadenará en cualquier momento, cuando ellos lo deseen. Ese es el futuro terrible que aguarda a nuestro mundo. Un modo diferente de aniquilar una sociedad. Pero aniquilamiento, a fin de cuentas, como hicieron con su propio mundo.
—Es horrible...
—Horrible, sí... Ahora debo dejarte, Marcus. Nos veremos en el hotel, si todo va bien. Si no.., no cometas errores. No seas loco otra vez. Ahora, nadie te libraría del aniquilamiento. Ni a ti, ni a Ivy... Hazlo por ella, cuando menos... Adiós, Marcus, amigo...
Salió del laboratorio, con un gesto de despedida. Tuve un mal presentimiento en esos instantes. Oí cómo se alejaban sus pasos, corredor adelante, hacia la salida del recinto científico.
De pronto, me puse rígido. A sus pasos se unieron otros, secos y firmes. Retumbaron sordamente por el corredor. Me erguí, sobresaltado. Las pisadas de Gala se habían detenido.
—No te muevas —ordenó una voz fría e impersonal.
Hubo un silencio. Oí a Gala, mientras yo mismo avanzaba con pasos rápidos y sigilosos hacia la vidriera que me separaba del corredor:
—¿Qué sucede ahora? Voy a mi casa, hermanos. Soy una de vosotros, bien lo sabéis.
Estaba fingiendo. Quizá se hablaban así entre ellos. Recordé que conocía personalmente las experiencias de los «extraños». Pero aun así, no me gustó todo aquello.
—No, Gala. No eres una de nosotros. Ya no. Acompáñanos a presencia del Poder. Inmediatamente. Tenemos que saber qué ha sucedido contigo.
—¿Os habéis vuelto locos, hermanos? ¡Nadie puede abandonar el cuerpo que ocupa, si así no lo desea! —protestó Gala, perfecta en su representación, a mi juicio.
—Exacto. Por eso es preciso saber qué ha ocurrido contigo, mujer. Síguenos.
—¡No!
—Desobedecer significa ser destruida. Además, eso revela que tú eres humana. Ningún hermano desobedece jamás...
—¡No iré! —gritó ella. Y la oí correr de pronto.
—¡Alto! —le ordenaron—. ¡Alto, o serás exterminada en el acto!
La carrera de Gala proseguía. Me sentí aterrorizado. Y salí del laboratorio, sin poderme contener. Me precipité sobre los tres guardianes uniformados que permanecían en el corredor.
Uno de ellos ordenaba ya, señalando a la fugitiva:
—¡Aniquiladla!
—¡No! —aullé, lanzándome sobre ellos—. ¡Eso no, malditos!
Esta vez no llegaron a tiempo de paralizarme. Caí sobre ellos. Y pegué con todas mis fuerzas en aquellos cuerpos humanos de cerebro frío y vengativo.