CAPITULO II

 

NO es agradable esperar. Nunca lo ha sido. Pero esperar la muerte... lo es menos todavía. El tiempo se hace a veces interminable. No obstante, de repente, se da uno cuenta de que no habrá ya otro tiempo. Ni otra espera. Y entonces, el tiempo se hace rápido, fugaz, terriblemente cortó...
Eso me sucedía a mí. Era mi problema actual. El último, imaginaba. Y no me faltaban razones para pensarlo. Aquél era el umbral de la muerte. El principio, del fin. Dentro de pocas horas, Marcus Kilby sería solamente un rígido cadáver en el depósito del centro penitenciario. La justicia se habría cumplido, como tienen el cinismo de decir en semejantes casos las autoridades correspondientes.
De cualquier modo, se me hacían largos los minutos. Quería terminar ya de una vez. Lo antes posible. Imaginé que no sería demasiado pecado desear la muerte, cuando otros seres humanos iban a administrármela fríamente, con monstruosas excusas de legalismo, justicia y todo eso. Comprendía, incluso, a los suicidas que terminan con su vida en la celda. Es un modo de abreviar las cosas. Y, en cierto modo, de burlar a la propia ley hecha por los hombres.
Estaba divagando. ¿Qué podía importar ahora todo eso? Morir de un modo u otro es, simplemente, morir. Y ahí termina todo. O empieza, ¿quién puede saberlo? Un hombre dedicado, a la electrónica, el magnetismo, la cibernética y todo eso. Un tipo que llegó a creerse importante. Un científico del Estado. Como todos. El Estado es omnipotente y omnipresente. Es todo. Absolutamente todo
Y, de pronto, el error. El tremendo error. O lo que fuese. Porque tenía mis dudas. No sabía si mi error estuvo en hacer lo que hice... o en ser funcionario del Estado. Debí irme a las montañas. Y hacerme pastor. O bandolero. Si es que había pastores o bandoleros, que ya no estaba seguro de nada en este mundo, todo eso pasaba por mi mente con rapidez. Eran recuerdos, jirones, simples retales de una vida que se extinguía, de un pasado fugaz y cercano. No podía evitarlo. Supongo que a todos les pasa igual en mi situación.
Recordé también borrosamente mis experimentes..., mis investigaciones frustradas, rotas como mi propia vida, por culpa de todo lo sucedido. Los laboratorios electrónicos, mis pruebas para recoger en una pantalla luminiscente, de un material plástico, ondas electromagnéticas llegadas del espacio, y capaces de concretarse en imágenes tridimensionales, con lo que los astrónomos y los cosmonautas tendrían así una inapreciable ayuda para recibir auténticos mapas celestes, en relieve, de las regiones cósmicas que desearan explorar.
Todo eso, arrinconado. Olvidado, en mi laboratorio electrónico. Para siempre. Como objetos inútiles, que nadie emplearía ya. Ruinas como mi propia vida...
—Marcus Kilby —sonó de pronto la brusca voz en el exterior de mi celda.
—¿Sí? —enarqué las cejas, mirando al rostro medio visible tras la mirilla—. ¿Tan pronto? Las horas pasan muy deprisa...
—No, no es la hora todavía. Esta es una visita rutinaria. Puedes pedir tu última voluntad. Lo que sea, siempre que resulte razonable y factible. Tienes derecho a ello.
—Oh, es cierto. Ya lo había olvidado. Por completo. La última voluntad y todo eso... Muy humanitarios. Pero creo que no siento particular interés por nada, amigo.
—Lo que sea, Kilby: comida, bebida, música... Lo que sea.
—No, gracias. Puede irse. No quiero cosa alguna.
—Como quieras, Kilby. Pero volveré a preguntártelo más tarde. Dentro de una hora. Es la ley. Puedes pensar mientras tanto, por si cambias de idea.
—Sí, supongo que eso es también la ley —suspiré cansadamente.
Me quedé solo otra vez cuando la mirilla se cerró. Pisadas suaves y frías se perdieron en e! corredor aséptico de la prisión. El celador se alejaba. Volvería una hora más tarde. Era la ley.
Me acomodé en la litera. Cerré los ojos, tratando de no pensar en nada, de relajar mis músculos y dar reposo a mi mente, en un vacío absoluto.
Casi, lo logré. Casi. Cuando menos, los primeros minutos. Pocos. No sé si cuatro o cinco. No más, desde luego.
Porque, de repente, aquello me interrumpió, —Marcus Kilby, profesor de electrónica
—Sí, claro —rezongué, irritado por la interrupción. Abrí los ojos para mirar al celador con disgusto. Pegué un respingo—. ¿Eh? ¿Qué significa...?
Sencillamente, no había mirilla. No había celador. No había nadie.
Yo seguía estando solo. Respiré hondo. Era mala cosa aquella de imaginar cosas como una voz humana. Tal vez empezaba a fallarme algo en la mente.
Volví a bajar los párpados. Traté de concentrarme, de no pensar tonterías, de no escuchar voces raras en mi cráneo. Lo que viviera, quería seguir siendo normal, no un estúpido chiflado.
Esta vez sólo fue un minuto. De nuevo la voz:
—Marcus Kilby... Has escuchado mi voz. No estás loco.
No abrí los ojos. No valía la pena. Sabía que no, iba a ver a nadie. Quizá era una nueva, una sutil forma de tortura que había empezado a experimentar el gobierno, Respondí en voz alta, como si hablase conmigo mismo en mi cuarto de aseo:
—Claro que estoy loco. No se oyen voces donde no hay nadie. ¿Dónde está el truco, si no?
—Tampoco hay truco. Estás escuchando lo que hablo, eso es todo.
—¿Y quién eres tú? Nunca, oí antes esa voz.
—Mi nombre no te diría nada. No merece la pena que hablemos de mí. Sólo de ti, Kilby.
—¿De mí? ¿Por qué? —era absurdo, delirante. Estaba hablando con alguien que no existía.
A veces tenía la rara impresión de que aquella voz de tono metálico, lejano, pero nítido y preciso, nacía en mi cerebro y no salía de él. Pero fuese como fuese, yo la captaba con toda claridad. Y estaba respondiendo a sus palabras, como la cosa más natural del mundo.
Añadí:
—Si esto no es un ensayo de mis amables verdugos, no tiene el menor sentido. .
—Todo tiene sentido, Kilby. Depende de saberlo encontrar.
—Ya. Razonas con fría lógica. Pero tu voz me suena rara. Deshumanizada, diría yo.
—No le falta razón. Es una voz hecha de impulsos electrónicos. Tú entiendes de eso, Kilby. Eres experto en tales cosas.
—Sí, pero no entiendo nada de fantasmas —resoplé, abriendo de pronto los ojos, para comprobar que allí, en mi celda, todo seguía igual—. Y esto tiene todo el aspecto de una sesión espiritista, o poco menos.
—La electrónica no es espiritismo. Tú lo sabes. El magnetismo produce sonidos.
—Oh, claro. Pero para eso hace falta un emisor... y un receptor. Aquí no hay nada de eso, que yo sepa. Es una celda. Con un solo ocupante: yo. Únicamente un altavoz oculto podría explicar nuestro tonto diálogo, mi desconocido amigo.
—No hay altavoces. Y no es ningún diálogo tonto, Kilby. Es, quizá, la diferencia entre tu vida y tu muerte. Yo soy el emisor. Y tu cerebro, es el receptor. Así se crea un circuito, ¿no es cierto?
—Cierto —admití, buscando con mis ojos en todos los rincones del aséptico y desnudo recinto en que me hallaba, la posible explicación al enigma fonético qué estaba viviendo.
No hallé nada anormal. Continué, tratando de contemporizar con mi fantasmal comunicante:
—Pero imagino que tu voz puede oírla cualquier otra persona...
—No. Sólo tú, Kilby, porque está hecha dé vibraciones electromagnéticas dirigidas a tu cerebro. De mente a mente, ¿vas entendiendo?
—Ya. Telepatía... con sonido —sacudí la cabeza, perplejo—. Es fantástico. No puedo creer una palabra, amigo. Precisamente porque es demasiado fantástico...
—Creas o no, esta conversación seguirá: Espero que al término de ella, sí estés convencido. Y que sus resultados sean buenos para ambos. Para ti... y para mí.
—Los resultados me tienen sin cuidado. En estos momentos poco importa lo que ocurra. Para, un tipo que va a dejar de existir, lo demás es totalmente secundario.
—Te dije que significa la diferencia entre vivir o morir. Dialoga conmigo, escucha mis palabras... y si tu respuesta es afirmativa, salvarás tu vida.
—¡Mi vida! —solté una carcajada. No pude evitarlo—. Por Dios, es lo más ridículo que he oído hasta ahora. Aquí ya no hay medio de salvar la vida. Nadie puede hacerlo. Desde esta celda se va a la que sirve de escenario de ejecuciones. Y todo sé termina. No hay indultos. No hay perdón. No hay evasiones. Nada.
—Estoy yo
—¡Tú! ¿Qué podrías hacer tú, a quien ni siquiera me es dado ver, para salvar mi vida de su triste destino?
—No puedes verme. Estoy físicamente muy lejos de ti. Sólo mi voz puede llegar hasta ti, Kilby.
—¿Y esperas lograr algo de ese modo? Ivy, mi esposa, seguirá en prisión por el resto de su vida. Y yo iré a la cámara de ejecuciones, eso es obvio. Ni tú ni nadie puede impedirlo, diga lo que diga.
—¿Y... si te ofreciera la vida y la libertad? ¿A ti y a tu esposa?
—Oh, no tiene sentido hablar de todo eso. Daría todo. No poseo nada, pero imagino que hasta podría vender mi alma... —me detuve, suspicaz. Miré al vacío—. No serás el diablo, ¿verdad?
—No, no —aquella voz extraña, metálica, que repercutía en mi bóveda craneana, como si su dueño estuviera dentro mismo de mí, hasta, tuvo cierto matiz burlón ahora—. No quiero tu alma para nada, Kilby.
—¿Cómo sabes mi nombre, si estás tan lejos de mí?
—Eso es largo de contar. Lo sabrás pronto... si tu respuesta es afirmativa.
—Afirmativa... Ni siquiera sé cuál es tu pregunta.
—Sencillamente, la que ya te hice: ¿quieres ser libre, quieres que lo sea tu esposa, y que ambos seáis libres?
—¡Cielos, claro que sí! —me apresuré a exclamar. Para añadir luego, abatido—: Oh, no, por Dios, es demasiado cruel este estúpido juego, sea cual, sea su motivo y su naturaleza...
—Has respondido afirmativamente. Es tu primera afirmación, Kilby. Tendrás que dar tres, para que obtengas lo que quieres.
—¿Tres afirmaciones?
—Sí. A tres preguntas. Formulada la primera, quedan otras dos: ¿estarías dispuesto a venderme algo que necesito, a cambio de ese gran favor para vosotros dos?
Imaginé... Imaginé a Ivy libre, a salvo de una vida entera entre rejas... Me imaginé a mí, a su lado de por vida. Los dos con una vida por delante... Era demasiado imaginar. Mi voz fue un murmullo fervoroso:
—Sí, sí... ¡sí! Lo que sea... Nada poseo, pero daría todo por ese milagro..., si fuera posible, claro.
—Lo es. Ahora tu tercer sí. ¿Quieres aprovechar tu última voluntad, Kilby, y pedir algo a ese celador? Algo que pueden proporcionarte... y que es lo único que yo necesito, lo único que yo te pido...
Miré a la nada, al vacio. Como si un ser invisible estuviera flotando ante mí, dentro de la celda.
—¡Sí! —grité casi, con voz ronca—. Haría lo que fuese, daría lo que fuese... No sólo por mí. Por ella, por Ivy... Imaginar a mi mujer... libré, a salvo, cerca de mí... Dios mío, si es una burla, será la más cruel y ruin de todas las imaginables. Si fuese cierto, sería el más fabuloso milagro que pudiera realizarse.
—Has dado tu respuesta, Kilby. Ahora, ten fe. Espera y confía. Pide algo al celador. Es tu última voluntad, recuerda.
—¿Y... qué debo pedir? —gemí, vacilante, incorporándome en la litera, sin querer creer nada de todo aquello, pero movido por una débil llama, una lucecilla lejana de esperanza, de fe en algo que pudiera devolverme a la vida. Pero, sobre todo, que pudiera hacer de Ivy, de mi Ivy, una criatura libre, ¡libre para siempre!
—Solamente una cosa, Kilby —dijo la voz metálica, extraña y misteriosa—. Una cosa que dejaste en tu laboratorio: tu estuche de trabajo.
—Mi estuche..., —boqueé, asombrado— Mis cosas... Pero ¿por qué, para qué?
—No preguntes, Kilby. Yo me comprometo a cumplir mi promesa para ti y para Ivy. Tú, limítate a cumplir tu parte. Promete igualmente cumplir lo que has afirmado. Será suficiente. Deja lo demás en mis manos.
—Está bien... Por probar, no se pierde nada...
Me precipité a la puerta metálica de mi celda. La golpeé y llamé repetidamente, casi frenético:,
—¡Celador! ¡Celador!... ¡Sí deseo una última voluntad! ¡Celador!...