27.

Respuestas

Oscar retiró su silla de un empujón y dejó con cuidado la servilleta encima de la mesa. Alphonse Byrd estaba junto a él con una copa limpia y una pequeña jarra de vino amarillo.

—Sólo media copa, gracias, Byrd. Tengo trabajo por delante.

Tamborileó con las yemas de los dedos en el borde de la mesa y se levantó. En la habitación reinó el silencio. Las velas parpadearon, serviciales.

Walter Sickert se inclinó hacia mí y susurró:

—Empieza el espectáculo…

Desde el asiento que ocupaba entre los dos policías, Charles Brookfield, ahuecó las manos alrededor de su boca y preguntó a la mesa:

—¿Quién mató a la cotorra, Oscar? ¡Eso es lo que queremos saber!

Él sonrió al tiempo que bajaba la cabeza hacia una vela para encenderse el cigarrillo.

—Todo a su tiempo, Charles —dijo. Y lo dijo amablemente, con un ánimo casi juguetón—. Hay que aprender a mantener el tempo de este tipo de cosas —añadió con una sonrisa—. Llegaremos a la cotorra a su tiempo, pero con su permiso, Charles, empezaremos por el principio. —Volvió a incorporarse y, por un momento, apoyó levemente las manos en los hombros de George Daubeney y de Willie Hornung, que estaban sentados a cada lado de él. Luego recorrió la mesa con la mirada y dio una pausada calada a su cigarrillo. Cuando estuvo seguro de que todas las miradas estaban fijas en él, empezó.

—Gracias, caballeros —dijo—. Gracias una vez más por haber tenido la amabilidad de asistir a esta cena esta noche. —Hablaba con voz suave, agradable al oído. Sickert la comparó en una ocasión al sonido de un «cello que alguien tocaba en una estancia próxima»—. Les estoy inmensamente agradecido a todos y cada uno de ustedes. Como bien recordarán, la última vez que nos reunimos aquí, jugamos, instigados por mí, a un juego…, un juego llamado «Asesinato» de consecuencias imprevistas y espantosas… No sabría decirles cuánto lamento ahora ese juego. Mi pobre excusa es que en ningún momento tuve la menor intención de causar ningún daño con él.

El inspector Gilmour se movió incómodo en la silla.

—Cierto es que salvo uno, todo los que han perdido la vida durante los últimos trece días podrían haber sido igualmente asesinados. Aun así, no negaré que mi estúpido juego actuó como desencadenante de una mortal serie de acontecimientos, y que lo hizo cuando lo hizo. Y, dado que el juego fue idea mía y sólo mía, creo que es también responsabilidad mía desentrañar el misterio de sus consecuencias. Les he pedido que vengan aquí esta noche, caballeros, para cumplir con mi deber con ustedes: desvelarles quién de ustedes ha matado a quién… y por qué.

—¿Está diciendo que hay un asesino entre nosotros, Oscar? —preguntó Willie Hornung, con el rostro encendido de pura excitación.

—Así es.

El inspector Ferris levantó la mano, como un vacilante escolar sentado en los bancos traseros de la clase.

—Si va a ser descubierto, señor Wilde, ¿por qué cree que su asesino ha accedido a venir?

—Buena pregunta —masculló el inspector Gilmour.

—Pues por curiosidad —murmuró Charles Brookfield—. Oscar es irresistible. Todos deseamos ver a Oscar Wilde en acción.

—Y además Byrd sirve unos caldos magníficos —ronroneó lord Alfred Douglas, recostándose en el respaldo de la silla y guiñándole un ojo a nuestro anfitrión.

—Declinar mi invitación para esta noche, haberse mantenido oculto o haber huido… habría sido equivalente a una admisión de culpabilidad —dijo Oscar mirando directamente al inspector Ferris—. Nuestro asesino ha venido aquí esta noche precisamente para afirmar con su presencia su inocencia. Ése es su estilo. Así ha sido desde el principio.

La habitación recuperó la calma. Oscar se volvió hacia la derecha y miró al honorable reverendo George Daubeney, que le devolvió la sonrisa con los ojos acuosos.

—Su copa de vino está vacía, George —dijo—. Tome la mía. —Oscar dio al clérigo su copa de vino amarillo—. Empecemos por el principio —prosiguió—, aquí, con el reverendo George… —Éste alzó su copa hacía él y sonrió. Oscar se volvió a dirigirse a toda la mesa—. Como recordarán, caballeros, cuando el domingo pasado jugamos al juego de «Asesinato», la primera papeleta que se extrajo de la bolsa de terciopelo del señor Byrd fue la del señor Daubeney… El señor Daubeney nombró a la señorita Elizabeth Scott-Rivers, que había sido antaño su prometida, como su «víctima». Lo sabemos porque así nos lo dijo él mismo. Como recordarán, montó un buen lío a la hora de decírnoslo… Lo cierto es que en ese momento tuve la impresión de que protestaba demasiado…, como volvió a hacerlo más tarde, esa misma noche, cuando no dejaba de repetir que había bebido más de la cuenta mientras que yo mismo, con mis propios ojos, le había visto beber como mucho dos copas de vino.

Daubeney miró fijamente a Oscar y se secó los labios.

—No olvide que somos amigos, Oscar. Nos conocemos bien, ¿no es así?

Él le devolvió la mirada.

—Creo que le conozco mejor yo a usted que usted a mí, George.

Daubeney se rió y dedicó una mirada a la mesa.

—La muerte de Elizabeth fue un accidente —dijo rotundamente—. Pregunten al juez. O a la policía.

—No, no fue un accidente —declaró Oscar, apagando el cigarrillo—. Fue un asesinato, George, un asesinato de lo más ingenioso, un asesinato inspirado en una conversación que tuvo usted la tarde del domingo, uno de mayo, en el número dieciséis de Tite Street… con mi esposa.

Daubeney negó con la cabeza, incrédulo.

—No sé de qué habla, Oscar.

—Oh, ya lo creo que sí, George —respondió Oscar sin perder en ningún momento la calma—. Esa tarde, en nuestra caritativa velada de recaudación de fondos para la Asociación para la Racionalidad en el Vestir, Constance le contó que todos los años, sólo en la ciudad de Londres, decenas de mujeres pierden la vida en incendios domésticos, víctimas de las llamas en sus casas junto a la chimenea, cuando se les incendia la ropa accidentalmente por el chisporroteo de alguna brasa, un carbón encendido o alguna chispa que salta desde el fuego. Lo que le contó mi esposa le inspiró… para asesinar a su exprometida, haciéndola arder en llamas… Deseaba usted liberar al mundo de la mujer que en su día le buscó la ruina y que podía volver a buscársela. Esa tarde, y desde su inocencia, mi bondadosa esposa le sugirió el método perfecto para llevarlo a cabo. Constance le dio la idea, George. Y yo, gracias a mi infeliz juego, le di la oportunidad.

Se hizo el silencio mientras Oscar encendía su segundo cigarrillo.

—Señor Wilde —dijo el inspector Gilmour—, parece usted olvidar que cuando encontramos el cuerpo de la señorita Scott-Rivers su casa estaba cerrada desde dentro. Tengo plena certeza de ello. Yo mismo comprobé todas las cerraduras.

—Cuando llegó a la escena de los hechos, inspector, la casa estaba sin duda cerrada desde dentro. Pero no era así cuando el señor Daubeney llegó al número veintisiete de Cheyne Walk.

El inspector Ferris retiró su silla de la mesa.

—No se preocupe, inspector —dijo Daubeney volviéndose hacia el policía y levantando su copa hacia él—. No pienso huir. No tengo nada que ocultar.

Oscar entrecerró los ojos al mirar al clérigo.

—Tiene usted mucho que ocultar, George…, demasiado. Y su ingenio, por llamarlo así, es mostrarse sumamente abierto para que nadie le crea capaz de semejante maldad…

—Que Dios le perdone, Oscar. Creía que éramos amigos. —Daubeney negó con la cabeza y se tomó el vino de su copa. Estaba tan tranquilo que costaba en efecto creerle culpable de algo. Recorrió la mesa con la mirada y sonrió al resto de los invitados—. La casa estaba cerrada desde dentro, caballeros. El fuego ardía enfurecidamente cuando intenté entrar en ella forzando la ventana de la planta baja, pero el impacto de las llamas me golpeó y caí de espaldas. Podría haber rescatado a Elizabeth y lo habría hecho. Ésa es la verdad.

—No, George, ésa no es la verdad. —Oscar se volvió hacia el reverendo Daubeney y le miró sin inmutarse. Hasta que concluyó su relato no volvió a apartar ni una sola vez los ojos del clérigo—. La verdad de lo ocurrido es ésta, George: el domingo, uno de mayo, hacia la medianoche, usted salió del Hotel Cadogan y se fue caminando desde aquí por Sloane Street y cruzando King’s Road hasta la orilla del Támesis. Decidido y plenamente consciente de sus actos, se dirigió al número veintisiete de Cheyne Walk, la casa de la señorita Scott-Rivers. Vio luz en la ventana del salón de su exprometida y llamó a la puerta. Fue la señora de la casa quien salió a abrir, pues los criados habían salido. Estaba sola y así se lo hizo saber…, y en cuanto se lo dijo, aprovechó usted la ocasión. La mató allí mismo… al instante, despiadadamente y sin el menor remordimiento. A sangre fría.

Daubeney se secó la boca con una mano temblorosa.

—¿Cómo? —preguntó—. ¿Cómo la maté?

—No estoy seguro de eso —respondió Oscar—. Imagino que la estranguló. Tenía los ojos muy abiertos cuando encontraron su cuerpo.

—Esto es grotesco —murmuró Conan Doyle.

La mirada de Oscar siguió fija en George Daubeney.

—Pues es aún peor, Arthur, créame. —Se inclinó todavía más hacia Daubeney—. Mató usted a la señorita Scott-Rivers y arrastró su cuerpo por el salón hasta la chimenea para colocarlo junto al hogar. Luego regresó a la puerta de la calle y la cerró con llave por dentro. Bajó al sótano y se aseguró de que la puerta de la calle y la del jardín estuvieran también cerradas con llave. —Oscar dio una calada a su cigarrillo—. La escena estaba dispuesta… y lo único que le quedaba por hacer era volver al salón y encender la cerilla… o, con las pinzas del fuego, sacar una brasa de la chimenea y prender con ella el vestido de su víctima… Prendió fuego al cuerpo de la pobre mujer y esperó a verlo presa de las llamas antes de escapar. Fue un trabajo fácil. La vio arder y salió entonces por la ventana del salón. Y los bomberos del embarcadero que le vieron de pie en el alféizar de la ventana simplemente creyeron que intentaba entrar a la casa, no que salía de ella, porque, en el momento en que le vieron, eso es lo que les pareció…

—Y así fue —se apresuró a decir Daubeney.

—No, George. Había demasiados cristales rotos en la zona justo debajo de la ventana… La ventana tenía que haberse roto de dentro afuera y no desde fuera.

—Fue un accidente —protestó Daubeney—. ¡El fuego prendió en su vestido!

—Si el fuego hubiera prendido en su vestido de forma accidental, George, jamás habrían encontrado su cuerpo junto a la chimenea. Cuando una mujer ve que se le quema el vestido, no se queda junto al lugar de donde proceden las llamas, sino que se aleja de él…, intenta escapar. Encontraron el cuerpo de Elizabeth-Scott Rivers junto a la chimenea porque fue allí donde usted lo dejó.

Archy Gilmour se levantó y asintió con la cabeza en dirección a su colega oficial.

—¡Deténgale! ¡Queda usted detenido, acusado de asesinato! —ordenó.

Oscar se rió.

—¡Y no sólo de eso! —Levantó su brazo derecho—. Aún no hemos terminado.

George Daubeney no intentó moverse. Cerró los ojos.

—No me encuentro bien —dijo.

—¡Lléveselo! —ordenó Gilmour.

Oscar se volvió hacia el policía.

—Aún hay más, inspector. Si desea usted oírlo.

—¿Acaso no hemos oído ya bastante? —preguntó Conan Doyle.

—Bastante para colgar a un hombre, sin duda —dijo Oscar—. Hemos oído el «qué», Arthur, y también el «cómo». Pero nos falta saber el «móvil»; no hemos oído aún el «porqué».

Alcé la mirada hacia Oscar.

—Sin duda mató a la pobre mujer para hacer fortuna, para heredar la de ella… —dije.

—No, Robert. Cuando mató a Elizabeth Scott-Rivers, Daubeney creía que ella había modificado su testamento. No la mató por su dinero…, eso no fue más que una bonificación accidental. La mató movido por su sed de venganza… y para silenciarla. Ella conocía su secreto.

—Todos tenemos nuestros secretos, ¿no es así, Oscar? —se rió lord Alfred Douglas, tendiendo el brazo por delante de su hermano y quitándole un cigarro a Wat Sickert del bolsillo de la chaqueta.

—Así es —respondió Oscar con voz queda—. Elizabeth Scott-Rivers descubrió el secreto de su prometido una semana antes del día en que iba a celebrarse la boda. De inmediato, y en privado, rompió el compromiso. Poco después, y en público, le denunció por haber roto el compromiso y, en el proceso, le dejó en la ruina. Él nada hizo por defenderse. ¿Por qué? ¿Por qué George Daubeney, supuesto caballero y aparentemente codiciado soltero, hijo de barón, hombre de hábito y capellán segundo de la Cámara de los Comunes aceptó la humillación y la ruina que le infligió la ruptura de su compromiso? Porque no tuvo opción, porque tenía un secreto…

—Seguro que hay una dama implicada en el caso —murmuró Bram Stoker—. Siempre es así.

—O quizás un joven —sugirió Charles Brookfield—. Oscar tiene unos amigos muy curiosos.

—¿Cuál es ese secreto, Oscar? —preguntó impaciente Conan Doyle—. Vamos, hombre. No juegue con nosotros. Suéltelo ya.

Él irguió la cabeza. Dos finos penachos de humo rosado se elevaron de sus fosas nasales.

—George Daubeney es un tratante de prostitutas infantiles —dijo—. Y tiene una especialidad: las niñas. Vende vírgenes… a cinco libras la pieza.

Daubeney no dijo nada. Siguió sentado en su sitio, ahora con la cabeza en las manos. El inspector Ferris se colocó inmediatamente detrás de él.

—¿Cómo sabe usted todo esto? —preguntó Arthur Conan Doyle.

—Por los gemelos —se limitó a responder Oscar.

—¿Los gemelos? —repitió Willie Hornung.

—Los gemelos —dijo Wat Sickert con voz queda.

—Sí, Wat —dijo Oscar, mirando al pintor—. Los gemelos. —Su mirada se paseó por la mesa. Todos, salvo Daubeney, tenían los ojos fijos en él—. Durante la cena del Club Sócrates observé que el honorable reverendo George Daubeney llevaba unos gemelos muy poco habituales…, gemelos distintos. Uno era un sencillo gemelo de plata, muy común, pero el otro era ciertamente exquisito. Era un gemelo con una sobrecapa de esmalte en la que aparecía una reproducción de uno de mis cuadros favoritos: la Madonna de Bellini. Cuando volví a ver a Daubeney horas más tarde, cuando él apareció en mi casa de Tite Street después de que hubiera tenido lugar el incendio, los gemelos habían desaparecido. Me extrañó.

Oscar hizo una pausa y mantuvo la tensión del momento con su silencio. Miró expectante a Wat Sickert, que se pasó los dedos por el bigote y no dijo nada. Luego prosiguió.

—La noche de la cena del Club Sócrates me llamó especialmente la atención el gemelo con la imagen de Bellini de George Daubeney porque sabía que alguien más tenía un par de gemelos parecidos…, un amigo, mi amigo…, nuestro amigo… el pintor Walter Sickert.

Oscar tendió su brazo izquierdo en dirección a Wat. Él se inclinó rápidamente sobre la mesa.

—Le compré los gemelos a Daubeney, Oscar. Te lo dije cuando te los di. —Recorrió al resto de los asistentes con la mirada. Había en sus ojos una repentina desesperación. Por un momento, pareció realmente frenético—. Los gemelos mostraban una reproducción de La Virgen de las Rocas de Leonardo. Oscar los admiraba tanto que yo mismo se los regalé. No, no es cierto. Se los vendí.

—Por cinco libras —dijo Oscar.

—Sí —respondió Sickert—, por cinco libras. Eso es lo que le pagué a Daubeney. Y eso es lo que te dije.

—Me dijiste que los gemelos te habían costado cinco libras…

—Y así fue —exclamó Sickert—. ¡Así fue!

—Pero lo que no me dijiste, Wat, es que cuando le compraste los gemelos a Daubeney por cinco libras él prometió que los gemelos te serían entregados por un mensajero muy especial: una niña de trece años, una chiquilla de garantizada virginidad…

Sickert retiró violentamente la silla de la mesa.

—No la toqué, Oscar, lo juro. La quería como modelo…, nada más. Quería pintar a una muchacha que estuviera al borde de la feminidad. Quería pintar a una virgen, a una auténtica virgen. Eso es todo.

—¿La desnudaste?

—Se desnudó ella sola. No la toqué. Créeme, Oscar.

Él sonrió y encendió otro cigarrillo.

—Te creo, Wat. Eres mi amigo y sé que eres todo un caballero. Y, por extraño que pueda parecer, estoy en deuda contigo. Tú me vendiste esos gemelos porque me encapriché de ellos y me alegro de que lo hicieras porque, por casualidad, me los puse el día en que Robert Sherard y yo visitamos la Librería Francesa de Beak Street. George Daubeney estaba allí. Me vio con los gemelos y dio por sentado que también yo era hombre que busca vírgenes a cinco libras…

—Vaya, vaya… —murmuró Charles Brookfield.

—Anoche, Daubeney me invitó a Beak Street y me llevó a una habitación del primer piso para presentarme a una chiquilla llamada Rosa que hablaba español. Era una niña hermosísima. Tenía unos ojos redondos y negros y unas pestañas largas como las de un cachorro de jirafa. No podía tener más de once o doce años. Daubeney me dijo que acababa de llegar de México. La llamó Nuestra Señora de Guadalupe. Según dijo, la había «examinado» y daba fe de que sus jóvenes pechos acababan de «moldearse y eran del todo perfectos». La pequeña, según me aseguró, «carecía de vello» y también «de tacha». Disponía de un certificado expedido por una comadrona que garantizaba su virginidad. Me dijo que la virginidad de la niña era mía por cinco libras… y que recibiría además unos gemelos preciosos como recuerdo de nuestro encuentro.

—¡Mi garganta! —gritó George Daubeney, levantando el rostro de las manos—. Me arde la garganta. Tengo el cuello inflamado.

—Su cuello no tardará en quedar partido en dos, señor —dijo el inspector Gilmour de Scotland Yard—. Levántelo, Ferris. Lléveselo al furgón. Que los hombres le retengan allí hasta que hayamos acabado con esto. Dígales que será acusado de asesinato. No mencione este otro asunto. Necesitamos que sobreviva a esta noche.