13.
¿Qué hay en un nombre?
Mientras nuestro tren ganaba velocidad, Oscar se quedó de pie junto a la ventanilla del vagón, viendo pasar los tejados rojos y grises de Eastbourne.
—Que Drumlanrig haya aparecido así… —musitó—. Qué curiosa coincidencia, ¿no os parece?
—Sí —replicó Sickert, acomodándose en el asiento del rincón mientras contemplaba a nuestro extraordinario amigo—. ¡Aunque nada comparado con la «curiosa coincidencia» de que tuvieras a mano una pitillera de plata que llevaba elegantemente inscrito el nombre «Sebastian» justo cuando la necesitabas! ¿Cómo has hecho ese truco, Oscar? ¿Ha sido una mera coincidencia? ¿O acaso llevas media docena de pitilleras escondidas encima, cada una con el nombre inscrito de un héroe shakesperiano distinto?
Oscar se volvió desde la ventanilla, se desabrochó la capa carmesí, la plegó hasta convertirla en un bulto y la colocó junto con su sombrero de fieltro blanco en el portaequipajes situado sobre nuestros asientos. Sonrió a Sickert y negó con la cabeza.
—¿Qué habrías hecho si el chico hubiera representado el papel de Fabian? —le pregunté.
—El muchacho jamás habría sido elegido para representar el papel de Fabian, Robert. Es demasiado hermoso. Tenía que representar el papel de Sebastian. ¿Cuál otro podría haber representado? —Tomó asiento junto a la ventanilla, delante de mí—. Supongo que el de Curio —añadió—. O el de Valentina. Pero no son papeles protagonistas y algo me dice que el joven Sebastian Fletcher está destinado a papeles protagonistas. —Se inclinó hacia Sickert—. ¿Te importaría darme un cigarrillo de los tuyos, Wat, querido amigo? El chiquillo se ha quedado con los míos.
El pintor le ofreció uno y Oscar lo encendió. Como fumador, era un auténtico sensualista. Con profunda satisfacción llenó nuestro compartimiento de una nube de humo gris azulado entre el cual, agitando el cigarrillo de Wat en el aire, anunció:
—No hay en la historia de la literatura una fuente más rica de nombres perfectos que Shakespeare. Es el maestro de la nomenclatura. Como bien sabéis, los nombres lo son todo.
—¿Ah, sí? —pregunté—. ¿Lo dices en serio?
—Oh, sí, Robert —respondió muy serio—, ya lo creo. Yo soy como soy porque me llamo como me llamo. Y lo mismo te pasa a ti. Tú empezaste con cinco nombres, ¿verdad, Robert? Yo también. ¿Cuántos tienes tú, Wat?
—Solo tres: Walter Richard Sickert.
Oscar reflexionó sobre los tres nombres.
—Servirán —dijo—, aunque quizá deberías haber empezado con dos o tres más. Yo empecé mi vida como Oscar Fingal O’Flahertie Wills Wilde, un nombre con dos oes, dos efes y dos uves dobles… Lo cierto es que suena bien, ¿no os parece? Pero un nombre destinado a permanecer en boca de todos no debería ser demasiado largo. ¡Resulta muy caro en los anuncios! Cuando uno es un desconocido, hay un montón de nombres de pila que resultan útiles, naturalmente, y quizás hasta necesarios. Sin embargo, cuando uno se hace famoso, se desprende de algunos nombres, como el piloto de un globo que, al ganar altura, se deshace del lastre innecesario… Sólo dos de mis cinco nombres han sido lanzados por la borda. Con el tiempo, descartaré otro. Llegará el día en que seré conocido por cinco letras del alfabeto, no más: dos vocales y tres consonantes, como Jesús o Judas, o Tales o Xenón. Dentro de un siglo, mis amigos me llamarán Oscar; mis enemigos, Wilde.
Wat Sickert sonrió al tiempo que le ofrecía un segundo cigarrillo.
—Todavía no nos has explicado el caso de la pitillera y de su inscripción: «Para Sebastian, de Oscar con amor…».
—Era en realidad un regalo que me había hecho a mí mismo. Oscar no es nombre de santo y tampoco un nombre shakesperiano, y Sebastian es ambas cosas. Sebastian es mi álter ego. Soy Oscar en la ciudad y Sebastian en otros momentos y lugares… Le di al muchacho mi propia pitillera… respondiendo a un simple impulso. Era el momento adecuado para ello, ¿no os parece? Deberíamos aprovechar siempre el momento.
El tren se detuvo de pronto.
—¿Dónde estamos? —preguntó Wat, estirándose hacia delante.
Oscar miró con atención por la sucia ventanilla.
—En Leap Cross —dijo—. Los nombres lo son todo. ¿Qué os parece si aprovechamos el momento para examinar la bolsa Gladstone de Pearse?
—Quizá debería hacerlo usted —le dije a Sickert, pasándole el maletín—. Era amigo suyo.
—Es amigo mío —dijo él, abriendo la bolsa con un profundo suspiro y vaciando con sumo cuidado su contenido en el asiento contiguo—. No puedo creer que esté muerto. No quiero. ¿Por qué iba a quitarse la vida? ¿Quién iba a querer matarle?
Oscar guardó silencio.
La bolsa no desveló ningún secreto.
—Es tal y como habías dicho, Oscar. Sólo papeles. —Sickert ordenó el material en montones separados—. Aquí hay correspondencia con distintos directores teatrales, postales de caseras confirmando alojamientos, un montón de facturas y de extractos de cuentas…
—¿Hay alguna libreta de banco? —preguntó Oscar—. ¿O el recibo de algún prestamista… del estilo de Ashman del Strand?
—No, no veo ninguna. Está el libreto de Asesinato a bordo, el Times del martes, un ejemplar de la Gazette de Eastbourne, una copia del horario de trenes de Bradshaw y más facturas, pero ninguna libreta de banco ni el recibo de ningún prestamista… —Wat volvió a meterlo todo en la bolsa Gladstone y la cerró de golpe—. ¿Qué hacemos ahora con esto? —preguntó.
—Guárdala en un lugar seguro y, a su debido tiempo, si es necesario, entrégasela a su familiar más cercano.
—No tenía familia, Oscar. Sus amigos eran su única familia.
—Debe de tener padres…
—Murieron hace tiempo.
—¿Algún hermano? ¿Alguna hermana?
—Ninguno que yo sepa. —Wat se levantó y colocó la bolsa en el portaequipajes. El tren volvía a moverse y él tuvo que mantener el equilibrio sujetándose a una de las argollas de cuero anexas al marco de la puerta del compartimiento. Cuando se volvió hacia nosotros, vi que tenía los ojos velados por las lágrimas—. Maldito seas, Oscar —siseó—. Tú y tu condenado juego.
—Puede que no esté muerto —dijo él en voz baja.
—Pero ¿y si lo está? —se lamentó Sickert, derrumbándose en su asiento y cubriéndose el rostro con las manos. Sacó del bolsillo de la chaqueta un arrugado pañuelo salpicado de manchas de pintura y se secó los ojos—. Perdona, Oscar —balbuceó—. Debería culparme a mí mismo, no a ti. Fui yo quien le llevó al Hotel Cadogan el domingo por la noche. Era mi invitado, no el tuyo.
—Pero era mi juego —respondió él despacio—, y en los cuatro días que han transcurrido desde que jugamos, en el orden exacto en que sus nombres fueron extraídos de la bolsa, las primeras cuatro de las llamadas «víctimas» del juego han corrido idéntica suerte. —Había sacado la lista de «víctimas» de su bolsillo, la había desplegado y se la había colocado sobre las rodillas. Mientras se acariciaba ligeramente las sienes con las yemas de los dedos, la estudió con atención, como si su concentrada mirada pudiera de algún modo ayudarle a penetrar en sus secretos—. Elizabeth Scott-Rivers fue la primera en morir pasto de las llamas, pero la conflagración bien pudo ser fruto de un accidente… Lord Abergordon fue el siguiente, pero tenía sesenta años y al parecer murió mientras dormía… Esa desgraciada cotorra del hotel fue sin duda asesinada, muerta a cuchilladas, de eso no cabe duda… Y ahora Bradford Pearse ha desaparecido…
—¿Quién es el siguiente? —preguntó Wat, sonándose la nariz.
—El siguiente de la lista —dijo Oscar— es Victor Amteim, el boxeador y socio de Byrd, calvo aunque extrañamente apuesto…
—Le recuerdo —dijo Sickert—. Un caballero a medias.
—Me pregunto quién puede haber elegido como víctima a Amteim —reflexionó Oscar.
Se produjo una pausa. Él y Wat se encendieron mutuamente los cigarrillos.
—Fui yo —dije, un poco incómodo—. Como tú bien sabes, Oscar.
Wat Sickert se recostó contra el respaldo del asiento y dio una lenta calada a su cigarrillo.
—Y yo —dijo en voz baja.
—¿Qué? —exclamó Oscar—. ¿Por qué? ¿Acaso conoces a ese hombre?
—No —se rió el pintor—. En absoluto. Le vi boxear una vez. Encima del cuadrilátero es todo un artista.
—Pero ¿no le conocías?
—No. No nos habían presentado.
—Entonces, ¿por qué demonios le elegiste a él?
—Por su nombre, naturalmente.
—¿Por su nombre? —arguyó Oscar—. ¿Qué quieres decir exactamente, amigo mío?
—Era un juego, Oscar…, tú mismo lo dijiste. Elegí a Victor Amteim por su nombre.
—No te sigo, Wat —dijo Oscar, frunciendo el ceño.
—Como recordarás, le tenía sentado a mi izquierda, y durante la cena, mientras charlábamos y la conversación saltaba de un tema a otro, me dediqué a pasar el rato jugando con mi pluma…, dibujando el perfil de Amteim en el dorso de la carta y jugando con las letras de su nombre…
—¿Jugando con las letras?
—Reordenándolas…, componiendo con ellas un anagrama. Me encantó descubrir que, si lo reordenamos, el nombre de Victor Amteim se convierte en «Víctima Morte». Por eso le elegí, amigo. Simplemente por eso.
Oscar apoyó la espalda en el respaldo de su asiento y soltó una carcajada. No se trataba de su discreta risilla, sino de su risotada ronca y distendida.
—¡Santo Dios! —exclamó—. Pero ¿será posible? ¿Habremos condenado a muerte a un hombre sólo por su nombre?
—Era sólo un juego, Oscar —dijo Sickert.
—Pero un juego mortal, amigos míos, ¿no lo veis? —Se calmó al tiempo que se inclinaba hacia delante una vez más y tendía una mano suplicante para pedir el último cigarrillo que a Wat le quedaba en la pitillera—. He estado intentando descubrir qué es, o qué podría ser, lo que une a Elizabeth Scott-Rivers, a lord Abergordon, a esa pobre cotorra y a Bradford Pearse. Ahora me doy cuenta de que quizás ese vínculo no exista, de que no sea nada, excepto el hecho de haber sido elegidos como «víctimas» al azar cuando el domingo os obligué a tomar parte de ese juego absurdo. Esas cuatro desafortunadas criaturas (una dama, un caballero, una cotorra y un actor) no han sido asesinadas por ninguna razón en especial, sino que lo han sido sin motivo alguno…
—Quieres decir acaso que…
—Sí, Wat. Lo que quiero decir es que, del mismo modo que a ti te divirtió nombrar a Amteim como tu «víctima» simplemente porque te gusta jugar con las palabras, puede ser también que entre nosotros haya un asesino frío y calculador al que le resulte «divertido» emplear una lista como ésta —declaró, cogiendo la lista de sus rodillas y agitándola delante de nosotros— para eliminar una a una a las personas que aparecen en ella simplemente por placer…, participando del juego como mera diversión.
Me incliné hacia delante en el asiento, cogí la lista de manos de Oscar y la estudié con atención. Cuando alcé la mirada, vi que mi amigo había cerrado los ojos como si rezara.
—Sé lo que estás pensando, Robert —dijo, casi en un susurro—. Yo pienso lo mismo. El último nombre de la lista es el de Constance… La constante Constance, la inocente Constan ce, la mejor y más leal de las esposas y de las madres del mundo. Tú la amas tanto como yo, Robert. Quien la conoce no puede sino quererla. Nadie que la conozca puede desearle ningún mal. Aun así, nuestro asesino no necesita conocer a aquellos a quienes pretende asesinar. Está jugando a un juego…, tachando simples nombres de una lista.
Se estremeció y abrió los ojos.
—¿Nos acercamos ya a Londres? —preguntó, poniéndose en pie y cogiendo su capa—. Tengo frío y estoy hambriento —dijo—. Ya hace un buen rato que la señora Fletcher nos sirvió el desayuno.
Pálido, Wat Sickert levantó los ojos hacia Oscar.
—Me temo que estés en lo cierto, amigo mío. Bradford Pearse no se ha quitado la vida. Ha sido asesinado… y no por ser quien era, o lo que era. Ni siquiera por lo que pudiera haber hecho. Ha sido asesinado simplemente porque su nombre aparecía en esa lista.
—Pero ¿quién puso su nombre en esa lista si, como no dejamos de repetirnos, no tenía un solo enemigo en el mundo? —preguntó Oscar despacio.
El tren había aminorado la marcha y pasaba en ese momento por Croydon.
—¿Qué hacemos ahora? —pregunté—. ¿Acudir a la policía?
—Sí —dijo Oscar con decisión—. Debemos seguir el consejo de Conan Doyle. Tenemos que ir a ver al inspector Gilmour de Scotland Yard, enseñarle la carta de Bradford y contarle toda la historia. El domingo por la noche éramos catorce sentados a esa mesa y mucho me temo que al menos uno de nosotros sea un asesino.
—O al menos el instigador de un asesinato —sugirió Sickert—. Uno de nosotros podría haberse llevado la lista y haber contratado a un asesino para que hiciera el trabajo. ¿No te parece eso más probable?
—¿Necesita el asesino haber estado presente durante la cena? —pregunté—. Si actúa al azar, como tú sugieres, Oscar, ¿no podría uno de nosotros haber relatado lo acontecido durante la noche en algún bar, o en algún pub, en su club o en cualquier otra parte, y haber sido oído por un desconocido?
Él volvió a soltar una carcajada.
—¿Un desconocido empeñado en asesinar? ¿Un desconocido dotado de un fino oído que casualmente buscaba una pulcra lista de la compra de posibles víctimas? Supongo que todo es posible.
El tren había llegado a la estación Victoria.
—¿Qué hora es? —preguntó Oscar al tiempo que buscaba entre sus monedas para anticiparse a los próximos encuentros con los maleteros de la estación y con los conductores de coches de alquiler.
Sickert asomó la cabeza por la ventanilla del vagón y miró el reloj de la estación.
—Pasadas las cinco —dijo.
—Me quedaré con la bolsa de Pearse, si no te importa —dijo Oscar—. Puede que esas facturas revelen algo…, nunca se sabe.
Bajamos del vagón al ruidoso andén de la estación.
—Me voy a casa —dijo Wat—. Espero vender un cuadro esta noche. Me mantendrás informado, ¿verdad?
—Por supuesto —respondió Oscar—. Te enviaré un telegrama en cuanto hayamos ido a ver a la policía. —Me dio la bolsa Gladstone de Pearse para que se la llevara.
—¿Vamos directamente a Scotland Yard? —pregunté—. Es muy tarde. ¿No deberías irte tú también a casa?
—Si nuestro asesino sigue la cronología de la lista, Robert, hasta que Victor Amteim no haya muerto, Constance debería estar a salvo. —Crucé tras él la estación hacia la fila de coches apostados en Victoria Street—. Scotland Yard puede esperar hasta mañana. Creo que antes deberíamos encontrar a Victor Amteim y avisarle del peligro que corre.
—Y también deberías protegerte tú, Oscar —dijo Wat—. Tu nombre aparece en la lista.
Oscar se volvió a mirarle.
—Lo sé.
Wat se detuvo en seco.
—Bosie, tu joven amigo, tiene un arma, ¿verdad? ¿Una pistola? Siempre fanfarronea de ello.
Oscar se rió.
—Así es. ¡No para de repetir que tiene intención de matar a su padre con ella! —Guardó silencio, recorrió con la mirada el vestíbulo de la estación, volvió a extender los brazos y se rió una vez más—. Estoy rodeado de asesinos y de locos…
Sickert sonrió y tomó las manos de Oscar entre las suyas.
—Hablo en serio, amigo mío. Quizá deberías pedirle prestada la pistola a Bosie y tenerla contigo en Tite Street hasta que el peligro haya pasado.
—No temo por mí, Wat. Puede que la muerte sea en efecto la mayor de las bendiciones humanas. Pero sí temo por mis hijos. Necesitan a su madre, y Constance es demasiado joven para morir. —El poeta y el pintor se abrazaron. Formaban una curiosa pareja: Oscar, de un metro noventa de estatura, con su capa carmesí y su sombrero de fieltro blanco, y Wat Sickert, mucho más menudo, con su artificioso abrigo y sus absurdos bigotes—. Ve a vender tu cuadro, Wat. Robert y yo nos vamos al circo.