15.
Gilmour de Scotland Yard
—Qué tipo más extraordinario —dijo Oscar riéndose entre dientes mientras salíamos del desierto vestíbulo del anfiteatro del Astley al Westminster Bridge Road. Era una perfecta noche de mayo: el sol, bajo, redondo y anaranjado, había teñido de oro la mampostería de los muelles del Támesis; soplaba una brisa cálida y hasta nosotros llegó ese olor especial del Londres de mis años de juventud…, el reconfortante olor a heno y a caballo.
—No me gusta, Oscar —dije—. Es arrogante. E impertinente. Y…
—Te confunde, Robert. Lo que pasa es que con él no sabes a qué atenerte, eso es todo. Si Bosie o Drumlanrig hablaran como lo hace él, no le darías ninguna importancia. Son hombres ricos, por lo tanto pueden hacer lo que les plazca. Pero Amteim… es sólo un caballero a medias. Y eso no es fácil ni para él ni para nadie. Camina siempre por la cuerda floja.
—Pues no me gusta —insistí—. No me fío de él.
—¿Y no te ocurre lo mismo con mi pequeño amigo Antipholus?
—Naturalmente que no.
—¿Será porque es negro y sabe cuál es su lugar?
No hubo tiempo para protestar. Ya habíamos cruzado la calle y teníamos delante al muchacho africano de ojos brillantes de cuya luminosa sonrisa me fié instintivamente.
Antipholus no estaba solo. Estaba apoyado contra el parapeto de piedra que daba al río con una encantadora niña a su lado, una pequeña negra de quizá nueve o diez años. Junto a ella estaba el honorable reverendo George Daubeney. El trío contemplaba atentamente entre risas un sólido trozo de cartón del tamaño de una cuartilla.
En cuanto fue consciente de nuestra presencia, Antipholus se puso alerta.
—Señor Wilde, y amigo del señor Wilde, ¿me concederían el honor de presentarles a mi hermana Bertha?
La pequeña, que iba vestida con un sencillo vestido blanco, saludó con una profunda reverencia, cerró con fuerza los ojos y se mordió el labio cuando Oscar se agachó ante ella y estrechó su mano.
—Eres muy guapa —le dijo con suavidad.
—Es muy hermosa, Oscar —declaró George Daubeney a voz en grito—. Es una auténtica princesa, Robert…, una princesa de cuento. —Se inclinó por turno hacia nosotros y nos estrechó vigorosamente la mano.
—Veo que está usted en buena forma, George —dijo Oscar, ladeando la cabeza al tiempo que examinaba al clérigo—. Parece haberse vestido también en prince. —Y así era: desde la última vez que le habíamos visto, Daubeney parecía otro hombre. Seguía teniendo los ojos hinchados y cansados y la piel gris y estropeada, y mostraba pequeños destellos de humedad en las comisuras de los labios. Aun así, la expresión de perro apaleado del hombre había desaparecido por completo. Aunque llevaba el deshilachado cuello de clérigo como antes, había sustituido el negro traje de sargo de cura por una chaqueta de dandi con solapas de seda.
—Soy un hombre feliz —dijo dando un afectuoso tirón a una de las pequeñas coletas de la niña—. Un hombre libre. Un nubarrón se ha disipado sobre mi cabeza.
—¿Ah, sí? —preguntó Oscar—. Se refiere usted a la investigación judicial.
—El tribunal de instrucción se reunió esta mañana a las once en punto en el salón delantero del Hotel Pier, de Cheyne Walk, y el asunto se dio por zanjado antes de que el reloj del salón diera la media hora. El jurado siguió el dictamen del juez instructor del caso y ratificó el dictamen de la Policía Metropolitana y de la Brigada de Bomberos de Londres: «La muerte de la señorita Scott-Rivers fue accidental».
—Enhorabuena —le felicitó Oscar.
—Habría estado usted satisfecho, amigo mío. En su sumario, el juez (un hombre encantador, una especie de señor Pickwick, pero en versión irlandesa) hizo referencia específica a la importante y pionera labor de la Asociación para la Racionalidad en el Vestir.
—¿Ah, sí? —dijo Oscar, frunciendo el labio y pasándose el dedo índice por las cejas—. Cuando todo esto haya terminado, le daré a Constance la buena noticia.
—Bien hecho, George —añadí calurosamente—. Bravo. Creo que deberíamos celebrarlo con una copa.
—Ya he tomado unas cuantas, y de considerable tamaño —exclamó jubilosamente Daubeney—. ¡Y tengo intención de tomarme unas cuantas más y de proporciones aún más generosas!
—¿Se sabe algo de las últimas voluntades y del testamento de la señorita Scott-Rivers? —inquirió Oscar—. ¿Los había modificado, tal y como usted se temía, o muy pronto tendrá a su disposición unas cuantas y útiles bolsas de oro rojo y amarillo?
—No se le escapa nada, ¿eh, Oscar? —Daubeney tenía sujeta a la niña por las dos coletas y la zarandeaba suavemente por la cabeza de un lado a otro—. Al parecer, mi antigua prometida había comunicado a su abogado su intención de cambiar el testamento, pero todavía no lo había hecho… Aunque había concertado una cita para poner en orden sus asuntos, no pudo cumplir con ella. No es del todo seguro, pues existe la posibilidad de que su familia se muestre en desacuerdo con el testamento, pero, según su amigo Heron-Allen (un tipo excepcional, por cierto, y buen abogado donde los haya), todo apunta en mi favor. Parece que el botín pasará a mis manos.
—¡Nos ha traído regalos, señor Wilde! —anunció Antipholus encantado.
Daubeney soltó las coletas de Bertha y levantó hacia nosotros sus palmas abiertas al tiempo que adoptaba un repentino aire solemne.
—Lamento la muerte de mi prometida…, por supuesto que sí. Aunque ya no éramos amigos, no le deseaba ningún mal. Emplearé lo que haya tenido a bien dejarme para cumplir con la obra de Dios. Lo dedicaré todo a la educación y al bienestar de los más pequeños. —Se inclinó hacia delante y besó a Bertha en la cabeza.
—A mí me ha traído tabaco —dijo Antipholus, mostrando un puñado de tabaco—, y a Bertha estos lazos y este aro. —El muchacho estiró una de las coletas de su hermana para mostrarnos el lazo de color azul celeste que sujetaba su extremo en un delicado lazo. La pequeña, que sostenía el aro de madera con la mano izquierda, intentó ocultarlo tras la espalda de su hermano.
—Aquí el capellán soy yo y estos niños están a mi cargo —dijo Daubeney, ofreciéndonos una beatífica sonrisa.
—Está usted borracho —dijo Oscar—. No me sorprende.
Bertha tomó la mano del clérigo y le besó con suavidad los nudillos.
—El aro es a cambio de la fotografía —explicó Daubeney.
—¡Miren! —exclamó orgulloso Antipholus. Sostuvo en el aire el trozo de cartón que el trío había estado admirando cuando Oscar y yo les habíamos descubierto. Era una fotografía, una exquisita fotografía de estudio de la pequeña con un elegante vestido. En la fotografía, la niña estaba sentada en un taburete de tres patas, vestida con una falda deshilachada y parcheada y con un chal de cuadros sobre los hombros. Tenía la cabeza inclinada a un lado, apoyada contra el palo de una escoba de cocina, y el pelo suelto, rizado y con todo su volumen. Sus ojos brillantes miraban directamente a la cámara y por sus mejillas se deslizaban gruesas lágrimas.
—Está representando a la Cenicienta —explicó Antipholus.
—Las lágrimas no son reales —añadió George Daubeney.
—Eso parece —dijo Oscar, estudiando atentamente la fotografía—. Supongo que son gotas de glicerina. El maestro Archer es un joven inteligente.
—¿Quién? —pregunté.
—El fotógrafo —respondió Oscar, señalando la leyenda ubicada en la esquina inferior derecha de la fotografía. Decía: «John Archer, Battersea Park Road, London S»—. Le conozco. Vino de las Barbados, vía Liverpool y Ponder’s End. Es un tipo brillante, dotado de una gran inteligencia e inventiva. El resto de los fotógrafos te sacan como si fueras un corredor de bolsa ante un pelotón de fusilamiento. Archer me ha fotografiado en dos ocasiones, y también a Bosie, y, para nuestro mutuo asombro, las dos veces casi nos gustó lo que vimos. Parecíamos hasta humanos. Parecer natural es una pose difícil de mantener. El maestro Archer sabe cómo lograrlo. Ese muchacho llegará lejos[14]. Oscar le devolvió la fotografía a Bertha, que a su vez se la dio a George Daubeney, quien se la metió en el bolsillo interior de su elegante gabán.
—¿Había dicho usted algo sobre una copa para celebrarlo, Robert? —preguntó haciendo girar su dedo índice en el aire y mirándome al tiempo que dedicaba un guiño a Oscar con el rabillo del ojo—. ¿Qué le parece si le convencemos para que nos lleve a algún sitio distinguido, Oscar? Uno no se convierte todos los días en acaudalado viudo sin tener que sufrir las miserias del matrimonio. Yo diría que se tercian un par de copas, ¿no cree?
—Lamentablemente, yo debo retirarme ya —dijo Oscar, con una leve inclinación de cabeza hacia Daubeney—. Robert cuidará de usted… y Antipholus lo hará de mí. Me liará un cigarrillo mientras charlamos de los viejos tiempos y luego me buscará un coche, ¿verdad, amigo mío?
El chiquillo negro volvió a ponerse alerta y respondió a Oscar con un enérgico saludo.
—En ese caso, iremos a Gatti’s de las Arcadas —dijo Daubeney—. Podría pagar usted el champán, Robert. El espectáculo es gratuito. Vamos. —El jubiloso clérigo volvió a estrechar la mano de Oscar, propinó un afectuoso papirotazo en la oreja a Antipholus, besó ceremoniosamente a Bertha en la frente y entrelazó su brazo al mío—. ¡Soy libre! —exclamó mientras dábamos media vuelta y echábamos a andar por el puente de Westminster.
—¡Id con cuidado! —gritó Oscar al vernos partir—. Te enviaré un telegrama más tarde, Robert. El juego está en marcha. Te necesitaré mañana por la mañana… ¡sobrio!
Esa noche no abusé de la bebida. De hecho, estaba de regreso en mi habitación de la primera planta de Gower Street antes de las diez, disfrutando de un solitario vaso de cerveza embotellada. Daubeney no era una compañía demasiado divertida. Mientras paseábamos del brazo por la orilla del río, desde el puente de Westminster a Charing Cross, él se dedicaba a entretener a los transeúntes cantando una selección de sus piezas favoritas del Misal Anglicano. Yo intenté distraerle —y disimular con ello el bochorno que sentía— dándole seria conversación, pero él no estaba en absoluto interesado en nada de lo que yo pudiera decirle.
—¡Cante conmigo, Robert! —chillaba—. ¡Alabad al Señor! ¡Aleluya! —Sacó del bolsillo de su gabán, un bolsillo distinto de aquel en el que había guardado la fotografía de Bertha— una petaca forrada en piel y, entre himno e himno, me apremiaba para que me uniera a él en sus libaciones.
—Es vino de consagración. Normalmente lo llevo encima por si se da el caso de que debo acudir a administrar el bendito sacramento en misión de emergencia. Pero puede tomar un sorbo, Robert. Es más: debe hacerlo. El Señor así lo desea. ¡Alabad al Señor!
Cuando llegamos al muelle situado justo debajo de la estación de Charing Cross, junto a la esquina de Hungerford Lañe, de pronto se calmó. Volvió a meterse la petaca en el bolsillo y, con sus dedos largos y delgados, se limpió con sumo cuidado la saliva de las comisuras de los labios y se peinó el pelo hacia atrás.
—¿Conoce usted el teatro que está debajo de las arcadas del ferrocarril? —preguntó.
—¿El teatro de variedades? —dije—. Sí. He estado allí con Oscar y con Wat Sickert. Es uno de los antros frecuentados por Sickert. Lo ha pintado a menudo.
—¿Ha estado entre bambalinas? —preguntó Daubeney, guiándome por el callejón que salía a Villiers Street.
—No.
—Pues está de suerte. Por una modesta suma, si es usted un caballero, el señor Corazza, el director del teatro, le permite pasar la tarde en el camerino de las coristas. Él mismo se encarga de ofrecer sillones. Podrá ver a las chicas mientras se visten. Y también las verá desvestirse. Incluso podrá tocarles las tetitas. Con las más jovencitas, podrá tragárselas enteras como si fueran melocotones.
Bajo la arcada más ancha del ferrocarril, en la misma entrada del teatro, se congregaba ya el público asistente a la sesión nocturna. El teatro de variedades Hungerford Palace (también conocido como el Gatti’s de las Arcadas) atraía a un público universal: carniceros, panaderos, oficinistas y vendedores callejeros, dependientas y matronas, bulliciosos personajes elegantes de la ciudad y retraídas y jóvenes parejas que visitaban por vez primera el West End. Sin embargo, aparte de George Daubeney, no parecía haber ningún otro representante de las sagradas órdenes. Seguí al clérigo con su gabán mientras él se abría paso entre la muchedumbre y nos conducía hacia las sombras en dirección al arco situado detrás.
—Por fin hemos llegado —dijo, llamando con aire conspirador a una puerta camuflada.
—Creo que lo mejor será que me vaya —dije—. Si me disculpa, ha sido un día muy largo.
—Como desee, Robert —respondió al tiempo que la puerta se abría despacio. Vi asomar a una hermosa joven pelirroja de pelo muy corto y rostro maquillado.
La chica reconoció a Daubeney al instante, sonrió y abrió más la puerta para dejarle entrar.
—¿Tu amigo viene también, Georgie? —preguntó, arrugando la nariz y mirándome con expresión divertida. Divisé la silueta de sus pechos bajo el viso.
—No, tengo que irme —me apresuré a responder—. Cuídese, George. Buenas noches.
—Cuidaremos del padre, señor —dijo la muchacha, riéndose y tirando de él hacia dentro—. Cuidaremos bien de Georgie, no tema.
A las nueve de la mañana del día siguiente —del viernes, 6 de mayo de 1892—, mientras desayunaba a solas en mi habitación una salchicha de cerdo fría con una rebanada de pan untada en grasa (y me acordaba de las delicias del huevo de oca, del jamón y de las costillas de cordero de la señora Fletcher que había degustado hacía apenas veinticuatro horas), llegó el mensajero del telégrafo con la prometida citación de Oscar:
VEÁMONOS EN EL DESPACHO DE GILMOUR A LAS DIEZ.
OSCAR.
Yo no andaba sobrado de dinero. Estaba escribiendo mi novela, pero todavía no la había vendido, y aunque ese mes había vendido dos artículos, todavía no me los habían pagado. El casero me apremiaba para que le abonara el alquiler que aún le debía. El abogado de mi mujer, de la que me había separado, me presionaba para que desembolsara ciertos pagos «a cuenta» de su manutención. Como le gustaba decir a Oscar (y lo decía de formas distintas y en días distintos): «Los jóvenes imaginan que el dinero lo es todo. Cuando pasan los años, lo saben».
Pues bien, como andaba corto de dinero, decidí no tomar ni el autobús ni un coche, sino caminar con un par de zapatos gastados los cinco kilómetros que separaban Gower Street de Great Scotland Yard. De ahí que no llegara a las oficinas del Departamento de Investigaciones Criminales de la Policía Metropolitana hasta pasadas las diez y media.
Oscar estaba repantigado en el despacho de Archy Gilmour y se había puesto ya manos a la obra. La habitación era oscura y pequeña y estaba mal ventilada y parcamente amueblada. Encontré a mi amigo incómodamente sentado en el borde de una silla de oficina de respaldo duro. Vestía uno de sus trajes de verano más extravagantes: la chaqueta y los pantalones eran de color gris paloma; el chaleco, de abotonadura alta y amarillo canario; sobre unos botines grises llevaba unas polainas de tela amarilla; su ojal comprendía un hibisco dorado dispuesto sobre un ramillete de lavanda; sobre sus rodillas sostenía un sombrero de paja y unos guantes de cabritilla amarillos. Cuando el sargento Gilmour me hizo pasar, el inspector detective (que vestía, como yo, un desgastado traje de diario marrón) estaba de pie de cara a Oscar, apoyado contra un pesado escritorio de caoba y escuchaba atentamente cruzado de brazos.
—Buenos días, señor Sherard —dijo con tono cordial (le agradecí que recordara mi nombre)—. Tome asiento. —No se movió. Simplemente señaló con la cabeza la silla de respaldo duro situada junto a la de Oscar—. El señor Wilde relata las historias como pocos hombres saben hacerlo. Me tiene totalmente embelesado. Debería escribir para el Police News and Law Courts Weekly Record.
—Lo he confesado todo, Robert. He violado el juramento secreto del Club Sócrates. ¡Le he contado al inspector todo sobre nuestra cena en el Hotel Cadogan del domingo pasado y sobre nuestro estúpido juego de «asesinato»! Y, aunque parece estar al corriente de todos los pormenores, él me ha escuchado con exquisita cortesía.
—Como recordarán, interrogamos hace poco a George Daubeney —explicó el inspector—. Se mostró muy disponible y absolutamente cooperador. De hecho, se sinceró enseguida: nos contó todo sobre la cena y el juego y también nos reveló que había citado a su exprometida como su pretendida «víctima».
—¿Cree usted que pudo haberla asesinado? —le pregunté.
Gilmour negó con la cabeza.
—¿Asesinarla? ¿Habiendo manifestado antes su deseo de hacerlo? No creo.
—Es un borracho —dije—. Los hombres hacen cosas inesperadas y terribles bajo los efectos del alcohol.
El inspector se rió.
—Se dan contra las paredes, no las atraviesan. En el número veintisiete de Cheyne Walk, tanto las puertas delantera y trasera como la del sótano estaban cerradas con llave por dentro. El reverendo Daubeney estaba fuera de la casa, mirando desde allí al interior. Aunque fue testigo del fuego, no lo provocó. La señorita Scott-Rivers estaba sola cuando murió.
—¿Qué impresión se llevó usted de Daubeney? —preguntó Oscar, haciendo girar despacio el sombrero de paja sobre sus rodillas—. Como hombre, quiero decir. ¿Le cayó bien?
—No —respondió rotundamente el inspector. Es un bicho raro. Y, tal como ha apuntado el señor Sherard, un borracho…, no hay más que verle la cara. Y es también un hombre débil. Cuando terminamos de interrogarle, se quedó ahí sentado, en la misma silla que ocupa usted ahora, señor Wilde, y se echó a llorar. Lloraba como una mujer. No fue un espectáculo agradable.
—El llanto nunca lo es —dijo Oscar.
El policía pelirrojo suspiró.
—En fin, caballeros —dijo, poniéndose en pie y frotándose las manos—, les agradezco la visita; y, por supuesto, debemos mantenernos en contacto. Pero, si he de serles sincero, no creo que nada de lo ocurrido esta semana apunte a que tenemos a un asesino nuevo y desconocido a la vista. —Empezó a dirigirse hacia la puerta. Evidentemente, la entrevista había tocado a su fin.
—¡Mire la lista! —le imploró Oscar, agitando sus guantes amarillos de cabritilla en dirección al pliego de papel que seguía aún sobre el escritorio del inspector.
Gilmour retrocedió y cogió la lista de «víctimas» de Oscar.
—Ya lo he hecho —dijo—. Pero, veamos. —Sus ojos estudiaron el papel con atención—. Elizabeth Scott-Rivers murió en un incendio causado por un accidente. Ése es el veredicto del juez de instrucción. Lord Abergordon era un caballero entrado en años que murió mientras dormía. Ésa es la opinión de su médico… y también la mía. El actor, Bradford Pearse, parece haberse quitado la vida. Estaba endeudado y era víctima de la persecución de sus acreedores, de modo que no gozaba de un buen estado de ánimo. La correspondencia que me ha enseñado usted no hace sino confirmarlo. Se ha lanzado al vacío desde Beachy Head. Desgraciadamente, eso es algo que ocurre con mucha frecuencia.
—¿Y qué me dice de la cotorra? —preguntó Oscar—. ¿Qué pasa con el pobre Capitán Flint?
—Matar aves silvestres no es todavía un delito criminal en Inglaterra —fue la respuesta de Archy Gilmour.
—Sin duda —dijo Oscar, levantándose—. De hecho, entre los miembros de cierta clase, es un pasatiempo nacional.
Gilmour se rió entre dientes.
—Lo lamento por el pobre Capitán Flint —dijo amablemente—, pero no hay nada que yo pueda hacer.
—Es usted un hombre con buenos sentimientos —intervino Oscar, estrechando la mano del inspector—. Y también es usted vegetariano, sin duda.
Como era de esperar, Gilmour pareció sorprendido.
—¿Cómo lo sabe?
—Por sus dientes, inspector. Lleva pegado un pequeño resto de lechuga y una miga de pan con mantequilla a cada lado de su incisivo izquierdo. Sólo un auténtico vegetariano desayuna un sándwich de ensalada.
Gilmour soltó una carcajada y abrió de un tirón la puerta de su despacho.
—Me maravilla usted, señor Wilde. Es un príncipe de los trucos. Y también su propio detective. No precisa usted mi ayuda.
—Oh, ya lo creo que sí, inspector. —Siguió sin moverse mientras Gilmour esperaba junto a la puerta—. Eche una mirada al siguiente nombre de esa lista de víctimas potenciales… ¿Sería usted tan amable?
Gilmour volvió a estudiar por encima el papel.
—El señor Victor Amteim.
—Es un tipo interesante —dijo Oscar—. Un boxeador muy bien relacionado. Dotado de un físico extraordinario. Trabaja en el anfiteatro del Astley. Cuatro personas eligieron al señor Amteim como su «víctima». Creo que su vida corre peligro, inspector. He venido a pedirle que le conceda protección policial.
—Ya lo hemos hecho —fue la respuesta de Archy Gilmour—. No sé si sabe que es uno de los nuestros, señor Wilde.